Caza de conejos (2 page)

Read Caza de conejos Online

Authors: Mario Levrero

Tags: #Relato, #Humor, #Cuentos

BOOK: Caza de conejos
10.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
XII

Quisiera vivir entre gentes que fueran más buenas, más felices que yo. Así les envidiaría su suerte o su bondad. Pero todos los cazadores son desgraciados, estúpidos e infinitamente perversos. Así, me veo obligado a envidiarles sus pobres bienes materiales. Les tiendo trampas. Cuando alguien me ve fabricando una trampa muy compleja y muy sólida se ríe, porque cree que exagero; por lo general se siente impulsado a explicarme el tamaño y la fuerza reales de un conejo. Yo dejo que me expliquen. No saben, ellos, que es una trampa para cazadores. Los mato y les robo el dinero, las ropas, las armas y algún adorno —collares de dientes de tigre, relojitos antiguos, anillos de compromiso, plumas de colores, billeteras de cuero de cocodrilo—. Los cazadores gustan de adornarse, y a menudo el colorido de estos adornos es su perdición: es fácil distinguirlos entre el follaje y tomarlos por sorpresa.

XIII

El conejo en celo desprende un aroma muy tenue que sólo es percibido por el finísimo olfato de los cazadores. Llegan de todas partes, siguiendo este aroma en forma inconsciente y compulsiva; no saben adónde van, ni por qué van. El conejo espera entre los matorrales. Cuando el cazador se aproxima, el conejo tensa los músculos y se prepara para el salto. El cazador no ve esos ojos rojos, astutos, brillantes, pendientes de sus menores movimientos. Cuando está muy cerca, el conejo en celo salta, dejando escapar un espantoso rugido que hace estremecer el bosque. El cazador, tomado por sorpresa, queda paralizado y no atina a defenderse. De todos modos, la lucha sería desigual: un par de rápidos manotazos, una dentellada certera, y el conejo se aleja arrastrando un cadáver flojo y sangrante, que será una fiesta para los hambrientos conejitos.

XIV

En ocasiones me gusta pasarme al bando de los guardabosques; entonces se produce un desequilibrio entre las fuerzas, y los cazadores son derrotados con facilidad. Nosotros, los guardabosques, no sufrimos ninguna baja.

XV

Dicen que van a cazar conejos, pero se van de pic-nic. Bailan alrededor de una vieja victrola, se besan ocultos tras los árboles, pescan o fingen pescar mientras dormitan; comen y beben, cantan cuando vuelven al castillo en un ómnibus alquilado que siempre resulta demasiado pequeño para todos. Los conejos aprovechan los restos de comida. También es frecuente que los falsos cazadores, borrachos, olviden su victrola. Entonces los conejos bailan hasta el amanecer, a la luz de la luna, al son de esa música alocada y antigua.

XVI

Algunos conejos se han hecho expertos en el arte de imitar con gran precisión el grito con que los cazadores suelen llamarse entre ellos cuando se encuentran perdidos o en dificultades. «Oooooooh-eeeeeeh», se oye a la distancia, y luego la respuesta, desde otro extremo del bosque: «Ooooooh-eeeeeeh». Los gritos se repiten, cada vez más próximos. Después hay un silencio, después hay otro grito, distinto, después no se oye nada más.

XVII

Al idiota le gusta el cementerio de elefantes, no por el valor de los colmillos, ni por el misterio del impulso que lleva al elefante, herido, a buscar el lugar milenario, ni por el brillo de la luna en el marfil, ni por el aspecto imponente de los esqueletos que semejan barcos antiguos semihundidos en un mar verde oscuro, ni por oír el curioso lamento de agonía de los elefantes que llegan y se tienden, ni por la aventura, sino por el olor a podrido de los elefantes muertos.

XVIII

«Creo haber atrapado un conejo», dije, acariciando la suave vellosidad de Laura, que es tan joven. Ella ríe con una carcajada fresca y huye; yo recomienzo pacientemente la búsqueda.

XIX

Cuando estoy imposibilitado de moverme, por haber caído en la trampa de otro cazador o haber comido, por error, de las bayas silvestres venenosas de efecto paralizante, un río de conejos de ojillos vivaces salta interminablemente en blanca cascada ante mis ojos, de día y de noche, y al día siguiente, y a la noche siguiente, y siempre.

XX

Hay quien caza conejos por amor; yo los cazo por odio. Cuando los tengo en mi poder los voy destrozando lentamente. Los mutilo, tratando de que no se mueran en seguida. Hay otros cazadores que odian a los conejos porque destruyeron su hogar o sus cosechas, porque robaron a sus hijos o mataron sus esperanzas; mi odio es injustificado y atroz. Creo que hay algo de amor en este odio; no dedicaría, de otro modo, tanto esfuerzo a combatirlos con mis armas más arteras.

XXI

El conejito recién nacido es tal vez el espectáculo más tierno del mundo. Tan blanco y tan indefenso, tan débil y tembloroso, las orejitas sedosas y blandas, la naricita inquieta y rosada, los dientecillos asomando apenas en su hociquito menudo que parece sonreír tímidamente.

XXII

Cuando en el club de caza se habla de caza, y siempre se habla de caza en este club, yo permanezco obligadamente en silencio. No hay heroísmo en la caza del conejo. Ellos narran aventuras espeluznantes, se exhiben piezas embalsamadas de animales terribles. No hay nada de esto en la caza del conejo, donde todo se desliza suavemente, amablemente. Intervienen la astucia y la paciencia, pero también la imaginación y la simpatía. No hay sordos gruñidos ni carreras dementes; no hay sangre ni estruendos de armas de fuego. Todo es apacible y casi cariñoso, y aunque el peligro es tan grande como el que corren los otros cazadores, de búfalos y tigres, es un peligro tan sutil y tierno, que nadie que no cace conejos podría comprender que es realmente un peligro. Opto, entonces, por cerrar la boca y escuchar, y pasar por tímido o por tonto.

XXIII

Decimos que vamos a cazar conejos, pero en el bosque no hay conejos. Vamos a cazar muchachas salvajes, de vello sedoso y orejas blandas.

XXIV

Es inverosímil la fertilidad de estos animalitos. Uno casi puede verlos reproducirse ante sus ojos, a una velocidad fantástica. Obsérvese este casal de conejos: en pocos minutos habrá cuatro, luego ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, ciento veintiocho, doscientos cincuenta y seis, miles de conejos que saltan y te rodean y se amontonan y te tapan y te asfixian.

XXV

Es inverosímil la fertilidad de los conejos. Obsérvese este casal: en pocos minutos habrá cuatro arañas, ocho sapos, dieciséis cotorras, treinta y dos perros, sesenta y cuatro búfalos, ciento veintiocho elefantes.

XXVI

Desde que los conejos raptaron a mis padres, he perdido el gusto por la caza.

XXVII

Llegamos al bosque en numerosa y bien pertrechada expedición. Lo primero que advertimos fue el enorme cartel que decía «
PROHIBIDO CAZAR CONEJOS
». Nos miramos azorados, nos sonrojamos como adolescentes, suspiramos con resignación, nos dimos media vuelta y regresamos, muy tristes, al castillo.

XXVIII

De hábitos sedentarios, jamás se nos ocurriría algo así como ir al bosque a cazar conejos. Preferimos criarlos en el castillo; a ellos destinamos las mejores habitaciones, que hemos llenado de jaulas apropiadas, y vivimos de esta industria.

XXIX

Si bien entre nosotros casi no se habla de otra cosa que de conejos, en realidad nunca hemos visto uno. Dudamos incluso de su existencia. En nuestras conversaciones el conejo oficia de metáfora, o de símbolo. Es frecuente observar que muchos, una gran mayoría, hemos olvidado la primitiva significación de la palabra, si es que ha tenido alguna alguna vez.

XXX

Nunca hubo conejos en el bosque. Éste sería un inconveniente insuperable para nosotros, cazadores de conejos, si no fuera por la existencia de los magos. Cuando vamos de caza, y al cabo de varias horas de dar vueltas inútiles, sintiéndonos fracasados y doloridos, aparecen los magos. Son silenciosos, de ropaje negro y elegante. Con gran habilidad comienzan a sacar conejos de sus relucientes galeras. Cada uno de nosotros vuelve al castillo con un conejo en su morral; estamos contentos en apariencia, pero llevamos en el corazón la sombra de una duda.

XXXI

Con la piel de conejo, convenientemente curtida, nos fabricamos guantes sedosos para acariciarnos el cuerpo desnudo en nuestra soledad. Nuestros niños juegan a las bolitas con los ojos. Los dientes de conejo son maravillosas cuentas para los collares y pulseras de nuestras mujeres. La carne la comemos. Con las tripas, fabricamos cuerdas para nuestros instrumentos musicales; nuestra música es profunda y triste. El esqueleto del conejo lo forramos con la felpa blanca, y en el interior colocamos un mecanismo movido a cuerda: son juguetes que imitan a la perfección los movimientos del conejo. Los domingos vendemos estos juguetes en la feria, y con el dinero podemos comprar balas para nuestras escopetas de cazar conejos.

XXXII

Las primitas del idiota mastican el mismo chicle: los rostros muy próximos, el chicle un fino hilo que une salivoso sus bocas adolescentes, y el idiota se acuesta debajo del chicle, mirando desde abajo los pequeños pechos puntiagudos, y estira sus manos con pereza hacia las tiernas vellosidades pero no las alcanza, y de los cuerpos emana una radiación de calor perfumado, y allá arriba las bocas se aproximan tratando de conseguir la mayor parte del chicle, las bocas se juntan, cae saliva, secreciones salobres resbalan por las piernas adolescentes hacia la boca del idiota, se mezclan con sus babas.

Nadie caza conejos.

XXXIII

El plan del idiota es perfecto. El grupo de expertos tiradores se ubica en el centro del bosque, alrededor del psicómoro, y espera. Desde la periferia vienen los músicos, avanzando hacia el centro, cercando a los conejos, espantándolos con el ruido de sus tambores, flautas y violines.

Por lo general, logramos dar muerte a infinidad de conejos. A veces, sin embargo, los conejos se escapan, filtrándose entre los músicos cuando aún están muy espaciados entre sí en la periferia del bosque. O, a veces, todos los conejos se han reunido bajo la protectora copa del psicómoro, detrás del cerco de expertos tiradores que apuntan hacia afuera. Entonces se produce el duelo lamentable entre expertos tiradores y músicos; los músicos llevan la peor parte, pero a menudo más de un experto tirador es atravesado por un arco de violín, o por un sonido demasiado agudo o demasiado tierno.

XXXIV

Desde que los conejos industrializaron a mis padres, para protegerse en el invierno con el abrigo de sus pieles curtidas, vengo notando en mí un desconcierto creciente ante las cosas de la vida, que antes me habían parecido tan sencillas y lógicas.

XXXV

Para los que sienten como cosa esencial la estética de la caza de conejos, o su metafísica, la luz es quizás el factor más importante a tener en cuenta. El sol directo afea los conejos, les quita realidad y gracia. La oscuridad de la noche los vuelve invisibles, inasibles y muy peligrosos. Es a la luz incierta de los últimos rayos oblicuos, en ese instante mágico que se produce unos minutos después de la puesta del sol, cuando los conejos adquieren toda su dimensión de belleza y verosimilitud. Pero es muy difícil cazarlos en la fugacidad de ese momento: tal es la comprensión que adquiere un observador sensible.

XXXVI

El idiota se agarró la cabeza, desesperado, porque ante sus órdenes precisas nos comportábamos como verdaderos energúmenos. Después de años de vivir encerrados en ese castillo oscuro, la libertad, la belleza, la salud que se respiran en el bosque nos impedían ceñirnos a la lógica inexorable de su plan.

XXXVII

Para cazar conejos hay que sacar un permiso especial, que cuesta mucho dinero. En un pequeño mostrador con caja registradora que hay a la entrada del bosque, un conejo gordo, de lentes y con aire de cansada resignación nos va entregando uno a uno los permisos de caza, a cambio del dinero.

Pero también, y para defenderse de los cazadores, los conejos han creado un impresionante aparato burocrático. Al cazador que desea obtener el permiso (y sin permiso es imposible cazar conejos, porque se cae en manos de los guardabosques), le obligan a presentar multitud de papeles: cédula de identidad, certificado de buena conducta, vacuna antivariólica, carnet de salud, recibos de alquiler, agua y luz; certificado de residencia, certificado negativo de la dirección impositiva, carnet de pobre, libreta de enrolamiento, pasaporte, constancia de domicilio, certificado de nacimiento, constancia de bachillerato, autorización para el porte de armas, declaración de fe democrática, certificado de primera comunión, constancia de jura de la bandera, libreta de matrimonio, licencia para conducir, constancia de estar al día en el impuesto de Enseñanza Primaria, certificado de defunción, etcétera.

XXXVIII

La música favorita de los conejos es el Quinteto en La mayor op. 114 «La Trucha», de Schubert. Como no saben leer, se identifican con los movimientos nerviosos y juguetones, con el dramático buen humor, con la vida fácil de la obra y entre ellos, en su lenguaje especial, la denominan con una palabra equivalente a «Conejo».

XXXIX

Hay una trampa para cazar conejos que, si bien un poco compleja, resulta infalible. El cebo es, desde luego, una zanahoria. El alimento preferido por los conejos es el afrecho, pero la zanahoria tiene para ellos —homosexuales en potencia— el atractivo de un poderoso símbolo fálico. Se coloca entonces la zanahoria, en actitud procaz, en un lugar bien visible —de preferencia un claro en el bosque—. Debajo de la zanahoria se cava un profundo hoyo circular, de unos tres metros de diámetro, que se cubre con tablones resistentes disimulados mediante hojas y yuyos. Sobre estos tablones se disemina una cierta cantidad, no necesariamente muy grande, de comejenes (el comején es reconocido por su rápido trabajo destructivo en la madera). Cuando llega el conejo, atraído en primer término por el suave aroma, luego por la vista de la zanahoria de color esplendoroso, y después de largos rodeos, no sólo porque el conejo sospecha la trampa, sino porque entran a jugar en él de inmediato los complejos mecanismos sexo-gastronómicos de atracción y repulsión, comienza a saltar sobre los talones (porque la zanahoria ha sido colocada a una altura tal que el conejo crea poder alcanzarla saltando). Aquí se entabla una hermosa lucha entre el tiempo, el conejo y los comejenes. Los cazadores retienen el aliento e intercambian —mediante signos preestablecidos— silenciosas apuestas en dinero.

Las variantes son múltiples. O bien los saltos del conejo terminan por romper los tablones deteriorados por los comejenes, y entonces caen al foso tanto los tablones como los comejenes como el conejo, o bien los comejenes, que prefieren a la madera la carne de conejo, aprovechan la etapa ésa del salto en que las patitas tocan los tablones para invadir su piel, y terminan por devorarlo, o bien el conejo, al sentir el mordiscón del primer comején, alcanza gracias al dolor un impulso tal en su salto que le permite llegar a la zanahoria (y entonces, el comején pasa rápidamente a la zanahoria, que es definitivamente su alimento favorito), o bien el conejo se cansa de saltar y se va, y entonces el peso del cazador que va a rescatar su zanahoria vence ahora sí la resistencia de los tablones deteriorados por los comejenes y cae al foso, llevando o no consigo la zanahoria que ha tenido tiempo o no de desatar, o bien los comejenes, por anterior satisfacción o por desidia, resuelven no atacar la madera de los tablones y dispersarse por el bosque, lo cual dificulta enormemente la posibilidad de que el conejo logre su propósito de romper los tablones, o bien la zanahoria, cansada de esperar y agobiada por la tensión nerviosa, se desprende de sus ataduras y cae entre los dientes del conejo (y es a veces en este momento cuando los tablones ceden), o bien los cazadores, sobreexcitados por la emoción de la escena que están contemplando y por la enorme cantidad de dinero que hay en juego por las apuestas cruzadas, se increpan duramente los unos a los otros y se van a las manos y aun se matan entre ellos, o bien se lanzan enfebrecidos sobre el pobre conejo que salta, venciendo con el peso del conjunto la resistencia de los tablones deteriorados por los comejenes y cayendo todos al foso, desde el fondo del cual contemplan desesperadamente la zanahoria, o bien son los guardabosques quienes atraídos por la zanahoria o el conejo se ven precipitados al foso, donde son rápidamente devorados por los comejenes, o bien el conejo, aprovechando la memoria genética de la especie, ha construido previamente trampas similares en los sitios en que los cazadores suelen apostarse, y tarde o temprano los cazadores caen a sus fosos particulares o son devorados por los comejenes que se les trepan por las piernas, o ambas cosas a la vez, o bien la trampa contra los cazadores ha sido construida por los guardabosques, sus eternos enemigos, con idéntico resultado, o bien los comejenes devoran tan rápidamente los tablones que cuando llega el conejo ve la trampa y se va, o bien, aun viendo la trampa, es fuertemente tentado por la zanahoria y en lugar de los saltitos verticales elige el salto largo, de un borde al otro del foso, tratando de alcanzar la zanahoria cuando pasa a su lado, y en uno de esos saltos puede, por una falla de cálculo, caer en el foso, o bien es Laura, la hermanita gemela del idiota, quien es fuertemente tentada por la zanahoria, y entonces los cazadores se masturban contemplando los graciosos saltos del cuerpo desnudo, o se arrojan todos sobre ella con intención de violarla, cosa que a menudo logran si los comejenes les dan tiempo, o bien no sucede ninguna de estas cosas y los cazadores se deprimen viendo cómo la hermosa zanahoria se va secando con el paso del tiempo, perdiendo su frescura y color, volviéndose fofa y resumida, quedando finalmente convertida en una especie de fideo seco y deslucido.

Other books

The Knight's Prisoner by Rose, Renee
I'm Your Man by Sylvie Simmons
A Mermaid’s Wish by Viola Grace
A Blink of the Screen by Terry Pratchett
Until Tuesday by Luis Carlos Montalván, Bret Witter
The Silver Siren by Chanda Hahn
Raisin the Dead by Karoline Barrett