—¿Las estrellas?
—¿Quién ha visto una puta estrella desde este puto bosque?
El Capitán se quitó la gorra ajada y sucia y la arrojó al suelo con furia. Quedé en silencio unos instantes.
—¿Por qué razón era que habíamos venido? —pregunté, al fin.
—Nadie lo recuerda exactamente. Había un enemigo contra quien luchar, pero ni siquiera sé, ahora, si alguna vez supimos de quién trataba.
—Teníamos consignas.
—Teníamos fe en el triunfo.
—Sabíamos lo que queríamos.
—Nuestra causa era justa.
—¿Y ahora?
—Ahora, hay que seguir luchando. Luchando contra el bosque. El enemigo verdadero es el bosque. El otro, la razón de que estemos aquí, ha desaparecido tal vez hace mucho. ¿Y cómo lo reconoceríamos?
—Hemos perdido muchos hombres.
—Hemos de perder muchos más todavía.
—¿Y qué será de nuestras mujeres, de nuestros hijos en el castillo?
—Tal vez nos hayan olvidado. Tal vez nos den por muertos. Tal vez ellas se hayan casado nuevamente. ¿Evaristo?
—Muerto. Hace meses.
—¿Huberto?
—Muerto, también, hace años, creo.
—¿Esteban?
—Muerto o desaparecido.
—Muerto por las fieras.
—Este bosque parece infinito.
—Tal vez lo sea.
—¿Y el castillo?
—¿Existió alguna vez el castillo?
El Capitán dio la orden de formar filas y seguir adelante, abriéndose paso a machete. Algunos no pudieron obedecer. La fatiga, la fiebre.
—¿Qué hacemos? —pregunté.
—Adelante —respondió el Capitán.
Y dando el ejemplo sacó el machete y comenzó a abrirse paso por centésima, por milésima vez en el bosque. Los hombres se tambaleaban o se arrastraban detrás de nosotros. Un ejército de desechos humanos.
Y el otro enemigo era el silencio.
Nunca pudimos salir del castillo. Por temor, por desidia, por comodidad, por falta de voluntad. Y a pesar de todo, nuestra única ambición era ir al bosque a cazar conejos. Planificábamos expediciones perfectas que jamás se llevaron a cabo. Estudiábamos los manuales más completos sobre la caza del conejo. Pero nunca nos atrevimos a salir del castillo.
Doña Encarnación ha ideado una salsa para aderezar el conejo a la cacerola. Es tan sabrosa, intervienen en su preparación tantos y tan bien elegidos elementos, que por lo general terminamos por despreciar el conejo y nos limitamos a mojar el pan en la salsa.
¿Quién podría imaginar un monstruo capaz de matar a un conejo? Nosotros los cazamos por deporte, y luego los devolvemos sanos y salvos a su bosque. Ellos lo saben, y si oponen alguna resistencia para hacer más divertido el juego, finalmente se dejan atrapar complacidos.
El idiota es un ser que salpica. Para hablar con él hay que estar alerta o mantenerse a cierta distancia, por sus reiteradas eyaculaciones o el estallido de sus globos de baba. Algunos le salen muy grandes, como enormes e irisadas pompas de jabón. Se desprenden de su boca, flotan suavemente en el bosque, llevados por la brisa, eludiendo los árboles. A menudo, un cazador absorto en su presa, pendiente, tras un árbol, de los menores movimientos del conejo, esperando el momento preciso para dispararle sin errar, es tocado de pronto por uno de estos enormes globos, que estalla y lo baña de la cabeza a los pies con una baba espesa y gomosa.
—Dígame una cosa, don —me dijo un conejo con gravedad, apoyando una pata sobre mi hombro—. ¿Por qué no se deja de joder con los conejos y escribe otra cosa?
Ahora, único sobreviviente, he quedado solo en el castillo. Señor feudal muy pobre, sin compañeros ni mujer ni hijos ni servidumbre, mi única posesión es este castillo tenebroso y cerrado, que es mi cárcel. Después de tanta algarabía y tanto brillo, el único sonido que permanece es el tic tac del antiquísimo, enorme reloj de péndulo. Este sonido me irrita y me produce insomnio. Pero no puedo dejar de darle cuerda; me sirve para contar, anhelante, cada uno de los minutos que desgraciadamente voy sobreviviendo a los demás. Es, también, una forma de compañía.
Desde la noche en que, valiéndose de la superioridad numérica, el tamaño y la fuerza, y el factor sorpresa, los conejos tomaron por asalto el castillo y nos desalojaron, se han ido humanizando progresivamente mientras nosotros nos vamos embruteciendo en el bosque.
Para escribir historias de conejos, es preciso dejarse crecer un bigote sedoso y espeso. Después se hace inevitable pasarse varias horas acostado en la cama, mirando el techo, mientras los dedos, inconscientemente, acarician con curiosidad y ternura la novedosa mata. Luego de un tiempo, los dedos se acostumbran a su presencia y la van olvidando; pero, mientras tanto, las historias de conejos surgen solas, inexorablemente.
Los conejos, plaga social y todopoderosa, habían devastado los sembrados y jardines que rodean al castillo. A solas en el castillo, salí esa noche afuera y a la luz de la luna me sentía observado por millares de ojitos rojos y brillantes. Me detuve ante la única rosa que se erguía, intacta, en el jardín destrozado. Caí de rodillas, los brazos extendidos.
—¡Conejos! —clamé, y la noche me devolvía las palabras en ecos multiplicados—. Vosotros, que poseéis la llave del bien y del mal; vosotros, amos de la vida y de la muerte; vosotros, todopoderosos tejedores de dicha e infortunio; vosotros, quienes me habéis arrebatado mi tesoro, quienes de mi vida no habéis dejado en pie más que esta humilde, única flor: a vosotros, conejos, os suplico. Con humildad, de rodillas. Os suplico que no toquéis esta rosa, que no toquéis esta rosa.
A la mañana siguiente me asomé a la ventana y vi que los conejos habían destrozado salvajemente la rosa y el rosal; los pétalos y las hojas yacían esparcidos, retorcidos, sobre la tierra hollada por millares de patas salvajes y diabólicas. En su lugar, habían erigido una enorme estatua de barro, con forma de conejo, que miraba en mi dirección, con una mano en los genitales en actitud procaz y la otra en el hocico, haciéndome una cuarta de narices.
Después de haberlo probado todo en el castillo —los aquelarres, la poligamia, la meditación mística, la acupuntura china, las palabras cruzadas, los conciertos de cámara, la gimnasia yoga, las veladas literarias, el trabajo físico, el ayuno, los juegos parapsicológicos, el cadáver exquisito, la ruleta, la malilla y el tute, la militancia política, los baños de inmersión, la lucha libre, etcétera—, se nos ocurrió que para combatir nuestra constante angustia existencial, debíamos dedicarnos a la caza de conejos. Organizamos una expedición, bien armada, planificada y completa.
Cuando llegamos al bosque, parecía que los conejos nos estaban esperando. Bailaban para nosotros con sus polleritas de rafia, nos convidaban con sabrosos refrescos servidos en vasitos de papel encerado, entonaban bellas canciones acompañándose de pequeñas guitarras hawaianas. Luego nos propusieron intercambio: tenían alforjas llenas de hermosas cuentas de bellísimos colores, espejitos en los cuales uno podía verse el rostro reflejado con perfección inusitada, collares y pulseras, llaveros y navajitas con incrustaciones de nácar. Yo no pude resistirme, y cambié mi escopeta por un encendedor de tanque de plástico transparente, dentro del cual flotaba una mosquita artificial como las que usan los pescadores. Todos volvimos prácticamente desnudos al castillo, cargados de objetos brillantes y novedosos para nosotros y nuestras mujeres.
A la mañana siguiente, nos despertamos con la inquietante certeza de haber sido engañados como perfectos imbéciles.
El conejo tiene un solo punto débil: su poderoso instinto maternal. Si su bien adiestrada desconfianza por el hombre no nos permite cazarlos de ninguna otra manera, ni con armas ni trampas, tenemos un recurso extremo e infalible: vestimos al enano con ropa de bebé, y lo dejamos abandonado en el bosque, dentro de una canastita de mimbre. Entre sus ropitas disimula una pistola calibre 45, y es difícil que no regrese con una buena docena de conejos muertos.
Nunca pudimos hacerle entender al idiota cómo son los conejos muertos.
—Tiene orejas largas —le decíamos, y traía un burro.
—Es pequeño —y traía una pulga.
—Es del tamaño de un perro chico —y traía un perro chico.
—Es un roedor —y traía una rata.
—Vive en el bosque —y traía una víbora.
—Tiene cuatro patas —y traía una mesa.
—Se desplaza por medio de saltos —y traía un canguro.
—Es blanco y tierno, simpático y sensual, de tacto suave y cuerpo palpitante —y trajo a suprimita Águeda, con el corazón atravesado por un certero flechazo.
Los conejos son de una fertilidad tan asombrosa que en el bosque se han colocado carteles previniendo contra la extinción de la especie a breve plazo.
Cuando vamos a cazar conejos al bosque, es tan poco frecuente que encontremos alguno que, si alguna vez descubrimos un conejo moviéndose entre el pasto, inmediatamente somos todos los cazadores juntos que disparamos sobre él, lo acribillamos, lo agujereamos y reventamos de tal forma todos al unísono con nuestras escopetas y ametralladoras, que después no queda casi nada del conejo y nos volvemos al castillo completamente frustrados.
Es tal la repulsión, el asco, el horror que nos provoca la vista de un conejo, que si por casualidad hallamos alguno cuando vamos al bosque a cazar elefantes, tiene la virtud de despertar en nosotros una crueldad a la vez refinada y atávica. Rápidamente instalamos en un claro una cruz de madera, y clavamos a ella las manos y los pies del conejo; en su inmunda cabeza colocamos una corona de espinas, y nos sentamos a su alrededor a contemplar cómo agoniza, durante horas, mientras le escupimos y le lanzamos nuestros peores insultos.
Nuestros niños, quienes siempre nos acompañan en la caza de conejos, aprendieron de éstos una palabra de oscura significación, un adjetivo que aplican indiscriminadamente a distintos sustantivos en las más diversas circunstancias:
chule
. El idiota es chule, los nuevos cortinados del castillo son chule, el café con leche es chule, las manchas de alquitrán son chule.
Evaristo el plomero, que en sus ratos de ocio tiene inquietudes filológicas, dedicó una larga temporada a investigar el lenguaje de los conejos. Descubrió por fin que el adjetivo chule que utilizan los niños es una deformación de la única expresión que usan los conejos para comunicarse entre ellos, moviendo la cabeza tristemente: la expresión inglesa
too late
(demasiado tarde).
En la huerta que tenemos a los fondos del castillo, crece un árbol extraordinario y maravilloso, cuyo fruto es el conejo.
En primavera se cubre de flores blancas y grandes. Hacia el verano, el conejo está a punto de madurez. Sólo tenemos que estirar la mano, arrancarlo y llevarlo directamente a la cacerola.
Por intercambio de mutuas influencias, con el paso de los años los guardabosques se fueron transformando en conejos, los conejos en comejenes, los comejenes en zanahorias, las zanahorias en cazadores, los cazadores en guardabosques. El equilibrio ecológico fue cuidadosamente respetado.
—Lo nuestro es imposible —me dijo Laura—. Soy dueña de un castillo, estoy rodeada de joyas y sirvientes, mis dominios se extienden hasta donde puede alcanzar la vista, y más aún. Tú, en cambio, no eres más que un sucio y pobre conejo de los bosques.
La felicidad de los conejos terminó cuando la especie comenzó a degenerar, tal vez por la nefasta influencia del idiota. Se dedicaron a imitarlo en sus masturbaciones y globitos de baba y a salpicar a todo el mundo. Al cabo de algunas generaciones adquirieron colmillos, y luego lanzaron un manifiesto de Fe Racionalista.
Poco a poco, casi insensiblemente, los conejos pasaron a dominarnos. Nos han cercado en este inmundo castillo, donde nos hacen vivir penosamente. Nos obligan, mediante hábiles técnicas publicitarias o bien por la fuerza, a fabricar y consumir toda una serie de productos que no necesitamos realmente. Nuestra otrora pujante y alegre raza de cazadores se ha transformado en una opaca y deslucida caricatura. Conservamos nuestras vestimentas y nuestros sombreros rojos, pero ya no nos ocupamos de la caza ni prácticamente de nada que valga la pena.
Cuando en el cine de mi barrio exhiben alguna hermosa y delicada película sobre conejos, la sala se llena de estos repugnantes animales de olor nauseabundo y que estropean las alfombras con sus patas engradadas. Mastican ruidosamente sus zanahorias mientras se exhibe el film, lo comentan en voz alta con total despreocupación por los otros espectadores, hacen chistes groseros y ríen estrepitosamente durante las partes más sublimes. Lo peor de todo es escuchar sus comentarios, mientras salen poniéndose el sobretodo o del brazo de sus conejas. «Me pregunto dónde está el mensaje» —suelen decir.
Hemos equipado el castillo con luz eléctrica, heladera, lavarropas, televisión y otros inapreciables artefactos, gracias a los conejos.
En efecto: como no hay ningún río cercano, hemos fabricado una gran jaula circular, del mismo tipo de las que se fabrican para las graciosas ardillitas, pero mucho más grande. La fuerza que desarrollan los conejos al tratar de huir, y que hace girar la jaula sobre su eje central, es aprovechada por nosotros, transformada en energía eléctrica y almacenada en un acumulador que surte las instalaciones del castillo. Y no tenemos ningún gasto: no hace falta siquiera alimentar a los conejos. Dada su asombrosa fertilidad, cuando alguno se muere de hambre y fatiga es rápidamente repuesto por otro, que traemos del bosque.
A veces nos preguntamos por qué corren los conejos adentro de la jaula. Nos respondemos, siempre: porque son irremediablemente imbéciles.
Un procedimiento muy eficaz para cazar conejos consiste en descubrir su madriguera y hacer una fogata a la entrada, poniendo algunas maderas y hojas verdes que producen un humo espeso. Dirigiendo el humo hacia adentro de la madriguera, por medio de un abanico o un fuelle, en breves instantes aparece el conejo medio asfixiado, tosiendo y con los ojos llenos de lágrimas. Fácil presa para el cazador.