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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (5 page)

BOOK: La hora del mar
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Paul se levantó de la butaca. Era exactamente el mismo sonido que escuchaba en su casa, con el mismo volumen, la misma cadencia e intensidad.

No es posible
, se dijo, negando con la cabeza.
Estamos a un kilómetro de distancia, y ni siquiera es un sonido fuerte… es un rumor… una especie de rumor distante que llega a todas partes…

Retrocedió unos pasos y, sin advertirlo, desplazó la butaca, que se movió unos centímetros con un ruido fuerte.

Bethany, que estaba en uno de sus momentos más bajos en ese duermevela constante, abrió los ojos, sobresaltada.

—¿Paul? —preguntó.

—Es ese sonido…

—Sí… éste es el ruido —dijo. Sentía la cabeza pesada, como si hubiera dormido un largo rato—. ¿Ya son las diez? Madre mía, debo haberme quedado dormida… ¡Lo siento! Debes pensar que soy una maleducada.

Pero Paul se movía ahora por la habitación, haciendo esfuerzos por concentrarse en el sonido. Por mucho que se desplazara, el sonido no cambiaba; no había forma de detectar la fuente.

—¿De dónde viene, Paul?

Paul no lo sabía.

Salió fuera, a la calle, con Bethany siguiendo sus pasos como si estuvieran metidos en una mala película de terror y el asesino pudiera salir de cualquier esquina. Pero allí, el Zumbido seguía escuchándose.

Se rascó la nuca distraídamente.

—Oh… —exclamó Bethany a su lado, sorprendida y con cierta aflicción—. Viene de la calle… Porque viene de la calle, ¿no, Paul?

—No lo sé, querida —contestó él, suavemente.

Y entonces, sin saber por qué, miró hacia arriba, y la noche estrellada pareció devolverle la mirada.

Al día siguiente, el señor Hobson tuvo una idea. Dejó que el día pasara rápidamente, ocupado en adecentar un poco sus aparejos de pesca. Hacía cinco años que no los tocaba y descubrió con consternación que la mayoría necesitaban una buena limpieza. Las partes mecánicas de las cañas necesitaban aceite, y las cajas donde guardaba los muchos utensilios se habían llenado de bichos de la humedad y polvo.

Pero mientras se entretenía en ese pasatiempo, tan bueno como cualquier otro, su cabeza volvía una y otra vez sobre lo que tenía planeado.

A las nueve y media de la noche estaba ya sentado en su coche (un Rover 45, por supuesto, uno de los últimos modelos que la compañía inglesa produjo antes de la bancarrota), esperando a que llegara el Zumbido. Llegó puntual, a las diez y dos minutos esta vez, y tan pronto comenzó a escucharlo, arrancó su coche y empezó a circular.

Condujo por la carretera de Hever, y cuando llevaba recorridos diez kilómetros, el sonido empezó a hacerse menos intenso. El señor Hobson se revolvió en su asiento: ahora empezaba a recobrar la esperanza de no haberse vuelto loco. Miró alrededor: había un buen montón de pequeñas casas diseminadas por la campiña, y en muchas de ellas había luces en las ventanas. ¿Escucharían ellos el ruido? ¿Sabrían quizá a qué se debía? ¿Sería algo vox pópuli y él, en su retiro personal, no se había enterado? De repente, tenía la cabeza llena de preguntas.

Un par de kilómetros más allá, el Zumbido prácticamente había dejado de escucharse: apenas era un rumor lejano sólo distinguible cuando paraba el motor.

—¡Bien! —exclamó.

Rápidamente, dio la vuelta y regresó por donde había llegado, hasta Edenbridge. Pero esta vez condujo hacia el oeste, por Haxter, teniendo cuidado de poner el contador a cero. Otra vez se repitió lo mismo… pasados once kilómetros, el ruido empezó a atenuarse hasta que se convirtió en una letanía sorda y apagada. Paul estaba exultante. Supuso que si hacía lo mismo hacia el norte y el sur, probablemente podría identificar un epicentro… localizar al fin el origen del sonido. Lo único que le preocupaba ahora era conocer qué tipo de generador podía producir un sonido tan extraño, sobre todo el hecho de que su direccionalidad fuera tan indefinida. Algo le decía que para que tal cosa fuese posible, la fuente del sonido tendría que estar…

En el aire.

¿En el espacio?

Sacudió la cabeza. Todo el mundo sabía que en el espacio no se puede propagar el sonido porque no hay oxígeno. Era elemental, algo que aprenden los niños en el colegio; hasta creía poder recitar aquella vieja cantinela que todos repetían como papagayos:
Para que exista el sonido es necesaria una fuente de vibración mecánica y un medio elástico (sólido, líquido o gaseoso) a través del cual se propague la vibración, que se transmite por resonancia y hace vibrar el tímpano.

Entonces, ¿por qué se le había ocurrido aquella tontería?

Por el artículo
, se respondió.
El artículo del periódico. Los objetos metálicos moviéndose a gran velocidad. Por eso.

Sacudió la cabeza, como si quisiera sacarse una idea tan absurda de encima. No conduciría más esa noche, ni llamaría a la puerta de alguna de las casas para ver si escuchaban el Zumbido. No, volvería a casa, esperaría al día siguiente y haría otra cosa.

El jueves, a primera hora, el señor Hobson llamó a Patrick Welch. Patrick era el hijo de un viejo amigo suyo ya fallecido. Un buen hombre, un británico de la vieja escuela, y el jefe de policía de Edenbridge por añadidura. El más joven de la historia de la localidad, por cierto.

—¡Señor Hobson! —dijo Patrick al otro lado de la línea—. Siempre es un placer escucharle. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Hola, Patrick, ¿mucho trabajo?

—No podemos quejarnos —respondió—. Aquí siempre hay mucho que hacer.

—Me parecía que tendríais cierta sobrecarga —dijo Paul.

—¿Eso creía? —preguntó Patrick suavemente—. ¿Por qué lo dice?

—No lo sé, Patrick. Esperaba que me dijeses algo. ¿No habéis estado recibiendo quejas últimamente?

—Puede ser. Se reciben muchas llamadas todos los días. ¿A qué se refiere, exactamente?

A esas alturas, Paul había comprendido que Patrick sabía algo y que además empezaba a intuir que Paul también sabía algo. Así que suspiró hondo y lo dejó caer.

—Me refiero a ese ruido que se escucha todas las noches.

Patrick no contestó inmediatamente.

—Vamos… sé que se escucha en un radio de unos diez kilómetros y pico alrededor de la ciudad. Tienes que estar recibiendo llamadas. Probablemente, unas pocas más cada día. ¿Me equivoco?

Un suspiro lastimero se dejó escuchar a través de la línea.

—No, no se equivoca, señor Hobson —dijo al fin—. Pero no quisiera hablar de esto por teléfono. ¿Quiere pasarse por aquí esta mañana? Le invitaría a un café.

Paul estuvo de acuerdo y, tan pronto colgó el teléfono, salió fuera y cogió su viejo Rover. Mientras abría la puerta del conductor, se descubrió a sí mismo silbando.
Vaya
, se dijo con sorpresa,
qué te parece esto… parece que alguien está contento hoy
. A decir verdad, lo estaba. La respuesta de Patrick había sido tanto o más misteriosa que el hecho mismo de la existencia del Zumbido. A decir verdad, todo el asunto le estaba devolviendo a un modo de existencia mucho más dinámico; era como un enigma, flotando ingrávido sobre su cabeza, tan cercano como inalcanzable, y sobre todo, una agradable ruptura de su rutina. El señor Hobson creía que amaba su ritmo de vida tranquilo y apacible, pero ahora que se había alterado (un poco), agradecía el cambio.

—Se le ve muy bien, señor Hobson —dijo Patrick, por encima del ruido de los teléfonos.

El señor Hobson estaba sorprendido. La última vez que estuvo en la estación de policía de Edenbridge, había dos policías instalados en sus mesas haciendo algo de trabajo administrativo con cierta languidez. Ahora, contaba allí al menos ocho personas, y aún aparecía más personal del largo pasillo que conducía a las dependencias internas. Algunos llevaban carpetas o papeles, como emails que acababan de imprimir y mostraban a sus compañeros haciendo grandes aspavientos.

—Parece que estáis ocupados —comentó el señor Hobson.

—Ni se lo imagina —respondió Patrick—. Han venido refuerzos de algunas de las comisarías de alrededor. Hasta tenemos a alguien de Londres.

—Todo esto es por…

Pero Patrick levantó una mano para interrumpirle y le hizo seguirle hasta su despacho. Era una oficina pequeña, pero agradablemente decorada. En la pared colgaba la foto de su padre, sonriendo a la cámara con una enorme pipa en la mano.

—¿Tenéis alguna idea de dónde viene? —preguntó Paul tan pronto se cerró la puerta.

—Bueno. Hemos hecho de todo. Hemos traído ingenieros de sonido, hemos hecho batidas para determinar el origen del sonido. Es un poco más complicado de lo que parece. No todo el mundo lo oye, señor Hobson.

Paul pestañeó.

—¿Qué?

—Yo no lo oigo, y vivo en Edenbridge, al oeste de la ciudad. Supuestamente estoy cerca del foco, pero no oigo nada. Algunos de nuestros agentes lo oyen, otros no. El ingeniero de sonido comisionado por Londres lo oye, pero dos investigadores del fenómeno que han venido de una universidad de Nuevo México no lo oyen.

—Es… ¿es selectivo? Eso es raro…

—Desde luego, no hace las cosas más fáciles —admitió Patrick.

El señor Hobson se acariciaba la nuca, pensativo.

—Puede ser que se emita a baja frecuencia. Algunas personas escuchan espectros más amplios que otras. Una vez leí que algunas personas podían escuchar los silbatos que se usan para adiestrar animales.

—Definitivamente es un sonido en el bajo espectro —contestó Patrick.

—En ese caso, tiene que tener un origen. Estuve conduciendo… el sonido desaparece unos diez kilómetros al este y unos once al oeste. Imagino que ocurrirá lo mismo si conducimos también hacia el norte y el sur. Con los medios adecuados podríamos trazar un círculo… la fuente del sonido debería estar en el centro.

Patrick sonrió.

—Me alegra comprobar que mi padre estaba en lo cierto, señor Hobson. Ha sido oportuno que me llamara esta mañana —dijo Patrick mientras tomaba asiento—. De hecho, tenía pensado llamarle. Mi padre decía que era usted la persona más inteligente que había conocido, así que me gustaría que echara un vistazo a unos documentos. La mayoría son cosas que hemos encontrado en Internet, pero también hay algunos informes clasificados como confidenciales, por eso me gustaría pedirle discreción con este asunto.

El señor Hobson levantó una ceja.

—¿Soy una especie de colaborador?

—Al menos, si no oficialmente, sí oficiosamente. Me gustaría conocer su opinión sobre algunas cuestiones, eso es todo.

—Entiendo. Claro que puedes contar con mi discreción, Patrick, ya lo sabes.

Patrick asintió, y le alcanzó una carpeta llena de papeles.

—Tómese su tiempo. Y un consejo: abra la mente a nuevos conceptos. Algunas de las cosas que va a leer no son fáciles de digerir.

Paul Hobson empezó a leer.

Lo llamaban así,
el Zumbido
, y no era algo nuevo. Había estado apareciendo intermitentemente por todo el mundo desde hacía cuarenta años. Hacía sólo dos, el vecindario costero de Bondi, en Sidney, había estado oyéndolo durante un período de tres semanas ininterrumpidas. Entre los documentos encontró declaraciones de algunos de los vecinos:
«Está volviendo loca a la gente. Todo lo que podemos hacer es poner algo de música para no escucharlo. Algunos dejan los ventiladores encendidos todo el día
». En aquella ocasión, el Zumbido cesó tan misteriosamente como había empezado.

Había muchos otros casos, algunos en la propia Inglaterra. En Escocia y en Bristol, en los años setenta, el Zumbido generó ríos de tinta en los periódicos de todo el mundo, pero nunca se localizó su origen. Posteriormente, el fenómeno alcanzó lugares como Taos (Nuevo México) o Bondi. En el año 2001, volvió a oírse en Inglaterra, esta vez en Woodland, donde se registró durante un período de dos meses.

Y casi siempre, se escuchaba más fuerte de noche.

Paul siguió revolviendo entre los papeles con una creciente sensación de inquietud en el pecho a medida que avanzaba en la lectura. Había algunas peculiaridades que lo convertían en un fenómeno difícil de clasificar. Por ejemplo, utilizar tapones para los oídos parecía no funcionar en algunos casos; el Zumbido se percibía entonces como una vibración más que un sonido capaz de hacer temblar ligeramente las camas de la gente. Quizá por eso, algunas personas sordas de nacimiento podían percibirlo.

Algunas de las hojas eran completos estudios e informes desarrollados por expertos, algunos emitidos por prestigiosas universidades. Hasta había uno del Laboratorio de las Fuerzas Aéreas Americanas, pero era demasiado técnico y extenso como para leerlo allí, en el despacho de Patrick.

—¿Puedo llevarme esto a casa? —preguntó Paul.

—Lo siento, señor Hobson… Puede volver todas las veces que desee, pero no puedo autorizar la salida de esos documentos. Gran parte se encuentra públicamente disponible en Internet. ¿Tiene usted Internet en casa?

—Llámame Paul, Patrick. Y no, no tengo. Supongo que perdí ese tren hace mucho tiempo. Los ordenadores y yo no nos llevamos demasiado bien.

—De acuerdo, Paul. ¿Qué le parece lo que ha leído hasta ahora?

—Es de locos —opinó Paul—. ¿Cómo es que no había escuchado nada de esto hasta hoy?

—A mí también se me había pasado. No sé si ha llegado a esa parte, pero esos fenómenos vienen dándose desde hace más de cuarenta años. Al principio cobraron mucha fuerza en los medios, pero estamos hablando de los setenta… No había Internet, y las noticias internacionales tardaban en divulgarse. Luego, el fenómeno se desvirtuó. Se convirtió en la excusa perfecta para ufólogos y amantes de lo paranormal, si sabe a lo que me refiero. Incluso sirvió como excusa para esa serie, «Expediente X». A partir de ahí, digamos que los medios más serios fueron extremadamente prudentes a la hora de hacerse eco de este tipo de noticias.

—Entiendo…

—Hay muchas teorías sobre el fenómeno. En uno de los casos, en Indiana, la fuente del sonido se localizó en un compresor de aire de una zona industrial que emitía en la banda de los treinta y seis herzios. Se arregló el problema, pero incluso entonces mucha gente aseguraba seguir escuchando el ruido.

—¿Y eso?

—Ya relacionaban lo que les estaba pasando con el Zumbido. Estaríamos hablando de factores psicológicos: una especie de síndrome de estrés postraumático. —Hizo un gesto vago con la mano, describiendo una especie de acrobacia en el aire—. Pero también había intereses en que el fenómeno continuase. Mucha gente se desplazaba allí, investigadores y curiosos en general, y supusieron una buena inyección de dinero para el comercio local.

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