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Authors: Karel Capek

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de las salamandras (16 page)

BOOK: La guerra de las salamandras
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Por otra parte, la señorita Blanche Kistemaeckers observó a un macho y dos hembras que tenía cautivos, y cuenta lo siguiente: Durante la época sexual, el macho se mantenía sólo junto a una hembra a la que perseguía con bastante brutalidad, pegándole fuertes golpes con la cola cuando trataba de escapársele. No le gustaba que tomase ningún alimento y trataba de apartarla de la comida; podía notarse claramente que la quería para sí solo y por eso la aterrorizaba. Cuando soltó la masa fecundante, se lanzó sobre la otra tratando de devorarla. Hubo que sacarlo del recipiente y colocarlo en otro. A pesar de todo, la segunda hembra puso también huevos fecundados, en número de sesenta y tres. La señorita Kistemaeckers advirtió, sin embargo, que los tres animales tenían en aquellos días muy inflamados los órganos expelentes. Parece ser, escribía la señorita, que en los Andrias Scheuchzeri la fecundación no se efectúa por copulación, ni por la masa fecundante, sino por algo que podríamos llamar
milieu
o «ambiente» sexual. Como se ve, no hace falta ni la unión parcial para conseguir la fecundación de los huevos. Esto incitó a la joven investigadora a hacer otros interesantes experimentos. Separó al macho de las hembras y, cuando llegó el momento oportuno, exprimió la masa fecundante del macho, poniéndola en el agua en que estaban las dos hembras. Éstas empezaron a poner huevos fecundados. En otro experimento filtró la señorita Blanche Kistemaeckers el esperma del macho, y el filtrado, libre de los cuerpos envolventes (era un líquido puro, un poco ácido), lo puso en el agua de las hembras. También en este caso las hembras empezaron a poner huevos, unos cincuenta cada una, de los que la mayoría estaban fecundados y produjeron renacuajos normales. Esto, precisamente, condujo a la señorita Blanche a una deducción muy importante sobre los medios sexuales, que crean un cambio independiente entre la partenogénesis y la multiplicación sexual. La fecundación de los huevos se produce, sencillamente, por un cambio químico del ambiente (cierta acidificación que, hasta ahora, no se ha conseguido producir artificialmente), cambio que, de alguna forma, tiene relación con las funciones sexuales del macho. Pero estas funciones, de por sí, no son necesarias. Eso de que el macho se mantenga pegado a la hembra es, seguramente, un residuo de la forma de multiplicarse en tiempos antiguos, cuando Andrias se reproducía igual que otras salamandras. Esa unión es, en realidad

como dice acertadamente la señorita Kistemaeckers
—,
una especie de ilusión de paternidad; en realidad, el macho no es el padre de los renacuajos, sino que es una especie de medio químico

básicamente impersonal

el que produce la fecundación. Si tuviésemos en un recipiente cien parejas de Andrias Scheuchzeri unidas, pensaríamos que estábamos presenciando cien actos independientes de fecundación. Pero, en realidad, se efectuaría un solo acto, o sea, la sexualización colectiva del ambiente dado o, dicho más exactamente, la acidificación del agua en la que los huevos maduros de Andrias reaccionan automáticamente desarrollándose en renacuajos. Prodúzcase artificialmente ese ambiente ácido, y no se necesitarán machos. Así pues, la vida sexual del extraordinario Andrias se nos aparece como una Gran Ilusión. Su pasión erótica, su matrimonio y su tiranía sexual, su fidelidad temporal, su pesado y lento placer, todo son cosas inútiles, pasadas, casi simbólicas, que acompañan o, mejor dicho, adornan, el acto en realidad impersonal del macho, con el que se crea el ambiente fecundante. La misma indiferencia con que la hembra recibe ese frenético e inútil cortejo del macho, testimonia claramente que, en este noviazgo, ella siente instintivamente que se trata de una especie de ceremonia o introducción al acto de alianza, en el que los sexos producen el medio fecundante. Podríamos decir que la hembra Andrias comprende este estado de cosas más claramente y lo vive sin ilusiones eróticas
.

(Los ensayos de la señorita Kistemaeckers han sido completados por un interesante experimento del erudito Abate Bontempelli. Dicho Abate secó y molió la masa fecundante del macho, añadiéndola al agua en que se encontraban las hembras. Éstas empezaron a poner huevos fecundados. El mismo resultado obtuvo cuando secó y molió el aparato genital del macho Andrias, o cuando hizo un extracto de dicho aparato con alcohol y lo derramó en el recipiente en que vivían las hembras. Y también se produjo el mismo efecto con extracto de sesos y hasta con extracto de las glándulas de la piel de Andrias exprimidas en la época del celo. En todos los casos citados, la hembra no reaccionaba al principio a dichos compuestos, pero al cabo de unos momentos empezaba a perder interés por la comida y quedaba inmóvil en el agua. Después de unas horas empezaba a poner huevos, envueltos en una sustancia gelatinosa, del tamaño de los excrementos de una cucaracha…)

En relación con esto, presentaremos también el extraño rito llamado «Danza de las salamandras». (No nos referimos a la
Salamander-dance,
que se puso de moda hace unos años, particularmente entre la alta sociedad y que fue considerada por el obispo de Hiramo como «la danza más repugnante de que he oído hablar en mi vida»). En las noches de plenilunio (menos en la época del celo), salían los Andrias, pero sólo los machos, a la orilla del mar y allí en la playa se sentaban en corro y empezaban a retorcer y contonear la parte superior de su cuerpo, con un movimiento ondulatorio. Este movimiento era característico de estas grandes salamandras también en otras circunstancias. Pero durante la llamada «danza» se entregaban a él salvaje y ferozmente y hasta el agotamiento, como derviches danzantes. Algunos expertos consideraban estos movimientos locos, este retorcerse y cambiar de un pie a otro, como un culto a la luna y, por lo tanto, como un rito religioso. Otros, por el contrario, veían en ello una danza erótica y la explicaban, precisamente, por las especiales reglas sexuales de que hemos hablado anteriormente. Hemos dicho que, en el Andrias, el elemento fecundador es, en realidad, un
milieu
sexual, un medio colectivo e impersonal entre los machos y las hembras. También se dijo que las hembras aceptan estas relaciones impersonales con mucha más naturalidad que los machos, quienes

seguramente, con un sentido de la fatuidad y el aire de dominación masculino

quieren, por lo menos, conservar una especie de triunfo sexual y, por ello, juegan a cortejar y a la posesión matrimonial. Es una de las mayores ilusiones eróticas, curiosamente complementada por estas grandes fiestas de los machos, que no son más que un esfuerzo instintivo de convencerse a sí mismos de que son el Colectivo Masculino. Con esta danza en común vencen la atávica y absurda ilusión del individualismo sexual del macho; ese movimiento circular, embriagador y frenético, no es otra cosa que el Macho Colectivo, el Novio Común, el Gran Copulador, que ejecuta su solemne danza de alianza y se entrega a un gran rito nupcial, sin la participación, ¡cosa extraña!, de la hembra que, mientras tanto, está mordisqueando un pez o una sepia. El famoso Charles Powell, que llamó a estas fiestas de las salamandras «La danza del principio masculino», escribe además: "¿Y no son acaso estos ritos comunes de las salamandras, la misma raíz y fuente de su extraordinario colectivismo? Tengamos en cuenta que el verdadero colectivismo lo encontramos solamente en aquellos animales en los que la vida y el desarrollo no están basados en una pareja sexual: abejas, hormigas y termitas. La asociación de las abejas se puede expresar por las palabras:
Yo Colmena Materna.
La de las salamandras se expresa en una forma completamente diferente:
Nosotros Principio Masculino.
Todos los machos que en un momento dado expelen en conjunto el medio sexual procreador, son ese Gran Macho que penetra en el seno de la hembra y la fecunda. Su paternidad es colectiva y, por ello, su naturaleza es colectiva y se manifiesta en actos comunes, mientras que las hembras, ocupadas en poner los huevos, llevan hasta la siguiente primavera una vida más o menos interesante y solitaria. Solamente los machos son la comunidad, solamente ellos ejecutan las tareas en común. En ninguna raza animal desempeñan las hembras un papel tan secundario como en los Andrias: están al margen de las actividades comunes y, desde luego, tampoco demuestran demasiado interés por ellas. Su momento empieza cuando el Principio Masculino expele en el agua en que viven ese ácido químico, casi imperceptible, pero lleno de vida, que hace efecto hasta en las más fuertes mareas, altas y bajas. Es como si el mismo océano se convirtiese en un macho, que fecunda en sus orillas millones de embriones
.

A pesar del orgullo tradicional de los gallos

prosigue Charles J. Powell
—,
la naturaleza concedió, en la mayoría de las especies vivientes, cierta ventaja vital a las hembras. Los machos están en el mundo solamente para disfrutar y matar. Son engreídos y grandes individualistas, mientras que la hembra representa a la raza con su fuerza y sus actividades fijas. En Andrias (y, muchas veces, también en el hombre), las relaciones son básicamente diversas. La creación de la asociación y solidaridad masculinas da al macho cierta ventaja biológica, ya que él fija el desarrollo de «otro ser» en mayor medida que la hembra. Quizá precisamente por esa interesante dirección masculina del desarrollo se hace tan valiosa en el Andrias la técnica, o sea, la típica disposición masculina. Andrias ha nacido técnico, con una inclinación hacia las grandes empresas colectivas. Este rasgo secundario del sexo masculino, o sea, su talento técnico y su sentido de organización, se desarrolla en él tan rápidamente y con tanto éxito que podríamos hablar de un fenómeno de la naturaleza si no supiéramos que sus poderosos motivos son los determinantes sexuales. Andrias Scheuchzeri es un animal que en nuestra época está superando técnicamente hasta al hombre mismo y esto sólo en virtud de factores naturales, por haber llegado a crear una colectividad masculina
.

LIBRO SEGUNDO

TRAS LAS HUELLAS DE LA CIVILIZACIÓN

1

El señor Povondra lee el periódico

Hay personas que coleccionan sellos, otras libros antiguos. El señor Povondra, portero de la casa de G.H. Bondy, buscó durante largos años un complemento a su vida; vacilaba entre su interés por las tumbas prehistóricas y su pasión por la política extranjera, pero una tarde, cuando menos lo esperaba, se presentó en su vida lo que le faltaba para hacerla completa. Las grandes cosas, por lo general, ocurren de repente.

Aquella tarde estaba el señor Povondra leyendo el periódico, su esposa remendaba los calcetines de Frantik, y éste ponía una cara como si estuviese aprendiendo los afluentes de la ribera izquierda del Danubio. Reinaba un plácido silencio.

—Estaré loco… —gruñó el señor Povondra.

—¿Qué te pasa? —preguntó la señora Povondra pasando la aguja.

—Esas salamandras —exclamó el señor Povondra—. Aquí leo que en el último trimestre se han vendido setenta millones de ellas.

—Eso es mucho, ¿verdad? —exclamó la señora Povondra.

—¡Ya lo creo! Es una cifra inmensa, mamá. Imagínate, ¡setenta millones!

El señor Povondra movió la cabeza.

—En este negocio se debe de ganar una buena suma. Y, ¡hay que ver el trabajo que hacen!\1\2 Leo aquí que en todas partes se construyen febrilmente nuevas tierras e islas. Te digo que la gente se puede construir ahora todos los continentes que quiera. Esto es algo monumental, mamá. Te digo que significa más progreso que el descubrimiento de América —el señor Povondra quedó pensativo—. Una nueva época en la historia de la humanidad, ¿sabes? ¡No hay vuelta que darle, mamá, vivimos en una gran época!

De nuevo reinó el amable silencio casero. De pronto, papá Povondra chupó con fuerza su pipa.

—¡Cuando pienso que si no llega a ser por mí, no hubiera ocurrido nada de esto!

—¿De qué?

—De todo ese negocio con las salamandras. Esa Nueva Época. Si se piensa bien, fui yo mismo el que comenzó todo esto.

La señora Povondra levantó la vista de los agujeros del calcetín.

—Dime, por favor, ¿cómo?

—Todo empezó aquel día en que dejé pasar al capitán a hablar con Bondy. Si no llega a ser por mí, aquel capitán no se hubiera encontrado nunca con el señor Bondy. Si no hubiera sido por mí, no hubiera ocurrido nada, absolutamente nada, de todo esto.

—Quizás el capitán hubiera encontrado algún otro socio… —objetó la señora Povondra.

Papá Povondra gruñó con desprecio.

—¡Qué entiendes tú de estas cosas! Un negocio así sabe hacerlo solamente G.H. Bondy. ¡Caramba!, ése ve más lejos que otro cualquiera. Los demás hubieran pensado que se trataba de una locura o de una estafa, pero el señor Bondy, ¡qué va! Ése tiene un olfato…

El señor Povondra recordó…

—Aquel capitán, ¿cómo se llamaba?, van Toch, no tenía un gran aspecto que digamos. Era un tipo gordo y grandote. Cualquier otro portero le hubiera dicho: «¿Adónde vas hombre?» o, «el señor no está en casa» o algo por el estilo. Pero yo sentí una especie de corazonada. Lo anunciaré, me dije, aunque me cueste una reprimenda. Yo siempre digo lo mismo: el portero ha de tener cierto olfato para conocer a la gente. A veces llega un señor que parece un barón, y resulta ser un agente de una casa de neveras. Otras, llega un tío gordo y, ¡mira lo que representa! Uno ha de saber conocer a la gente —reflexionó papá Povondra—. De esto se deduce, Frantik, que hasta en el empleo más humilde puede hacer uno grandes cosas. Toma esto como ejemplo y esfuérzate siempre por cumplir con tu obligación, como lo hago yo.

El señor Povondra movió la cabeza solemnemente, algo emocionado.

—Yo podía haber despedido a aquel capitán en la misma entrada, y me hubiera ahorrado el subir y bajar unos escalones. Otro portero, por darse importancia, le habría cerrado la puerta en las narices. Con ello hubiera aniquilado un progreso tan fantástico del mundo. Recuerda, Frantik, si cada uno cumpliera con su deber, el mundo sería un paraíso. ¡Y pon atención cuando te hablo!

—Sí, papá —refunfuñó el desgraciado Frantik.

Papá Povondra tosió.

—Préstame las tijeras, mamá. Voy a recortar todo lo que publican los periódicos sobre esas salamandras, para dejar cuando muera algún recuerdo mío.

Y así fue como el señor Povondra empezó a recoger los recortes que hablaban sobre las salamandras. A su afán de coleccionista debemos mucho material que, de otro modo, habría caído en el olvido. Recortaba y guardaba todo lo que decían los periódicos sobre las salamandras. No ocultaremos que, después de cierto nerviosismo sufrido en los primeros días, aprendió en su café preferido a recortar de los periódicos que allí tenían a disposición de la clientela todos los artículos que trataban sobre las salamandras, y eso, en las mismas narices del camarero, sin que éste se diese cuenta y con la habilidad de un prestidigitador. Como se sabe, todos los coleccionistas estarían dispuestos a robar o asesinar con tal de conseguir algo nuevo para su colección. Pero esto no rebaja, de ninguna manera, su carácter moral.

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