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Authors: Cayo Julio César

Tags: #Historia

La guerra de las Galias (3 page)

BOOK: La guerra de las Galias
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XVII. En fin, Lisco, movido del discurso de César, descubre lo que hasta entonces había callado; y era «la mucha mano que algunos de su nación tenían con la gente menuda, los cuales, con ser unos meros particulares, mandaban más que los mismos magistrados; ésos eran los que, vertiendo especies sediciosas y malignas, disuadían al pueblo que no aprontase el trigo, diciendo que, pues no pueden hacerse señores de la Galia, les vale más ser vasallos de los galos que de los romanos; siendo cosa sin duda, que si una vez vencen los romanos a los helvecios, han de quitar la libertad a los eduos no menos que al resto de la Galia; que los mismos descubrían a los enemigos nuestras trazas, y cuanto acaecía en los reales; y él no podía irles a la mano; antes estaba previendo el gran riesgo que corría su persona por habérselo manifestado a más no poder, y por eso, mientras pudo, había disimulado».

XVIII. Bien conocía César que las expresiones de Lisco tildaban a Dumnórige, hermano de Diviciaco; mas no queriendo tratar este punto en presencia de tanta gente, despide luego a los de la junta, menos a Lisco; examínale a solas sobre lo dicho; explícase él con mayor libertad y franqueza; por informes secretos tomados de otros halla ser la pura verdad: «que Dumnórige era el tal; hombre por extremo osado, de gran séquito popular por su liberalidad, amigo de novedades; que de muchos años atrás tenía en arriendo bien barato el portazgo y todas las demás alcabalas de los eduos, porque haciendo él postura, nadie se atrevía a pujarla. Con semejantes arbitrios había engrosado su hacienda, y amontonado grandes caudales para desahogo de sus profusiones; sustentaba siempre a su sueldo un gran cuerpo de caballería, y andaba acompañado de él; con sus larguezas dominaba, no sólo en su patria, sino también en las naciones confinantes; que por asegurar este predominio había casado a su madre entre los bituriges con un señor de la primera nobleza y autoridad; su mujer era helvecia; una hermana suya por parte de madre y varias parientas tenían maridos extranjeros; por estas conexiones favorecía y procuraba el bien de los helvecios; por su interés particular aborrecía igualmente a César y a los romanos; porque con su venida le habían cercenado el poder, y restituido al hermano Diviciaco el antiguo crédito y lustre. Que si aconteciese algún azar a los romanos, entraba en grandes esperanzas de alzarse con el reino con ayuda de los helvecios, mientras que durante el imperio romano, no sólo desconfiaba de llegar al trono, sino aun de mantener el séquito adquirido». Averiguó también César en estas pesquisas que Dumnórige y su caballería (mandaba él la que los eduos enviaron de socorro a César) fueron los primeros en huir en aquel encuentro mal sostenido pocos días antes, y que con su fuga se desordenaron los demás escuadrones.

XIX. Hechas estas averiguaciones y confirmados los indicios con otras pruebas evidentísimas de haber sido él promotor del tránsito de los helvecios por los secuanos, y de la entrega recíproca de los rehenes; todo no sólo sin aprobación de César y del gobierno, pero aun sin noticia de ellos; y, en fin, siendo su acusador el juez supremo de los eduos, parecíale a César sobrada razón para castigarle o por sí mismo, o por sentencia del tribunal de la nación. La única cosa que le detenía era el haber experimentado en su hermano Diviciaco una grande afición al Pueblo Romano, y para consigo una voluntad muy fina, lealtad extremada, rectitud, moderación; y temía que con el suplicio de Dumnórige no se diese por agraviado Diviciaco. Por lo cual, antes de tomar ninguna resolución, manda llamar a Diviciaco, y dejados los intérpretes ordinarios, por medio de Cayo Valerio Procilo, persona principal de nuestra provincia, amigo íntimo suyo, y de quien se fiaba en un todo, le declara sus sentimientos, trayéndole a la memoria los cargos que a su presencia resultaron contra Dumnórige en el consejo de los galos, y lo que cada uno en particular había depuesto contra éste. Le ruega y amonesta no lleve a mal que o él mismo, substanciado el proceso, sentencie al reo, o dé comisión de hacerlo a los jueces de la nación.

XX. Diviciaco, abrazándose con César, deshecho en lágrimas, se puso a suplicarle: «que no hiciese alguna demostración ruidosa con su hermano; que bien sabía ser cierto lo que le achacaban; y nadie sentía más vivamente que él los procederes de aquel hermano, a quien cuando por su poca edad no hacía figura en la nación, le había valido él con la mucha autoridad que tenía con los del pueblo y fuera de él, para elevarlo al auge de poder en que ahora se halla, y de que se vale, no sólo para desacreditarle, sino para destruirle si pudiera. Sin embargo, podía más consigo el amor de hermano, y el qué dirán las gentes, siendo claro que cualquiera demostración fuerte de César la tendrían todos por suya, a causa de la mucha amistad que con él tiene; por donde vendría él mismo a malquistarse con todos los pueblos de la Galia». Repitiendo estas súplicas con tantas lágrimas como palabras, tómale César de la mano, y consolándolo, le ruega no hable más del asunto; asegúrale que aprecia tanto su amistad, que por ella perdona las injurias hechas a la República y a su persona. Luego hace venir a su presencia a Dumnórige; y delante de su hermano le echa en cara las quejas de éste, las de toda la nación, y lo que él mismo había averiguado por sí. Encárgale no dé ocasión a más sospechas en adelante, diciendo que le perdona lo pasado por atención a su hermano Diviciaco, y le pone espías para observar todos sus movimientos y tratos.

XXI. Sabiendo ese mismo día, por los batidores, que los enemigos habían hecho alto a la falda de un monte, distante ocho millas de su campo, destacó algunos a reconocer aquel sitio, y qué tal era la subida por la ladera del monte. Informáronle no ser agria. Con eso, sobre la medianoche ordenó al primer comandante Tito Labieno, que con dos legiones, y guiado de los prácticos en la senda, suba a la cima, comunicándole su designio. Pasadas tres horas, marcha él en seguimiento de los enemigos por la vereda misma que llevaban, precedido de la caballería, y destacando antes con los batidores a Publio Considio, tenido por muy experto en las artes de la guerra, como quien había servido en el ejército de Lucio Sila y después en el de Marco Craso.

XXII. Al amanecer, cuando ya Labieno estaba en la cumbre del monte y César a milla y media del campo enemigo, sin que se trasluciese su venida ni la de Labieno, como supo después por los prisioneros, viene a él a la carrera abierta Considio con la noticia de «que los enemigos ocupan el monte que había de tomar Labieno, como le habían cerciorado sus armas y divisas». César recoge luego sus tropas al collado más inmediato, y las ordena en batalla. Como Labieno estaba prevenido con la orden de no pelear mientras no viese a César con los suyos sobre el ejército enemigo, a fin de cargarle a un tiempo por todas partes, dueño del monte, se mantenía sin entrar en acción, aguardando a los nuestros. En conclusión, era ya muy entrado el día cuando los exploradores informaron a César que era su gente la que ocupaba el monte; que los enemigos continuaban su marcha, y que Considio en su relación supuso de miedo lo que no había visto. Con que César aquel día fue siguiendo al enemigo con interposición del trecho acostumbrado, y se acampó a tres millas de sus reales.

XXIII. Al día siguiente, atento que sólo restaban dos de término para repartir las raciones de pan a los soldados,
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y que Bibracte, ciudad muy populosa y abundante de los eduos, no distaba de allí más de dieciocho millas, juzgó conveniente cuidar de la provisión del trigo; por eso, dejando de seguir a los helvecios, tuerce hacia Bibracte, resolución que luego supieron los enemigos por ciertos esclavos de Lucio Emilio, decurión
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de la caballería galicana. Los helvecios, o creyendo que los romanos se retiraban de cobardes, mayormente cuando apostados el día antes en sitio tan ventajoso habían rehusado la batalla, o confiando el poder interceptarles los víveres, mudando de idea y de ruta, comenzaron a perseguir y picar nuestra retaguardia.

XXIV. Luego que César lo advirtió, recoge su infantería en un collado vecino, y hace avanzar la caballería con el fin de reprimir la furia enemiga. Él, mientras tanto, hacia la mitad del collado dividió en tres tercios las cuatro legiones de veteranos; por manera que, colocadas en la cumbre y a la parte superior de las suyas las dos nuevamente alistadas en la Galia Cisalpina y todas las tropas auxiliares, el cerro venía a quedar cubierto todo de gente. Dispuso sin perder tiempo que todo el bagaje se amontonase en un mismo sitio bajo la escolta de los que ocupaban la cima. Los helvecios, que llegaron después con todos sus carros, lo acomodaron también en un mismo lugar, y formados en batalla, muy cerrados los escuadrones, rechazaron nuestra caballería; y luego, haciendo empavesada, arremetieron a la vanguardia. César, haciendo retirar del campo de batalla todos los caballos, primero el suyo, y luego los de los otros, para que siendo igual en todos el peligro, nadie pensase en huir, animando a los suyos trabó el choque. Los soldados, disparando de alto a bajo sus dardos, rompieron fácilmente la empavesada enemiga, la cual desordenada, se arrojaron sobre ellos espada en mano. Sucedíales a los galos una cosa de sumo embarazo en el combate, y era que tal vez un dardo de los nuestros atravesaba de un golpe varias de sus rodelas, las cuales, ensartadas en el astil y lengüeta del dardo retorcido, ni podían desprenderlas, ni pelear sin mucha incomodidad, teniendo sin juego la izquierda, de suerte, que muchos, después de repetidos inútiles esfuerzos, se reducían a soltar el broquel y pelear a cuerpo descubierto. Finalmente, desfallecidos de las heridas, empezaron a cejar y retirarse a un monte distante cerca de una milla. Acogidos a él, yendo los nuestros en su alcance, los boyos y tulingos, que en número de casi quince mil cerraban el ejército enemigo, cubriendo su retaguardia, asaltaron sobre la marcha el flanco de los nuestros, tentando cogerlos en medio. Los helvecios retirados al monte que tal vieron, cobrando nuevos bríos, volvieron otra vez a la refriega. Los romanos se vieron precisados a combatirlos dando tres frentes al ejército; oponiendo el primero y el segundo contra los vencidos y derrotados, y el tercero contra los que venían de refresco.

XXV. Así en doble batalla
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estuvieron peleando gran rato con igual ardor, hasta que no pudiendo los enemigos resistir por más tiempo al esfuerzo de los nuestros, los unos se refugiaron al monte, como antes; los otros se retiraron al lugar de sus bagajes y carruajes: por lo demás, en todo el discurso de la batalla, dado que duró desde las siete de la mañana hasta la caída de la tarde, nadie pudo ver las espaldas al enemigo; y gran parte de la noche duró todavía el combate donde tenían el bagaje, puestos alrededor de él por barrera los carros, desde los cuales disparaban con ventaja a los que se arrimaban de los nuestros, y algunos por entre las pértigas y ruedas los herían con pasadores
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y lanzas. En fin, después de un porfiado combate, los nuestros se apoderaron de los reales, y en ellos, de una hija y un hijo de Orgetórige. De esta jornada se salvaron al pie de ciento treinta mil de los enemigos, los cuales huyeron sin parar toda la noche; y no interrumpiendo un punto su marcha, al cuarto día llegaron a tierra de Langres, sin que los nuestros pudiesen seguirlos, por haberse detenido tres días a curar los heridos y enterrar los muertos. Entre tanto César despachó correos con cartas a los langreses, intimidándoles «no los socorriesen con bastimentos ni cosa alguna, so pena de ser tratados como los helvecios»; y pasados los tres días marchó con su ejército en su seguimiento.

XXVI. Ellos, apretados con la falta de todas las cosas, le enviaron diputados a tratar de la entrega; los cuales, presentándosele al paso y postrados a sus pies, como le instasen por la paz con súplicas y llantos, y respondiese él le aguardasen en el lugar en que a la sazón se hallaban, obedecieron. Llegado allá César, a más de la entrega de rehenes y armas, pidió la restitución de los esclavos fugitivos. Mientras se andaba en estas diligencias, cerró la noche; y a poco después unos seis mil del cantón llamado Urbígeno
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escabulléndose del campo de los helvecios, se retiraron hacia el Rin y las fronteras de Germania, o temiendo no los matasen después de desarmados, o confiando salvar las vidas, persuadidos a que entre tantos prisioneros se podría encubrir su fuga, o ignorarla totalmente.

XXVII. César, que lo entendió, mandó a todos aquellos, por cuyas tierras habían ido, que si querían justificarse con él, fuesen tras ellos y los hiciesen volver. Vueltos ya, tratólos como a enemigos, y a todos los demás, hecha la entrega de rehenes, armas y desertores, los recibió bajo su protección. A los helvecios, tulingos y latóbrigos mandó volviesen a poblar sus tierras abandonadas; y atento que, por haber perdido los abastos, no tenían en su patria con qué vivir, ordenó a los alóbroges los proveyesen de granos, obligando a ellos mismos a reedificar las ciudades y aldeas quemadas. La principal mira que en esto llevó, fue no querer que aquel país desamparado de los helvecios quedase baldío; no fuese que los germanos de la otra parte del Rin, atraídos de la fertilidad del terreno, pasasen de su tierra a la de los helvecios, e hiciesen con eso mala vecindad a nuestra provincia y a los alóbroges. A petición de los eduos les otorgó que en sus Estados diesen establecimientos a los boyos, por ser gente de conocido valor; y, en consecuencia, los hicieron por igual participantes en sus tierras, fueros y exenciones.

XXVIII. Halláronse en los reales helvecios unas Memorias, escritas con caracteres griegos que, presentadas a César, se vio contenían por menor la cuenta de los que salieron de la patria en edad de tomar armas, y en lista aparte los niños, viejos y mujeres. La suma total de personas, era: de los helvecios doscientos setenta y tres mil; de los tulingos treinta y seis mil; de los latóbrigos catorce mil; de los rauracos veintidós mil; de los boyos treinta y dos mil; los de armas eran noventa y dos mil: entre todos componían trescientos sesenta y ocho mil. Los que volvieron a sus patrias, hecho el recuento por orden de César, fueron ciento diez mil cabales.

XXIX. Terminada la guerra de los helvecios, vinieron legados de casi toda la Galia los primeros personajes de cada república a congratularse con César; diciendo que, si bien el Pueblo Romano era el que con las armas había tomado la debida venganza de las injurias antiguas de los helvecios, sin embargo, el fruto de la victoria redundaba en utilidad no menos de la Galia que del Pueblo Romano; siendo cierto que los helvecios en el mayor auge de su fortuna habían abandonado su patria con intención de guerrear con toda la Galia, señorearse de ella, escoger entre tantos para su habitación el país que más cómodo y abundante les pareciese, y hacer tributarias a las demás naciones. Suplicáronle que les concediese grata licencia para convocar en un día señalado Cortes generales de todos los Estados de la Galia, pues tenían que tratar ciertas cosas que de común acuerdo querían pedirle. Otorgado el permiso, aplazaron el día; y se obligaron con juramento a no divulgar lo tratado fuera de los que tuviesen comisión de diputados.

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