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Authors: Cayo Julio César

Tags: #Historia

La guerra de las Galias (10 page)

BOOK: La guerra de las Galias
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XX. Casi a la misma sazón, llegado Publio Craso a la Aquitania, que, como queda dicho, por la extensión del país y por sus poblaciones merece ser reputada por la tercera parte de la Galia; considerando que iba a guerrear donde pocos años antes el legado Lucio Valerio Preconino perdió la vida con el ejército,
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y de donde Lucio Manilio, procónsul, perdido el bagaje, había tenido que escapar, juzgó que debía prevenirse con la mayor diligencia. Con esa mira, proveyéndose bien de víveres, de socorros y de caballos, convidando en particular a muchos militares conocidos por su valor de Tolosa, Carcasona y Narbona, ciudades de nuestra provincia confinantes con dichas regiones, entró con su ejército por las fronteras de los sociates.
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Los cuales al punto que lo supieron, juntando gran número de tropas y su caballería, en que consistía su mayor fuerza, acometiendo sobre la marcha a nuestro ejército, primero avanzaron con la caballería; después, rechazada ésta, y yendo al alcance los nuestros, súbitamente presentaron la infantería que tenían emboscada en una hondonada, con lo cual, arremetiendo a los nuestros, renovaron la batalla.

XXI. El combate fue largo y porfiado; como que, ufanos los sociates por sus antiguas victorias, estaban persuadidos que de su valor pendía la libertad de toda la Aquitania. Los nuestros, por su parte, deseaban mostrar por la obra cuál era su esfuerzo aun en ausencia del general y sin ayuda de las otras legiones, mandándolos un mozo de poca edad. Al fin, acuchillados los enemigos, volvieron las espaldas, y muertos ya muchos, Craso de camino se puso a sitiar la capital de los sociates. Viendo que era vigorosa la resistencia, armó las baterías. Los sitiados, a veces, tentaban hacer salidas, a veces minar las trincheras y obras, en lo cual son diestrísimos los aquitanos a causa de las minas que tienen en muchas partes. Mas visto que nada les valía contra nuestra vigilancia, envían diputados a Craso, pidiéndole los recibiese a partido. Otorgándoselo, y mandándoles entregar las armas, las entregan.

XXII. Estando todos los nuestros ocupados en esto, he aquí que sale por la otra parte de la ciudad su gobernador Adcantuano con seiscientos de su devoción, a quienes llaman ellos soldurios.
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Su profesión es participar de todos los bienes de aquellos a cuya amistad se sacrifican, mientras viven, y si les sucede alguna desgracia, o la han de padecer con ellos, o darse la muerte, y jamás hubo entre los tales quien, muerto su dueño, quisiese sobrevivirle. Habiendo, pues,
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hecho su salida con estos adcuatanos, a la gritería que alzaron los nuestros por aquella parte, corrieron los soldados a las armas, y después de un recio combate los hicieron retirar adentro. No obstante, recabó de Craso el ser comprendido en la misma suerte de los ya entregados.

XXIII. Craso, luego que recibió las armas y rehenes, marchó la vuelta de los vocates y tarusates.
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En consecuencia, espantados los bárbaros de ver tomada a pocos días de cerco una plaza no menos fuerte por naturaleza que por arte, trataron, por medio de mensajeros despachados a todas partes, de mancomunarse, darse rehenes y alistar gente. Envían también embajadores a las ciudades de la España Citerior que confinan con Aquitania, pidiendo tropas y oficiales expertos. Venidos que fueron, emprenden la guerra con gran reputación y fuerzas muy considerables. Eligen por capitanes a los mismos que acompañaron siempre a Quinto Sertorio, y tenían fama de muy inteligentes en la milicia. En efecto, abren la campaña conforme a la disciplina de los romanos, tomando los puestos, fortificando los reales, y cortándonos los bastimentos. Craso, advirtiendo no serle fácil dividir por el corto número sus tropas, cuando el enemigo andaba suelto ya en correrías ya en cerrarle los pasos, dejando buena guarnición en sus estancias, que con eso le costaba no poco el proveerse de víveres, que por días iba creciendo el número de los enemigos, determinóse a no esperar más, sino venir luego a batalla. Propuesta su resolución en consejo, viendo que todos la aprobaban, dejóla señalada para el día siguiente.

XXIV. En amaneciendo, hizo salir todas sus tropas, y habiéndolas formado en dos cuerpos con las auxiliares en el centro, estaba atento a lo que harían los contrarios. Ellos, si bien por su muchedumbre y antigua gloria en las armas, y a vista del corto número de los nuestros se daban por seguros del feliz éxito en el combate, todavía juzgaban por más acertado, tomando los pasos e interceptando los víveres, conseguir la victoria sin sangre; y cuando empezasen los romanos a retirarse por falta de provisiones, tenían ideado dejarse caer sobre ellos a tiempo que con la faena de la marcha y del peso de las cargas se hallasen con menos bríos. Aprobada por los capitanes la idea, aunque los romanos presentaron la batalla, ellos se mantuvieron dentro de las trincheras. Penetrado este designio Craso, como con el crédito adquirido en haber esperado a pie firme al enemigo, hubiese infundido temor a los contrarios y ardor a los nuestros para la pelea, clamando todos que ya no se debía dilatar un punto el asalto de las trincheras, exhortando a los suyos, conforme al deseo de todos, marchó contra ellas.

XXV. Unos se ocupaban en cegar los fosos, otros en derribar a fuerza de dardos a los que montaban las trincheras, y hasta los auxiliares, de quienes Craso fiaba poco en orden de pelear, con aprontar piedras y armas y traer céspedes para el terraplén, pasaban por combatientes. Defendíanse asimismo los enemigos con tesón y bravura, disparando a golpe seguro desde arriba, por lo que nuestros caballos, dado un giro a los reales, avisaron a Craso que hacia la puerta trasera no se veía igual diligencia y era fácil la entrada.

XXVI. Craso, exhortando a los capitanes de caballería que animasen a sus soldados prometiéndoles grandes premios, les dice lo que han de hacer. Ellos, según la orden, sacadas de nuestros reales cuatro cohortes que estaban de guardia y descansadas, conduciéndolas por un largo rodeo, para que no pudieran ser vistas del enemigo, cuando todos estaban más empeñados en la refriega, llegaron sin detención al lugar sobredicho de las trincheras; y rompiendo por ellas, ya estaban dentro cuando los enemigos pudieron caer en cuenta de lo acaecido. Los nuestros sí que, oída la vocería de aquella parte, cobrando nuevo aliento, como de ordinario acontece cuando se espera la victoria, comenzaron con mayor denuedo a batir los enemigos, que acordonados por todas partes y perdida toda esperanza, se arrojaban de las trincheras abajo por escaparse. Mas perseguidos de la caballería por aquellas espaciosas llanuras, de cincuenta mil hombres, venidos, según constaba, de Aquitania y Cantabria, apenas dejó con vida la cuarta parte, y ya muy de noche se retiró a los cuarteles.

XXVII. A la nueva de esta batalla, la mayor parte de Aquitania se rindió a Craso, enviándole rehenes espontáneamente, como fueron los tarbelos, los bigorreses, los precíanos, vocates, tarusates, elusates, garites, los de Aux y Carona, sibutsates y cocosates.
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Solas algunas naciones más remotas, confiadas en la inmediación del invierno, dejaron de hacerlo.

XXVIII. César casi por entonces, aunque ya el estío se acababa, sin embargo, viendo que después de sosegada toda la Galia, solos los merinos y menapios se mantenían rebeldes, sin haber tratado con él nunca de paz, pareciéndole ser negocio de pocos días esta guerra, marchó contra ellos. Éstos habían determinado hacerla siguiendo muy diverso plan que los otros galos, porque considerando cómo habían de ser destruidas y sojuzgadas naciones muy poderosas que se aventuraron a pelear, teniendo ellos alrededor grandes bosques y lagunas, trasladáronse a ellas con todos sus haberes. Llegado César a la entrada de los bosques, y empezando a fortificarse, sin que por entonces apareciese enemigo alguno, cuando nuestra gente andaba esparcida en los trabajos, de repente se dispararon por todas las partes de la selva y echáronse sobre ella. Los soldados tomaron al punto las armas, y los rebatieron matando a muchos aunque, por querer seguirlos, entre las breñas perdieron tal cual de los suyos.

XXIX. Los días siguientes empleó César en rozar el bosque, formando de la leña cortada bardas opuestas al enemigo por las dos bandas, a fin de que por ninguna pudiesen asaltar a los soldados cuando estuvieran descuidados y sin armas. De este modo, avanzando en poco tiempo gran trecho con presteza increíble; tanto que ya los nuestros iban a tomar sus ganados y la zaga del bagaje, emboscándose ellos en lo más fragoso de las selvas, sobrevinieron temporales tan recios, que fue necesario interrumpir la obra, pues no podían ya los soldados guarecerse por las continuas lluvias en las tiendas. Así que, talados sus campos, quemadas las aldeas y caseríos, César retiró su ejército, alojándolo en cuarteles de invierno, repartido por los aulercos, lisienses y demás naciones que acababan de hacer la guerra.

Notas de Napoleón al libro III

1. No puede menos de abominarse la conducta observada por César con el Senado de Vannes. Estos pueblos no se habían sublevado; habían entregado rehenes; habían hecho promesa de mantenerse al margen de toda contienda; pero estaban en posesión de su libertad y de todos sus derechos. Habían dado, ciertamente, motivos a César para hacerles la guerra, pero no para violar el derecho de gentes ni para abusar de la victoria de manera tan atroz. Esta conducta no era justa y menos aún política, porque tales medios nunca conducen a nada práctico y sólo se consigue con ellos exasperar y sublevar a los pueblos. El castigo de algunos jefes es todo lo que autorizan la política y la justicia; el buen trato a los prisioneros es una de las reglas importantes que se deben observar. Cap. XVI.

2. La Bretaña, esta provincia tan grande y tan difícil, se sometió sin oponer una resistencia proporcionada a su poder.

Lo mismo sucedió con la Aquitania y la baja Normandia; esto se debió a causas que es imposible apreciar o determinar con exactitud, aunque no sea difícil ver que la principal consistió en el espíritu de aislamiento y de localismo que caracterizaba a los pueblos de la Galia. En esa época carecían de sentimiento de nación y hasta de provincia, viviendo dominados por un espíritu de ciudad. Es el mismo espíritu que forjó después las cadenas de Italia. Nada hay más opuesto al espíritu nacional, a las ideas generales de libertad, que el espíritu particular de familia o de caserío. De estas divisiones resultaba además que los galos no poseían ningún ejército regular permanente experimentado, y por consiguiente, ningún arte ni ciencia militar. Por esto, si la gloria de César estuviese sólo cimentada sobre la conquista de las Galias, podría dudarse de su legitimidad. Toda nación que no tenga en cuenta la importancia de un ejército regular permanentemente en pie y que se confie a los reclutamientos o a milicias nacionales, correrá la suerte de los galos, sin alcanzar siquiera la gloria de oponer una resistencia igual, consecuencia del estado salvaje en que se vivía y del terreno, cubierto de selvas, de marismas, de hondonadas y sin caminos, lo que le hacia difícil a la conquista y fácil a la defensa. Cap. XXVII.

LIBRO CUARTO

I. Al invierno siguiente, siendo cónsules Cneo Pompeyo y Marco Craso, los usipetes y tencteros de la Germania, en gran número, pasaron el Rin hacia su embocadura en el mar. La causa de su trasmigración fue que los suevos, con la porfiada guerra de muchos años no los dejaban vivir ni cultivar sus tierras. Es la nación de los suevos la más populosa y guerrera de toda la Germania. Dícese que tienen cien merindades, cada una de las cuales contribuye anualmente con mil soldados para la guerra. Los demás quedan en casa trabajando para sí y los ausentes. Al año siguiente alternan; van éstos a la guerra, quedándose los otros en casa. De esta suerte no se interrumpe la labranza y está suplida la milicia. Pero ninguno de ellos posee aparte terreno propio, ni puede morar más de un año en su sitio; su sustento no es tanto de pan como de leche y carne, y son muy dados a la caza. Con eso, con la calidad de los alimentos, el ejercicio continuo, y el vivir a sus anchuras (pues no sujetándose desde niños a oficio ni arte, en todo por todo hacen su voluntad), se crían muy robustos y agigantados. Es tanta su habitual dureza, que siendo tan intensos los fríos de estas regiones, no se visten sino de pieles, que por ser cortas, dejan al aire mucha parte del cuerpo, y se bañan en los ríos.

II. Admiten a los mercaderes, más por tener a quien vender los despojos de la guerra, que por deseo de comprarles nada. Tampoco se sirven de bestias de carga traídas de fuera, al revés de los galos, que las estiman muchísimo y compran muy caras, sino que a las suyas nacidas y criadas en el país, aunque de mala traza y catadura, con la fatiga diaria las hacen de sumo aguante. Cuando pelean a caballo, se apean si es menester, y prosiguen a pie la pelea; y teniéndolos enseñados a no menearse del puesto, en cualquier urgencia vuelven a montar con igual ligereza. No hay cosa en su entender tan mal parecida y de menos valer como usar de jaeces. Así, por pocos que sean, se atreven con cualquier número de caballos enjaezados. No permiten la introducción del vino, por juzgar que con él se hacen los hombres regalones, afeminados y enemigos del trabajo.

III. Tienen por la mayor gloria del Estado el que todos sus contornos por muchas leguas estén despoblados, como en prueba de que gran número de ciudades no ha podido resistir a su furia. Y aun aseguran que por una banda de los suevos no se ven sino páramos en espacio de seiscientas millas. Por la otra caen los ubios,
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cuya república fue ilustre y floreciente para entre los germanos; y es así que, respecto de los demás nacionales, están algo más civilizados, porque frecuentan su país muchos mercaderes navegando por el Rin, en cuyas riberas habitan ellos, y por la vecindad con los galos se han hecho a sus modales. Los suevos han tentado muchas veces con repetidas guerras echarlos de sus confines, y aunque no lo han logrado por la grandeza y buena constitución del gobierno, sin embargo los han hecho tributarios, y los tienen ya mucho más humillados y enflaquecidos.

IV. Semejante fue la suerte de los usipetes y tencteros arriba mencionados, los cuales resistieron también muchos años a las armas de los suevos; pero al cabo, echados de sus tierras, después de haber andado tres años errantes por varios parajes de Germania, vinieron a dar en el Rin por la parte que habitan los menapios en cortijos y aldeas a las dos orillas del río; los cuales, asustados con la venida de tanta gente, desampararon las habitaciones de la otra orilla, y apostando en la de acá sus cuerpos de guardia, no dejaban pasar a los germanos. Éstos, después de tentarlo todo, viendo no ser posible el paso ni a osadas por falta de barcas, ni a escondidas por las centinelas y guardias de los menapios, fingieron que tornaban a sus patrias. Andadas tres jornadas, dieron otra vez la vuelta, y desandado a caballo todo aquel camino en una noche, dieron de improviso sobre los menapios cuando más desapercibidos y descuidados estaban, pues certificados de sus atalayas del regreso de los germanos, habían vuelto sin recelo a las granjas de la otra parte del Rin. Muertos éstos, y cogidas sus barcas, pasaron el río antes que los menapios de ésta supiesen nada, con que apoderados de todas sus caserías, se sustentaron a costa de ellos lo restante del invierno.

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