La forja de un rebelde (17 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Allí empezaba el mundo de las cosas y de los seres absurdos. La ciudad tiraba sus cenizas y su espuma allí. La nación también. Era un reflujo de la cocción de Madrid del centro a la periferia y un reflujo de la cocción de España, de la periferia al centro. Las dos olas se encontraban y formaban un anillo que abrazaba la ciudad. En aquella barrera viva sólo entraban los iniciados, la Guardia Civil y nosotros, los chicos. Barrancos y laderas de espigas eternamente amarillas, siempre secas y siempre ásperas. Humos de fábrica y regueros de establos malolientes. Pegujales de tierra aterronada, negra y podrida, arroyos sucios y grietas resecas, árboles epilépticos y espinos y cardos hostiles, perros flacos de costillas en punta, palos de telégrafo polvorientos, con las tazas de cristal rotas, cabras comedoras de papel viejo, botes de conserva vacíos y roñosos, chozas hundidas de rodillas en la tierra. Gitanos con las patillas en hacha, gitanas de faldas de colorines manchadas de mugre, mendigos de barbas y piojos espesos, chiquillos todo trasero y todo tripa con los cagajones chorreando en los muslos y el botón del ombligo saliente en la bomba morena de la panza. Se llamaba el Barrio de las Injurias.

Era el punto más bajo de la escala social que empezaba en la plaza de Oriente, en el palacio con sus puertas abiertas a los cascos de plumas y a los escotes embrillantados, y terminaba en Avapiés, que escupía el detritus final al otro mundo, a las Américas, al Mundo Nuevo.

Avapiés era, por tanto, el fiel de la balanza, el punto crucial entre el ser y el no ser. Al Avapiés se llegaba de arriba o de abajo. El que llegaba de arriba había bajado el último escalón que le quedaba antes de hundirse del todo. El que llegaba de abajo había subido el primer escalón para llegar a todo. Millonarios han pasado por el Avapiés antes de cruzar la Ronda y convertirse en mendigos borrachos. Traperos, cogedores de colillas y de papeles sucios de gargajos y de pisotones, subieron el escalón del Avapiés y llegaron a millonarios. Así que en Avapiés se encuentran todos los orgullos: el de haber sido todo y no querer ser nada, el de no haber sido nada y querer ser todo.

En este choque de fuerzas tremendas y absurdamente crueles la vida no sería posible. Pero las dos olas no llegan nunca a estrellarse. Entre ellas se interpone una playa compacta y serena que absorbe los dos choques y los convierte en corrientes que fluyen y refluyen. El Avapiés entero es un bloque de trabajo.

En sus casas construidas como galerías de cárcel, con sus pasillos abiertos al aire y su retrete común, una puerta y una ventana por celda, viven el albañil, el herrero, el carpintero, el vendedor de periódicos, el ciego de la esquina, el arruinado, el trapero y el poeta. Y en el patio empedrado de cantos redondos, con una fuente goteante en medio, se cruzan todas las lenguas del mismo idioma: la atildada del señor, la desgarrada del chulo, el argot del ladrón y el mendigo, la rebuscada del escritor en cierne. Se oyen las blasfemias más horribles y las frases más delicadas.

Todos los días, durante muchos años de mi vida de niño, he bajado desde las puertas del Palacio Real a las puertas del Mundo Nuevo y he subido a la inversa. A veces he entrado en el palacio y he visto en las galerías de mármol flanqueadas de alabarderos el desfile de los reyes y príncipes y grandes de España. Y a veces he entrado en los confines del mundo de nadie, más allá del Mundo Nuevo, y he visto a los gitanos en cueros al sol matando sus piojos arrancados, uno a uno, de sus pelos por los dedos negros de la madre o de la hermana; a los traperos separando del montón de basura el montón de comida para ellos y para sus bestias y los restos vendibles que proporcionaban unos céntimos de ganancia.

Y me he batido a pedradas con las crías de gitanos y traperos o he jugado ceremonioso al marro y a las cuatro esquinas con los niños de blusas bordadas, pelos rizados y cuellos blancos con chalina de seda.

Si resuena el Avapiés en mí, como fondo sobre todas las resonancias de mi vida, es por dos razones:

Allí aprendí todo lo que sé, lo bueno y lo malo. A rezar a Dios y a maldecirle. A odiar y a querer. A ver la vida cruda y desnuda, tal como es. Y a sentir el ansia infinita de subir y ayudar a subir a todos el escalón de más arriba. Ésta es una razón.

La otra razón es que allí vivió mi madre. Pero esta razón es mía.

Capítulo 8

El Colegio

A las siete en punto de la mañana empieza la misa. Se pasa lista desde las siete menos cuarto a las siete y los chicos vamos entrando en la iglesia en los minutos intermedios. Cuando sólo faltan dos minutos, un minuto, treinta segundos, entramos en aluvión. El reloj de la torre, tan grande, nos deja ver cuál es el último momento en que hay que suspender el juego y entrar. En el invierno, entramos antes, porque en la corrala las piedras están cubiertas de hielo y la fuente tiene carámbanos alrededor.

Dentro de la iglesia, a partir del último escalón del altar mayor y de su barandilla de hierro con pasamanos de bronce, se forman las filas. A medida que vamos entrando, cada uno se coloca en el último sitio y el cura que está al lado de cada fila, le hace una cruz en la lista. De izquierda a derecha del altar, se forman primero las filas de los niños pobres por clases: «Carteles», «segunda de leer», «tercera de leer», «primera, segunda y tercera de escribir». Seis clases que reúnen seiscientos chicos. Después, por una puerta lateral de la iglesia sale otra fila de chicos, los de paga, que se van dividiendo también en hileras de clases: las seis clases de los seis años del bachillerato y dos clases de párvulos, unos internos y otro medio pensionistas que comen en el colegio pero duermen en sus casas. En total catorce filas y catorce curas para guardarlas. Mil doscientos o mil quinientos niños.

A las seis de la mañana los ochenta curas del colegio oyen misa en su capilla y salen de allí en fila de a dos. Cuando se acaba la misa de los chicos, entramos todos en el colegio en filas de a dos y así entramos en cada clase. A media mañana y a media tarde formamos filas de a dos y salimos a los patios a jugar. Después de jugar volvemos a formar en filas dobles y a volver a la clase. Cuando se acaban las clases, en el claustro se forman filas por calles y salimos del colegio de dos en dos, cada calle con un cura, que no nos suelta hasta que estamos lejos del edificio. Después los curas vuelven al colegio por las calles del Avapiés y se reúnen en una fila de dos para comer. Por la noche cenan así y después rezan en la capilla antes de acostarse.

Se prohibe adelantarse unos a otros en la fila. Los amigos que se encuentran separados porque no llegaron a misa a la misma hora tienen que ir corriendo puestos con la complicidad de todos y si los ve el cura les da un cachete y los manda al último puesto. Tampoco los curas pueden saltar puestos: los más viejos forman los primeros y los últimos son los que aún no han cantado misa y sólo sirven para enseñar a leer a los niños pobres, más chicos y más torpes, que todavía se ensucian en la clase.

En la parada en el Palacio Real es lo mismo: los soldados van en las filas, delante el capitán, los sargentos y los cabos. Los primeros son los gastadores, los soldados más viejos y por último los quintos que no saben llevar el paso y a los que ya no llega la música, a los que ya no mira la gente. En la cárcel Modelo de Madrid, salen a pasear los presos y a comer y a oír misa en filas de a dos. Y primero van los más viejos, los últimos los chicos, los «micos» como los llaman ellos. En las procesiones van primero en las dos hileras los canónigos gordos de bonete morado, después los de bonete azul y por último los simples curas de bonete negro. Detrás, los señores de las cofradías más gordos y más viejos con sus escapularios y sus velas. Después los jóvenes, luego las beatas viejas y después las jóvenes, detrás los niños y las niñas que tienen uniforme, y por último los de las escuelas pobres con sus delantales limpios, sus lazos y sus velas rotas.

En la taquilla del Teatro Real, se forma la cola de uno en uno y los que tienen dinero compran los primeros puestos y se quedan delante. Si alguien intenta ganar puestos, lo impiden los guardias, igual que en la procesión los curas que recorren las filas impiden que se adelanten los niños, y los sargentos y los capitanes impiden que un soldado avance medio paso más que otro.

Lo primero que se aprende es a estar en fila, en silencio: ¡Orden! ¡Silencio!, gritan en todas las filas curas, capitanes y carceleros. El puesto adquirido en la fila es un privilegio. El número uno, sea el cabo de gastadores, el canónigo de sotana morada y cruz de amatistas, el ladrón veterano y el chico espabilado, se siente orgulloso y va con la cabeza alta mirando a la gente de la calle y de los balcones. Los últimos, el curilla que acaba de lograr un puesto en una parroquia humilde de Madrid, el recluta que forma por primera vez con el regimiento, el último de la clase, el aprendiz de ladrón que cogieron robando un pañuelo, van en la cola con la cabeza gacha contemplando la espalda del penúltimo, seguros de que nadie los ve, porque ellos no ven a nadie.

Antes que aprender la letra
a
se aprende a estar en fila, callado. Luego se aprende a leer. Tan estúpidamente como se leen las muestras de las tiendas al pasar por la calle, o los anuncios luminosos mecánicamente, sin saber lo que dicen, enterándose de ello no obstante, y sometiéndose a ir donde el anuncio indica cuándo hacen falta las pastillas para la tos o la entrada del cine, igual, se coge un puesto en la fila de la vida y mecánicamente se sigue detrás de los que van delante y delante de los que van detrás sin rebelarse. Pobres de los que intentan ganar puestos. El orden que todos los demás mamaron en la escuela, en la iglesia, en el cuartel, en la cárcel y en la tienda de comestibles donde compran las salchichas, estalla. Todos se sienten cura, furriel, carcelero y guardia, y a empujones y patadas le vuelven a su sitio en nombre del orden. Como soy el primero de la clase, soy el primero en las filas. Le veo al cura decir la misa y le oigo todos sus latines. Pero para no perder el privilegio tengo que entrar antes que ninguno y jugar menos que ninguno. Cuando me entretengo me recibe el cura con la cara fosca y me regaña:

—¿No te da vergüenza venir ahora?

Me apunta en el cuaderno el número catorce o quince de la fila y en vez de entrar en la clase con el número uno entro con el catorce y tengo que disputar a los trece de adelante el puesto, porque el puesto en la iglesia se cuenta igual que el saber en la clase. Así, aunque yo fuera tan listo como soy, si llegara el último a misa sería siempre el último en clase.

Pero ahora estoy en una condición excepcional. Mejor dicho: estamos tres, Cerdeño, Sastre y yo. No tenemos fila. Nos quedamos detrás de todos en un grupito donde nadie nos ve ni nos mira y donde podemos hablar de rodillas, sentándonos sobre los talones de las botas, con los mil chicos delante y los catorce curas de pie, sobresaliendo con sus sotanas negras sobre las cabezas de los chicos.

Los tres somos niños pobres. Los tres hemos ganado matrículas de honor en el Instituto de San Isidro y el colegio nos seguirá enseñando el bachillerato gratuitamente. Como sólo hay clases de bachillerato para los niños ricos, estamos en las mismas clases que ellos, pero como los niños pobres no se pueden mezclar con los ricos porque sería mal ejemplo y como tampoco podemos ya mezclarnos con los pobres porque no pertenecemos a sus clases, y además los pobres y los ricos están en pisos distintos del colegio, no tenemos fila ni puesto en las filas. Oímos la misa aparte y salimos a la calle solos. A la hora del recreo, los niños ricos no juegan con nosotros y jugamos solos los tres.

En la clase somos los tres primeros por el derecho de las matrículas y nadie puede quitarnos de allí, aunque todos están contra nosotros; pero nosotros estamos contra todos. Cuando uno de nosotros se ve en un apuro, los otros dos, con la cabeza baja leyendo el libro, le apuntan bajito o le escriben en un papel la respuesta. Le basta bajar los ojos y leer o escuchar. Cerdeño, que es también hijo de una viuda, sigue comiendo la comida que el colegio da a los niños pobres. Pero los chicos pobres que comen en el colegio se burlan y ha dejado de bajar a comer. El padre Joaquín que está de semana para dar la comida ha notado las faltas y le ha preguntado por qué no va. Entonces nos enteramos que lleva tres días sin comer, y el padre Joaquín acuerda que le den a él solo la comida en la cocina. Sale ganando porque el cocinero le da también un puchero lleno de comida para su casa.

Ya no podemos jugar más en la corrala. Los chicos pobres nos consideran de otra casta, nos rechazan en sus juegos. Aun a veces han intentado pegar a alguno de nosotros, pero como siempre vamos tres nos defendemos. Lo peor es para Cerdeño y para Sastre; yo no vivo en el barrio como ellos. No sólo no les dejan jugar los chicos de su calle, sino que hasta sus madres tienen broncas con las vecinas porque las otras dicen que se han vuelto señoritos. Algunas comadres agregan «qué sabe Dios por qué estará el niño con los niños ricos». De los tres soy el que menos siente el cambio y el que antes hace contacto con los de paga.

El primero que viene a mí es un chico fuerte, el más fuerte de la clase y el más torpe. Es hijo de un dueño de minas asturiano. Su padre quiere que sea médico. Pero el pobre no puede aprender nada. Viene hacia nosotros tres en el recreo y me llama a un lado:

—Mira, yo necesito saber cómo te las arreglas tú para estudiar. Estoy harto de que me castiguen y necesito saberlo. En cambio nadie se meterá contigo y jugarás con nosotros, porque yo haré que te dejen los demás.

Yo le contesto la verdad: —Pues mira, no te lo puedo decir, porque yo no estudio.

Abre los ojos y se pone encarnado de rabia, porque cree que me burlo de él y tengo que explicárselo:

—Es verdad, yo no necesito estudiar. Si leo un libro o una leccción una sola vez, se me queda en la cabeza y ya no se me vuelve a olvidar. Cuando el padre Pinilla explica la lección de matemáticas para mañana», la comprendo y no necesito coger el libro. Yo creo que esto de aprender o no, es como nacer jorobado, que no tiene remedio.

—Tienes razón. Mi padre se empeña en que yo sea médico y por eso me ha metido aquí interno. Tenemos dos horas de estudio por la mañana y dos por la noche y yo me leo veinte veces la lección y me la escribo y llego a aprendérmela de memoria con puntos y comas. Pero no entiendo una sola palabra. Verás —y me dice de memoria sin equivocarse en una frase la lección completa sobre las ecuaciones de primer grado. Cuando acaba, agrega mitad triste y mitad orgulloso—: Ves, me la sé toda, pero no sé absolutamente nada, porque no comprendo qué quieren decir estas letras. Y claro, luego ponen los problemas y no sé cómo resolverlos. Igual me pasa con todo. Después, a fin de curso me dan suspenso y viene mi padre y me pega en la sala de visitas y me deja aquí sin llevarme al pueblo. En el colegio, como tú sabes, me quedo casi siempre sin postre en la comida y sin recreo. Y yo no tengo la culpa.

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