La forja de un rebelde (13 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Aparte de esto, la iglesia es un caserón frío donde sólo se está cómodo en el verano. Además, tiene calaveras de verdad. Cuando se muere alguien, se dice la misa de difuntos, y entonces, en medio de la iglesia, ponen un túmulo cubierto con un paño, ponen una calavera y dos tibias enlazadas. La calavera y las tibias son de verdad. En la sacristía hay un arcón muy viejo y muy grande y dentro un montón de calaveras y huesos que ya no pesan nada de apolillados que están. Parecen de cartón. Y cuando hay misa de difuntos se escoge un cráneo y dos huesos largos. Cuando se ha muerto un rico, la calavera la escoge el cura; el sacristán le raspa la tapa de los sesos y la unta de aceite para que brille. Cuando se rompe alguna, la arreglan con un pegote de cera. Cuando no hay misas de difuntos y no están el cura ni el sacristán, los chicos, que somos amigos de los monaguillos, jugamos con los huesos en el jardincito que hay detrás de la iglesia.

Navalcarnero es un pueblo que a mí me gusta menos que Méntrida. Está en lo alto de un cerro y tiene una calle ancha que le atraviesa, que es la carretera que va de Madrid a Extremadura. A un lado, la carretera baja en cuesta en dirección a Madrid y al otro, baja también en cuesta en dirección a Valmojado. Cuando se ha bajado una de las dos cuestas se encuentran árboles, pero en todo el cerro donde está Navalcarnero no hay más árboles que los del paseo de la estación, que son pequeños y flacuchos, muchos de ellos rotos. Las laderas están llenas de campos de trigo que ahora están pelados y secos, y de viñas de racimos negros. El trigo ya está recogido y las uvas las están recogiendo ahora para hacer el vino. Por el mismo paseo de la estación vienen los carros, grandes y pesados, cargados con cestos de uvas tan altos como un hombre. Las uvas del fondo se espachurran y los carros van goteando manchas rojas, gordas, que con el polvo de la carretera se hacen bolas moradas. El vino se hace pisando las uvas en el lagar, que es un pilón redondo de piedra o de cemento, con un agujero por el que cae el mosto a la cueva. Hay dos o tres casas donde se usan prensas a brazo y una casa donde las uvas se prensan con una prensa hidráulica; y todos los del pueblo van a verla.

Cuando llegamos a casa de mi abuela, nos está esperando su hermana, la tía Anastasia, que es tan grande como ella, pero mucho más pesada, porque tiene más años y las piernas hinchadas del reuma. Son dos hermanas inseparables, que no pueden estar nunca juntas, porque las dos son unas mandonas. La tía Anastasia vive en el piso de encima y la abuela en el piso bajo. Cuando regañan, la tía sube la escalera recta, de madera, haciéndola crujir con su peso, da un portazo que retiembla toda la casa y caen abajo cachitos de cal del techo; y en dos o tres días no se hablan. Después, o la abuela sube y aporrea la puerta gritando a su hermana que se ha terminado la bronca, o su hermana baja y entra en la sala, diciéndole que no tiene vergüenza de no haber subido en tres días, y que aunque se muriera no se le movería la conciencia para subir a darle un vaso de agua. Así es que para hacer las paces tienen que regañar primero media hora.

También están dos pupilos de mi abuela. Cuando se murió mi padre, que era el último vivo de los veinticinco hijos que había tenido, y mi madre se quedó en casa de mis tíos, la abuela se fue de ama de gobierno de un propietario de Navalcarnero, el señor Molina, que se había quedado viudo con cuatro chicos. Como ella también estaba viuda hacía muchos años, allí se quedó. Y cuando se murió el viudo, la nombró en el testamento tutora de los chicos. Los cuatro son una calamidad. El mayor, Fernando, tiene veinte años y no sale en todo el día del Casino. Tiene una querida en el pueblo y está medio tísico. El siguiente, Rogelio, tiene quince años y es un vicioso. No sabe más que hablar de las chicas y hacer cochinerías. A pesar de eso, se le ha metido en la cabeza que se va a hacer fraile en el Monasterio del Escorial y se pasa el día con el cura del pueblo. Antonio, el pequeño, está encanijado y parece que tiene joroba de tan metida que tiene la cabeza entre los hombros. Los ojos los tiene pequeñitos y ribeteados de rojo y siempre con alguna pomada amarilla untada en ellos. La chica, Asunción, tuvo la viruela de niña y tiene la cara roída. Los bordes de las ventanillas de la nariz parece que se los han picado los pájaros.

Lo primero que hace la abuela cuando llegamos a casa es señalarnos a cada uno su cuarto: la Concha dormirá en la misma cama que Asunción y yo en la misma cama que Rogelio. La casa de mi abuela es la casa de las camas. En cada cuarto hay una cama de hierro muy grande con dos o tres colchones encima y para subir a ellas hay que montarse en una silla. Cuando mi abuela se acuesta en la suya, la Asunción y mi hermana la empujan de atrás y yo me río de verla en camisa blanca, tan grande como es, que parece un colchón más. Cuando cae en la cama, chirrían todos los muelles. Son unos muelles en espiral más estrechos por en medio, que se aplastan chillando.

Después nos vamos todos a la casa que tenía el señor Molina, donde ahora están pisando la uva. Hay una rueda de hombres y mujeres con los pies descalzos que van dando vueltas en el lagar pataleando los racimos y salpicándose las pantorrillas de mosto. Nosotros nos metemos también, pero yo salgo en seguida porque me pinchan en los pies los rabos de las uvas. Los otros se quedan allí y yo me voy con la abuela.

Atravesamos el pueblo y salimos al camino de Valmojado. La abuela anda con pasos largos y hasta que no salimos fuera de las casas no comienza a andar despacio. La carretera se hunde entre dos paredes de tierra, y nos sentamos allá en lo alto, viendo pasar debajo de nosotros los carros de uvas. Entonces la abuela comienza a hablar sola:

—Ya me voy haciendo vieja, y éstos —«éstos» son los chicos del señor Molina— no me interesan. Mi hermana se tiene que morir antes que yo y entonces no quedaréis más que vosotros. Seréis propietarios. Como tú sabes, hay dos casas mías en el pueblo y os pasará lo que a mí, tendréis que poner tejas nuevas todos los años y no os pagarán el alquiler. ¡Luego dicen que hay Dios! ¡Lo que hay es una m... !

Se vuelve a mí y se echa a reír:

—¡Le estoy pervirtiendo al angelito! Si me oyera tu tía, nos pegábamos. Pero, mira, por mucho que te digan tu tía y todos los curas de alrededor, Dios no existe más que en el cepillo de las iglesias. Pero, bueno, ya lo verás, porque no podrás desmentir la sangre. Tu padre fue uno de los sargentos de Villacampa y no le fusilaron por milagro. Y yo una vez eché escaleras abajo a un cura que se empeñaba en rematar al único tío que te quedaba. Cuando tu madre se quedó viuda, lo único que Dios hizo por ella fue dejarla en un hotel con dos duros en el bolsillo y tu padre fiambre en la cama. Después se conoce que le dio lástima y la convirtió en criada y en lavandera; le proporcionó una buhardilla y unos curas y unas monjas que les dieran la sopa a tus hermanos. ¡Y todavía hay que dar gracias a Dios!

Cuando habla tan seria, la abuela me da tristeza. Yo quiero creer en Dios y en la Virgen pero las cosas que dice son verdad. Si Dios todo lo puede ha podido tratarnos mejor, porque mi madre es muy buena. Verdaderamente que a mi abuela debía haberla tratado peor, porque siempre está renegando; sin embargo es rica y no le falta nada. La abuela se ha callado y cambia la conversación.

—Tú a lo que has venido aquí es a divertirte y no a oír sermones. Pero no olvides nunca que los curas son unos sinvergüenzas.

Me vuelve a coger de la mano y regresamos al pueblo, ella dando zancadas y yo trotando detrás. En la plaza, me da dos pesetas y me dice:

—Vete por ahí; cuando oigas dar las doce, te vienes a casa a comer.

Y se va por la calle abajo, por en medio del arroyo, tiesa, regruñendo —blasfemando— yo creo.

Aquí, en la plaza de Navalcarnero, hay una casa que es mía. Mejor dicho, que lo será cuando se muera la abuela. Tiene tres pisos y abajo forma soportales con vigas gordas de madera, sebosas de apoyarse en ellas los mozos. Cada viga tiene abajo una base de piedra cuadrada y el techo de los soportales es también de vigas ahumadas. El carnicero tiene allí su tienda con una vaca destripada, cubierta a medias por un paño blanco con manchas de sangre; y en unas escalerillas de mármol que salen en la acera tiene trozos de carne, de hígado y de bofe en fuentes de porcelana blanca. En una de ellas está entero el corazón de la vaca. La chica del carnicero espanta las moscas con un plumero de tiras largas de papel de colores y en el fondo de la tienda hay un cerdo entero colgado cabeza abajo, con un cubo de hojalata enganchado en los colmillos en el que gotea la sangre de los morros. Me llama el carnicero:

—¿Qué hay, madrileño; has venido a la vendimia?

Cuando entro en la tienda, tropiezo con el cerdo que se bambolea pesado en el gancho y me da con su lomo grasiento. Le empujo con la mano y me da asco su carne de tocino.

—Entra, entra, que te voy a dar algo para que te lo fría la abuela.

Y me da tres morcillas gordas, negras, relucientes de grasa, que manchan el papel de periódico en que las envuelve, haciendo que se vean las letras de dentro. Me llevo el paquete blanducho, caliente, que me da repugnancia oprimir con la mano, y aún tengo que soportar un beso del carnicero y otro de la mujer, los dos tan gordos y tan pringosos como el cerdo y las morcillas. La chica que está en la puerta y que es una muchacha muy guapa, con la cara muy fina, me acaricia la cabeza, pero no me da un beso. Me voy de la carnicería como si estuviera lleno de grasa por todas partes.

Al lado está la taberna y allí me convidan a caramelos y a un refresco de menta. La taberna huele a vino, a la pez de los pellejos y al sudor y al tabaco de los hombres que están bebiendo en el mostrador de estaño. Los que me conocen aclaran a los demás que soy el nieto de la tía «Inés». Uno de ellos no sabe quién es, y el tabernero dice:

—¡Puah, cuando tenía veinte años, buena moza que era! Andábamos todos detrás de ella y ella andaba a torniscones con todos nosotros. Ninguno puede decir que la pellizcó nunca un pecho. Antes que alargaras la mano, te había soltado una bofetada de cuello vuelto que te quedabas atontado. Se casó con el tío Vicente, que tenía un taller de carros aquí en la carretera. Era un buenazo, pequeñín, que le gustaban las buenas carnes y tirar poco del cepillo. Cuando se casaron la Inés se plantó en el taller y Vicente trabajaba como si estuviera a jornal. No es que le dijera nada, pero se sentaba en una silla a coser y el tío Vicente no levantaba la cabeza de sus tarugos. Así es que el taller comenzó a subir como la espuma. Pero todo era poco. La Inés se lió a parir un chico cada año, mejor dicho, cada diez meses, y menos mal que se le fueron muriendo uno detrás de otro, porque si no, llena el pueblo. ¡Buena coneja! Cuando empezaban a hacerse viejos, Vicente se murió como un pajarico, yo creo que porque ya no podía con tanta mujer.

La campana de la iglesia da el toque de mediodía y los hombres se van cada uno por su lado a comer. El viejo me da recuerdos para la abuela y me repite su cantinela:

—¡Buena estaba la moza!

Después de la siesta, la Concha se va con la Asunción a ver a las amigas y yo me voy con Rogelio. Salimos a través del pueblo y bajamos por en medio de los campos segados, siguiendo las veredas de las lindes, hacia el arroyo Guadarrama. Rogelio me dice:

—Verás cómo nos vamos a divertir. Todos los chicos nos reunimos en el río.

Cuando llegamos al arroyo, donde el agua no llega a los tobillos, nos encontramos siete u ocho muchachos, como los parió su madre, revolcándose en la arena que abrasa y chapoteando en los charcos de agua. Están todos negros como tizones del sol y nos reciben salpicándonos de agua y de tierra. Nos desnudamos Rogelio y yo mezclándonos entre los demás. Yo debo ser una cosa rara con el cuerpo tan blanco entre todos estos negritos. Rogelio es el mayor de todos y tiene ya el vientre con vello negro. Entre los demás chicos hay algunos a los que ya comienza a salirles el vello y se muestran muy orgullosos de tener pelos como los hombres.

Cuando nos cansamos de jugar y de correr, Rogelio los reúne a todos en un corro y saca de la americana la fotografía de una mujer desnuda que me enseña antes que a los demás, diciéndome:

—Me la ha regalado Fernando. Dice que ha sido una novia suya, pero yo no le creo porque es un mentiroso.

Yo tampoco lo creo, porque la fotografía es la de una artista desnuda como se ven muchas en Madrid, con un pie encima de una banqueta, para enseñar los muslos, una camisa bordada, medias negras y un moño en lo alto de la cabeza. La fotografía corre de mano en mano entre todos los chicos y miramos a Rogelio que se le ha hinchado su miembro y se lo acaricia con una mano. Los mayores se ponen igual. A mí no me hace ningún efecto y a los otros chicos tampoco. Pero nos parece ridículo no ser como los mayores y nos manoseamos como ellos. Nos reímos, pero estamos nerviosos y nos miramos unos a otros para ver lo que le pasa a cada uno. Cuando los mayores llegan al final, se burlan de nosotros que no podemos hacer como los hombres. Cuando nos vestimos, estamos todos muy cansados y muy tristes.

De regreso al pueblo, los chicos nos juramentamos unos con otros para no decírselo a nadie y Rogelio afirma que le romperá la cara al que diga algo. Al mismo tiempo nos explica lo que es la mujer y a mí me suben golpes de sangre a la cara de vergüenza y de sofoco. Ya en las calles del pueblo, cuando los chicos se van separando uno a uno, Rogelio me confía:

—Esta noche nos vamos a divertir nosotros solos.

Tengo una mezcla tremenda de vergüenza de lo ocurrido esta tarde y de miedo y de curiosidad de lo que Rogelio quiere hacer esta noche. Estoy distraído y no me atrevo a mirar a nadie a la cara y menos a la abuela. Mientras cenamos, se da cuenta y me pregunta si estoy malo. Le digo que no, pero me he debido poner terriblemente encarnado, porque me arde la cara. Ella se levanta, me pone una mano en la frente y dice:

—Tienes mucho calor. En cuanto pase un rato te vas a la cama, porque debes de estar muy cansado del viaje.

Cuando acabamos de cenar, Fernando, el mayor, dice que se va al Casino y la abuela arma una bronca. Para calmarla nos coge a Rogelio y a mí y dice que nos va a llevar con él, porque no va más que a tomar café y que volveremos en seguida. Como es muy temprano la abuela nos deja, y nos explica su combinación:

—Vosotros venís conmigo y tomáis lo que queráis. Luego yo me iré a ver a la novia y vosotros le decís a Inés que me ha venido a buscar el tío Paco y que me he ido con él para arreglar lo de las uvas.

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