Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Metía en la fragua un trozo de hierro, y Feliciano y yo tirábamos a compás de la cadena del fuelle —un fuelle en el que cabíamos los dos— que soplaba en el carbón y hacía salir el trozo de hierro encendido, blanco, echando chispitas a los lados. Colocaba el hierro sobre el yunque; y entonces, los mozos golpeaban con los machos pesados, uno tras otro, aplastando y estirando el hierro que hacía saltar trozos encendidos y se ponía primero rojo y después morado. El tío Luis movía las tenazas para ponerlo en el punto exacto. De repente daba unos golpecitos en el pico del yunque que sonaba como una campana, y empezaba a martillar él solo el trozo de hierro que cambiaba de forma, se curvaba, se afinaba por las puntas y se convertía en una herradura. Al final, en la curva de la herradura sacaba un pellizco de hierro que se convertía en el reborde para el casco que llaman «callo». Con otras tenazas cogía el punzón y, entonces, Aquilino de cada golpe de macho hacía un agujero para los clavos. Siempre hacía siete agujeros, porque decía que encontrarse una herradura con siete agujeros era la fortuna; y el tío Luis quería repartir la fortuna a todo el mundo.
El tío Luis pertenecía a una raza de hombres que casi ha desaparecido: era artesano y señor. Enamorado de su oficio, para él el hierro era algo vivo y humano; a veces le hablaba. Le encargaron una vez la verja y las rejas del palacio —así llamaban a la casa de los más ricos hacendados del pueblo—. En medio de la fachada, sobre la puerta, había de colocarse la obra maestra, una verja volada para un ventanal grande como un balcón. Aquella reja no la cobró, para tener el derecho de soltar su fantasía sobre el martillo y labrarla a su gusto. Volcó en ella toda una teoría de hojas y lanzas enroscadas a los barrotes redondos, tal vez bajo la influencia de sus visitas a la reja de la catedral de Toledo, que conocía en todos sus detalles.
En lo físico era castellano viejo, de estómago de bronce. Se levantaba con el alba y «mataba el gusanillo» con un vasito de aguardiente hecho por él mismo, en una alquitara de cobre llena de remiendos, con el orujo de sus uvas, con las que se hacía su vino. Y se ponía a trabajar. A las siete desayunaba, en general un conejo guisado, dos palomas o algo así por el estilo, y una gran fuente de ensalada. Seguía machacando hierro hasta el mediodía y cuando sonaban las campanadas de las doce, aunque el hierro estuviera recién salido de la fragua, paraba el trabajo para comer.
O bien era el cocido castellano, empedrado de tocino, chorizo, jamón, trozos de gallina, huesos de vaca con tuétano ancho y grasiento, o los guisos copiosos de carne y patatas en que se encontraban más tajadas que otra cosa. Su medio melón de postre —y en Méntrida el melón corriente es de dos kilos— o su kilo de uvas o su fuente de tomates abiertos. A las cinco merendaba, una merienda tan sólida como el desayuno, tal vez para abrir el hambre a la cena, tan copiosa como la comida. Durante el día, la cuartilla de vino rojo y espumoso estaba al lado del yunque y evitaba a su dueño probar el agua, que, según su decir, «criaba ranas».
Tenía una tierra de trigo, un trozo de huerta, un trozo de viña y seis higueras. En el curso del año, encontraba tiempo y manera de labrar sus tierras, moler su trigo, hacer su vino y secar higos al sol para el invierno. La casa siempre era una despensa enorme. Para aumentar sus riquezas y regalarse el paladar, solía salir de noche y regresar en las primeras horas del día con dos o tres conejos en el zurrón o con la cesta de mimbres llena de peces aún vivos del Alberche.
Se casó con tía Rogelia en contra de la opinión de las dos familias, porque entonces era un semimuerto de hambre. Se pusieron los dos a trabajar como burros para convertirse en los de posición más desahogada de la familia. La mujer, pequeña de estatura pero fuerte de cuerpo, hizo frente, con una actividad y una alegría inagotable, a la tarea que le había caído encima. Sólo preparar la comida para él, parecía un milagro. Pero ella atendía la comida y la casa, las gallinas y los cerdos, el amasar el pan y cuidar los cuatro chicos que, para no perder el tiempo en parirlos, nacían todos en un rato. Nunca se acostó mi tía para parir. Cuando su vientre avanzaba, seguía como siempre lavando, fregando y guisando, incansable. De repente le decía al marido: «Tú, ya está eso aquí». Se echaba en la cama, mientras él salía a llamar a una vecina que entendía de esas cosas. Al día siguiente, un chocolate y un buen caldo de gallina, espeso como si tuviera harina, la ponían de pie y seguía guisando y fregando como si tal cosa.
Era una pareja feliz que nunca tuvo problemas. Ella se bastó siempre para calmar las exigencias del macho forzudo; y en sus años mozos, cuando los dos solos levantaron a pulso la herrería, no era raro que se cerrara la puerta y la pareja se hiciera sorda a las llamadas de los clientes. Cuando volvían a abrir él encuadraba la puerta con su figura maciza y se sonreía socarronamente de las bromas de los vecinos. Solía plantar su manaza ancha en el hombro redondo de ella, en un cachete rudo, y guiñando un ojo decía a su interlocutor: «Mírala, tan pequeña y redonda, pero ¡tal como la pimienta!».
Cuando salgo a la fragua, el corro de hombres sigue golpeando la ancha hoja de hierro del arado y Feliciano tira sin cesar de la cadena del fuelle, para que una segunda reja esté a punto cuando acaben con aquélla. Como sé que ahora no existo para nadie, me agarro yo también a la cadena, acompasando mis tirones a los de Feliciano, que con la mano libre me da un cachete y me dice: «¡Hola, madrileño!». No habla más, porque creo que en su cabeza no caben tres palabras juntas. Es el más bruto de toda la familia.
Cuando acaban con la reja que hemos calentado, mi tío empuña con una mano la cuartilla de vino y llena un vaso gordo y grande con el que corre la ronda a todos los mozos, que se van secando los labios uno detrás de otro con el dorso de la mano sucia. Por último bebe él y después llena el vaso para largármelo a mí:
—¡Ven acá, gorrión! —Es su primer saludo. Me levanta con una mano sobre el yunque—. Toma, bebe, que lo que te hace falta es un poco de sangre —dirigiéndose a los mozos, agrega—: No sé qué leche les dan a los chicos en Madrid que están espiritados. Mirad qué pantorrillas tiene. —Me coge entre el pulgar y el índice una pierna que yo creo que se va a chascar—. Debías pasar las vacaciones de aprendiz aquí en la fragua. Y menos faldas. Entre viejas y curas van a convertirte en una marica constipada.
Me bebo entero el vaso de vino, como un hombre. Un vino seco y fuerte que hace subir el calor. Aquilino, en un alarde cariñoso, me baja del yunque haciéndome voltear sobre su cabeza como un pelele. Me deja en el suelo sofocado del susto y del vaso de vino.
—Esta tarde —me dice— voy a comprarte una cocota de peón y te voy a hacer una punta retorneada.
Éste es uno de los orgullos de Aquilino: hacer puntas de peón; y todos los chicos del pueblo andan detrás de él. De un cachito de hierro hace una punta que, por un lado, tiene una espiga cuadrada muy larga que se hunde al rojo en la madera, y por el otro queda la punta del peón. Las hace en forma de bellota y retorneadas, que son cilindricas con gargantas trazadas con la lima. No es tan fácil hacer una punta de peón. Ha de clavarse en la madera exactamente en el centro para que el peón, cuando baile, se quede «dormido». Si no, «escarabajea» y cuando se le coge en la mano, agujerea la palma.
En casa del tío Luis no me aburro nunca. Al lado de la puerta tiene el banco con su tornillo de hierro para sujetar las piezas y una pared llena de herramientas. El suelo está lleno de recortes de hierro y basta coger uno, sujetarse en el banco y ponerse a limar. Me gusta mucho la mecánica y cuando sea mayor seré ingeniero. Me pongo a limar para hacer una rueda, después de haber dibujado una circunferencia en un cacho de chapa con el compás de puntas de hierro. Entonces llegan mis hermanos. Entran en la casa a saludar a mi tía y en busca del bollo que nunca falta; y salen casi en seguida para cogerme mi hermana del brazo y decirme:
—Anda, vente con nosotros que nos vamos a jugar. Ya se lo he dicho a la tía.
La herrería está en el límite del pueblo. Desde allí se salva la cuesta pina de un barranco diminuto y se encuentra uno en pleno campo. La Concha emprende la ascensión y yo detrás. Está flacucha, con el pelo recogido en un moño chiquitín sobre el cogote. Las faldillas dejan ver las piernas tostadas que se estiran en cuerdas por el esfuerzo. Detrás de mí viene Rafael, silencioso y torvo. Cuando llegamos a lo alto, seguimos la linde de un campo segado que bordea el barranco, separado de él por una muralla de zarzas.
Yo conozco a mis hermanos mejor de lo que ellos creen. La tormenta va a venir sobre mí y la Concha me gritará y me zarandeará a su gusto. Si contesto, entonces acabaremos a golpes y saldré perdiendo. Soy el más pequeño y el más flojo. Si la dejo que se desahogue, no me pegará a sangre fría. Así pasa. Cuando llegamos a la explanada, donde está el grupito de árboles viejos y el pocilio del manantial que corre por el arroyo abajo a través de todo el pueblo, la Concha se vuelve y me coge del brazo:
—¡Bueno! Ya está aquí el niño mimado. Pero ahora se acabaron las tías y los sobrinos. Aquí no hay faldas para esconderse. Tú. ¿Te has creído que porque nosotros estamos en la buhardilla y tú en la casa de tus tíos, vestido de señorito, somos menos que tú? Pues, para que te enteres, no eres más que nosotros. El hijo de la señora Leonor la lavandera, y te voy a hinchar los morros para que lo aprendas.
Me sacude como un trapo y me asa los brazos a pellizcos. Yo me callo con la cabeza baja. Rafael, con las manos en los bolsillos, nos contempla a los dos. La Concha se excita más aún.
—Mírale, como una gallina —bueno, como lo que es—. Ahora chillas poco, ¿no? Ahora eres la mosquita muerta. Razón tiene la abuela Inés que dice que eres un jesuita falso. ¡Anda, atrévete a pegarme! Yo soy una chica. ¡Anda, atrévete!
Y me mete los puños cerrados a la altura de los ojos.
—¿Le sacudo? —pregunta Rafael.
La Concha me mira de arriba abajo con desprecio.
—¿Para qué? ¿No ves que es un marica?
El insulto cae sobre el insulto de la abuela que aún no he olvidado, y entonces lo veo todo rojo. Los tres rodamos por el suelo a patadas, a puñetazos y a mordiscos. Al cabo de un rato nos separa a manotazos un hombre que nos sujeta a mi hermana y a mí uno de cada lado, mientras nos cambiamos patadas detrás de él. Rafael se ha quedado tan tranquilo y mira al hombre rencorosamente. La Concha le da un pisotón en el pie calzado con alpargatas, y el hombre suelta una blasfemia y le pega un cachete en los sesos. Momentáneamente he encontrado un aliado, y yo le doy a Concha una patada en las espinillas. Los dos nos soltamos del hombre y nos agarramos otra vez: yo de su pelo, ella de mi cuello. Me lleno los dedos de pelos, mientras ella me clava las uñas.
Uno debajo de cada brazo, pateando en el aire, el hombre nos lleva a la herrería. Rafael detrás, sin abrir la boca. Entramos todos, y el hombre explica a mi tío:
—Toma, ahí te traigo a estos dos gatos rabiosos.
El tío Luis nos mira cachazudo. Tenemos los dos la cara y las piernas llenas de arañazos y nos miramos rabiosamente, con los ojos bajos.
—¡Os habéis puesto guapos! —se vuelve a Rafael y agrega—. Y tú, ¿qué dices, pasmao?
—Yo nada.
—Ya lo veo que no dices nada. Los dos contra el más pequeño, ¿no? ¡Sois unos valientes!
—¡Y él es un asqueroso! —exclama mi hermana.
—Éstos lo que tienen es envidia, porque estoy con los tíos.
—Bueno, esto lo arreglo yo —dice el tío Luis—. Ahora mismo estáis haciendo las paces. Ya os habéis calentado y estáis en paz. La primera vez que os peguéis, os voy a sacudir un azotazo a cada uno que vais a andar cojos una semana.
En el pilón del agua, donde se templa el hierro, nos lavamos la cara. El tío Luis me coge una pierna y sobre el desgarrón de la rodilla me pega una telaraña espesa:
—Esto chupa la sangre y cura, déjala.
Y queda allí la plasta de tejido, llena de polvo y de sangre que se espesa como el barro.
Comemos todos juntos un guiso de conejos, con salsa oscura y fuerte de ajos y de laurel, cocidos con vino, y la comida es la paz. De allí salimos todos amigos, yo el amo, porque tengo un duro en el bolsillo, y la plaza y las calles de alrededor están llenas de puestos. Un duro son muchas perras gordas y todo lo que allí se vende no cuesta más que diez céntimos. Además, como mucha gente del pueblo me conoce y sabe que he venido de Madrid, me llaman y me compran cacahuetes, avellanas y torraos y me llenan los bolsillos del delantal y del pantalón. La Concha quiere zarzamoras y se llena la boca y las manos de manchas moradas. Después, se queda como una tonta con las manos pringadas, abiertos los dedos, sin poder sacar el pañuelo del bolsillo para limpiarse, por miedo de manchar el trajecillo blanco que lleva. Por último, se lava en un charco de agua que hay al lado de la plaza y se seca con el pañuelo. Rafael se hincha de nueces frescas que se venden con la cáscara verde, para que pesen más y puedan dar menos; y yo como unas peras pequeñitas que se llaman «de San Juan». Pero los dos tenemos una idea, para la cual nos estorba la Concha: queremos fumar cigarrillos de anís y de cacao, igual que hacen los hombres con el tabaco. Si se lo decimos a la Concha, se lo contará después a la tía Aquilina y ésta nos regañará. Por último tengo una solución, después de haber pensado en dar esquinazo a esta antipática que no nos deja en paz. Venden unos petardos pequeñitos que explotan muy fuerte, y dan cincuenta por diez céntimos. Propongo comprar un ciento y a la Concha le parece muy bien. Nos iremos a dar sustos a la gente encendiéndolos en la calle y tirándolos dentro de los portales de las casas. Pero, claro, después de comprarlos hay que encenderlos para que estallen. Cada petardo tiene una mecha que es un trozo de cuerda empapado de pólvora. Si compramos cerillas, hay que comprar varias cajas; entonces, yo propongo, inocentemente, comprar pitillos de anís y encender los petardos con la lumbre del pitillo. Compramos una cajetilla que tiene diez pitillos, y Rafael le pide lumbre a un mozo que se la da, riéndose de él. Después encendemos nosotros en el cigarrillo de Rafael, porque, como la Concha también quiere tirar petardos, ha encendido un cigarrillo, mejor dicho, se lo he encendido yo y después ella lo lleva escondido en la mano y de vez en cuando chupa, de cara a la pared para que no la vean. El anís pica en la garganta y en los ojos y hace toser, pero nosotros fumamos como los hombres. Empezamos a tirar petardos dentro de los portales. En algunos, donde Rafael o la Concha, que conocen a la gente, dicen que vive una «tía tal», encendemos los tres juntos y tiramos dentro los tres a la vez. Cuando estalla el primero, salen las mujeres corriendo a ver qué es lo que pasa, y entonces estallan los otros dos y se asustan más. Nosotros nos reímos detrás de la primera esquina, dispuestos a salir corriendo si vienen detrás de nosotros.