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Authors: Arturo Barea

La forja de un rebelde (81 page)

BOOK: La forja de un rebelde
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Un día Rafael vino a casa con la noticia de que a su jefe le habían dado el contrato para dos de estas barriadas:

—Si todos los negocios con el Directorio son como éstos, vaya un lío que se va a armar. ¿Sabes? Mi jefe tiene amigos en el ministerio que le tienen al corriente de las propuestas que se hacen en los otros pliegos de las subastas. En el último momento, le dijeron que podía tener los contratos si estaba dispuesto a pagar un millón de pesetas en dinero contante y sonante. Naturalmente, no tenía dinero para pagar así, porque estaba trabajando con el crédito que le dio Urquijo. Así que se tuvo que ir a verle otra vez; primero para ver si le daban el millón y segundo para saber si le abrían crédito hasta que el Estado le pagara a él. Y todo está ya arreglado. Le han dado los dos contratos, el banco le ha abierto un crédito por los gastos generales, ha pagado el millón y el banco ha puesto como condición el derecho de transferir los contratos a un testaferro si no paga el préstamo y los intereses. Todo, una broma de diez millones de pesetas.

—Bien, pero al fin y al cabo no está mal que la gente pobre tenga casa propia, aunque cueste mucho dinero —dijo mi madre.

Rafael la miró compasivo:

—Pero ¿es que usted se cree que las casas son para la gente pobre? Van a construir dos barrios de hotelitos, cada uno con su jardincito y su tapia, y los van alquilar a 150 o 350 pesetas al mes. La más barata es tanto como mi sueldo.

—Lo siento que sea otra granujada. ¿Sabéis que nuestra vieja buhardilla, que yo pagaba nueve pesetas, vale ahora veinticinco? Ya os he dicho que de los generales nunca sale nada bueno.

Se quedó pensativa y agregó:

—Si al menos este hombre terminara la guerra en Marruecos... pero ¿cómo puede un general terminar guerras?

Capítulo 9

Villa Rosa

El año 1924 marca una profunda huella en mi vida. Si la evolución posterior de mi país no hubiera obrado sobre mí como un catalítico —como lo hizo sobre veinte millones de otros españoles—, el curso de mi vida interna y externa hubiera podido quedar determinado entonces.

Me casé y cambié mi categoría social en el curso de aquel año.

Mi familia, y sobre todo mi madre, tenía la convicción de que yo encontraría una mujer con todas las cualidades de lo que se llama «un buen partido». Tenía una amiguita, exactamente como cada uno de mi edad en España, porque hubiera sido humillante no tenerla. Mi familia no esperaba que se convirtiera en mi mujer y yo tampoco; hasta entonces no había pensado seriamente en casarme. Otras relaciones satisfacían mis necesidades sexuales y mi «novia» era simplemente una exhibición de mi hombría. La idea de matrimonio la había dado de lado hasta que mi situación financiera fuera mejor. Pero parece que los demás habían comenzado a pensar que ya estaba en edad de casarme.

Un día, el viejo don Agustín me llamó a su despacho mientras su hija, una atractiva muchacha de veintitrés años, estaba con él. Comenzó a dictarme unas notas y la muchacha nos dejó solos. Cuando terminamos, se quitó las gafas y preguntó:

—¿Qué te parece Conchita?

—Una chica muy guapa y muy simpática. —Le dije lo que pensaba y él era bastante inteligente para darse cuenta de ello.

—Es la clase de muchacha que hará una buena madre de familia y debería encontrar un buen marido, pero hasta ahora no hay asomo de ello.

—¿No tiene novio?

—Tiene bastantes pretendientes; todos señoritingos. Pero lo que yo quiero para ella es un marido que sepa lo que es trabajar, y si puede ser, alguien que entienda este negocio nuestro. Yo ya voy siendo viejo. No te rías, aún me quedan veinte años más de vida; aunque tal vez no. Bueno, de todas maneras, lo mejor para Conchita sería un marido como tú. ¿Tienes novia?

—Sí.

—Cuéntame quién es. ¿Es de buena familia?

—Si lo que quiere usted decir es si la familia tiene dinero, no lo es, sino muy pobre. Y si lo que usted llama una buena familia es una familia de distinción, tampoco lo es.

—Pero, hombre, entonces estás haciendo el tonto. Lo que tú necesitas es una boda que te ponga definitivamente en un nivel de vida. Tú necesitas una mujer como Conchita. Después de todo, ella tiene su dote y en cuanto a su marido, tendrá un puesto seguro en la firma. Tú comprenderás que no hay dificultad alguna en convertir en socio al hijo político.

—¿Me está usted haciendo una proposición, don Agustín?

—Tómalo como quieras. Nosotros los viejos no tenemos que andar con muchos miramientos, pero tú deberías ir pensando en lo que es más conveniente para ti y no seguir siendo un don nadie.

Y aquí terminó la conversación. Nunca pude saber si la iniciativa había partido del padre, de la hija o de la madre, que me mostraba gran afecto.

Pero yo tenía al lado un ejemplo vivo de las consecuencias del celo matrimonial de don Agustín en la persona de su hijo político Domingo. Éste solía decir que su padre era un maquinista de trenes expresos, pero de los detalles que a veces se le escapaban en la conversación, era claro que su padre no había pasado de ser un fogonero en los muelles de la estación de Albacete. Era una familia numerosa, llena de dificultades para ir viviendo. Domingo resultó tener una buena cabeza para los números y una magnífica caligrafía, y el padre, con estas dos cualidades en consideración, le mandó a Madrid a que se buscara la vida. El muchacho anduvo rodando de una oficina a otra, siempre hambriento y sin encontrar jamás un porvenir. Cuando andaba ya en los treinta, cayó en casa de Ungría, como otros muchos, aceptando una miserable existencia por escapar de un hambre segura. La hija mayor de don Agustín parecía encontrarle atractivo y le saludaba afectuosamente a menudo desde los balcones que dominaban la entrada de la oficina. Era ya una solterona que no cumpliría más los treinta, pero Domingo había pasado mucha hambre. Se casaron. Don Agustín les montó la casa, le señaló un sueldo de cincuenta duros, que entonces era una gran cantidad, y le hizo apoderado suyo. La pareja resultó prolífera y don Agustín iba pagando cada nieto que Domingo le daba con un aumento de veinticinco pesetas.

Después, le llamaba a su despacho:

—Tú eres un idiota. Si no fueras el marido de mi hija, te ponía en la calle ahora mismo. Da las gracias a tu mujer, que es una santa, y a tus hijos, que son mis nietos, que no te pongo en la calle. Te voy a poner a copiar facturas. ¿Y tú eres mi hijo? Tú eres un idiota.

Todo el personal escuchaba estas broncas. Don Agustín disfrutaba en hacerlas en público y la única defensa del pobre don Domingo era renegar —también en público— de la maldita hora en que se le había ocurrido escapar de la miseria casándose.

La oferta de don Agustín no tenía atracción alguna para mí. Pero se lo conté a mi madre.

—Y tú, ¿qué le has contestado?

—Nada. La chica no me interesa, pero claro es que esto no podía decirle al padre sin ser grosero.

—¿Y qué vas a hacer?

—Nada. Ya le digo que el asunto no me interesa lo más mínimo. Me basta el espejo de don Domingo para saber las consecuencias.

—Pero tú eres más inteligente que don Domingo.

—¿Y qué? Seguramente el viejo no se atrevería a decirme que soy un idiota estúpido como a él, pero un día u otro diría que me había sacado de la miseria.

Se quedó pensando un poco y dijo:

—¿Sabes? Si no te casas por amor, vas a ser un infeliz; y esto es una cosa muy rara en este mundo.

Aunque mi madre no siguió el tema, habló de ello con algunos familiares y conocidos. Como una consecuencia, durante días y días tuve que soportar los consejos desinteresados que todos se encontraban en obligación de darme: no tenía que ser un tonto y perder la ocasión que se me presentaba. Al mismo tiempo se estableció una oposición abierta contra mi novia, incluso por parte de su propia familia. Sus padres y hermana consideraban que, si no decidía casarme o dejarla libre, estaba perdiendo el tiempo conmigo. Ambas actitudes acabaron por enfurecerme y un día dije que me iba a casar con ella. Y me casé.

Casi simultáneamente, uno de los jefes de una de las agencias de patentes más importantes de España falleció inesperadamente. Yo sabía que iba a ser difícil encontrar quien le sustituyera, porque su trabajo necesitaba conocimientos especiales, y me fui a ver al director de la firma. Me conocía, como nos conocíamos todos dentro del círculo estrecho de la profesión, y llegamos a un acuerdo. Me haría cargo de la dirección técnica de la firma, con un salario de quinientas pesetas y una comisión. Mi matrimonio comenzaba con buenos auspicios. Aunque ya había comprobado que había poco en común entre las ideas de mi mujer y las mías, tenía la seguridad de que en unos cuantos meses de vivir juntos se convertiría a mi manera de pensar en lo que yo entendía debían ser las relaciones entre marido y mujer.

Al cabo de unos pocos meses dominaba perfectamente mi nuevo trabajo y había fracasado completamente en mi matrimonio.

Mi suegro vino a verme un día:

—Quiero hablarte seriamente —me dijo—. La chica me ha contado las cuestiones que tenéis. Tú tienes la cabeza llena de modernismos y quieres cambiar el mundo; eso es lo que te pasa. Pero el mundo no es así. Mira, una mujer o es una mujer casada, y en este caso su puesto es tener la casa arreglada y ocuparse de los chicos, o es una puta y entonces su puesto es pasearse en las esquinas. Y no se te meta en la cabeza nada diferente. El hombre tiene que mantener la casa y los chicos, ésta es su obligación. Y si un día le da la gana de divertirse un poco, pues bien, te vas por ahí, te buscas una fulana y haces lo que te pida el cuerpo sin dar escándalo. Y nada más. Hazme caso, que yo tengo ya mis sesenta y voy para viejo y sé lo que me digo. Pero si seguís como vais, vais a acabar mal.

Traté de no exigir de mi mujer más de lo que ella podía dar. Nuestro matrimonio quedó pronto deshecho y reducido tan sólo al contacto físico. Pero naturalmente, si la propia mujer de uno no se diferencia de las demás mujeres, más que por el color del pelo, el perfil de la cara o las líneas del cuerpo, se convierte irremisiblemente en una más de las muchas mujeres que le atraen a cada hombre, con la desventaja de ser la única que se tiene a mano de día y de noche, sus atractivos sometidos a una comparación constante y a un desgaste por su uso sin cariño.

El señor Latre era un hombre de setenta años, tan bien conservado que nadie le hubiera tomado por más de cincuenta. Hablaba tres idiomas fluentemente y conocía el mundo fuera de España. Era el propietario de una de las mejores tiendas de novedades de Madrid y había viajado frecuentemente por Europa, aparte de haber sido educado en una universidad alemana. Se había mantenido soltero y ahora estaba retirado de los negocios. Rumiando mi aislamiento, pensaba que no podía soportar la reacción de mis amigos a mis problemas, que en general no era otra cosa que la misma de mi suegro en diferente forma. Pero un día le hablé a Latre:

—No sé qué hacer. No puedo formular ninguna queja completa contra mi mujer. Físicamente me gusta y creo que yo le gusto a ella; de todas maneras, sexualmente estoy satisfecho y no siento celos de ninguna clase. Pero aparte de esto somos dos completos extranjeros el uno para el otro, como si fuera una mujer de la calle y yo un parroquiano habitual. Mi vida y mi persona no le interesan y en esto me estrello contra una pared que no puedo saltar. Su frase favorita es: «Esto son cosas de mujeres». Tampoco puedo llamarlo incompatibilidad. No somos incompatibles, ni aun antagónicos, me atrevería a decir. Simplemente vivimos en dos mundos distintos, sin que haya comunicación entre ellos.

—Al fin y al cabo, ¿qué puedo decirte yo? Tú eres el enfermo y estás dando tú mismo el diagnóstico. Que yo sepa, no hay remedio para esta enfermedad. El problema no radica ni en ella ni en ti; mejor dicho, si radica en alguien, es en ti precisamente. Pero de todas formas no veo qué puedes hacer.

—No entiendo a dónde va usted a parar.

—El problema es complicado en detalles, pero es muy simple en sus líneas generales. Mira, en España, los chicos y las chicas se crían en dos grupos separados, aislados unos de otros. Al chico se le dice que no debe arrimarse a las chicas o jugar con ellas; y si lo hace, se le llama un mariquita. A las chicas se les enseña que los chicos son brutos y bestias, y que la muchacha a quien le gusta jugar con ellos no es una mujercita, sino una marimacho, lo cual es muy malo. Más tarde los maestros de escuela se dedican a enseñar a los chicos que la mujer es un saco de porquerías y de impurezas, y a las chicas que el hombre es la encarnación del demonio, creado sólo para la perdición de las mujeres. Así, los muchachos forman su sociedad masculina y las muchachas su sociedad femenina. Cuando el sexo se despierta con todas sus exigencias, el muchacho se va a un burdel y aprende allí todo lo que hay que aprender, y la muchacha espera hasta que uno de los muchachos, harto ya de prostitutas, venga a pedirle que se acueste con él. Unas consienten a través del matrimonio y otras sin matrimonio; las primeras se convierten en mujeres casadas decentes y las segundas en putas. ¿Cómo puedes esperar que nazcan matrimonios de verdad, completos, en este ambiente?

—Todo eso ya me lo sé yo, pero lo que no entiendo es por qué después de casarse no pueden adaptarse los dos, uno al otro.

—Bien, bien. ¿Te adaptas tú a tu mujer, o no intentas que se adapte ella a ti? Pero, en fin, aparte de tu caso, ninguno lo puede hacer, porque el conjunto de la sociedad de su propio sexo está contra ello. Te voy a describir lo que pasa en la vida de cada día, y tú mismo vas a reconocer que lo has visto millares de veces: se casan dos jóvenes, porque están más o menos enamorados uno del otro. Durante los primeros dos meses van juntos, agarraditos del brazo, a todas partes, y hasta se besan delante de la gente y todos dicen: «Da gusto verlos. ¡Cómo se quieren!». Pero después de la luna de miel comienza la gran ofensiva, que aunque es completamente inconsciente es realmente efectiva. Un día, cuando él ha terminado su trabajo, los amigos vienen y le dicen: «Anda, vente con nosotros a casa de la Fulanita, que nos vamos a beber una botella de vino». «No —responde él— «me voy a casa.» «Caramba, ¿todavía te dura la fiebre? No se te va a escapar la mujer... Todos los días perdiz, cansa.» El hombre se escapa, pero ellos renuevan el ataque otro día y esta vez más directo: «Bien, parece que estás cosido a sus faldas. Mira, el hombre es el que tiene los pantalones, no la mujer». Y si todavía resiste el marido, los amigos acaban por abandonarlo, se le deja solo, y el pueblo en pleno dice que en su casa es la mujer la que lleva los pantalones.

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