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Authors: Arturo Barea

La forja de un rebelde (12 page)

BOOK: La forja de un rebelde
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Andrés le grita a una pareja que se va, muy agarrados de la cintura, que no beban agua del arroyo ¡que se hincha la tripa! y se ríen todos.

El tío Luis ha dormido su siesta y se despierta con la boca seca, según dice. Para refrescarla se come una fuente de ensalada y media docena de bollos de aceite, macizos y harinosos. Con la ensalada y los bollos se bebe dos jarras grandes de vino. Después me coge debajo del brazo como si fuera un pelele y nos vamos a dar una vuelta.

Remontamos los cerros. El valle con toda la romería se pierde de vista y los campos están solos. A lo lejos se ve la sierra de Guadarrama, con sus crestas blancas de nieve, y las torres del Monasterio del Escorial. De pronto el tío Luis, que viene detrás de mí, lanza un grito salvaje:

—¡Huh, huh, huuuuh!

Me vuelvo asustado. De un barranco sale una pareja corriendo, ella con la blusa desabrochada, él con la americana colgando de una mano. El tío Luis se ríe, las manos en los costados, moviéndose la tripa con la risa. Me coge a caballo en sus hombros y se lanza a correr por los barrancos, dando aullidos. De los rincones y de las matas salen parejas, huyendo hacia el valle, perseguidos por nuestros gritos y nuestras risas.

Cuando volvemos al corro, el tío Luis me baja de sus hombros, empuña una jarra llena y vuelve a estallar en su risa, que salpica de vino. Todos se han vuelto hacia él. Entonces coge en sus brazos la figura redonda de la tía Rogelia y la espachurra un beso en la cara. Después la levanta en el aire, estirado, con sus manos en alto, como si la fuera a tirar a lo lejos.

—¡Huh, huh, huuuuuh! —grita y retumban su pecho y sus hombros.

Al grito se calla todo el valle, y el eco responde detrás de los cerros, ya oscuros.

Capítulo 6

Antesala de Madrid

¡Qué bien se está aquí! La cabeza entre las rodillas de mi madre. En la blandura de los muslos a través de la tela suave del delantal de hilo, mirando las llamas que hacen figuritas en el aire. Mi madre pela patatas al lado de la lumbre y habla con la abuela. Le va contando su vida en casa de los tíos, sus apuros y sus trabajos, los celos de mi tía con ella por mí. Y yo le miro la cara de abajo arriba sin que ella me vea. La cara alumbrada del rojo de las llamas. La cara cansada de trabajo y de pena. Entierro la cabeza entre el delantal como los gatos. Quisiera ser gato. Saltaría encima de las faldas y me haría una bola. Estoy cansado de todos: cansado de mi tía, cansado del colegio, cansado de las gentes estúpidas que no ven en mí más que el niño; y yo sé que soy más que ellos, y veo las cosas, y me las trago, y me las aguanto. Subir encima de las faldas, hacerse una bola, dormitar, oyendo hablar a mi madre sin escucharla sintiendo su valor y el calorcillo de las llamas y el olor de la retama. Quedarme allí, quieto, ¡muy quieto!

—¡Este niño es un aburrido! Anda, vete a jugar con tus hermanos.

—No tengo gana.

Me enrosco más sobre mí mismo, buscando más contacto aún. Mi madre me acaricia los pelos revueltos, el remolino de «malo» de la coronilla; sus dedos distraídos me acarician la cabeza, pero yo los siento dentro. Cuando para la mano, la cojo y la miro. Tan pequeñita, tan fina, desgastada por agua del río, con sus deditos afilados y sus yemas picadas de la lejía y sus venas azules torcidas, nerviosas y vivas. Vivas de calor y de sangre, vivas de movimiento, rápidas, dispuestas a correr y a saltar, a frotar enérgicas, a acariciar suaves. Me gusta pegarlas a mis carrillos y frotarme contra ellas, me gusta besar la punta de sus dedos y mordisquearlas, aquí, que no tengo que esconderme detrás de una puerta para dar un beso a mi madre, mientras mi tía me grita:

—Niño, ¿dónde estás?

—Aquí en la cocina.

—¿Qué haces?

—He venido a orinar.

Y mi madre, mientras, hace sonar los cacharros y yo doy un portazo a la puerta del retrete.

¿Qué derechos tiene ella sobre mí? Si me mantiene, mi madre es su criada. ¿Por qué no ha tenido hijos? Lo que tiene es envidia de que ella no tiene hijos, y quisiera quitarme a mi madre. Mi tío, no. Mi tío me quiere, pero no me quisiera quitar a mi madre. ¿Por qué no será él mi padre? Una vez lo dijo en broma, pero yo creo que es verdad. También él está harto de mi tía, con sus rezos y sus rarezas. Una vez dijo mi tía enfadada:

—¡Qué ganas tengo ya de morirme, a ver si os dejo en paz!

—Bueno —contestó mi tío—, si te mueres, nos casamos, Leonor, y yo me hago el papá del niño. ¿Qué te parece, Leonor, aceptas mi blanca mano?

Esto se lo dijo riendo a mi madre y mi madre contestó riendo:

—Bueno, lo iré pensando para cuando llegue el día.

¡Señor! ¡La que se armó! Mi tía llorando a lágrima viva abrazada a mí; yo llorando también. Mi tío furioso por la estupidez de mi tía. Mi madre tratando de calmarla y soportando los insultos de ella:

—¡Desagradecida! ¡Ése es el pago que me dais todos! Eso quisierais, que reventara para quedaros a gusto los tres —y cosas por el estilo. Nos quedamos sin cenar, no fuimos al café. Y nos acostamos antes de las diez. Al día siguiente todos estábamos de morros.

Ahora aquí, en el pueblo, estamos solos. A veces la cojo y la lleno de besos furiosos. «Déjame, zalamero», me dice; y me empuja para separarme de ella. Pero yo veo que es feliz y que todo lo que aguanta a mi tía es por mí, para que yo esté bien y sea el día de mañana ingeniero, porque el tío me pagará la carrera y yo quiero ser ingeniero; todo le parece poco para mí, porque yo la beso y yo la quiero y ella me besa y ¡me quiere más que a nadie! Cuando yo sea hombre, no bajará más al río y seré rico para que ella esté bien y tenga todos sus gustos, y se haga una abuelita como la abuela chica, una abuelita chiquitita y arrugada con un traje negro, de vieja, donde yo meteré la cabeza cuando esté cansado de trabajar.

Poco dura lo bueno. Mi madre ha venido anteayer y mañana nos vamos, yo a Navalcarnero y ella a Madrid a seguir trabajando.

Como el tren para un cuarto de hora en la estación arrastro a mi madre a ver la locomotora. Es una locomotora belga pequeñita, pintada de verde, casi cuadrada. No vale nada. Yo he ido en una locomotora grande. El tío José tiene un primo que es maquinista en la estación del Norte y lleva el expreso de París. Un día nos llevó al tío y a mí en una máquina sola hasta Segovia. Una máquina tan grande que me tuvieron que subir en brazos para llegar arriba, donde van el maquinista y el fogonero. Y desde allí salimos corriendo solos con el ténder, sin pararnos en ninguna estación. El fogonero echaba carbón por la boca abierta del hogar, que soltaba llamas, y atravesábamos el campo con la vía delante y detrás libre, sin nadie, brincando sobre los rieles, y a veces, corriendo sobre ellos, sin sentirlos, como si fuéramos por el aire. Mi tío contaba que, una vez, un maquinista, para no chocar contra otro tren, le dio vueltas a la manivela tan fuerte que se metió la manivela por la tripa. Salvó el tren, pero se quedó muerto, clavado allí en el freno. Hay también termómetros y manómetros y tubos de nivel con grifos pequeñitos y la cadena de pito, una cadena de hierro que se tira de ella y el vapor silba que se queda uno sordo del ruido. Todos los grifos escurren agua o aceite. Había uno que goteaba mucho y yo le quise cerrar. Salió un abanico de aceite caliente que nos manchó a todos. Cuando cruzábamos un puente de hierro, todo bailaba: la vía, el puente y la máquina; y yo quería que corriera más para que pasáramos el puente antes de que se hundiera. Después volvimos en un tren, pero me aburrió el viaje dentro del vagón.

El tren es también pequeñito, como la máquina. Los vagones son «cajas de cerillas» con asientos de madera sucios, llenos de gente de los pueblos que lleva alforjas, cestas, gallinas atadas por las patas a las que tiran debajo de los bancos. Llevan a veces conejos, con la tripa abierta, enseñando los ríñones morados, y barrilitos de vino o cestas llenas de huevos metidos en paja. A veces, cuando llegamos a una estación, vemos por el camino que viene del pueblo a los viajeros corriendo por la carretera y haciendo señas para que espere el tren. Y el jefe de la estación les espera. Entran con los bultos y se dejan caer en los asientos, sudando de la carrera, con sus cestas y sus alforjas.

Navalcarnero es la estación más importante de la línea. Tiene un muelle con el techo de cinc y tres vías para hacer maniobras. Al lado de la estación está la fábrica de harinas, y un trozo de vía sale de la estación y se mete en la fábrica, haciendo una curva y pasando por debajo de la puerta de hierro. Cuando la puerta está cerrada, hace un efecto raro. Si se equivocaran de aguja, nosotros entraríamos con el tren y todo a través de la verja y nos meteríamos en la fábrica.

La abuela Inés está en la estación esperándonos. Hemos venido la Concha, mi madre y yo. Hasta fin de mes mi hermana y yo nos quedaremos aquí. Cuando se va el tren con mi madre, mi abuela nos coge a cada uno a un lado, nos pasa un brazo por encima de los hombros, de manera que su mano cae delante de nuestro pecho y así, pegados a ella, nos vamos hacia el pueblo. Las manos de mi abuela son grandes como las de un hombre y su brazo es una mole. Con razón la llamamos la «abuela grande». Pesa más de cien kilos y es más alta que casi todos los hombres. Tiene una fuerza enorme y come y bebe como un gañán. Cada vez que va a Madrid, mi tía la invita a comer y ella dice que no. Se va sola, o con uno de nosotros, a casa de Botín, que es un restaurante muy antiguo de Madrid, y manda asar un cochinillo. Se lo come —si no vamos nosotros— ella sola, con una fuente grande de lechuga y un litro de vino. Con el tío Luis haría una gran pareja.

Navalcarnero es distinto de los otros pueblos. Está muy cerca de Madrid y además es cabeza de partido. Así que en el pueblo hay muchos señoritos. Son señoritos que no pueden ser señoritos en Madrid, pero que son señoritos en el pueblo. El pueblo está dividido en dos gentes: unos que visten como en Madrid y otros que van con blusa y pantalón de pana. Hay mujeres con sombreros y con mantilla, y luego, las mujeres del pueblo con refajos, delantal y pañuelo en la cabeza. Hay también un casino de pobres que es una taberna muy grande llena de moscas, y un casino de ricos, que es una especie de café con mesas de mármol. En la iglesia, en medio, hay dos hileras de bancos, y delante de ellas un grupo de sillas.

En los bancos se sientan los señoritos y en las sillas las señoras. En el resto de la iglesia se colocan los demás, los labradores y los pobres. Sobre las losas de piedra, los labradores que tienen dinero colocan una estera redonda de esparto y en ella una silla con asiento de paja, para la mujer. Los pobres se arrodillan sobre las piedras.

Estas cosas las sé, porque aunque mi abuela no me lleva nunca a la iglesia, yo voy algunas veces. Los domingos me dice la abuela:

—¿Qué, quieres ir a misa?

Le suelo contestar que sí por dos cosas: una porque si no fuera sería un pecado, y otra, porque ir solo me causa una sensación rara. La misa en Navalcarnero es distinta a todas las demás: en el colegio, la oímos juntos todos los chicos y llenamos la iglesia; con mi tía estoy esclavo de ella y de sus caprichos y se pasa el tiempo diciéndome que me esté quieto, que me arrodille, que me levante, que no tosa, que no estornude, que esté con las manos quietas, que la distraigo en su devoción.

Aquí es otra cosa. Me voy solo, aunque algunas veces hay vecinas de mi abuela que quieren que vaya con ellas, pero ya sé lo que son las viejas. Me quedo ante la puerta de la iglesia, un patio con verja, y veo entrar a la gente. Cuando ya han entrado todos, entro yo solo. Toda la gente está agrupada al lado del altar mayor, y yo entro despacito y me quedo detrás, en la parte última de la iglesia, entre las columnas. Tengo siempre miedo de que me llame alguna de las viejas y me haga arrodillarme a su lado. La iglesia tiene el piso, las columnas y el principio de las paredes de piedra, y el resto blanqueado de cal. En medio hay una araña en forma de pera, llena de cristales que, cuando entra el sol, brillan como si fueran diamantes. No sé por qué, la araña que cuelga de una cuerda muy larga, en medio de la media naranja, casi siempre se balancea muy despacio de un lado a otro; y me divierte verla moverse y llenarse de chispas de colores, cuando cruza delante del chorro de sol que entra por las ventanas de la cúpula. En la entrada de la iglesia hay un Cristo desnudo, muy flaco, amarillo, casi verde. Las manchas de sangre son ya negras porque hace muchos años que no lo han vuelto a pintar. Sus partes las tiene tapadas con un delantalito de terciopelo morado con el fleco de oro. Hay gentes que miran por debajo. Los pies tienen los dedos pelados de besuquearlos las mu—jeres, y se ven los nudos de la madera. Tiene un nudo negro en el dedo gordo del pie izquierdo que parece un callo. La cabeza la tiene caída, como si le hubieran roto el cuello, y tiene una barba sucia de color chocolate, con telarañas entre los pelos y la garganta. De los ojos le caen unas lágrimas que parecen churretones de cera de una vela. Lo único bonito son los ojos, unos ojos azules de cristal que siempre están mirando la punta pelada de los pies.

Al lado está la pila de agua bendita, con un charco debajo en el que los patanes meten las alpargatas haciendo ¡plof... ! y las señoritas tienen mucho cuidado de no pisar y se empinan desde el borde para meter los dedos en la pila. La gente fina mete la punta de dos dedos y los campesinos meten la mano entera. De eso se forma el charco.

Hay una virgen de plata maciza. Tiene tamaño natural y abajo una luna, muchas nubes y muchas cabezas de angelitos con alas de pichón. Dicen que pesa cuatrocientas arrobas. Una vez he visto a dos viejas untando con Sidol a la virgen y sacándole brillo con un trapo. Le habían dejado los carrillos y la barbilla brillantes como el cristal pero en los ojos y en la boca se había quedado el blanco del Sidol y la vieja se empeñaba en limpiarlo escupiendo en un pañuelo y frotándole los ojos a la virgen igual que se les quitan las legañas a los chicos. La otra vieja frotaba las cabezas de los angelitos con rabia, como si quisiera darles azotes. Pero no tenían trasero.

Arriba, en el coro, hay un órgano con el teclado en una caja de madera muy vieja, que parece uno de los organillos que tocan por las calles. Debajo de las teclas tiene dos fuelles, como dos libros viejos abiertos, sobre los que pedalea el organista. A veces, pisa uno de los libros a destiempo y cuando aprieta la tecla con los dedos, en lugar de sonar el órgano, suena el aire, como en las tripas de las mulas. De repente se corta el soplo y entonces una de las flautas del órgano da un maullido desafinado.

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