La forja de un rebelde (20 page)

Read La forja de un rebelde Online

Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
4.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mientras él pinta, nosotros jugamos en el escenario, haciendo resonar las tablas huecas. En el escenario se puede correr, saltar y jugar a la pelota. Más allá del borde de terciopelo rojo con la concha del apuntador en medio también en rojo, con sus letras bordadas, está el teatro. Como no tiene ventanas, el teatro es un agujero negro lleno de rayas redondas que se pierde allá arriba en el fondo, donde hay dos cuadraditos de luz que parecen dos ojos.

Nicasio, el chico del conserje, por cuya amistad entramos en el teatro como en nuestra casa, salta sobre el borde de la concha y grita a la sala:

—¡Eh!

La sala responde con su voz hueca:

—«¡Eh!» —Nos echamos a reír a carcajadas y la sala se ríe con nosotros, mandándonos las carcajadas del fondo de los palcos o de debajo de las butacas; allá arriba, en el techo, pintado, se ríe bajito. Nadie sabe como nosotros de qué manera resuena el teatro. Allá en los agujeros de la entrada general, a la altura del tejado, tan lejos del escenario, que las personas se ven chiquitas, se oyen los ruidos más pequeños. Cuando el teatro está lleno de gente, entonces se calla para que la gente pueda oír y ya no se ríe con nuestras carcajadas. Ni se burla del maestro de coros como en los ensayos repitiendo sus grititos de italiano chiquitín. Porque el maestro de coros es un viejecillo, de voz cascada, que se encarama en una banqueta cuadrada que tiene el órgano colocado detrás de bastidores, se entierra detrás del librote de la partitura y allí, como los monos de las barracas, comienza a gesticular y a chillar:

—¡Uno, dos, tres! ¡Ahora! —Y abre los brazos y los cierra con una palmada, sacudiendo la cabeza a riesgo de que se le caigan las gafas. Cuando el coro desafina, se vuelve loco. Brinca en el asiento, hasta casi ponerse de pie; se le sale la nuez del cuello flaco como el de un pájaro pelado:

—¡No! ¡Noooooo! ¡Puñeta!

Algún corista se queda con la boca abierta, tragándose la nota a mitad de camino.

—¡Otra vez! ¡Atención! ¡Uno, dos, tres! —¡Plaffl, suena la palmada.

Arriba, en el techo, se ríe el teatro devolviendo una cascada de palmas. Cuando acaba el ensayo, recoge su sombrerito hongo, un sombrero de niño, le pasa la manga por la copa para abrillantarle la grasa que tiene, se estira los faldones de la americana que siempre son largos, porque los sastres no saben hacer americanas tan pequeñas, y sale trotando por los pasillos como un muñequín a quien se le ha dado toda la cuerda. Agustín el carpintero, que corre en los entreactos con su martillo grande y la boca llena de clavos, le empuja y le grita:

—¡Quítese! ¡Algún día le voy a pisar sin querer y le espachurro!

Una vez contestó de malas pulgas:

—¡Soy tan hombre como usted!

Agustín le cogió con una mano por la entrepierna y lo levantó por encima de su cabeza, así, a caballo sobre su mano. Arriba bailoteaba el maestro y las chicas del coro y del cuerpo de baile se reían a gritos, haciendo bailotear los pechos y la tripa debajo de la malla. Porque desde el público parece que van en cueros, pero van metidas dentro de mallas de algodón. La primera bailarina las tiene de seda. Algunas que tienen poco pecho tienen dos almohaditas de algodón en la malla, y cuando están colgadas en el cuarto de las coristas, estas mallas parecen cuerpos de mujer escurridos a los que hubieran dejado los pechos sin retorcer.

Cuando se visten se tienen que quedar desnudas para meterse la malla y por eso hay un letrero que prohibe la entrada allí. Pero las noches de función van señorones con sombreros de copa y éstos entran al cuarto de las coristas aunque estén desnudas. Luego, cuando se acaba la función, se las llevan a cenar. Una vez, uno se casó con una de ellas.

Todos los pasillos están en una rotonda como los radios de una rueda. La rotonda tiene un diván de terciopelo en medio y un tiesto grande lleno de flores. Allí están los cuartos de los mejores artistas. Cuando hay función regia a veces viene el rey a verlos y entonces la rotonda se llena de policías que miran de mala manera a todo el mundo y de militares en traje de gala que vienen detrás del rey.

A Anselmi, como es muy elegante, le alegran mucho estas visitas, pero a Titta Ruffo, que dicen fue carretero, le enfadan. Una noche llegaron los policías y empezaron todos a decir: «¡Que viene el rey!». Echaron a todo el mundo, menos a las coristas y a las visitas que eran duques o cosa así y tenían sombrero de copa. Y todos se quedaron muy callados esperando la llegada del rey. Conque, va Titta Ruffo y con el vozarrón que tiene y. la puerta del cuarto abierta empieza a cantar:

—¡Mierda! ¡Miieerda! ¡Miieerda! ¡Mierdaaaa!

Nadie se atrevía a decirle nada y él venga a cantar todo lo fuerte que podía. Al rey no le debió de gustar, porque después el comisario regio que tiene el teatro le preguntó si no podía cantar otra cosa.

—Sabe usted —le dijo Titta Ruffo—, es una palabra que va muy bien para ensayar la voz. Tiene el
mi
, el
re
y el
la
.

Y desde entonces, antes de salir a cantar llenaba de «mierdas» todos los pasillos del Real. Cuantos más sombreros de copa había, más «mierdas» soltaba.

Porque a todos los que tienen sombrero de copa les toma el pelo. Le llenan el cuarto, le llaman maestro, le llevan flores, le piden retratos y no le dejan ni a sol ni a sombra. Ahora ha hecho una cosa con mucha gracia: aunque vive en el Hotel de Rusia, no le gusta la comida del hotel y un día el maestro de coros le llevó a la taberna del padre de Eladio, que se llama Eladio también. La mujer guisa muy bien para los cocheros de punto y Titta Ruffo se metió allí y se hinchó de los guisos de los cocheros. Desde entonces se iba a comer allí. Los señores de sombrero de copa le invitaron un día a comer donde él quisiera y los metió a todos en casa de Eladio a comer cocido. Vinieron muchos autos y coches con corona de marqués y de duque en la puerta y se metieron en la taberna con los cocheros y los coristas. La madre de Eladio y su padre no sabían qué hacer con toda aquella gente. Todos los del barrio hicieron un corro alrededor de la puerta de la taberna, y fue una juerga verles comer cocido a todos los señorones, haciendo ascos, con los frascos de vino tinto encima de las mesas.

Cuando canta Titta Ruffo, nosotros nos metemos detrás de uno de los bastidores, sentados en el suelo, sin movernos para que no nos echen, y le oímos cantar el
Rigoletto, Payasos
, el
Hamlet
. En
Rigoletto
sale de jorobado con una peluca blanca y la cara de viejo y nadie le podría reconocer, porque parece que ha sido jorobado toda su vida. Los
Payasos
lo canta con la cara pintada como los
clowns
y en el
Hamlet
es un rey de Dinamarca con un manto de armiño de verdad, lleno de colitas negras. Este traje se lo compró para darle en los morros a la gente.

La primera vez que cantó
Payasos
, salió al escenario con un traje de tela barata, hecha de remiendos de colores. El director le llamó la atención. Todo el mundo sacaba trajes de seda magníficos. Los artistas de su fama no podían escatimar los cuartos para vestirse. Titta Ruffo le dijo:

—La obra son unos payasos de pueblo y no creo que llevaran trajes de seda. Yo no soy un figurín de modas, sino un artista y visto mi papel.

Pero empezaron todos a decir que era un tacaño y un miserable.

—Al fin y al cabo, un carretero —dijo uno un día y Titta Ruffo se enfadó.

Cuando cantó el
Hamlet
, sacó el manto de piel a la rotonda y todos se apretujaban para verle y tocar la piel. De pronto salió Titta Ruffo y dijo:

—¿Qué? ¿Les gusta la capa del carretero? —Y se la puso encima del traje de terciopelo con encajes y bordados y la cadena de oro macizo. Desde entonces nadie volvió a decir una palabra y él seguía cantando
Payasos
con su traje de percal lleno de remiendos.

Es un efecto tremendo oír cantar al lado de uno. Conforme estoy sentado detrás del bastidor, los cantantes vienen a veces y desde allí cantan lo que en el teatro llaman canciones internas. Los veo de abajo arriba, con sus trajes de seda, cantando y mirando al director de orquesta a través de una rendija en la decoración. La voz vibra de tal manera que se ven todas las carnes del cantante bailotear y quedarse temblando en las notas agudas. Hay dos excepciones: Titta Ruffo y Massini Pieralli. Cuando cantan no vibran ellos, vibra todo lo que hay al lado de ellos. Vibro yo y si pongo una mano en la madera de la armadura de la decoración, también la madera está vibrando. Les sale y les entra el aire en el pecho como en un fuelle de fragua, y es sólo la garganta lo que suena. Al lado de ellos, se les mira la boca y no se oye salir de ella ningún sonido, pero después suena todo, así que se les ve articular las palabras con los labios, con la lengua y con los dientes y quien las pronuncia es el escenario, la decoración, los telares, la orquesta, el público, la sala, el teatro todo, hasta la luz de la batería parece que suena. Esto lo llaman en el teatro emisión de voz.

Una vez Titta Ruffo, hablando de esto, se fue al fondo del escenario y desde allí pegó un grito que dicen es el grito que dan los pastores de los Alpes. Le veíamos todos abrir la boca de par en par y chillar. Le veíamos, pero no le oíamos. Después, el teatro entero, que estaba vacío, se puso a chillar y parecía que se iba a partir el techo y las columnas y a caerse la lámpara del centro. Cuando ya no se oía nada, todavía el teatro sonaba. Otro día en el Café Español cogió una cucharilla y golpeó una hilera de copas. Lo repitió y al mismo tiempo que pasaba la cucharilla por las copas, como una uña por los dientes de un peine, pegó un grito. Todas las copas repitieron el grito y se les rompió el cuello. Se cayeron los conos de cristal sobre el mármol del mostrador con sonidos de campanas.

Anselmi, el tenor, es lo contrario de Titta Ruffo. Éste es bajo y cuadrado con pelo negro y fuerte, las manos recias; aquél es más bien alto y todo él es redondo como una mujer. Tiene la voz dulce, tan dulce que a veces no se sabe si canta él o si sólo toca la orquesta. Y es como las mujeres, guapo, el pelo rizado; se unta cremas y pastas en la cara y sus trajes parecen trajes de señora. Dicen en el teatro que las mujeres de la aristocracia le escriben cartas para que vaya a verlas, pero dicen también que él no quiere nada con las mujeres porque se pierde la voz. Vive pendiente de su garganta, siempre arropado en una bufanda y siempre haciendo gárgaras y lavándosela con un pulverizador. Cuando sale a cantar, todo el mundo está pendiente de que no haya puertas abiertas que hagan corriente de aire.

Esto es también curioso. En el teatro no se mueve un pelo de aire. Cuando se levanta el telón con la sala llena, entonces la boca del escenario es un huracán. Todo el frío del escenario, de los telares y de los cuatro focos, se mete de golpe en la sala. Las noches de gala en que las butacas están llenas de señoras con el escote muy abierto, se les ve ponerse las manos en los pechos porque se hielan. Por las puertas de la plaza de Isabel II que están en el fondo del escenario entra el frío de la noche y sale el calor de la sala. Los pobres que duermen allí se agrupan para recibir este aire caliente.

Las noches de función los mendigos esperan que se acabe la representación para abrir las portezuelas de los coches y pedir diez céntimos. Salen los señores de frac y chistera con la pechera de la camisa llena de botones de brillantes y las mujeres con sus capas de piel, sus trajes de seda con la cola recogida con la mano izquierda y sus zapatos de raso plateado. El mendigo con las barbas piojosas les tiene abierta la puerta del coche con una mano y con la otra les hace la reverencia con un pingajo que es la gorra o la boina pringosa. Cuando se paran a hablar en la misma puerta del coche, el mendigo con la cabeza al aire, sin gabán, se muere de frío, y patalea con sus alpargatas las piedras de la acera. Después, los mendigos se reúnen todos debajo de los arcos inmensos de la plaza de Isabel II, donde ya tienen preparadas sus camas de periódicos y paja. Cuentan sus perras gordas y a veces se las juegan a la luz de las farolas cuadradas de hierro del teatro.

Hay un mendigo célebre entre todos. Es un viejo seco, de pelo y barbas blancas envuelto en un gabán largo, raído en los bordes,

los zapatones torcidos en las puntas, que se abren como la boca de un pez, dejando asomar los dedos. Él no abre portezuelas de coche. Se coloca lejos de la puerta de salida en lo oscuro y espera a las parejas que no van en coche, porque viven cerca o porque quieren tomar algo en el café antes de irse a acostar. Nadie le ve. De pronto sale del hueco negro donde está escondido y agarra del brazo al señor:

—Caballero, deme usted un duro que no he comido. —Lo dice con una voz hueca que parece salirle del estómago vacío, como de una caja.

A veces, muy pocas, le dan el duro o una peseta. Si le dan el duro hace una reverencia con su sombrero hongo que casi barre el suelo y sigue a la pareja un buen trecho deseándole toda clase de felicidades. Si le dan una peseta o, lo que es más frecuente, diez céntimos, extiende la mano derecha con la moneda en la palma y dice orgullosamente:

—¡Una peseta! Caballero, usted se ha equivocado. Con una peseta no puede comer un hombre. Se habrá gastado usted doce duros en una butaca, habrá pagado reventa, y pretende usted que yo coma con una peseta.

Se golpea el pecho con la mano izquierda y como lo tiene lleno de huesos retumba como un tabique. Así, a veces le dan más y otras le echan con mal humor. Entonces se pone a chillar mostrando a todos cómo son los caballeros:

—¿Esto es un caballero? —grita—. ¡Mucha chistera y mucha señora y una peseta para que coma uno judías y reviente! ¡Pues yo también soy un caballero!

Cuando no le dan nada, sigue detrás tirando del brazo y de los faldones del gabán del hombre, bajando la tasa. Del duro pasa a las dos pesetas, de las dos pesetas a una, de allí a los dos reales, al real y a la perra gorda. Y cuando todo es inútil, porque el hombre calla y sigue, o a lo más le dice: «Perdone por Dios, hermano», entonces suelta su último recurso. Después de un rato de silencio, lejos ya del teatro, de repente para al hombre, se quita el sombrero y dice:

—Caballero, hace un rato que le he suplicado lo menos que un hombre puede pedir para cenar. No ha creído usted oportuno darme nada y, ¡qué vamos a hacerle! ¡Paciencia! No es la primera noche que no ceno. Pero... un pitillo, un pitillo, no me lo negará usted.

Other books

The Dragon’s Treasure by Caitlin Ricci
El viajero by Gary Jennings
Parallel Parking by Natalie Standiford
No Other Love by Candace Camp
A Touch of Camelot by Delynn Royer
She's Not There by Joy Fielding
High and Wild by Peter Brandvold
My Lady Enslaved by Shirl Anders