Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Esta decisión se vio reforzada apenas entró al Palacio Nacional y percibió el desbarajuste que reinaba. Habían doblado la guardia y por pasadizos y escaleras circulaban soldados armados, buscando a quien disparar. Algunos oficiales, al verlo caminando sin premura a su despacho, parecieron aliviados; tal vez él sabría qué hacer. No llegó a su oficina. En el salón de visitas contiguo al despacho del Generalísimo, vio a la familia Trujillo: la esposa, la hija, los hermanos, sobrinos y sobrinas. Se dirigió a ellos con la expresión grave que el momento exigía. Angelita tenía los ojos llenos de lágrimas y estaba pálida; pero en la cara gruesa y estirada de la doña María había rabia, inconmensurable rabia.
—¿Qué nos va a pasar, doctor Balaguer? —balbuceó Angelita, cogiéndolo del brazo.
—Nada, nada les pasará —la confortó. Abrazó también a la Prestante Dama—: Lo importante es mantener la serenidad. Armarnos de valor. Dios no permitirá que Su Excelencia haya muerto.
Una simple ojeada le bastó para saber que esa tribu de pobres diablos había perdido la brújula. Petán, agitando una metralleta, daba vueltas sobre sí mismo como un perro que quiere morderse la cola, sudando y vociferando sandeces sobre los cocuyos de la cordillera, su Ejército particular, en tanto que Héctor Bienvenido (Negro), el ex Presidente, parecía atacado de idiotismo catatónico: miraba el vacío, la boca llena de saliva, como si tratara de recordar quién era y dónde estaba. Y hasta el más infeliz de los hermanos del jefe, Amable Romeo (Pipi), estaba allí, vestido como pordiosero, acurrucado en una silla, boquiabierto. En los sillones, las hermanas de Trujillo, Nieves Luisa, Marina, Julieta, Ofelia Japonesa, se secaban los ojos o lo miraban, implorando ayuda. A todos les fue murmurando palabras de aliento. Había un vacío y era preciso llenarlo cuanto antes.
Fue al despacho y llamó al general Santos Mélido Marte, inspector general de las Fuerzas Armadas, el oficial de la alta jerarquía militar con el que tenía más antigua relación. No estaba enterado de nada y quedó tan estupefacto con la noticia que durante medio minuto sólo pudo articular: «Dios mío, Dios mío». Le pidió que llamara a los comandantes generales y jefes de guarniciones en toda la República, les asegurara que el probable magnicidio no había alterado el orden constitucional y que contaban con la confianza del Jefe del Estado, quien los reconfirmaba en sus cargos. «Me pongo manos a la obra, señor Presidente», se despidió el general.
Le avisaron que el nuncio apostólico, el cónsul norteamericano y el encargado de negocios del Reino Unido estaban a la entrada de Palacio, retenidos por la guardia. Los hizo pasar. No los traía el atentado, sino la captura violenta de monseñor Reilly, por hombres armados que habían entrado al Colegio Santo Domingo rompiendo las puertas. Dispararon al aire, golpearon a las monjas y a los sacerdotes redentoristas de San Juan de la Maguana que acompañaban al obispo y mataron a un perro guardián. Se habían llevado al prelado a empellones.
—Señor Presidente, lo hago responsable de la vida de monseñor Reilly —lo conminó el nuncio.
—Mi gobierno no tolerará que se atente contra su vida —le advirtió el diplomático estadounidense—. No necesito recordarle el interés en Washington por Reilly, que es ciudadano norteamericano.
—Tomen asiento, por favor —les señaló las sillas que rodeaban su escritorio. Levantó el teléfono y pidió que lo comunicaran con el general Virgilio García Trujillo, jefe de la Base Aérea de San Isidro. Se volvió a los diplomáticos—: Lo lamento más que ustedes, créanme. No ahorraré esfuerzo para poner remedio a esta barbaridad.
Poco después, escuchó la voz del sobrino carnal del Generalísimo. Sin quitar la vista al trío de visitantes, dijo, pausado:
—Le hablo como Presidente de la República, general. Me dirijo al jefe de San Isidro y también al sobrino preferido de Su Excelencia. Le ahorro los preliminares, en vista de lo grave de la situación. En un acto de gran irresponsabilidad, algún subalterno, tal vez el coronel Abbes García, ha hecho arrestar al obispo Reilly, sacándolo a la fuerza del Colegio Santo Domingo. Tengo delante a los representantes de Estados Unidos, Gran Bretaña y el Vaticano. Si algo ocurre a monseñor Reilly, que es ciudadano norteamericano, puede ocurrir una catástrofe al país. incluso, un desembarco de la infantería de marina. No necesito decirle lo que esto significaría para nuestra Patria. En nombre del Generalísimo, de su tío, lo exhorto a evitar una desgracia histórica.
Esperó la reacción del general Virgilio García Trujillo. Aquel jadeo nervioso delataba indecisión.
—No fue idea mía, doctor —lo oyó murmurar, por fin—. Ni siquiera me informaron de este asunto.
—Lo sé muy bien, general Trujillo —lo ayudó Balaguer—. Usted es un oficial sensato y responsable. Jamás cometería semejante locura. ¿Está monseñor Reilly en San Isidro? ¿O lo han llevado a La Cuarenta?
Hubo un largo silencio, erizado de púas. Temió lo peor.
—¿Está vivo monseñor Reilly? —insistió Balaguer.
—Está en una dependencia de la Base de San Isidro, a dos kilómetros de aquí, doctor. El comandante del centro, Rodríguez Méndez, no permitió que lo mataran. Me acaba de informar.
El Presidente dulcificó la voz:
—Le ruego que vaya usted, en persona, como enviado mío, a rescatar a monseñor. A pedirle disculpas en nombre del gobierno por el error cometido. Y, luego, acompañe al obispo hasta mi despacho. Sano y salvo. Es un ruego al amigo y también una orden del Presidente de la República. Tengo plena confianza en usted.
Los tres visitantes lo miraban desconcertados. Se puso de pie y fue a su encuentro. Los acompañó hasta la puerta. Al estrecharles la mano, murmuró:
—No estoy seguro de ser obedecido, señores. Pero, ya ven, hago lo que está a mi alcance para que se imponga la razón.
—¿Qué va a ocurrir, señor Presidente? —preguntó el cónsul—. ¿Aceptarán su autoridad los trujillistas?
—Dependerá mucho de Estados Unidos, mi amigo. Francamente, no lo sé. Ahora, discúlpenme, señores.
Volvió a la sala donde estaba la familia Trujillo. Había más gente. El coronel Abbes García explicaba que uno de los asesinos, apresado en la Clínica Internacional, había delatado a tres cómplices: el general retirado Juan Tomás Díaz, Antonio Imbert y Luis Amiama. Sin duda, había muchos otros. Entre quienes escuchaban, suspensos, descubrió al general Román; tenía la camisa caqui empapada, la cara sudorosa y apretaba su metralleta con las dos manos. Bullía en sus ojos el enloquecimiento del animal que se sabe perdido. Las cosas no le habían salido bien, era evidente. Con su vocecita desafinada, el rechoncho jefe del SIM aseguró que, según el ex militar Pedro Livio Cedeño, la conspiración no tenía ramificaciones en las Fuerzas Armadas. Mientras lo escuchaba, se dijo que había llegado el momento de enfrentarse con Abbes García, quien lo odiaba. Él sólo le tenía desprecio. En momentos como éste, por desgracia, no solían imponerse las ideas sino las pistolas. Pidió a Dios, en quien creía a ratos, que se pusiera de su lado.
El coronel Abbes García lanzó la primera arremetida. Dado el vacío dejado por el atentado, Balaguer debía renunciar para que alguien de la familia ocupara la Presidencia. Con su intemperancia y grosería, Petán lo apoyó: «Sí, que renuncie». Él escuchaba, callado, las manos entrelazadas sobre el vientre, como un apacible párroco. Cuando las miradas se volvieron hacia él, asintió con timidez, como excusándose de verse forzado a intervenir. Con modestia, recordó que ocupaba la Presidencia por decisión del Generalísimo. Renunciaría en el acto si ello servía a la nación, por supuesto. Pero se permitía sugerir que, antes de romper el orden constitucional, esperaran la llegada del general Ramfis. ¿Podía excluirse al primogénito del jefe en asunto tan grave? La Prestante Dama lo secundó en el acto: no aceptaba decisión alguna sin que estuviera presente su hijo mayor. Según anunció el coronel Luis José León Estévez (Pechito), Ramfis y Radhamés hacían preparativos ya en París para alquilar un avión de Air France. La cuestión quedó aplazada.
Mientras regresaba a su despacho, se dijo que la verdadera batalla no debería librarla contra los hermanos de Trujillo, esa pandilla de matones idiotas, sino contra Abbes García. Era un sádico demente, sí, pero de una inteligencia luciferina. Acababa de cometer un traspiés, olvidándose de Ramfis. María Martínez se había vuelto su aliada. Él sabía cómo sellar esa alianza: la avaricia de la Prestante Dama sería útil, en las circunstancias actuales. Pero lo urgente era impedir un levantamiento. A la hora de estar en su escritorio, llegó la llamada del general Mélido Marte. Había hablado con todas las regiones militares y los comandantes le aseguraron su lealtad al gobierno constituido. Sin embargo, tanto el general César A. Oliva, de Santiago de los Caballeros, como el general García Urbáez, de Dajabón, y el general Guarionex Estrella, de La Vega, estaban inquietos por las comunicaciones contradictorias del secretario de las Fuerzas Armadas. ¿Sabía algo el señor Presidente?
—Nada en concreto, pero me imagino lo que usted, mi amigo —dijo Balaguer al general Mélido Marte—. Llamaré por teléfono a esos comandantes, a fin de tranquilizarlos. Ramfis Trujillo se encuentra ya volando de regreso, para asegurar la conducción militar del país.
Sin pérdida de tiempo, llamó a los tres generales y les reiteró que gozaban de su confianza. Les pidió que, asumiendo todos los poderes administrativos y políticos, garantizaran el orden en sus regiones y, hasta la llegada del general Ramfis, despacharan sólo con él. Cuando se despedía del general Guarionex Estrella Sadhalá, los edecanes le anunciaron que el general Virgilio García Trujillo estaba en la antesala, con el obispo Reilly. Hizo que pasara, solo, el sobrino de Trujillo.
—Ha salvado usted a la República —le dijo, abrazándolo, algo que no hacía jamás—. Si se cumplían las órdenes de Abbes García y ocurría algo irreparable, los marines estarían desembarcando en Ciudad Trujillo.
—No eran órdenes de Abbes García solamente —le repuso el jefe de la Base de San Isidro. Lo notó confundido—. Quien ordenó al comandante Rodríguez Méndez, del centro de detención de la Fuerza Aérea, que fusilara al obispo, fue Pechito León Estévez. Dijo que era decisión de mi cuñado. Sí, de Pupo en persona. No lo entiendo. Ninguno me consultó siquiera. Fue un milagro que Rodríguez Méndez se negara a hacerlo antes de hablar conmigo.
El general García Trujillo cultivaba su físico y la indumentaria —bigotito a la mexicana, cabello engominado, uniforme cortado y planchado como para ir a una parada y los infaltables espejuelos Ray Ban en el bolsillo— con la misma coquetería que su primo Ramfis, de quien era íntimo. Pero ahora se lo veía con la camisa medio salida y despeinado; en sus ojos había recelo y dudas.
—No entiendo por qué Pupo y Pechito tomaron una decisión así, sin hablar antes conmigo. Querían comprometer a la Fuerza Aérea, doctor.
—El general Román estará tan afectado con lo del Generalísimo que no controla sus nervios —lo excusó el Presidente—. Felizmente, Ramfis se halla ya en camino. Su presencia es imprescindible. A él, como general de cuatro estrellas e hijo del jefe, le corresponde asegurar la continuidad de la política del Benefactor.
—Pero Ramfis no es político, odia la política y usted lo sabe, doctor Balaguer.
—Ramfis es un hombre muy inteligente y adoraba a su padre. No podrá negarse a asumir el papel que la Patria espera de él. Nosotros lo convenceremos.
El general García Trujillo lo miró con simpatía.
—Puede usted contar conmigo para lo que haga falta, señor Presidente.
—Los dominicanos sabrán que, esta noche, usted salvó a la República —repitió Balaguer, mientras lo acompañaba hasta la puerta—. Tiene usted una gran responsabilidad, general. San Isidro es la Base más importante del pais, y por eso, de usted depende que se mantenga el orden. Cualquier cosa, llámeme; he ordenado que se dé prioridad a sus llamadas.
El obispo Reilly debía haber pasado unas horas de espanto en manos de los caliés. Tenía el hábito desgarrado y embarrado, y unos surcos profundos hundían su cara demacrada, con una mueca de horror todavía gravitando en ella. Se mantenía erecto y silencioso. Escuchó con dignidad las excusas y explicaciones del Presidente de la República y hasta hizo un esfuerzo por sonreír al agradecerle sus gestiones para liberarlo: «Perdónelos, señor Presidente, porque no saben lo que hacen». En eso, se abrió la puerta, y, metralleta en mano, sudoroso, la mirada bestializada por el miedo y la rabia, irrumpió en el despacho el general Román. Un segundo bastó al Presidente para saber que, si no ganaba la iniciativa, este primate empezaría a disparar. «Ah, monseñor, mire quién está aquí.» Efusivo, agradeció al ministro de las Fuerzas Armadas que viniera a presentar excusas, en nombre de la institución militar, al señor obispo de San Juan de la Maguana por el malentendido de que había sido víctima. El general Román, petrificado en medio del despacho, pestañeaba con expresión estúpida. Tenía legañas en los ojos, como si acabara de despertar. Sin decir palabra, luego de dudar unos segundos, alargó la mano hacia el obispo, tan desconcertado con lo que ocurría como el general. El Presidente despidió a monseñor Reilly en la puerta.
Cuando volvió a su escritorio, Pupo Román vociferaba: «Usted me debe una explicación. Quién carajo se cree usted, Balaguer», accionando y pasándole su metralleta por la cara. El Presidente permaneció imperturbable, mirándolo a los ojos. Sentía en la cara una invisible lluvia, la saliva del general. Este energúmeno no se atrevería ya a disparar. Luego de soltar denuestos y palabrotas en medio de frases incoherentes, Román calló. Seguía en el mismo sitio, resollando. Con voz suave y deferente, el Presidente le aconsejó que hiciera un esfuerzo por controlarse. En estos momentos, el jefe de las Fuerzas Armadas debía dar ejemplo de ponderación. Pese a sus insultos y amenazas, estaba dispuesto a ayudarlo, si lo necesitaba. El general Román prorrumpió, de nuevo, en un soliloquio semidelirante, en el que, de buenas a primeras le hizo saber que había dado orden de ejecutar al mayor Segundo Imbert y a Papito Sánchez, presos en La Victoria, por complicidad con el asesinato del Jefe. No quiso seguir escuchando confidencias tan peligrosas. Sin decir nada, salió del despacho. Ya no le cupo duda: Román estaba relacionado con la muerte del Generalísimo. No se explicaba de otro modo su conducta irracional.
Regresó a la sala. Habían encontrado el cadáver de Trujillo en el baúl de un carro, en el garaje del general Juan Tomás Díaz. Nunca más, en sus largos años de vida, olvidaría el doctor Balaguer la descomposición de aquellas caras, el llanto de aquellos ojos, la expresión de orfandad, extravío, desesperación, de civiles y militares, cuando el sanguinolento cadáver cosido a balazos, la cara desfigurada por el proyectil que le destrozó el mentón, quedó extendido sobre la mesa desnuda del comedor de Palacio donde hacía unas horas habían sido agasajados Simon y Dorothy Gittleman, y comenzó a ser desvestido y lavado para que un equipo de médicos examinara los restos y los preparara para el velatorio. De la reacción de todos los presentes, la que más le impresionó fue la de la viuda. Doña María Martínez observó el despojo como hipnotizada, muy derecha en esos zapatos de altas plataformas sobre los que parecía siempre encaramada. Tenía los ojos dilatados y enrojecidos, pero no lloraba. De pronto, rugió, manoseando: «¡Venganza! ¡Venganza! ¡Hay que matarlos a todos!». El doctor Balaguer se apresuró a pasarle un brazo por los hombros. Ella no se zafó. La sentía respirar hondo, resoplando. Temblaba de manera convulsiva. «Tendrán que pagar, tendrán que pagar», repetía. «Moveremos cielo y tierra para que así sea, doña María», le musitó en el oído. En ese instante, tuvo un pálpito: ahora, en este momento, debía remachar lo ya alcanzado con la Prestante Dama, después sería tarde.