La fiesta del chivo (55 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—Permítame congratularlo, señor Presidente —exclamó, accionando, como trepado en la tribuna—. Siempre pensé que el régimen debía abrirse a los nuevos tiempos. Desaparecido el jefe, nadie mejor que usted para capear el temporal y conducir la nave dominicana hacia el puerto de la democracia. Cuente conmigo como su colaborador más leal y dedicado.

Lo fue, efectivamente. Él presentó en el Congreso la moción dando al general Ramfis Trujillo los poderes supremos de la jerarquía castrense y autoridad máxima en todas las cuestiones militares y policiales de la República, e instruyó a diputados y senadores sobre la nueva política, que impulsaba el Presidente, destinada, no a negar el pasado ni rechazar la Era de Trujillo, sino a superarla dialécticamente, aclimatándola a los nuevos tiempos, de manera que Quisqueya, a medida que —sin dar un paso atrás— perfeccionaba su democracia, fuese recibida de nuevo, por sus hermanas americanas, en la OEA, y, levantadas las sanciones, reincorporada a la comunidad internacional. En una de sus frecuentes reuniones de trabajo con el Presidente Balaguer, el senador Chirinos preguntó, no sin cierta inquietud, los planes que Su Excelencia tenía respecto al ex senador Agustín Cabral.

—He ordenado que le descongelen las cuentas bancarias y que se le reconozcan los servicios prestados al Estado, de modo que pueda recibir una pensión —le informó Balaguer—. Por el momento, su retorno a la vida política no parece oportuno.

—Coincidimos plenamente —aprobó el senador—. Cerebrito, a quien me une vieja relación, es conflictivo y despierta enemistades.

—El Estado puede utilizar su talento, siempre que no figure demasiado —añadió el mandatario—. Le he propuesto una asesoría legal en la administración.

—Sabia decisión —volvió a aprobar Chirinos—. Agustín siempre tuvo muy buena cabeza jurídica.

Habían pasado apenas cinco semanas de la muerte del Generalísimo y los cambios eran considerables. joaquín Balaguer no podía quejarse: en ese tiempo brevísimo, de Presidente pelele, un don nadie, pasó a ser el auténtico jefe de Estado, cargo que reconocían tirios y troyanos) y, sobre todo, los Estados Unidos. Aunque reticentes al principio, cuando él explicó sus planes al nuevo cónsul, ahora tomaban más en serio su promesa de ir llevando a pocos al país hacia una democracia plena, dentro del orden, sin permitir que se aprovecharan los comunistas. Cada dos o tres días tenía reuniones con el expeditivo John Calvin Hill —un diplomático con corpachón de cowboy, que hablaba sin irse por las ramas—, a quien acabó por convencer de que, en esta etapa, había que tener a Ramfis como aliado. El general había aceptado su plan de apertura gradual. Tenía el control militar en sus manos, y, gracias a ello, esas bestias gangsteriles de Petán y Héctor, así como los primitivos militarotes allegados a Trujillo, estaban a raya. De otro modo, ya lo habrían depuesto. Tal vez, Ramfis creía que, con las concesiones que autorizaba a Balaguer —el regreso de algunos exiliados, la aparición de una tímida crítica al régimen de Trujillo en las radios y los diarios (el más beligerante era uno nuevo, que salió en agosto, La Unión Cívica), los mítines públicos de las fuerzas opositoras que comenzaban a ganar la calle, la derechista Unión Cívica Nacional de Viriato Fiallo y Angel Cabral, y el izquierdista Movimiento Revolucionario Severo 14 de junio— podía tener, él, un futuro político. ¡Como si alguien apellidado Trujillo pudiera volver a figurar en la vida pública de este país! Por el momento, no sacarlo del error. Ramfis controlaba los cañones y tenía la adhesión de los militares; descomponer a las Fuerzas Armadas hasta extirparles el trujillismo tomaría tiempo. Las relaciones del gobierno con la Iglesia eran otra vez excelentes; él tomaba té a veces con el nuncio apostólico y el arzobispo Pittini.

El problema que no podía resolver de modo aceptable a la opinión internacional, era «los derechos humanos». Había diarias protestas por los presos políticos, los torturados, los desaparecidos, los asesinados, en La Victoria, El Nueve, La Cuarenta, y cárceles y cuarteles del interior. A su despacho llovían manifiestos, cartas, telegramas, informes, comunicaciones diplomáticas. No podía hacer mucho. Mejor dicho, nada, salvo prometer vaguedades, y mirar al otro lado. Cumplía con dejar a Ramfis las manos libres. Aun queriéndolo, tampoco hubiera podido incumplir el compromiso. El hijo del Generalísimo había despachado a doña María y a Angelita a Europa, y seguía, incansable, buscando cómplices, como si la conspiración para matar a Trujillo fuera multitudinaria. Un día, el joven general le preguntó a boca de jarro:

—¿Sabe que Pedro Livio Cedeño quiso complicarlo en la conjura para matar a papi?

—No me extraña —sonrió el Presidente, sin alterarse—. La mejor defensa de los asesinos es comprometer a todo el mundo. Sobre todo, gente cercana al Benefactor. Los franceses llaman a eso «intoxicación».

—Si uno solo más de los asesinos lo confirmaba, usted hubiera corrido la suerte de Pupo Román —Ramfis parecía sobrio, pese al aliento que despedía—. En estos momentos, maldice haber nacido.

—No quiero saberlo, general —lo atajó Balaguer, estirando una manita—. Usted tiene el derecho moral de vengar el crimen. Pero, no me dé detalles, se lo ruego. Es más fácil enfrentar las críticas que recibo del mundo entero, si no me consta que los excesos que denuncian son ciertos.

—Muy bien. Sólo le informaré de la captura de Antonio Imbert y Luis Amiama, si los capturamos —Balaguer vio que la carita de galán se extraviaba, como siempre que mencionaba a los dos únicos participantes en el complot que no estaban presos ni muertos—. ¿Cree que están todavía en el país?

—A mi juicio, sí —afirmó Balaguer—. Si hubieran huido al extranjero, habrían convocado conferencias de prensa, recibido premios, aparecerían en todas las televisiones. Estarían disfrutando de su supuesta condición de héroes. Se hallan escondidos por aquí, sin duda.

—Entonces, tarde o temprano, caerán —murmuró Ramfis—. Tengo miles de hombres buscándolos, casa por casa, agujero por agujero. Si siguen en la República Dominicana, caerán. Y, si no, no hay lugar en el mundo donde se libren de pagar por la muerte de papi. Aunque me gaste en ello hasta el último centavo.

—Deseo que se cumplan sus deseos, general —dijo un comprensivo Balaguer—. Permítame una súplica. Procure guardar las formas. La delicada operación de mostrar al mundo que el país se abre a la democracia, se frustraría si hay un escándalo. Otro Caso Galíndez, digamos, u otro Caso Betancourt.

Sólo en lo concerniente a los conspiradores era intratable el hijo del Generalísimo. Balaguer no perdía el tiempo intercediendo por su liberación —la suerte de los detenidos estaba echada, y lo estaría la de Imbert y Amiama si los capturaban—, algo que, por lo demás, no estaba muy seguro que favoreciera sus planes. Los tiempos cambiaban, en efecto. Los sentimientos de la multitud eran volubles. El pueblo dominicano, trujillista a morir hasta el 30 de mayo de 1961, hubiera sacado los ojos y el corazón a Juan Tomás Díaz, Antonio de la Maza, Estrella Sadhalá, Luis Amiama, Huáscar Tejeda, Pedro Livio Cedeño, Fifí Pastoriza, Antonio Imbert y asociados, si se ponían a su alcance. Pero, la consubstanciación mística con el jefe, en que el dominicano había vivido treinta y un años, se eclipsaba. Los mítines callejeros convocados por los estudiantes, la Unión Cívica, el 14 de junio, al principio raquíticos, de puñaditos de asustadizos, luego de un mes, de dos meses, de tres meses, se habían multiplicado. No sólo en Santo Domingo (el Presidente Balaguer tenía lista la moción que devolvería su nombre a Ciudad Trujillo, y que el senador Chirinos haría aprobar en el Congreso por aclamación en el momento oportuno), donde a veces llenaban el parque Independencia; también en Santiago, La Romana, San Francisco de Macorís y otras ciudades. Se perdía el miedo y aumentaba el rechazo a Trujillo. Su fino olfato histórico decía al doctor Balaguer que ese nuevo sentimiento crecería, irresistible. Y, en un clima de antitrujillismo popular, los asesinos de Trujillo se convertirían en poderosas figuras políticas. ¿A quién convenía eso? Por ello, fulminó un tímido intento de la Inmundicia Viviente, cuando, como líder parlamentario del nuevo movimiento balaguerista, vino a consultarle si creía que un acuerdo del Congreso amnistiando a los conspiradores del 30 de mayo convencería a la OEA y a Estados Unidos de que levantaran las sanciones.

—La intención es buena, senador. Pero ¿y las consecuencias? La amnistía heriría los sentimientos de Ramfis, quien haría asesinar de inmediato a todos los amnistiados. Nuestros esfuerzos podrían hacer agua.

—Nunca dejará de asombrarme lo acerado de su percepción —exclamó el senador Chirinos, poco menos que aplaudiendo.

Fuera de este tema, Ramfis Trujillo —que vivía entregado a borracheras cotidianas en la Base de San Isidro y en su casa a orillas del mar, en Boca Chica, adonde se había traído, acompañada de su madre, a su última amante, una bailarina del Lido de París, y dejado en aquella ciudad, embarazada, a su mujer oficial, la joven actriz Lita Milán— había mostrado una buena disposición aún más allá de lo que esperaba Balaguer. Se resignó a que se devolviera a Ciudad Trujillo el nombre de Santo Domingo, y a que se rebautizaran las ciudades, localidades, calles, plazas, accidentes geográficos, puentes, llamados Generalísimo, Ramfis, Angelita, Radhamés, doña Julia o doña María, y no insistía en que se castigara demasiado a los estudiantes, subversivos y vagos que destrozaban las estatuas, placas, bustos, fotos y letreros de Trujillo y familia en calles, avenidas, parques y carreteras. Sin discusión aceptó la sugerencia del doctor Balaguer de que, «en acto de desprendimiento patriótico, cediera al Estado, es decir al pueblo, las tierras, fincas y empresas agrarias del Generalísimo y sus hijos. Ramfis lo hizo, en carta pública. De este modo, el Estado pasó a ser dueño del cuarenta por ciento de todas las tierras arables, lo que lo convirtió, después del cubano, en el que más empresas públicas tenía en el continente. Y el general Ramfis apaciguaba los ánimos de esos brutos degenerados, los hermanos del jefe, a quienes la sistemática desaparición de los oropeles y símbolos del trujillismo dejaba perplejos.

Una noche, luego de cenar con sus hermanas el austero menú de cada día, caldo de pollo, arroz blanco, ensalada y dulce de leche, cuando se ponía de pie para ir a acostarse, se desmayó. Perdió la conciencia sólo unos segundos, pero el doctor Félix Goico lo previno: si seguía trabajando a ese ritmo, antes de fin de año su corazón o su cerebro reventarían como una granada. Debía descansar más —desde la muerte de Trujillo dormía tres o cuatro horas apenas—, hacer ejercicio, y, los fines de semana, distraerse. Se obligó a permanecer en la cama cinco horas cada noche, y, luego de la comida, caminaba, aunque, para evitar asociaciones comprometedoras, lejos de la avenida George Washington; iba al antiguo parque Ramfis, rebautizado parque Eugenio María de Hostos. Y, los domingos, luego de la misa, para relajar su espíritu leía un par de horas poesías románticas y modernistas, o a los clásicos castellanos del Siglo de Oro. A veces, algún iracundo lo insultaba en la calle —«¡Balaguer, muñequito de papel!,»—, pero, la mayoría de las veces le hacían adiós: «Buenas, Presidente». Les agradecía, ceremonioso, quitándose el sombrero, que se acostumbró a llevar embutido hasta las orejas para que no se lo robara el viento.

Cuando, el 2 de octubre de 1961, anunció en la Asamblea General de las Naciones Unidas, en New York, que «en la República Dominicana está naciendo una democracia auténtica y un nuevo estado de cosas», reconoció, ante el centenar de delegados, que la dictadura de Trujillo había sido anacrónica, una feroz conculcadora de libertades y derechos. Y pidió a las naciones libres que lo ayudaran a devolver la ley y la libertad a los dominicanos. A los pocos días, recibió una amarga carta de doña María Martínez, desde París. La Prestante Dama se quejaba de que el Presidente hubiera trazado un cuadro «injusto» de la Era de Trujillo, sin acordarse «de todas las cosas buenas que también hizo mi esposo, y que usted mismo tanto le alabó a lo largo de treinta y un años». Pero no era María Martínez quien inquietaba al Presidente, sino los hermanos de Trujillo. Supo que Petán y Negro tuvieron una reunión tempestuosa con Ramfis, al que interpelaron: ¿iba a permitir que ese mequetrefe fuera a la ONU a hacer escarnio de su padre? ¡Había llegado la hora de sacarlo del Palacio Nacional y poner de nuevo a la familia Trujillo en el poder, como reclamaba el pueblo! Ramfis alegó que si daba el golpe de Estado, la invasión de los marínes sería inevitable: se lo había advertido John Calvin Hill en persona. La única posibilidad de conservar algo era cerrar filas detrás de esa frágil legalidad: el Presidente Balaguer maniobraba con astucia para conseguir que la OEA y el State Department levantaran las sanciones. Para ello se veía obligado a pronunciar discursos como el de la ONU, contrarios a sus convicciones.

Sin embargo, en la reunión que tuvo con el mandatario poco después de que éste regresara de New York, el hijo de Trujillo se mostró mucho menos tolerante. Su animosidad era tal que la ruptura parecía inevitable.

—¿Va a seguir atacando a papi, como ha hecho en la Asamblea General? —sentado en la silla que había ocupado el jefe en su última entrevista horas antes de que lo mataran, Ramfis hablaba sin mirarlo, la vista clavada en el mar.

—No tengo más remedio, general —asintió el Presidente, apenado—. Si quiero que crean que todo está cambiando, que el país se abre a la democracia, debo hacer un examen autocrítico del pasado. Es doloroso para usted, lo sé. No lo es menos para mi. La política exige desgarramientos, a veces.

Durante un buen rato, Ramfis no contestó. ¿Estaba bebido? ¿Drogado? ¿Se avecinaba una de esas crisis anímicas que lo ponían a las puertas de la locura? Con grandes ojeras azuladas, los ojos encendidos y desasosegados, hacía esa extraña mueca.

—Ya se lo expliqué —añadió Balaguer—. Me he su~ jetado estrictamente a lo que acordamos. Usted aprobó mi proyecto. Pero, desde luego, sigue en pie lo que entonces le dije. Si prefiere tomar las riendas, no necesita sacar los tanques de San Isidro. Le entrego mi renuncia ahora mismo.

Ramfis lo miró largamente, con hastío.

—Todos me lo piden —murmuró, sin entusiasmo—. Mis tíos, los comandantes de regiones, los militares, mis primos, los amigos de papi. Pero, yo no quiero sentarme ahí donde está. A mi esta vaina no me gusta, doctor Balaguer. —Para qué? ¿Para que me paguen como a él?

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