La fiesta del chivo (25 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—Ni que fueras a llorar, Steve. ¿De amor por mí? ¿O has tomado más whiskys de los debidos?

Steve no sonrió. Se la quedó mirando buen rato, sin responder, y dijo aquella frase: «Eres un témpano de hielo. Tú sí que no pareces dominicana. Yo lo parezco más que tu». Vaya, vaya, el pelirrojo se enamoró de ti, Urania. ¿Qué sería de él? Magnífica persona, graduado en Economía por la Universidad de Chicago, su interés por el Tercer Mundo abarcaba los problemas de desarrollo, sus lenguas y sus hembras. Terminó casándose con una paquistaní, funcionaria del banco en el área de Comunicaciones.

¿Eras un témpano, Urania? Sólo con los hombres. y no con todos. Con aquellos cuyas miradas, movimientos, gestos, tonos de voz, anuncian un peligro. Cuando adivinas, en sus cerebros o instintos, la intención de cortejarte, de tirarse un lance contigo. A ésos, sí, les haces sentir esa frialdad polar que sabes irradiar en torno, como la pestilencia con que los zorrinos espantan al enemigo. Una técnica que dominas con la maestría que has llegado a tener en todo lo que te propusiste: estudios, trabajo, vida independiente. «Todo, menos en ser feliz.» ¿Lo hubiera sido si, aplicando a ello su voluntad, su disciplina, llegaba a vencer el rechazo invencible, el asco que le inspiran los hombres en quienes despierta deseos? Tal vez. Hubieras podido seguir una terapia, recurrir a un psicólogo, a un psicoanalista. Ellos tenían remedio para todo, también el asco al hombre. Pero, nunca habías querido curarte. Por el contrario, no lo consideras una enfermedad, sino un rasgo de tu carácter, como tu inteligencia, tu soledad y tu pasión por el trabajo bien hecho.

Su padre tiene los ojos abiertos y la mira algo asustado.

—Me acordé de Steve, un canadiense del Banco Mundial —dice, en voz baja, escudriñándole—. Como no quise casarme con él, me dijo que era un témpano de hielo. Una acusación que a cualquier dominicana ofendería. Tenemos fama de ardientes, de imbatibles en el amor. Yo gané fama de lo contrario: remilgada, indiferente, frígida. ¿Qué te parece, papá? Ahorita mismo, a la prima Lucinda, para que no pensara mal de mí, tuve que inventarle un amante.

Calla porque nota que el inválido, encogido en el si llón, parece aterrado. Ya no aparta a las moscas, que se pasean tranquilamente por su cara.

—Un tema sobre el que me hubiera gustado habláramos, papá. Las mujeres, el sexo. ¿Tuviste aventuras desde que murió mamá? Nunca noté nada. No parecías mujeriego. ¿El poder te colmaba de tal modo que no hacía falta el sexo? Se da, incluso en esta tierra caliente. Es el caso de nuestro Presidente perpetuo, don Joaquín Balaguer ¿no? Solterito, a sus noventa años. Escribió poemas de amor y hay rumores de una hija a escondidas. A mi, siempre me dio la impresión de que el sexo nunca le interesó, que el poder le dio lo que a otros la cama. ¿Fue tu caso, papá? ¿O tuviste discretas aventuras? ¿Te invitó Trujillo a sus orgías, en la Casa de Caoba? ¿Qué ocurría allí? ¿Tenía también el jefe, como Ramfis, la diversión de humillar a amigos y cortesanos, obligándolos a afeitarse las piernas, a raparse, a maquillarse como viejas pericas? ¿Hacía esas gracias? ¿Te las hizo?

El senador Cabral ha palidecido de tal modo que Urania piensa: «Se va a desmayar». Para que se sosiegue, se aleja de él. Va a la ventana y se asoma. Siente la fuerza del sol en el cráneo, en la piel afiebrada de su cara. Está sudando. Deberías regresar al hotel, llenar la bañera con espuma, darte un largo baño de agua fresquita. O bajar y zambullirte en la piscina de azulejos, y, después, probar el buffet criollo que ofrece el restaurante del Hotel Jaragua, habrá habichuelas con arroz y carne de puerco. Pero, no tienes ganas de eso. Más bien, de ir al aeropuerto, tomar el primer avión a New York y reanudar tu vida en el atareado bufete, y en tu departamento de Madison y la 73 Street.

Vuelve a sentarse en la cama. Su padre cierra los ojos. ¿Duerme o simula dormir por el miedo que le inspiras? Estás haciendo pasar un mal rato al pobre inválido. ¿Eso querías? ¿Asustarlo, infligirle unas horas de espanto? ¿Te sentirás mejor, ahora? El cansancio se ha adueñado de ella y, como se le cierran los ojos, se pone de pie.

De manera maquinal, va hacia el gran ropero de madera oscura que ocupa enteramente uno de los lados de la habitación. Está semivacío. En unos ganchos de alambre cuelgan un traje de tela plomiza, que amarillea como una hoja de cebolla, y unas camisas lavadas pero sin Planchar; a dos les faltan botones. ¿Eso queda del vestuario del presidente del Senado, Agustín Cabral? Era un hombre elegante. Cuidadoso con su persona y atildado, como le gustaba al jefe. ¿Qué se habían hecho los smokings, el frac, los trajes oscuros de paño inglés, los blancos de hilo finísimo? Se los irían robando los sirvientes, las enfermeras, los parientes menesterosos.

El cansancio es más fuerte que su voluntad de mantenerse despierta. Termina por echarse en la cama y cerrar los ojos. Antes de dormirse, alcanza a pensar que esa cama huele a hombre viejo, a sábanas viejas, a sueños y pesadillas viejísimos.

XI

—Una pregunta, Excelencia —dijo Simon Gittleman, colorado por las copas de champagne y de vino, o, tal vez, por la emoción—. De todas las medidas que ha tomado para hacer grande este país ¿cuál fue la más difícil?

Hablaba un excelente español, con un remoto acento, nada que se pareciera a ese lenguaje caricatural, lleno de faltas y la entonación equivocada de tantos gringos que habían desfilado por las oficinas y salones del Palacio Nacional. Cuánto había mejorado el español de Simon desde 1921, cuando Trujillo, joven teniente de la Guardia Nacional, fue aceptado como alumno en la Escuela para Oficiales de Haina y tuvo como instructor al marine; entonces, chapurreaba una lengua bárbara, mechada de palabrotas. Gittleman había formulado la pregunta en voz tan alta que las conversaciones cesaron y veinte cabezas —curiosas, risueñas, graves— se volvieron hacia el Benefactor, esperando su respuesta.

—Te puedo responder, Simon —Trujillo adoptó la voz arrastrada y cóncava de las solemnes ocasiones. Fijó la vista en la araña de cristal de bombillas en forma de pétalos, y añadió—: El 2 de octubre de 1937, en Dajabón.

Hubo rápidos intercambios de miradas entre los asistentes al almuerzo ofrecido por Trujillo a Simon y Dorothy Gittleman, luego de la ceremonia en la que el ex marine fue condecorado con la Orden del Mérito Juan Pablo Duarte. Al agradecer, a Gittleman se le quebró la voz. Ahora, trataba de adivinar a qué se refería Su Excelencia.

—¡Ah, los haitianos! —su palmada en la mesa hizo tintinear la fina cristalería de copas, fuentes, vasos y botellas—. El día que Su Excelencia decidió cortar el nudo gordiano de la invasión haitiana.

Todos tenían copas de vino, pero el Generalísimo sólo bebía agua. Estaba serio, absorbido en sus recuerdos. El silencio se espesó. Hierático, teatral, el Generalísimo levantó las manos y las mostró a los invitados:

—Por este país, yo me he manchado de sangre —afirmó, deletreando—. Para que los negros no nos colonizaran otra vez. Eran decenas de miles, por todas partes. Hoy no existiría la República Dominicana. Como en 1840, toda la isla sería Haití. El puñadito de blancos sobrevivientes, serviría a los negros. Ésa fue la decisión más difícil en treinta años de gobierno, Simon.

—Cumplido su encargo, recorrimos la frontera de uno a otro confín —el joven diputado Henry Chirinos se inclinó sobre el enorme mapa desplegado en el escritorio del Presidente y señaló—: Si esto sigue así, no habrá ningún futuro para Quisqueya, Excelencia.

—La situación es más grave de lo que le informaron, Excelencia —el delicado índice del joven diputado Agustín Cabral acarició la punteada línea roja que bajaba haciendo eses de Dajabón a Pedernales—. Miles de miles, afincados en haciendas, descampados y caseríos. Han desplazado a la mano de obra dominicana.

—Trabajan gratis, sin cobrar salario, por la comida. Como en Haití no hay que comer, un poco de arroz y habichuelas les basta y sobra. Cuestan menos que los burros y los perros.

Chirinos accionó y cedió la palabra a su amigo y colega:

—Es inútil razonar con hacendados y dueños de fincas, Excelencia —precisó Cabral—. Responden tocándose el bolsillo. ¿Qué más da que sean haitianos si son buenos macheteros para la zafra, y cobran miserias? Por el patriotismo no voy a ir contra mis intereses.

Calló, miró al diputado Chirinos y éste tomó el relevo:

—A lo largo de Dajabón, Ellas Piña, Independencia y Pedernales, en vez del español sólo resuenan los gruñidos africanos del creole.

Miró a Agustín Cabral y éste encadenó:

—El vudú, la santería, las supersticiones africanas están desarraigando a la religión católica, distintivo, como la lengua y la raza, de nuestra nacionalidad.

—Hemos visto párrocos llorando de desesperación, Excelencia —tremoló el joven diputado Chirinos—. El salvajismo precristiano se apodera del país de Diego Colón, Juan Pablo Duarte y Trujillo. Los brujos haitianos tienen más influencia que los párrocos. Los curanderos, más que boticarios y médicos.

—¿El Ejército no hacía nada? —Simon Gittleman bebió un sorbo de vino. Uno de los mozos uniformados de blanco se apresuró a llenarle la copa de nuevo.

—El Ejército hace lo que manda el Jefe, Simon, tú lo sabes —sólo el Benefactor y el ex marine hablaban. Los demás escuchaban y sus cabezas se movían, del uno al otro—. La gangrena había avanzado hasta muy arriba. Montecristi, Santiago, San Juan, Azua, hervían de haitianos. La peste había ido extendiéndose sin que nadie hiciera nada. Esperando un estadista con visión, al que no le temblara la mano.

—Imagine una hidra de innumerables cabezas, Excelencia —el joven diputado Chirinos poetizaba con las maromas de sus ademanes—. Esa mano de obra roba trabajo al dominicano, quien, para sobrevivir, vende su conuco y su rancho. ¿Quién le compra esas tierras? El haitiano enriquecido, naturalmente.

—Es la segunda cabeza de la hidra, Excelencia —apuntó el joven diputado Cabral—. Quitan trabajo al nacional y se apropian, pedazo a pedazo, de nuestra soberanía. —También de las mujeres —agravó la voz y soltó un vaho lujurioso el joven Henry Chirinos: su lengua rojiza orn', serpentina, entre sus gruesos labios—. Nada atrae tanto a la carne negra como la blanca. Los estupros de dominicanas por haitianos son el pan de cada día.

—No se diga los robos, los asaltos a la propiedad —insistió el joven Agustín Cabral—. Las bandas de facinerosos cruzan el río Masacre como si no hubiera aduanas, controles, patrullas. La frontera es un colador. Las bandas arrasan aldeas y haciendas como nubes de langostas. Luego, arrean a Haití los ganados y todo lo que encuentran de comer, ponerse y adornarse. Esa región ya no es nuestra, Excelencia. Ya perdimos nuestra lengua, nuestra religión, nuestra raza. Ahora es parte de la barbarie haitiana.

Dorothy Gittleman apenas hablaba español y debía aburrirse con este diálogo sobre algo ocurrido veinticuatro años atrás, pero, muy seria, asentía cada cierto tiempo, mirando al Generalísimo y a su esposo como si no perdiera sílaba de lo que decían. La habían sentado entre el Presidente fantoche, Joaquín Balaguer, y el ministro de las Fuerzas Armadas, general José René Román. Era una viejecita menuda, frágil, derecha, rejuvenecida por el veraniego vestido de tonos rosados. Durante la ceremonia, cuando el Generalísimo dijo que el pueblo dominicano no olvidaría la solidaridad que le habían demostrado los esposos Gittleman en estos momentos difíciles, cuando tantos gobiernos lo apuñalaban, también soltó unas lágrimas.

—Yo sabía lo que estaba ocurriendo —afirmó Trujillo—. Pero, quise verificarlo, que no quedara duda. Ni siquiera después de recibir el informe del Constitucionalista Beodo y Cerebrito, a quienes mandé sobre el terreno, tomé una decisión. Decidí ir yo mismo a la frontera. La recorrí a caballo, acompañado por los voluntarios de la Guardia Universitaria. Con estos ojos lo vi: nos habían invadido de nuevo, como en 1822. Esta vez, pacíficamente. ¿Podía permitir que los haitianos se quedaran en mi país otros veintidós años?

—Ningún patriota lo hubiera permitido —exclamó el senador Henry Chirinos, elevando su copa—. Y, menos, el Generalísimo Trujillo. ¡Un brindis por Su Excelencia!

Trujillo continuó, como si no hubiera oído:

—¿Podía permitir, que, como en esos veintidós años de ocupación, los negros asesinaran, violaran y degollaran hasta en las iglesias a los dominicanos?

En vista del fracaso de su brindis, el Constitucionalista Beodo resopló, bebió un trago de vino y se puso a escuchar.

—A lo largo de aquel recorrido de la frontera, con la Guardia Universitaria, la flor y nata de la juventud, fui escrutando el pasado —prosiguió el Generalísimo, con creciente énfasis—. Recordé el degüello en la iglesia de Moca. El incendio de Santiago. La marcha hacia Haití de Dessalines y Cristóbal, con novecientos notables de Moca, que murieron en el camino o fueron repartidos como esclavos entre los militares haitianos.

—Más de dos semanas que presentamos el informe y el jefe no hace nada —se inquietó el joven diputado Chirinos—. ¿Tomará alguna decisión, Cerebrito?

—No seré yo quien se lo pregunte —le repuso el joven diputado Cabral—. El jefe actuará. Sabe que la situación es grave.

Ambos habían acompañado a Trujillo en el recorrido a caballo a lo largo de la frontera, con el centenar de voluntarios de la Guardia Universitaria, y acababan de llegar, boqueando más que sus bestias, a la ciudad de Dajabón. Los dos, pese a su juventud, hubieran preferido descansar los huesos molidos por la cabalgata, pero Su Excelencia ofrecía una recepción a la sociedad de Dajabón y jamás le harían un desaire. Ahí estaban, asfixiados de calor en sus camisas de cuellos duros y sus levitas, en el engalanado ayuntamiento donde Trujillo, fresco como si no hubiera cabalgado desde el amanecer, en un impecable uniforme azul y gris constelado de condecoraciones y entorchados, evolucionaba entre los distintos grupos, recibiendo pleitesías, con una copa de Carlos I en la mano derecha. En eso, divisó a un joven oficial de botas polvorientas, irrumpiendo en el embanderado salón.

—Te presentaste en esa fiesta de gala, sudando y en traje de campaña —el Benefactor volvió bruscamente la mirada hacia el ministro de las Fuerzas Armadas—. Qué asco sentí.

—Venía a darle un informe al jefe de mi regimiento, Excelencia —se confundió el general Román, después de un silencio, en el que su memoria haría esfuerzos para identificar aquel antiguo episodio—. Una banda de facinerosos haitianos penetró anoche de manera clandestina en el país. Esta madrugada asaltaron tres fincas en Capotillo y Parolí, llevándose todas las reses. Y dejaron tres muertos, además.

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