La fiesta del chivo (11 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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Dijo la última frase muy despacio, deletreando para reforzar su sarcasmo.

—Si usted permite, Excelencia —balbuceó, haciendo un esfuerzo sobrehumano, el general Juan Tomás Díaz—. Quisiera recordar que, al ser destituido, los invasores habían sido derrotados. Yo cumplía con mi deber.

Era un hombre fuerte y recio, pero se había empequeñecido en el asiento. Estaba muy pálido y se ensalivaba la boca a cada momento. Miraba al Benefactor, pero éste, como si no lo hubiera visto ni oído, paseaba por segunda vez su mirada sobre los invitados con una nueva perorata:

—Y no sólo se lo invita a Palacio. Se le pasa a retiro con su sueldo completo y sus prerrogativas de general de tres estrellas, para que descanse con la conciencia del deber cumplido. Y goce, en sus fincas ganaderas, en compañía de Chana Díaz, su quinta esposa que es también su sobrina carnal, de merecido reposo. ¿Qué mayor prueba de magnanimidad de esta dictadura sanguinaria?

Cuando acabó de hablar, la cabeza del Benefactor había terminado la ronda de la mesa. Ahora sí, se detuvo en el rincón del general Juan Tomás Díaz. La cara del jefe ya no era la irónica, melodramática, de hacía un momento. La embargaba una seriedad mortal. Sus ojos habían adoptado la fijeza sombría, trepanadora, inmisericorde, con que recordaba a la gente quién mandaba en este país y en las vidas dominicanas. Juan Tomás Díaz bajó la vista.

—El general Díaz se negó a ejecutar una orden mía y se permitió reprender a un oficial que la estaba cumpliendo —dijo, lentamente, con desprecio—. En plena invasión. Cuando los enemigos armados por Fidel Castro, por Muñoz Marín, Betancourt y Figueres, esa caterva de envidiosos, habían desembarcado a sangre y fuego, y asesinado soldados dominicanos, decididos a arrancarnos la cabeza a todos los que estamos en esta mesa. Entonces, el jefe militar de La Vega descubrió que era un hombre compasivo. Un delicado, enemigo de emociones fuertes, que no podía ver correr sangre. Y se permitió desacatar mi orden de fusilar sobre el terreno a todo invasor capturado con el fusil en la mano. E insultar a un oficial que, respetuoso del comando, daba su merecido a quienes venían aquí a instalar una dictadura comunista. El general se permitió, en esos momentos de peligro para la Patria, sembrar la confusión y debilitar la moral de nuestros soldados. Por eso, ya no forma parte del Ejército, aunque todavía se ponga el uniforme.

Calló, para tomar un sorbo de agua. Pero, apenas lo hubo hecho, en lugar de proseguir, de manera totalmente abrupta se puso de pie y se despidió, dando por terminado el almuerzo: «Buenas tardes, señores».

—Juan Tomás no intentó irse, porque sabía que no hubiera llegado vivo a la puerta —dijo Trujillo—. Bueno, en qué conspiración anda.

Nada muy concreto, en realidad. En su casa de Gazcue, desde hacía algún tiempo, el general Díaz y su esposa Chana recibían muchas visitas. El pretexto era ver películas, que se daban en el patio, al aire libre, con un proyector que manejaba el yerno del general. Rara mezcla, los asistentes. Desde connotados hombres del régimen, como el suegro y hermano del dueño de la casa, Modesto Díaz Quesada, hasta ex funcionarios apartados del gobierno, como Amiama Tió y Antonio de la Maza. El coronel Abbes García había convertido en callé a uno de los sirvientes, desde hacía un par de meses. Pero, lo único que detectó era que los señores, mientras veían las películas, hablaban sin parar, como si éstas les interesaran sólo porque apagaban las conversaciones.

En fin, no eran esas reuniones en las que se hablaba mal del régimen entre trago y trago de ron o de whisky lo digno de tener en cuenta. Sino que, ayer, el general Díaz tuvo una entrevista secreta con un emisario de Henry Dearborn, el supuesto diplomático yanqui, que, como Su Excelencia sabía, era el jefe de la CIA en Ciudad Trujillo.

—Le pediría un millón de dólares por mi cabeza —comentó Trujillo—. El gringo debe estar mareado con tanto comemierda que le pide ayuda económica para acabar conmigo. ¿Dónde se vieron?

—En el Hotel El Embajador, Excelencia.

El Benefactor reflexionó un momento. ¿Sería capaz Juan Tomás de montar algo serio? Hacía veinte años, tal vez. Era un hombre de acción, entonces. Luego, se había sensualizado. Le gustaban demasiado el trago y las galleras, comer, divertirse con los amigos, casarse y descasarse, para Jugárselas tratando de derrocarlo. A mal palo se arrimaban los gringos.

Bah, no había que preocuparse.

—De acuerdo, Excelencia, creo que, por ahora, no hay peligro con el general Díaz. Sigo sus pasos. Sabemos quién lo visita y a quiénes visita. Su teléfono está intervenido.

¿Había algo más? El Benefactor echó una mirada a la ventana: seguía igual de oscuro, pese a que pronto serían las seis. Pero ya no reinaba el silencio. A lo lejos, en la periferia del Palacio Nacional, separado de las calles por una vasta explanada de césped y árboles y cercado por una alta reja con lanzas, pasaba de rato en rato un automóvil tocando la bocina, y, dentro del edificio, sentía a los encargados de la limpieza, suapeando, barriendo, encerando, sacudiendo. Encontraría oficinas y pasillos limpios y brillando cuando tuviera que cruzarlos. Esta idea le produjo bienestar.

—Perdone que insista, Excelencia, pero quisiera restablecer el dispositivo de seguridad. En la Máximo Gómez y el Malecón, mientras usted da su paseo. Y en la carretera, cuando vaya a la Casa de Caoba.

Un par de meses atrás había ordenado, de manera intempestiva, que cesara el operativo de seguridad. ¿Por qué? Tal vez porque, una tarde, en una de sus caminatas a la hora del crepúsculo, bajando la Máximo Gómez rumbo al mar, advirtió, en todas las bocacalles, barreras policiales impidiendo a transeúntes y coches entrar en la Avenida y el Malecón mientras duraba su caminata. E imaginó la miríada de Volkswagens con caliés que Johnny Abbes derramaba por todo el contorno de su trayectoria. Sintió agobio, claustrofobia. También le había ocurrido alguna noche, yendo a la Hacienda Fundación, al entrever a lo largo de la carretera, los cepíllos y las barreras militares que guardaban su paso. ¿O era la fascinación que el peligro siempre había ejercido sobre él —el espíritu indómito del marina— lo que lo llevaba a desafiar así la suerte en el momento de mayor amenaza para el régimen? En todo caso, era una decisión que no revocaría.

—La orden sigue en pie —repitió, en tono que no admitía discusión.

—Bien, Excelencia.

Se quedó mirando al coronel a los ojos —éste bajó los suyos, de inmediato— y le espetó, con una chispa de humor:

—¿Cree usted que su admirado Fidel Castro anda por las calles como yo, sin protección?

El coronel negó con la cabeza.

—No creo que Fidel Castro sea tan romántico como usted, Excelencia.

¿Romántico, él? Tal vez, con algunas de las mujeres que había amado, tal vez con Lina Lovatón. Pero, fuera del campo sentimental, en el político, él se había sentido siempre un clásico. Racionalista, sereno, pragmático, de cabeza fría y larga visión.

—Cuando lo conocí, allá en México, él preparaba la expedición del Granma. Lo creían un cubano alocado, un aventurero nada serio. A mí me impresionó desde el primer momento por su falta total de emociones. Aunque en sus discursos parezca tropical, exuberante, apasionado. Eso, para el público. Es lo contrario. Una inteligencia de hielo. Yo siempre supe que llegaría al poder. Pero, permítame una aclaración, Excelencia. Admiro la personalidad de Castro, la manera como ha sabido burlar a los gringos, aliarse con los rusos y los países comunistas usándolos como parachoques contra Washington. No admiro sus ideas, yo no soy comunista.

—Usted es un capitalista hecho y derecho —se burló Trujillo, con una risita sardónica—. Ultramar hizo muy buenos negocios, importando productos de Alemania, Austria y los países socialistas. Las representaciones exclusivas no tienen pérdidas.

—Otra cosa más que agradecerle, Excelencia —admitió el coronel—. La verdad, no se me hubiera ocurrido. Nunca me interesaron los negocios. Abrí Ultramar porque usted me lo ordenó.

—Prefiero que mis colaboradores hagan buenos negocios a que roben —explicó el Benefactor—. Los buenos negocios sirven al país, dan trabajo, producen riqueza, levantan la moral del pueblo. En cambio, los robos lo desmoralizan. Me imagino que, desde las sanciones, también para Ultramar van mal las cosas.

—Prácticamente, paralizadas. No me importa, Excelencia. Ahora, mis veinticuatro horas del día están dedicadas a impedir que los enemigos destruyan este régimen y lo maten a usted.

Habló sin emoción, con el mismo tono opaco, neutral, con el que normalmente se expresaba.

—¿Debo concluir que me admira tanto como al pendejo de Castro? —comentó Trujillo, buscando aquellos ojitos evasivos.

—A usted no lo admiro, Excelencia —murmuró el coronel Abbes, bajando los ojos—. Yo vivo por usted. Para usted. Si me permite, soy el perro guardián de usted.

Al Benefactor le pareció que, al decir la última frase, a Abbes García le había temblado la voz. Sabía que no era nada emotivo, ni afecto a esas efusiones tan frecuentes en boca de otros cortesanos, de modo que se lo quedó escrutando, con su mirada de cuchillo.

—Si me matan, lo hará alguien muy próximo, un traidor de la familia, digamos —dijo, como hablando de otra persona—. Para usted, sería una gran desgracia.

—También para el país, Excelencia.

—Por eso sigo a caballo —asintió Trujillo—. Si no, me hubiera retirado, como me vinieron a aconsejar, mandados por el Presidente Eisenhower, William Pawley, el general Clark y el senador Smathers, mis amigos yanquis. «Pase a la historia como un estadista magnánimo, que cedió el timón a los jóvenes.» Así me lo dijo Smathers, el amigo de Roosevelt. Era un mensaje de la Casa Blanca. A eso vinieron. A pedir que me vaya y a ofrecerme asilo en Estados Unidos. «Allí tendrá asegurado su patrimonio.» Esos pendejos me confunden con Batista, con Rojas Pinilla, con Pérez Jiménez. A mí sólo me sacarán muerto.

El Benefactor volvió a distraerse, pues se acordó de Guadalupe, Lupe para los amigos, la mexicana corpulenta y hombruna con la que se casó Johnny Abbes en ese período misterioso y aventurero de su vida en México, cuando, por una parte, enviaba minuciosos informes a Navajita sobre las andanzas de los exiliados dominicanos, y, por otra, frecuentaba círculos revolucionarios, como el de Fidel Castro, el Che Guevara y los cubanos del 26 de julio, que preparaban la expedición del Granma, y gentes como Vicente Lombardo Toledano, muy vinculado al gobierno de México, que había sido su protector. El Generalísimo no había tenido nunca tiempo para interrogarlo con calma sobre esa etapa de su vida, en la que el coronel descubrió su vocación y su talento para el espionaje y las operaciones clandestinas. Una vida sabrosa, sin duda, llena de anécdotas. ¿Por qué se casaría con esa horrenda mujer?

—Hay algo que siempre se me olvida preguntarle —dijo, con la crudeza que hablaba a sus colaboradores—. ¿Cómo fue que se casó con una mujer tan fea?

No detectó el menor movimiento de sorpresa en la cara de Abbes García.

—No fue por amor, Excelencia.

—Eso siempre lo supe —dijo el Benefactor, sonriendo—. Ella no es rica, o sea que no fue un braguetazo.

—Por agradecimiento. Lupe me salvó la vida, una vez. Ella ha matado por mí. Cuando era secretaria de Lombardo Toledano, yo estaba recién llegado a México. Gracias a Vicente empecé a entender qué era la política. Mucho de lo que he hecho no hubiera sido posible sin Lupe, Excelencia. Ella no sabe lo que es el miedo. Y, además, tiene un instinto que hasta ahora siempre ha funcionado.

—Ya sé que es bragada, que sabe fajarse, que anda con pistola y va a casas de cueros, como los machos —dijo el Generalísimo, de excelente humor—. Hasta he oído que Puchita Brazobán le reserva muchachitas. Pero, lo que me intriga es que a ese engendro haya podido hacerle hijos.

—Trato de ser un buen marido, Excelencia.

El Benefactor se echó a reír, con la risa sonora de otros tiempos.

—Puede usted ser entretenido cuando quiere —lo festejó—. Así que la ha cogido por gratitud. A usted se le para el ripio a voluntad, entonces.

—Es una manera de hablar, Excelencia. La verdad, no quiero a Lupe ni ella me quiere. No, por lo menos, a la manera en que se entiende el amor. Estamos unidos por algo más fuerte. Riesgos compartidos hombro con hombro, viéndole la cara a la muerte. Y mucha sangre, manchándonos a los dos.

El Benefactor asintió. Entendía lo que quería decir. A él le hubiera gustado tener una mujer como ese espantajo, coño. No se hubiera sentido tan solo, a veces, a la hora de tomar algunas decisiones. Nada ataba tanto como la sangre, cierto. Sería por eso que él se sentía tan amarrado a este país de malagradecidos, cobardes y traidores. Porque, para sacarlo del atraso, el caos, la ignorancia y la barbarie, se había teñido de sangre muchas veces. ¿Se lo agradecerían en el futuro estos pendejos?

Otra vez se abatió sobre él la desmoralización. Simulando consultar la hora, echó una ojeada por el rabillo del ojo a su pantalón. No había mancha alguna en la entrepierna ni en la bragueta. La comprobación no le levantó el ánimo. De nuevo cruzó por su mente el recuerdo de la muchachita de la Casa de Caoba. Desagradable episodio. ¿Hubiera sido mejor pegarle un tiro, ahí mismo, mientras lo miraba con esos ojos? Tonterías. Él nunca había pegado tiros gratuitamente, y menos por asuntos de cama. Sólo cuando no había alternativa, cuando era absolutamente indispensable para sacar adelante a este país, o para lavar una afrenta.

—Permítame, Excelencia.

—¿Sí.

—El Presidente Balaguer anunció anoche por la radio que el gobierno liberará a un grupo de presos políticos.

—Balaguer hizo lo que le ordené. ¿Por qué?

—Necesitaría tener la lista de los que van a ser liberados. Para cortarles el pelo, afeitarlos y vestirlos de manera decente. Me imagino que serán presentados a la prensa.

—Le enviaré la lista apenas la revise. Balaguer piensa que esos gestos son convenientes, en el campo diplomático. Ya veremos. En todo caso, presentó bien la medida.

Tenía sobre el escritorio el discurso de Balaguer. Leyó en voz alta el párrafo subrayado: «La obra de Su Excelencia el Generalísimo Dr. Rafael L. Trujillo Molina ha alcanzado tal solidez que nos permite, al cabo de treinta años de paz ordenada y de liderato consecutivo, ofrecer a América un ejemplo de la capacidad latinoamericana para el ejercicio consciente de la verdadera democracia representativa».

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