La falsa pista (50 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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Después se sintió aliviado. No era la primera vez en su vida que empezaba el día con varias pequeñas mentiras, excusas y engaños a sí mismo. Se duchó, tomó café, le escribió una nueva nota a Linda y salió del apartamento poco después de las seis y media. Cuando llegó a la comisaría todo estaba muy tranquilo. Durante la temprana y solitaria primera hora, cuando el agotado personal nocturno se dirigía a sus casas, y aún era pronto para el personal diurno, era cuando a Wallander más le gustaba caminar por el pasillo hacia su despacho. La vida adquiría un significado muy especial durante aquella solitaria hora de la mañana. Nunca había entendido por qué era así. Pero podía seguir el recuerdo de la sensación hasta muy atrás en su particular tiempo prehistórico, incluso hasta veinte años antes. Rydberg, su viejo mentor y amigo, había sentido lo mismo. «Todas las personas tienen momentos sagrados, breves, pero sumamente personales», dijo Rydberg una vez, durante una de las pocas ocasiones que estuvieron en el despacho de Wallander o en el de Rydberg compartiendo una botella de whisky detrás de las puertas bien cerradas. No se tomaba alcohol en la comisaría. Pero tal vez habían tenido ocasión de celebrar algo. O quizá deplorar algo también. Wallander no recordaba las causas. Pero echaba mucho de menos los breves e insólitos momentos filosóficos con Rydberg. Habían sido momentos de amistad, de una confianza irrepetible. Wallander se sentó en su escritorio y hojeó con rapidez un montón de notas que esperaban en su mesa. En un informe llegado de alguna parte vio que el cadáver de Dolores María Santana había sido entregado para su inhumación y que ahora descansaba en una tumba en el mismo cementerio que Rydberg. Eso le llevó de vuelta a la investigación, se arremangó la camisa como si estuviera a punto de salir al mundo a luchar, y leyó con rapidez endiablada todas las copias del material de investigación que sus colegas habían realizado. Había papeles de Nyberg, diferentes resultados de laboratorio en los que Nyberg había garabateado interrogantes y comentarios en los márgenes, resúmenes de las informaciones telefónicas, que habían aumentado algo pero que eran relativamente pocas, marcadas, naturalmente, por la época de verano. «Tyrén debe de ser un joven muy afanoso», pensó Wallander, sin poder determinar si eso indicaba que Tyrén en el futuro sería un buen policía para trabajar sobre el terreno o si ya estaba mostrando que pertenecería a algún lugar del coto de caza dentro de la burocracia. Leyó rápida pero atentamente. Nada importante se le escapó. Lo que le parecía más relevante era que hubieran podido confirmar tan deprisa que Björn Fredman había sido asesinado en el embarcadero debajo de la carretera transversal hacia Charlottenlund. Apartó los montículos de papeles y se recostó pensativo en la silla. «¿Qué es lo que esos hombres tienen en común?», pensó. «Fredman no encaja en el cuadro. Pero aun así pertenece al grupo. Un ex ministro de Justicia, un marchante de arte, un asesor fiscal y un ladronzuelo. Son asesinados por el mismo autor, que también les arranca las cabelleras. Les encontramos en el mismo orden en el que les han matado. A Wetterstedt, el primero, apenas le escondieron, más bien le ocultaron. A Carlman, el segundo, le mataron en plena verbena de San Juan en su propio jardín. A Björn Fredman le capturaron, le llevaron a un embarcadero solitario y luego le colocaron, como en una exposición, en pleno centro de Ystad. En un hoyo de aguas residuales con una lona encima de la cabeza. Como una estatua en espera de ser descubierta. Por último, el autor de los delitos se desplazó a Helsingborg y mató a Åke Liljegren. Casi enseguida podemos comprobar una relación entre Wetterstedt y Liljegren. Ahora hace falta encontrar la relación con los demás. Cuando sepamos exactamente lo que les unía, podremos también preguntar: ¿quién tenía motivos para querer matarlos? ¿Y por qué esas cabelleras? ¿Quién es el guerrero solitario?»

Wallander permaneció largo rato pensando en Björn Fredman y en Åke Liljegren. Allí había algo más. El rapto y el ácido en los ojos en cuanto a Fredman, y la cabeza de Liljegren en el horno. Era algo adicional. Para el asesino no era suficiente con matarlos y arrancarles la cabellera. ¿Por qué? Dio otro paso. El agua se volvía más profunda a su alrededor. El fondo era resbaladizo. Era fácil dar un mal paso. La diferencia entre Björn Fredman y Liljegren. Muy evidente. A Björn Fredman le vertieron el ácido en los ojos estando aún vivo. Liljegren estaba muerto cuando le colocaron dentro del horno. De nuevo intentó figurarse al asesino. Delgado, bien entrenado, descalzo, loco. Si perseguía a hombres malvados, Björn Fredman debió de ser el peor. Luego Liljegren. Carlman y Wetterstedt casi en la misma categoría. Wallander se levantó y se acercó a la ventana. Había algo en el orden que le preocupaba. Björn Fredman había sido el tercero. ¿Por qué no el primero o el último por el momento? La raíz de la maldad, la primera o la última en ser arrancada, por un asesino que está loco pero que es cauto y está bien organizado. Debió de elegir el embarcadero por su situación. «¿Cuántos habría examinado antes de decidirse?» ¿Será un hombre que siempre se encuentra cerca del mar? Un hombre educado, un pescador, ¿o un empleado de los guardacostas? ¿O por qué no del salvamento marítimo, que cuenta con el mejor banco de la ciudad si se quiere estar pensando a solas? Además, logra raptar a Björn Fredman. En su propio coche. ¿Por qué se molesta tanto? ¿Por qué es la única manera de llegar a él? Se han encontrado en algún lugar. Se conocían. Peter Hjelm había sido muy explícito. Björn Fredman realizaba viajes y al regresar tenía mucho dinero. Corrían rumores de que era un matón. Solamente conocía partes de la vida de Fredman. El resto era una incógnita y a la policía le tocaba despejarla.

Wallander se volvió a sentar. El orden no encajaba. ¿Cuál podría ser la explicación? Fue a buscar un café. Svedberg y Ann-Britt Höglund habían llegado. Svedberg se había cambiado de gorra. Tenía las mejillas rojas y peladas. Ann-Britt Höglund cada vez estaba más bronceada. Wallander cada vez más pálido. Poco después llegó Hansson con Mats Ekholm detrás. Incluso Ekholm estaba algo moreno. Los ojos de Hansson estaban enrojecidos por el agotamiento. Contempló a Wallander con mirada atónita, al mismo tiempo que parecía buscar un posible error en su cabeza. ¿Wallander no había dicho que se quedaría en Helsingborg? Sólo eran las siete y media. ¿Había ocurrido algo que le hiciera volver a Ystad tan temprano? Wallander, al intuir los pensamientos de Hansson, negó casi imperceptiblemente con la cabeza. Todo estaba en orden, nadie había entendido mal nada y, probablemente, nadie había entendido nada tampoco. No tenían planificada una reunión. Ludwigsson y Hamrén ya habían ido hacia Skurup, Ann-Britt Höglund tenía la intención de acompañarles, mientras Svedberg y Hansson trabajaban recopilando datos sobre Wetterstedt y Carlman. Alguien asomó la cabeza diciendo que Wallander tenía una llamada de Helsingborg. Wallander contestó desde un teléfono cercano a la máquina de café. Era Sjösten, quien informaba de que Elisabeth Carlén todavía estaba durmiendo. Nadie la había visitado, ni tampoco nadie, excepto unos pocos curiosos, había rondado el chalet de Liljegren.

—¿Åke Liljegren no tenía familia? —preguntó Martinsson casi molesto, como si Liljegren hubiese hecho algo poco adecuado por no estar casado.

—El difunto sólo ha dejado el rastro de unas empresas desmanteladas —dijo Svedberg.

—Están trabajando con el caso Liljegren en Helsingborg —continuó Wallander—. Tendremos que permanecer a la espera.

Wallander comprendió que Hansson había informado de todos los detalles. Todos coincidían en que Liljegren le debía de haber suministrado mujeres a Wetterstedt en días fijos.

—En otras palabras, hace honor a su vieja fama —dijo Svedberg.

—Tenemos que encontrar una relación similar con Carlman —continuó Wallander—. Está ahí, estoy convencido. Deja a Wetterstedt de momento. Es más importante concentrarse en Carlman.

Todos tenían prisa. Determinar la conexión había infundido nueva energía al equipo de investigación. Wallander se llevó a Ekholm a su despacho. Le informó sobre las ideas que había tenido esa mañana temprano. Ekholm, como siempre, era un oyente atento.

—El ácido clorhídrico y el horno —dijo Wallander—. Intento interpretar su idioma. Se habla a sí mismo y habla a las víctimas. ¿Qué es en realidad lo que está diciendo?

—Eso que piensas del orden es interesante —dijo Ekholm—. Los asesinos psicópatas presentan a menudo un elemento de meticulosidad en sus actuaciones sangrientas. Puede haber ocurrido algo que alterase sus planes.

—¿Qué?

—Nadie más que él puede contestarlo.

—De todos modos tenemos que intentarlo.

Ekholm no dijo nada. Wallander tuvo la sensación de que por el momento tenía muy poco que añadir.

—Pongámosles un número —prosiguió Wallander—. Wetterstedt número uno. ¿Qué ves si los cambiamos?

—Fredman primero o último —dijo Ekholm—. Liljegren justo antes o después, dependiendo de cuál sea la variante correcta. Wetterstedt y Carlman tienen posiciones en relación con los demás.

—¿Podemos suponer que haya acabado? —dijo Wallander.

—No lo sé —dijo Ekholm—. Sigue sus propias pistas.

—¿Qué dicen tus ordenadores? ¿Qué combinaciones han logrado sacar?

—En realidad, nada.

Ekholm se mostró sorprendido ante su propia respuesta.

—¿Cómo lo interpretas? —preguntó Wallander.

—Que estamos tratando con un asesino en serie que, en muchos aspectos clave, difiere de sus antecesores.

—¿Y qué significa eso?

—Que nos aportará una nueva experiencia. Si le detenemos.

—Tenemos que hacerlo —dijo Wallander, notando lo poco convincentes que sonaban sus palabras.

Se levantó y abandonó la habitación en compañía de Ekholm.

—Los psicólogos del FBI y de Scotland Yard se han puesto en contacto con nosotros —dijo Ekholm—. Están siguiendo nuestro trabajo con mucha atención.

—¿No tienen ninguna propuesta? Estamos abiertos a todo tipo de sugerencias.

—Te avisaré si hay algo de interés.

Se separaron en la recepción. Wallander se tomó tiempo para intercambiar unas palabras con Ebba, a la que le habían quitado la escayola de la muñeca. Luego se dirigió directamente a Sturup. Encontró a Ludwigsson y Hamrén en el despacho de la policía del aeropuerto. Wallander sintió disgusto ante un joven policía que el año anterior se había desmayado a sus pies mientras arrestaban a un hombre que estaba intentando huir del país. Le saludó con la mano intentando fingir que lamentaba lo sucedido.

Después Wallander se dio cuenta de que había conocido a Ludwigsson antes, en una visita a Estocolmo. Era un hombre corpulento y alto que, seguramente, sufría de hipertensión. Tenía la cara roja, pero no por el sol. Hamrén era todo lo contrario, pequeño y flaco, con gafas de gruesos cristales. Wallander les dio la bienvenida de un modo despreocupado y preguntó cómo les iba. Ludwigsson era el que llevaba la voz cantante.

—Parece que hay muchos problemas entre las diferentes compañías de taxi —empezó—. Igual que en Arlanda. Hasta ahora no hemos podido descubrir cómo consiguió abandonar el aeropuerto durante las horas en cuestión. Tampoco nadie se ha percatado de ninguna moto. No hemos avanzado mucho.

Wallander tomó una taza de café y contestó a unas cuantas preguntas de los dos hombres del departamento de Investigación Criminal. Después los dejó y continuó hasta Malmö. Eran las diez cuando aparcó delante de la casa en Rosengård. Hacía mucho calor. El tiempo era apacible. Subió en el ascensor hasta el cuarto piso y llamó al timbre. Esta vez no fue el hijo de Björn Fredman, sino la viuda quien abrió. Wallander notó de inmediato que olía a vino. A sus pies se agachaba un niño de unos tres o cuatro años. Parecía muy tímido. O mejor dicho, asustado. Cuando Wallander se inclinó hacia él, se quedó petrificado. En ese momento un recuerdo pasó rápidamente por la cabeza de Wallander. No logró retenerlo. Pero memorizó la situación. Algo que había ocurrido antes, o algo que alguien había dicho, algo importante de su subconsciente asomaba. Tarde o temprano lograría aferrar el recuerdo fugaz, lo sabía. La mujer le invitó a entrar. El niño se abrazaba a sus piernas. Ella estaba despeinada y sin maquillar. La manta del sofá le decía que era allí donde había pasado la noche. Se sentaron. Wallander en la misma silla que usaba por tercera vez. En ese momento entró el hijo, Stefan Fredman. Sus ojos estaban tan atentos como la última vez que Wallander estuvo allí. Se acercó y le saludó con un apretón de manos. El mismo comportamiento de adulto. Después se sentó al lado de su madre en el sofá. Todo se repetía. La diferencia era el hermano pequeño, que estaba sentado en su regazo. Se agarraba a ella. Algo en él no parecía normal. No perdía de vista a Wallander. De alguna manera le recordaba a Elisabeth Carlén. «Vivimos en un mundo en el que las personas se observan con atención», pensó. «Sea una puta, un niño de cuatro años o un hermano mayor. Todo el tiempo ese temor, la falta de confianza. Esa vigilancia inquieta. »

—He venido por Louise —dijo Wallander—. Naturalmente es difícil hablar de un familiar que se encuentra en un hospital psiquiátrico. Aun así es necesario.

—¿Por qué no podéis dejarla en paz? —preguntó la mujer. Su voz sonaba insegura y afligida, como si desde el principio dudara de su capacidad para defender a su hija.

Wallander se sintió enseguida desalentado. Hubiera preferido evitar aquella conversación. También estaba inseguro de cómo proceder.

—Claro que vamos a dejarla en paz —dijo—. Pero a veces, entre las tristes tareas de la policía, se cuenta la de recopilar toda la información posible para poder resolver un crimen grave.

—No vio a su padre durante muchos años —contestó—. No os puede explicar nada de importancia.

De repente tuvo una idea.

—¿Louise sabe que su padre está muerto?

—¿Por qué iba a saberlo?

—No me parece algo tan absurdo, ¿no?

Wallander vio que la mujer del sofá estaba a punto de derrumbarse. El disgusto en su interior aumentaba con cada pregunta y cada respuesta. Sin querer, les había sometido a una presión que apenas resistían. El chico, a su lado, guardaba silencio.

—Usted debe entender que Louise ya no tiene contacto con la realidad —dijo la mujer, con una voz tan baja que Wallander tuvo que inclinarse para entender qué decía—. Louise lo ha dejado todo atrás. Vive en su propio mundo. No habla, no escucha, en un juego en el que finge que no existe.

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