La falsa pista (52 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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—Posiblemente haya continuado con eso.

—Conmigo no —respondió, todavía sin inmutarse.

—¿Y no has estado nunca en su casa en Ystad?

—Nunca.

—¿Conoces a alguien que haya estado allí?

—No.

Wallander cambió de foto. Puso la de Carlman. Estaba al lado de una obra de arte abstracto. Wetterstedt había salido serio en la foto anterior. Pero Carlman sonreía a la cámara con la boca abierta. Esta vez no negó con la cabeza.

—A éste le he visto —dijo con decisión.

—¿En casa de Liljegren?

—Sí.

—¿Cuándo fue?

Wallander vio que Sjösten se había sacado una libreta de notas del bolsillo. Elisabeth Carlén reflexionó. Wallander estuvo mirando su cuerpo de reojo.

—Hace aproximadamente un año —dijo.

—¿Estás segura?

—Sí.

Wallander asintió con la cabeza. Sintió que algo se le encendía dentro. «Uno más», pensó. Ahora sólo hace falta colocar a Björn Fredman en la casilla correcta.

Le mostró a Björn Fredman. Era una foto de la cárcel. Björn Fredman estaba tocando la guitarra. La foto debía de ser antigua. Fredman llevaba el pelo largo y pantalones de pernera ancha, y los colores estaban desvaídos.

Volvió a negar con la cabeza. No le había visto nunca. Wallander dejó caer sus manos con un golpe sobre la mesa.

—Eso era lo que quería saber por ahora —dijo—. Ahora Sjösten y yo intercambiaremos nuestros sitios.

Wallander ocupó la posición de la puerta. También se quedó con la libreta de notas de Sjösten.

—¿Cómo coño se puede vivir la vida como tú lo haces? —empezó Sjösten pillándola por sorpresa. Hizo la pregunta con una sonrisa amplísima. Tenía la voz amable. Elisabeth Carlén no perdió los papeles ni por un instante.

—¿A ti que te importa?

—Nada. Es mera curiosidad. ¿Cómo soportas verte la cara en el espejo cada mañana?

—¿Qué piensas tú al verte en el espejo?

—Que al menos no vivo de tumbarme de espaldas ante quien sea por unas cuantas coronas. ¿Aceptas tarjetas de crédito?

—Vete a la mierda.

Hizo un ademán como si fuera a levantarse y marcharse. Wallander estaba enojado por la manera que tenía Sjösten de provocarla. Todavía les podía ser útil.

—Te pido disculpas —dijo Sjösten aún tan convincentemente amable—. Dejemos tu vida privada. ¿Hans Logård? ¿Te dice algo ese nombre?

Le miró sin contestar. Luego se volvió y miró a Wallander.

—Te he hecho una pregunta —insistió Sjösten.

Wallander había entendido su mirada. Solamente quería contestarle esa pregunta a Wallander. Salió al pasillo indicando a Sjösten que le siguiera. Allí le explicó que Elisabeth Carlén había perdido su confianza.

—Entonces la detendremos —dijo Sjösten—. Y una mierda voy a dejar que una puta me tome el pelo.

—¿Detenerla por qué? —dijo Wallander—. Espérate aquí y yo entraré para saber la respuesta. ¡Cálmate, coño!

Sjösten se encogió de hombros. Wallander regresó a la habitación.

Se sentó detrás del escritorio.

—Hans Logård solía verse con Liljegren —dijo ella.

—¿Sabes dónde vive?

—En algún lugar en el campo.

—¿Qué significa eso?

—Que no vive en la ciudad.

—¿Pero no sabes dónde?

—No.

—¿Qué hace? Tampoco lo sé.

—¿Pero participaba en las fiestas?

—Sí.

—¿Cómo invitado o cómo anfitrión?

—Como anfitrión. E invitado.

—¿No sabes dónde podemos localizarle?

—No.

A Wallander todavía le daba la impresión de que decía la verdad. Probablemente no encontrarían a Logård por mediación de ella.

—¿Cómo era la relación entre Liljegren y Logård?

—Hans Logård siempre tenía mucho dinero. Sea lo que sea lo que hacía para Liljegren, le pagaba bien.

Apagó su cigarrillo. A Wallander le dio la sensación de que le habían concedido una audiencia a él y no al revés.

—Ahora me marcho —dijo levantándose.

—Te acompaño hasta abajo —dijo Wallander.

Sjösten paseaba de un extremo a otro por el pasillo. Al pasar por delante de él, le ignoró totalmente. Wallander la siguió con la mirada cuando iba hacia su coche, un Nissan con el techo practicable. Cuando se marchó, Wallander esperó hasta que vio que alguien la seguía. Todavía estaba bajo vigilancia. La cadena aún no estaba rota. Wallander volvió al despacho.

—¿Por qué la provocas? —preguntó.

—Ella representa algo que detesto —respondió Sjösten—. ¿Tú no?

—La necesitamos —dijo Wallander evasivo—. Detestarla vendrá más tarde.

Fueron a buscar café e hicieron un resumen. Sjösten llevó a Birgersson como asesor.

—El problema es Björn Fredman —dijo Wallander—. No encaja. Aparte de eso, tenemos unos cuantos eslabones que, pese a todo, parecen coincidir. Unas conexiones frágiles.

—Tal vez sea precisamente así —dijo Sjösten pensativo.

Wallander prestó instintivamente más atención. Comprendió que Sjösten estaba reflexionando sobre algo. Esperó a que continuara. Pero no lo hizo.

—Piensas en algo —dijo.

Sjösten continuó mirando por la ventana.

—¿Por qué no podría ser precisamente eso? —preguntó—. Que Björn Fredman no encaje. Podemos partir de que ha sido asesinado por el mismo hombre que los demás. Pero por un motivo completamente distinto.

—No parece razonable —dijo Birgersson.

—¿Qué hay de razonable en toda esta historia? —continuó Sjösten—. Nada.

—En otras palabras, deberíamos buscar dos móviles diferentes por completo —dijo Wallander—. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Más o menos. Pero puede que me esté equivocando. Sólo es una idea que se me ha ocurrido. Nada más.

Wallander asintió con la cabeza.

—Puede que tengas razón —dijo—. No debemos prescindir de esa posibilidad.

—Pistas falsas —dijo Birgersson—. Un camino ciego. Un callejón sin salida. Simplemente no parece creíble.

—Lo tendremos en cuenta —dijo Wallander—. De la misma manera que tendremos en cuenta todo lo demás. Pero ahora debemos encontrar a ese hombre llamado Hans Logård. Es lo más importante de todo.

—La casa de Åke Liljegren es una casa muy curiosa —dijo Sjösten—. Allí no hay ni un papel. Ninguna agenda. Nada de nada. Puesto que le encontraron por la mañana temprano y el chalet ha estado vigilado desde entonces, nadie puede haber entrado a limpiar nada.

—Lo que significa que no hemos buscado con suficiente ahínco —dijo Wallander—. Sin Hans Logård no podremos avanzar.

Sjösten y Wallander almorzaron rápidamente en un restaurante al lado de la comisaría. Un poco después de las dos se detuvieron delante del chalet de Liljegren. El cordón policial continuaba instalado. Un agente de policía les abrió las verjas para dejarles pasar. El sol se filtraba por entre las hojas de los árboles. Wallander pensó que todo le parecía muy irreal. Los monstruos pertenecían a la oscuridad y al frío, no a un verano como el que estaban viviendo ese año. Recordó algo que Rydberg le había dicho una vez, como una broma irónica: «A los asesinos locos conviene perseguirles en otoño. Durante los veranos preferimos a algún que otro viejo dinamitero». Sonrió al acordarse. Sjösten le miró con curiosidad. Pero no dijo nada. Entraron en el chalet. Los especialistas de la policía científica habían concluido su trabajo. Con disgusto, Wallander echó una mirada dentro de la cocina. La puerta del horno estaba cerrada. Pensó en la idea anterior de Sjösten. Björn Fredman no encajaba y con ello quizá tenía su lugar correcto en la investigación. ¿Un asesino con dos móviles? ¿Existían? Miró el teléfono que estaba en una mesita. Levantó el auricular. Todavía no habían cortado la línea. Llamó a Ystad. Ebba le buscó a Ekholm. Tardó casi cinco minutos en ponerse al teléfono. Mientras tanto veía a Sjösten pasar por las grandes habitaciones de la planta baja y descorrer las cortinas de las ventanas. De repente, la luz del sol era muy intensa. Wallander notaba el resto del olor a los productos químicos que usaban los técnicos. Ekholm contestó. Wallander le preguntó directamente. En realidad era para los ordenadores de Ekholm. Un asesino en serie que une diferentes móviles en la misma serie. ¿Qué experiencias tenían de eso? ¿Tenían algo que decir los expertos en comportamiento? Ekholm, como de costumbre, encontró interesante la observación de Wallander. Wallander empezaba a cuestionarse si Ekholm lo decía en serio o si estaba de verdad tan infantilmente contento con todo lo que le iba diciendo. Empezaba a recordarle todas las canciones difamatorias que se cantaban sobre la absurda incompetencia del cuerpo de seguridad sueco. Durante los últimos años, se apoyaban cada vez más en diferentes especialistas. Sin que nadie hubiera podido explicar el porqué.

Al mismo tiempo Wallander no quería ser injusto con Ekholm. Durante la estancia en Ystad había mostrado ser un buen oyente. Allí había comprendido algo básico en cuanto al trabajo policial. Los policías tenían que saber escuchar, con la misma intensidad que se suponía que dominaban el difícil arte de la interrogación. Los policías siempre tenían que escuchar. A los sentidos ocultos y a los posibles círculos de móviles que tal vez no eran visibles de manera directa. También deberían escuchar las huellas invisibles del autor del crimen. Como en esta casa. Siempre quedaba algo después de un crimen que no se veía, que no salía a la luz con las pinceladas de los especialistas. Un policía con experiencia debería sacar la conclusión escuchando. El autor del crimen seguramente no se habría dejado los zapatos. Pero sí los pensamientos. Wallander terminó la conversación y entró en el despacho donde Sjösten estaba sentado al lado del escritorio. Wallander no dijo nada. Sjösten tampoco. El chalet invitaba al silencio. El espíritu de Liljegren, si es que había tenido alguno, flotaba por encima de sus cabezas. Wallander subió al piso de arriba y abrió las puertas de una habitación tras otra. En ningún sitio había papeles. Liljegren había vivido en una casa en la que predominaba el vacío.

Wallander pensó en lo que había hecho famoso o tristemente célebre a Liljegren. Los negocios de sociedades fantasmas, vaciar empresas. Había salido al mundo exterior y escondido el dinero. ¿Hizo lo mismo con su propia vida? Tenía viviendas en varios países. El chalet era uno de sus múltiples escondites. Wallander se detuvo delante de una puerta que parecía conducir al desván. Cuando él mismo era niño, había instalado un escondite en el desván de la casa en la que entonces vivía. Abrió la puerta. La escalera era estrecha y empinada. Giró el anticuado interruptor. El trastero del desván de vigas vistas estaba casi vacío. Había unos esquís, algunos muebles. Wallander sentía el mismo olor que abajo en la casa. Los especialistas también habían estado allí arriba. Paseó la mirada por el trastero.

No había puertas secretas que llevasen a espacios secretos. Hacía calor bajo las tejas. Bajó de nuevo. Empezó a buscar más sistemáticamente. Apartó la ropa de los grandes armarios de Liljegren. Tampoco nada. Wallander se sentó al borde de la cama e intentó pensar. Era disparatado pensar que Liljegren lo tuviera todo en la cabeza. En algún sitio debería haber al menos una agenda. Pero no la había. También faltaba otra cosa. Primero no sabía qué era. Retomó el pensamiento y se preguntó de nuevo: ¿Quién era Åke Liljegren? Al que llamaban el asesor fiscal nacional. Åke Liljegren era un viajero. Pero no había maletas en la casa. Ni siquiera un maletín. Wallander se levantó y bajó a ver a Sjösten.

—Liljegren debe de tener otra casa —dijo Wallander—. O al menos un despacho.

—Tiene casas por todo el mundo —contestó Sjösten distraído.

—Me refiero a aquí en Helsingborg. Esto está demasiado vacío para ser normal.

—No creo que la tuviera —dijo Sjösten—. Lo habríamos sabido.

Wallander asintió con la cabeza sin decir nada más. Estaba seguro. Siguió su ronda. Ahora con más terquedad. Descendió al sótano. En una habitación había un banco de gimnasia y unas pesas. También había un armario. En él colgaban diversos chándals y chubasqueros. Wallander contempló pensativamente la ropa. Luego subió a ver a Sjösten.

—¿Tenía Liljegren un barco?

—Seguramente. Pero no aquí. Lo habría sabido.

Wallander asintió en silencio. Iba a dejar a Sjösten cuando se le ocurrió una idea.

—Tal vez estuviera a nombre de otro. ¿Por qué no a nombre de Hans Logård?

—¿Qué?

—Un barco. Tal vez estuviera registrado a otro nombre.

Sjösten comprendió que Wallander hablaba en serio.

—¿Qué te hace pensar que Liljegren tuviera acceso a un barco?

—Hay ropa en el sótano que al menos a mí me parece adecuada para la navegación.

Sjösten acompañó a Wallander al sótano.

—Puede que tengas razón —dijo cuando estuvieron ante el armario abierto.

—De todos modos, vale la pena investigarlo —dijo Wallander—. Esta casa está demasiado vacía para ser normal.

Dejaron el sótano. Sjösten se sentó al teléfono. Wallander abrió las puertas de la terraza y salió al sol. Pensó de nuevo en Baiba. Enseguida sintió un nudo en el estómago. ¿Por qué no la llamaba? ¿Aún pensaba que sería posible ir a buscarla a Kastrup el sábado por la mañana? En menos de cuarenta y ocho horas. También se angustiaba por tener que pedirle a Martinsson que mintiera por él por teléfono. Ahora no podía escaparse ni de eso. Era demasiado tarde para todo. Con una sensación de total desprecio a sí mismo, regresó al chalet, entre las sombras. Sjösten estaba hablando con alguien por teléfono. Wallander se preguntaba cuándo atacaría de nuevo el asesino. Sjösten terminó la conversación y marcó otro número enseguida. Wallander entró en la cocina para beber agua. Intentó evitar mirar al horno. Cuando regresó, Sjösten colgó el auricular con energía.

—Tienes razón —dijo—. Hay un barco de vela a nombre de Logård en el club náutico. El mismo del que yo soy socio.

—Vamos entonces —dijo Wallander, sintiendo aumentar la excitación.

Al llegar al puerto les recibió un guardia del muelle que les podía enseñar dónde estaba amarrado el barco de Hans Logård. Wallander vio que era un barco bonito y bien cuidado. Tenía el casco de plástico, pero la cubierta era de teca.

—Un Komfortina —dijo Sjösten—. Muy bonito. Además un buen navegador.

Subió a bordo de un brinco que denotaba costumbre y pudo constatar que la entrada a la cabina estaba cerrada.

—¿Conoces a Hans Logård? —preguntó Wallander al hombre que estaba a su lado en el muelle. Tenía la cara curtida y llevaba un jersey que hacía propaganda de buñuelos de pescado noruegos.

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