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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

La falsa pista (58 page)

BOOK: La falsa pista
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—Un loco en una motocicleta con una chica desequilibrada detrás —dijo Svedberg—. Es macabro.

—Sabe conducir un coche —indicó Ludwigsson—. Usó el Ford de su padre. Por tanto puede haber robado uno.

Wallander se dirigió al oficial de policía de Malmö.

—Coches robados —dijo—. En tos últimos días, sobre todo en Rosengård. O cerca del hospital.

El policía se levantó y acercó el teléfono que estaba en una mesita con ruedas junto a una de las ventanas.

—Stefan Fredman comete sus crímenes después de una minuciosa planificación —continuó Wallander—. Naturalmente no podemos saber si había planeado con anterioridad llevarse a su hermana. Ahora tenemos que tratar de imaginarnos sus pensamientos y lo que tiene en mente. ¿Adónde irán? Es una mierda que Ekholm no esté aquí cuando más le necesitamos.

—Llegará dentro de una hora —dijo Hansson después de echar un vistazo al reloj—. Lo iremos a buscar.

—¿Cómo está su hija? —preguntó Ann-Britt Höglund.

Wallander se sintió enseguida un poco avergonzado por olvidar el motivo de la ausencia de Ekholm.

—Bien —dijo Svedberg—. Un pie roto. Sin duda ha tenido suerte.

—Este otoño vamos a montar una gran campaña sobre tráfico y seguridad vial para las escuelas —apuntó Hansson—. Demasiados niños fallecen en accidentes de tráfico.

El policía de Malmö terminó de hablar por teléfono y volvió a la mesa.

—Supongo que habéis buscado a Stefan también en el apartamento de su padre —dijo Wallander.

—Hemos buscado allí y por todos los sitios que frecuentaba su padre. Además hemos despertado a un hombre llamado Peter Hjelm y le hemos pedido que trate de averiguar todos los escondrijos posibles de Björn Fredman que el hijo haya podido conocer. Es Forsfält quien se encarga de ello.

—Eso garantiza que se hará minuciosamente —dijo Wallander.

La reunión continuó, pero Wallander sabía que en realidad solamente era una espera prolongada de que sucediera algo. Stefan Fredman se encontraba en algún lugar con su hermana Louise. Hans Logård también. Un gran número de policías les estaban buscando. Entraban y salían de la sala de reuniones para ir a buscar café, enviaron a alguien a por bocadillos, dieron una cabezada en sus sillas y pidieron más café. De vez en cuando ocurría algo. La policía alemana había encontrado a Sara Pettersson en la estación central de ferrocarriles de Hamburgo. Identificó a Stefan Fredman de inmediato. A las diez menos cuarto Mats Ekholm llegó del aeropuerto. Todos le felicitaron por la suerte de su hija. Vieron que aún estaba alterado y muy pálido.

Wallander le pidió a Ann-Britt Höglund que se lo llevara a su despacho para ponerle al día, tranquilamente, de todos los detalles. Un poco antes de las once llegó la confirmación que habían estado esperando. Eran las huellas dactilares de Stefan Fredman las que habían encontrado en el párpado de su padre, en la revista de
Fantomas
, en el papel ensangrentado de detrás de la caseta de Obras Públicas y en el horno de Liljegren. Después se produjo un gran silencio en la sala de reuniones. Lo único que se oía era el suave susurro de los altavoces desde donde estaba escuchando Birgersson. Ya no había vuelta atrás. Todas aquellas pistas falsas, principalmente las que habían existido dentro de ellos mismos, habían desaparecido. Sólo quedaba la certeza de que la verdad tenía un rostro, y esa verdad era espantosa. Estaban buscando a un chico de catorce años que había cometido cuatro homicidios premeditados a sangre fría.

Finalmente fue Wallander quien rompió el silencio. Dijo algo que muchos de ellos nunca olvidarían.

—Ya sabemos, por tanto, lo que esperábamos no llegar a saber.

El breve instante de calma había concluido. El equipo de investigación continuó su trabajo y su espera. Más tarde habría lugar para la reflexión. Wallander se dirigió a Ekholm.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Wallander—. ¿Qué piensa?

—Sé que puede resultar una afirmación peligrosa —dijo Ekholm—. Pero no creo que busque hacerle daño a su hermana. Hay un patrón, llámalo lógica si quieres, en su comportamiento. La venganza por su hermanito y, por tanto, también por su hermana es el objetivo en sí. Si rompe el esquema, todo lo que ha construido con tanto trabajo se derrumbará.

—¿Por qué la fue a recoger al hospital? —preguntó Wallander.

—Tal vez tenía miedo de que tú, de algún modo, la pudieras influenciar.

—¿Cómo? —preguntó Wallander atónito.

—Nos imaginamos a un chico confuso que ha asumido el papel de un guerrero solitario. Podemos suponer que muchos hombres han hecho daño a su hermana. Es eso lo que le obsesiona. Imaginemos que esa teoría sea cierta, entonces quiere tener a todos los hombres alejados de ella. Él mismo constituye la excepción. Además no podemos obviar que probablemente sospecha que tú le estás siguiendo la pista. Muy posiblemente ya sabe que tú eres quien lleva el trabajo de la investigación.

Wallander se acordó de algo que se le había olvidado.

—Las fotos que Norén tomó —dijo—. De los espectadores de detrás del cordón policial. ¿Dónde están?

Sven Nyberg, que había permanecido callado y ensimismado en la mesa de reuniones, se levantó y fue a buscarlas. Wallander las colocó encima de la mesa. Alguien fue a buscar una lupa. Se reunieron alrededor de las fotos. Fue Ann-Britt Höglund quien le reconoció.

—Ahí —dijo señalando.

Estaba casi oculto detrás de otros curiosos. Pero una parte de la motocicleta era visible, al igual que la cabeza.

—Jode —exclamó Hamrén.

—Si se amplían los detalles —dijo Nyberg—, se podría identificar la motocicleta.

—Hazlo —ordenó Wallander—. Todo es importante.

Wallander pensó que ya estaba probado que incluso la otra sensación que le había roído el subconsciente tenía un fundamento. Con una mueca decidió que, al menos en su interior, podía concluir el caso.

Excepto en un punto. Baiba. Ya eran las doce, Svedberg dormía en una silla, Per Åkeson hablaba sin parar con tantas personas distintas que nadie podía seguirle. Wallander indicó a Ann-Britt Höglund que fuera con él al pasillo. Se sentaron en su despacho después de cerrar la puerta. Luego le explicó sin rodeos, con sencillez, en qué situación se encontraba. Lo hizo con un gran esfuerzo de voluntad y más tarde nunca entendería cómo había podido romper el principio inquebrantable de no hacer una confidencia privada a un colega. Eso lo dejó cuando murió Rydberg. Ahora lo hacía otra vez. Pero todavía no sabía si iba a tener una relación de confianza con Ann-Britt Höglund, como la que había tenido con Rydberg. Principalmente porque era mujer. Pero no se lo decía nunca, naturalmente. No tenía valor. Ella escuchaba con atención sus palabras.

—¿Qué coño voy a hacer? —dijo finalmente.

—Nada —respondió—. Ya es, como dices, demasiado tarde. Pero puedo hablar con ella si quieres. Supongo que habla inglés. Dame su número de teléfono.

Wallander lo anotó en un trozo de papel. Pero cuando alargó el brazo para descolgar el auricular, le pidió que esperara.

—Un par de horas más —dijo.

—Los milagros ocurren muy raras veces —respondió.

En ese mismo instante interrumpió Hansson, que abrió la puerta de golpe.

—Han encontrado su guarida —dijo Hansson—. Un sótano en una escuela que va a ser derribada. Está cerca de la casa en la que vive.

—¿Están allí? —preguntó Wallander.

Se había levantado de la silla.

—No. Pero han estado allí.

Volvieron a la sala de reuniones. Conectaron otro altavoz. De repente, Wallander oyó la voz amable de Forsfält. Describió lo que habían encontrado. Espejos, pinceles, maquillaje. Un radiocasete con tambores. Dejó sonar un trozo de la cinta. Retumbaba de manera espeluznante en la sala de reuniones. «Pintura de guerra», pensó Wallander. «¿Cómo se había inscrito en el libro de registros del hospital? ¿Jerónimo?» Había diferentes hachas en un trozo de tela, además de cuchillos. A pesar del altavoz impersonal, podían oír que a Forsfält le había afectado mucho. Sus últimas palabras no las olvidaría nadie.

—Pero no hemos encontrado las cabelleras —dijo—. Aunque seguimos buscando, por supuesto.

—¿Dónde coño estarán? —preguntó Wallander.

—Las cabelleras —dijo Ekholm—, o las lleva consigo, o las ha ofrendado en algún lugar.

—¿Dónde? ¿Tiene un bosque de ofrendas particular?

—Es posible.

La espera continuaba. Wallander se echó en el suelo de su despacho y logró dormir casi media hora. Cuando se despertó estaba más cansado que antes. Todo el cuerpo le dolía. De vez en cuando Ann-Britt Höglund le miraba intimidante. Pero negaba con la cabeza y sentía cómo en su interior iba en aumento el desprecio hacia sí mismo.

Llegaron las seis de la tarde sin que hubieran podido encontrar el rastro ni de Hans Logård ni de Stefan Fredman y su hermana. Habían mantenido una larga discusión sobre la conveniencia de enviar una alerta nacional también por Stefan y Louise Fredman. Casi todos dudaban. Se consideraba demasiado grande el riesgo de que le sucediera algo a Louise. Per Åkeson estaba de acuerdo. Continuarían esperando. El silencio se prolongaba a ratos.

—Esta noche lloverá —dijo Martinsson de repente—. Se nota en el aire.

Nadie contestó. Pero todos intentaron ver si tenía razón.

Poco después de las seis, Hoover se llevó a su hermana a la casa deshabitada que había elegido. Aparcó la motocicleta en la parte del jardín que daba a la playa. Con rapidez, forzó la cerradura de la cancilla de la playa. La casa de Gustaf Wetterstedt estaba abandonada. Caminaron por el sendero de gravilla hacia la entrada principal. De repente se detuvo y detuvo también a Louise. Había un coche dentro del garaje. No estaba allí por la mañana cuando fue a comprobar si la casa estaba vacía. Con cuidado, obligó a Louise a sentarse sobre una piedra detrás de la pared del garaje. Sacó un hacha y escuchó. Todo estaba tranquilo. Salió a mirar el coche. Vio que pertenecía a una compañía de seguridad. Una de las ventanillas delanteras estaba abierta. Miró en el interior del coche. Había unos papeles en el asiento. Los levantó y vio que, entre otras cosas, había un recibo, expedido a nombre de Hans Logård. Lo volvió a dejar y permaneció inmóvil. Contuvo la respiración. Los tambores empezaban a sonar. Recordó la conversación que había escuchado por la mañana. Hans Logård también estaba huyendo.

Por tanto, había tenido la misma idea acerca de la casa vacía. Estaba allí dentro, en algún sitio. Jerónimo no le había abandonado. Le había ayudado a seguir el rastro del monstruo hasta su propia guarida. Ya no tendría que buscar más. La gélida oscuridad que se había introducido en la conciencia de su hermana pronto estaría fuera. Volvió junto a ella y le dijo que esperara allí un rato, completamente quieta y en silencio. Pronto estaría con ella de nuevo. Entró en el garaje. Allí había unos botes de pintura. Abrió dos de ellos con cuidado.

Con la yema de un dedo se trazó dos líneas en la frente. Una línea roja, luego otra negra. El hacha ya la llevaba en la mano. Se quitó los zapatos. Justo cuando iba a salir, tuvo una idea. Volvió a contener la respiración. Eso lo había aprendido de Jerónimo. Con el aire presionando los pulmones, los pensamientos eran más lúcidos. Comprendió que su idea era buena. Eso lo facilitaría todo. Esa misma noche podría enterrar las últimas cabelleras debajo de la ventana del hospital junto a las demás. Serían dos. Por último enterraría un corazón. Luego todo habría acabado. En el último hoyo dejaría sus armas. Apretó fuertemente el hacha y empezó a caminar hacia la casa donde estaba el hombre al que iba a matar.

A las seis y media Wallander le propuso a Hansson, quien formalmente era el responsable junto con Per Åkeson, que podían empezar a enviar a la gente a sus casas. Todos estaban exhaustos. También podrían esperar en casa. Todos tenían la obligación de estar disponibles por la tarde y por la noche.

—¿Quiénes se tienen que quedar? —preguntó Hansson.

—Ekholm y Ann-Britt —dijo Wallander—. Y alguien más. Elige al que esté menos cansado.

—¿Y quién será? —preguntó Hansson sorprendido.

Wallander no contestó. Finalmente se quedaron Ludwigsson y Hamrén.

Se agruparon en un rincón de la mesa en lugar de sentarse, como de costumbre, cada uno en un lado.

—Escondrijos —dijo Wallander—. ¿Qué requisitos debe tener una fortaleza secreta y preferiblemente inexpugnable? ¿Qué exigencias pone un hombre loco que se ha convertido en un guerrero solitario?

—En este caso creo que su planificación se ha roto —dijo Ekholm—. Si no, estarían todavía en el sótano.

—Los animales listos excavan salidas adicionales —apuntó Ludwigsson distraídamente.

—¿Quieres decir que quizá tenga un lugar de reserva?

—Tal vez. Con toda probabilidad también se encuentra en algún sitio en Malmö.

La discusión se extinguió. Nadie decía nada. Hamrén bostezó. Un teléfono sonó en la lejanía. Un poco después, alguien estaba en la puerta diciendo que Wallander tenía una llamada. Se levantó, demasiado cansado para preguntar quién era. No se le ocurrió que pudiera ser Baiba, hasta que estuvo sentado en su despacho con el auricular en la mano. Entonces era demasiado tarde. Pero no era Baiba. Era un hombre que hablaba con la voz muy turbia.

—¿Con quién hablo? —preguntó Wallander irritado.

—Hans Logård.

A Wallander casi se le cae el auricular de las manos.

—Necesito verte. Ahora.

Su voz sonaba agitada, como si lograra hablar con gran esfuerzo. Wallander se preguntó si estaría bajo el efecto de las drogas.

—¿Dónde estás?

—Primero quiero una garantía de que vendrás. Solo.

—No la tendrás. Intentaste matarme a mí y a Sjösten.

—Joder! ¡Tienes que venir!

Las últimas palabras casi sonaron como un grito. Wallander se quedó dudando.

—¿Qué es lo que quieres?

—Te puedo decir dónde se encuentra Stefan Fredman. Y su hermana.

—¿Cómo puedo estar seguro de ello?

—No puedes. Pero deberías creerme.

—Iré. Tú me explicas lo que sabes. Y luego te encerramos.

—Sí.

—¿Dónde estás?

—¿Vendrás?

—Sí.

—En la casa de Gustaf Wetterstedt.

La sensación de que debía haber contemplado esa posibilidad se precipitó por la cabeza de Wallander.

—Estás armado —añadió.

—El coche está en el garaje y la pistola está en la guantera. Dejaré la puerta de la casa abierta. Me verás al entrar por la puerta. Mantendré las manos visibles.

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