Cronus centró las miras en los motores posteriores del transporte de mineral, y disfrutó enormemente disparando contra el coloso hasta dejarlo fuera de control. La nave fue dibujando una estela de llamas y acabó chocando con un anillo de atraque exterior que albergaba los habitáculos de los ingenieros.
Cronus siguió adelante sin detenerse. El coronel guió a su flota a través de la zona de construcción, y los navíos carmesíes continuaron disparando indiscriminadamente.
Las fuerzas rebeldes se movilizaron con notable rapidez. Cazas estelares, tanto viejos como nuevos, salieron disparados hacia los navíos de la clase Victoria, pilotados por trabajadores de la construcción y pilotos de guerra que estaban disfrutando de un permiso.
—Ataquen todos los blancos que puedan, pero no entablen combate con las defensas rebeldes —ordenó Cronus—. No merecen que nos tomemos la molestia de destruirlas. Haremos una pasada a toda velocidad v_ los dejaremos temblando cuando nos marchemos.
La rapidez con la que los rebeldes estaban desplegando sus fuerzas le indicó que debían haber sido alertados. No podía saber cómo había ocurrido, pero tenían que estar al corriente de los planes de Daala. Cronus volvió a flexionar los músculos de sus brazos.
Las pequeñas naves rebeldes concentraron su potencia de fuego en dos de los cruceros de combate carmesíes, y Cronus admiró su estrategia. Los cazas eran demasiado pequeños y su número demasiado reducido para que pudieran causar daños significativos a la flota de Cronus..., pero si iban escogiendo un blanco cada vez, quizá podrían...
Un navío de la clase Victoria estalló, dispersando chorros de restos metálicos en todas direcciones y llevándose consigo a una docena de alas—X rebeldes que habían estado acosándolo.
Cronus sintió tanta irritación como desilusión.
—¡Aumenten la velocidad! —gritó—. ¡Salgamos de aquí!
El segundo navío de la clase Victoria atacado por los rebeldes estalló, pero esta vez el comandante de la nave no fue lo suficientemente previsor para saber utilizar la aniquilación de su destructor estelar con vistas a obtener una última ventaja, y la detonación resultante no causó ningún daño colateral.
El historial de Cronus había dejado de ser perfecto, y el coronel empezó a sentirse un poco preocupado.
Cuando pasaron a través de una estación de suministro de combustible envuelta en explosiones y un peligroso bosque de vigas sueltas que flotaban a la deriva, Cronus ordenó a sus Destructores Estelares que lanzaran sus detonadores—buscadores provistos de cronómetro y los esparcieran entre nubes de restos y señuelos. Las pequeñas y potentes minas buscarían objetivos que pareciesen inofensivos en los que podrían ser activadas después, con lo que dejarían una sorpresa para que los rebeldes se la encontraran durante las operaciones de limpieza. Cronus extrajo una considerable satisfacción del saber que proseguiría con la destrucción incluso después de haberse ido.
—Las defensas rebeldes están desplegadas y va incrementando la intensidad de sus represalias, señor —informó el jefe de sensores. Cronus asintió y se inclinó hacia adelante.
—Es hora de irnos. Ya hemos causado toda la devastación posible en este lugar.
La flota de navíos de la clase Victoria ejecutó una impecable huida al hiperespacio mientras las fuerzas rebeldes la perseguían con—todas sus armas escupiendo fuego.
Los gigantescos museos culturales de Porus Vida eran famosos en toda la galaxia, tenían siglos de antigüedad..., y estaban asombrosamente indefensos contra un ataque. El coronel Cronus no los consideraba objetivos militares..., pero la almirante Daala los había incluido en su lista por el valor psicológico que tendría atacarlos, y Cronus obedeció sus órdenes.
Para sus naves resultó de lo más sencillo pasar sobre los almacenes de documentos y colecciones artísticas con las baterías turboláser lanzando llamas e incendiarlos. Los sensores remotos de Cronus le transmitieron imágenes de jardines escultóricos derritiéndose bajo oleadas de calor y le mostraron gráciles siluetas, que habían tenido los brazos alzados en expresiones de alegría maravillosamente estéticas, doblándose en agonía a medida que se iban fundiendo para convertirse en lava.
La hierba verde de los jardines meticulosamente cuidados se volvió marrón en el momento del fogonazo calórico. Los estanques reflectantes y las lagunas llenas de peces hirvieron en nubes de vapor, y los visitantes corrieron tambaleándose de un lado a otro y se derrumbaron lanzando alaridos. Los museos ardieron, y sus casas de los tesoros fueron aniquiladas.
El coronel Cronus hizo entrechocar suavemente las puntas de sus dedos y frunció los labios. Bueno, y de todas maneras, ¿a quién le importaban los archivos culturales? Cronus estaba destruyendo su historia, y la sustituía con la suya a cada ataque.
La flota imperial se tropezó con el convoy diplomático por pura casualidad, pero Cronus supo sacar provecho de la sorpresa.
El convoy consistía en nueve cilindros redondeados de los que brotaban velas solares tan delgadas que parecían hechas de gasa, lo cual les daba el aspecto de pétalos de flor que giraban por el espacio, y que complementaban esa propulsión con el impulso de los motores sublumínicos mientras se iban aproximando a una estación de aprovisionamiento. «Son muy hermosas —pensó Cronus—, pero también son lentas y poco maniobrables, y necesitan mucho tiempo para responder a un ataque abierto.»
Cuando las desesperadas transmisiones de los alienígenas llegaron a él, Cronus vio que los ocupantes de las naves eran una especie de criaturas insectoides de frágil apariencia y con grandes alas de mariposa..., y muy poco armamento. Cuando su flota de navíos de la clase Victoria se lanzó a la carga por entre las naves, convirtiendo sus velas solares en láminas de partículas calcinadas, recibió una rendición inmediata e incondicional.
Pero el coronel Cronus no estaba interesado en la rendición.
Comprobó su identificación y el propósito de su misión, y archivó los datos por si se daba el caso de que Daala pudiera necesitarlos. Después ordenó su completa aniquilación.
—Son aliados de nuestro enemigo que traen regalos y van a jurar lealtad a Coruscant —dijo—. Han escogido el bando equivocado en este conflicto galáctico, y ahora pagarán por ello.
Abrió fuego sobre la nave que encabezaba la formación del embajador, y utilizó haces turboláser afilados como navajas al rojo vivo para abrir el estómago metálico de la nave, con lo que la atmósfera y los pasajeros salieron despedidos al espacio como chorros de sangre que brotaran de una gran herida.
Sus naves continuaron el bombardeo hasta que los depósitos de combustible de reserva de los alienígenas estallaron. Cronus volvió a usar el canal interno de comunicaciones para dirigirse a su flota.
—Este convoy carece de armamento, así que podemos tomarnos nuestro tiempo y terminar el trabajo.
Los navíos de la clase Victoria y sus pilotos, todavía enfurecidos por la pérdida de dos naves en los astilleros de Chardaan, disfrutaron enormemente haciendo pedazos hasta la última nave—mariposa.
Después se quedaron inmóviles en el espacio durante unos momentos, rodeados por los restos de la destrucción. Cronus, tan excitado que apenas podía respirar, ordenó a la flota que siguiera adelante.
—Un trabajo muy bien hecho —dijo por el sistema de comunicaciones—. Y ahora, a reunirnos con la almirante Daala en Yavin 4.
Cerró los ojos y disfrutó de un momento de relajación mientras su flota de Destructores Estelares proseguía su avance sin que nada se opusiera a él.
En el profundo silencio mecánico de la cubierta de control de la Espada Oscura, el general Crix Madine, Supremo Comandante Aliado de Inteligencia, lanzó una mirada acusadora a Sulamar.
El oficial imperial permanecía rígidamente inmóvil en una tiesa postura impregnada de pomposidad, pero su rostro estaba lleno de pánico. Sus mejillas habían enrojecido hasta volverse de color escarlata y sus ojos, pequeños y un poco más juntos de lo normal, se movían velozmente de un lado a otro. Los guardias inmovilizaron a Madine, agarrándole los brazos con la fuerza suficiente para producir morados.
Durga el Hutt se inclinó hacia adelante y chasqueó sus enormes labios mientras la marca de nacimiento distorsionada que cubría la mitad de su rostro ondulaba como tinta derramada.
—General Sulamar... ¿Conoce a este saboteador?
Madine se rió, y después se aseguró de que hablaba en un tono de voz lo bastante alto para que todos oyeran sus palabras.
—¿Le está llamando general? —preguntó—. Ese bufón no es ningún general.
Sulamar empezó a manotear frenéticamente, como si pudiera hacer desaparecer a Madine con un gesto. Sus ojos se abrían y cerraban en un parpadeo tan veloz como el aleteo de un insecto nocturno atraído contra su voluntad hacia la claridad abrasadora de una luz muy intensa.
—¡No escuche a este hombre, noble Durga! Es un traidor al Imperio...
Madine soltó un bufido.
—Y tú eres un técnico de tercera categoría, un inútil que nunca ha servido para nada.... ¡al que se iba transfiriendo de un puesto a otro porque siempre estabas cometiendo errores! —replicó brutalmente, terminando su acusación con un resoplido despectivo.
Sulamar dio un paso hacia adelante, visiblemente enfurecido, pero enseguida se detuvo. Sus puños se tensaban y aflojaban espasmódicamente. Parecía estar a punto de ahogarse, como si tuviera la garganta llena de una ira tan intensa que se había vuelto sólida. El imperial giró sobre sus talones para encararse con el hutt.
—Noble Durga, ya ha sido testigo de mis dotes de mando... No permita que este espía traidor le mienta.
El corpachón de Durga tembló cuando se echó a reír.
—¡Jooo, joooo, jooo! Sí, Sulamar, he sido testigo de cómo empleaba lo que llama dotes de mando..., y me inclino a creer a este hombre.
Sulamar jadeó y empezó a abrir y cerrar la boca como si estuviera buscando las palabras adecuadas, pero su lengua parecía incapaz de articularlas. Los ojos de la variopinta dotación de guardias armados, que cada vez estaban más nerviosos, pasaron de Madine —su enemigo conocido— a Sulamar, quien quizá fuera otro objetivo oculto entre ellos.
—Nos ocuparemos de este prisionero, Sulamar —dijo Durga, y su voz resonó en la cubierta de control como un trueno ahogado. Madine observó que el hutt había omitido intencionadamente el título de general, y sintió una pequeña punzada de satisfacción—. No debe temer nada. Le ruego que me entregue su pistola desintegradora.
El hutt, que seguía reclinado sobre su plataforma repulsora, alargó una mano gris verdosa de rechonchos dedos.
Sulamar seguía rígidamente inmóvil. Gotitas de sudor aparecieron sobre su ancha frente. Su uniforme de general imperial —un mero disfraz. como bien sabía Madine— parecía inmaculadamente cuidado: las costuras estaban impecables, las esquinas meticulosamente planchadas resaltaban nítidamente, y todas las insignias de su rango habían sido frotadas hasta sacarles brillo.
—Pero... Noble Durga —dijo Sulamar—. Tal vez debería ser yo quien...
—¿Está cuestionando mis órdenes, Sulamar? —aulló Durga, empleando todo el amenazador volumen que era capaz de generar desde las profundidades de su vasto estómago tembloroso.
El impostor imperial se apresuró a obedecer. Sacó la pistola desintegradora de la funda que colgaba de su cadera y la alargó con el cañón por adelante, apuntado hacia Durga. Un instante después comprendió su error y le dio torpemente la vuelta, ofreciendo la culata al señor del crimen.
—Muy bien —dijo Durga, empuñando el arma pero manteniendo el cañón lanzador de energía dirigido hacia Sulamar—. Y ahora va a sentarse en el sillón de pilotaje de la Espada Oscura.
Durga agitó la pistola desintegradora, señalando el puesto vacío rodeado por terminales de mando y todo un despliegue de sistemas de navegación.
Madine pudo ver que el sillón había sido manipulado para dotarlo de alguna clase de trampa mortal: había cables de energía que brotaban del soporte del asiento, y unos cuantos electrodos colocados a intervalos regulares encima de puntos de contacto metálicos.
Sulamar volvió la mirada hacia el sillón de pilotaje y palideció.
—¡Oh, vamos, noble Durga! En realidad yo puedo servirle mucho mejor si...
—¡Siéntese ahí! ——gritó Durga.
Sulamar parecía aterrado, como si estuviera dominado por un pánico mucho más intenso del que hubiera podido esperarse por el simple hecho de haber visto repentinamente expuesta su mentira. Pero se movió como un androide sometido a una programación incontrovertible, y avanzó con paso lento y resignado hacia el asiento vacío. Se puso el arnés de seguridad del sillón de pilotaje de la Espada Oscura y se encorvó debajo de las tiras, pareciendo más resignado a su destino que Madine, quien ya estaba marcado para la muerte.
Crix Madine —dolorido, cubierto de morados y totalmente exhaustosiguió inmóvil. Tensó los puños y esperó. Con los ojos cerrados, percibió la silenciosa señal invisible que brotaba del transmisor implantado que solicitaba ayuda, suplicando la llegada inmediata de un grupo de rescate. ¿Por qué estaban tardando tanto?
Madine apretó las mandíbulas, dirigiendo una súplica mental a las naves para que se dieran prisa.
El vacío del espacio desfiló a toda velocidad junto a ellos hasta que empezó a llenarse de restos. El general Wedge Antilles se inclinó hacia adelante en el puente de mando del Yavaris y clavó la mirada en los ventanales de proa.
—Vamos... —murmuró—. ¡Vamos!
Qwi Xux frunció los labios junto a él, captando su ansiedad y compartiéndola.
—¿Seguimos a velocidad máxima? —le preguntó Wedge al timonel.
—Vamos todo lo deprisa que podemos, señor —respondió el joven oficial—. Pero nos acercamos a una zona bastante peligrosa... La señal del general Madine nos está llevando directamente al cinturón de asteroides de Hoth.
Acompañado por la fragata de asalto
Dodonna
de su ala de la flota, Wedge clavó la mirada en la proa del Yavaris, que avanzaba velozmente hacia el cinturón de asteroides.
—Escudos a máxima potencia —ordenó.
—Muy bien, señor —replicó el timonel—. Pero no estoy seguro de que avanzar a velocidad máxima en una zona tan peligrosa para la navegación sea muy buena idea.