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Authors: David Camus

La espada de San Jorge (51 page)

BOOK: La espada de San Jorge
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—¡A beber! —gritaba.

Y se echaba al coleto el contenido de una barrica. Morgennes se mantenía a una distancia respetable del visir, pero bastante cerca de Saladino y de Taqi para captar sus palabras.

—¿Por qué bebe tanto? —preguntaba Taqi a Saladino.

—Por Alá Todopoderoso, ¿cómo voy a saberlo? Seguramente para olvidar que su hija está tan muerta como ese chacal de Chawar.

—Pero el hijo de Chawar aún vive. ¿Por qué no le interrogan? ¿No podrían pedirle que pasara Fustat por el tamiz?

—No. Este perro sarnoso de Palamedes ha desaparecido. Sin duda asustado por la suerte que hemos reservado a su padre.

—¡Si le encuentro, lo mato! —exclamó Taqi.

—Desconfía, sobrino. Ese hombre es como una serpiente: no deja de mudar de piel para adaptarse a los peligros. Es un adversario poderoso, y a tus diez años, aún no estás preparado para enfrentarte a él. Limítate a seguirnos y a mantener los ojos bien abiertos. Pero este es momento de celebraciones. De manera que, como dijo el poeta: «Abre tu corazón y bebe tu vino, no lances tu vida al viento...». Tienes la vida ante ti, mi querido Taqi. ¡Aprovéchala!

«La vida ante ti», murmuró Morgennes. También era lo que parecía tener Shirkuh. Con la cantidad de comida que había tragado, ya debería haber estirado la pata hacía rato. Finalmente, cuando Morgennes ya se preguntaba si no sería mejor esfumarse, el León ordenó que le llevaran un limón.

—¡Para refrescarme! ¡Porque este tentempié —dijo señalando la montaña de víveres que había arrasado— está tan especiado que tengo la boca ardiendo!

Con ayuda de un cuchillo, hizo un pequeño agujero en el limón que un sirviente acababa de llevarle, lo apoyó sobre sus labios, inclinó la cabeza hacia atrás y lo apretó. Un hilillo de líquido cayó en su boca, y Morgennes sonrió. «Esto debería bastar —se dijo—. Porque yo personalmente he preparado este limón...»

Y efectivamente alguien gritó:

—¡El visir!

Shirkuh, con los ojos en blanco, se llevó la mano al corazón, soltó el limón, eructó ruidosamente, se levantó de su cojín y tendió la mano, mientras pronunciaba esta extraña frase:

—Gacela mía, ¿eres tú?

Luego se desplomó pedorreando. Un fuerte hedor invadió la sala, que enseguida fue desalojada. Para auscultar a Shirkuh llamaron al médico personal del califa, un tal Moisés Maimónides. En el momento en el que Morgennes era expulsado de la sala en compañía de varias decenas de sirvientes, oyó cómo el médico decía:

—Vista la cantidad de alimentos que ha ingerido, apostaría a que se trata de una indigestión.

Dos o tres invitados empezaron a quejarse entonces de ardor de estómago. Habían bebido demasiado, comido demasiado; pero nadie se preocupó en exceso: cada fiesta se cobraba su cuota de arrepentidos. Y esa noche no eran más que de costumbre.

—¡La fiesta ha acabado! —dijo Saladino, despidiendo a los invitados.

—Vaya aniversario —refunfuñó Taqi.

A la mañana siguiente, las calles y las casas de El Cairo se cubrieron de paños negros en señal de duelo. Cafetines y posadas se cerraron por las mismas razones, así como las casas de placer. Los que querían divertirse, beber o darse un revolcón debían asumir el riesgo y entrar por la puerta de atrás. Así fue durante setenta días.

Morgennes volvió al monasterio de San Jorge, donde reinaba una atmósfera extraña. Todo el mundo estaba muy alterado y caminaba de un lado a otro por el patio.

«¿Cómo? ¿Ya están enterados? ¿Saben que he tenido éxito?», se preguntó Morgennes.

Pero no. No era eso. Galet el Calvo corrió hacia él para decirle:

—¡Ha despertado!

—¡Tienes que bajar a verla ahora mismo! —añadió Dodin el Salvaje.

—¡Es increíble, ha hablado de su padre!

—¿De su padre? —preguntó Morgennes, con la voz temblando de emoción.

—¡De Shirkuh!

—¡Gracias, ya sé quién es! Pero cómo es que...

—Escucha —dijo Azim—. ¡Es un verdadero milagro! Ha despertado gritando: «¡Padre!».

—¿Es todo? —preguntó Morgennes.

—Es todo —respondieron los otros.

—Nosotros rio le hemos dicho nada —añadió Azim.

—Y nunca le diremos nada —precisó Dodin el Salvaje.

—Es mejor para ella —dijo Galet el Calvo—. Por otra parte, aún tiene a su madre.

Morgennes le miró, sonrió vagamente y no hizo ningún comentario. Estaba de un humor tan sombrío que los tres hombres se apartaron para dejar que fuera con Guyana. Después de bajar la escalera del monasterio, se dirigió hacia la celda donde estaba acostada.

Guyana parecía en plena forma, y recibió a Morgennes con una amplia sonrisa.

—He soñado con mi padre...

—Tengo que hablarte —dijo Morgennes.

Pero, aunque Morgennes tenía buenas dosis de coraje, no las tenía todas. De modo que no encontró fuerzas para confesarse a Guyana. A pesar de que ya le había contado cómo había emprendido su búsqueda, por orden de Amaury, calló que había matado a su padre por orden del mismo hombre.

Pues si su corazón le gritaba que confesara, su razón le decía: «Sobre todo no lo hagas».

Fue él quien la escuchó a ella.

—Gracias por velar por mí —dijo Guyana rozándole las manos—. Tus amigos me han contado lo que has hecho. A veces tenía la sensación de que te oía hablar. Porque me hablabas, ¿verdad?

—Continuamente —dijo Morgennes.

Ella sonrió, encantada.

—No conozco a nadie tan noble y generoso como tú, lo eres todo para mí.

—No, por favor.

—¿Te he dicho lo que pensé al verte en el fondo del pozo?

Él le apretó la mano, y Guyana prosiguió:

—Que tú eras mi Dios.

Morgennes retrocedió, asustado.

—¡No digas eso!

—Sí, lo digo. ¡Porque entonces comprendí que había que ser dos para ver a Dios! Cuando estaba sola, ¿qué podía ver sino a mí misma, mi propio reflejo? Pero cuando bajaste al fondo del pozo, comprendí.

—No debes... —dijo Morgennes.

Guyana se volvió sobre la cama y señaló la draconita, colocada junto a su cabeza.

—Gracias por esto también. Sé hasta qué punto te importa.

En ese momento, él entrevió el medio de expiar una ínfima parte del mal que le había causado.

—Tómala. Es tuya.

—No —dijo Guyana—. Es un bien demasiado precioso, no puedo aceptarlo.

—Te la doy. Ya no es mía.

Guyana le ofreció de nuevo una de sus maravillosas sonrisas.

—¡No, si yo te la devuelvo!

Cogió la draconita y se la tendió a Morgennes. Él puso las manos sobre la piedra, que no reaccionó. Luego sus manos tocaron las de Guyana, y sus miradas se cruzaron. «¿Es eso? —se preguntó Morgennes—. ¿Así lo hicieron mis padres?»

Cerró los ojos y se acercó a Guyana, que se dejó besar.

«Todo vuelve a empezar», se dijo Morgennes, tendiéndose junto a ella.

54

El que solicita e implora piedad debe obtener gracia

en ese mismo instante, a condición de que no se vea

frente a un hombre sin corazón.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Ivain o El Caballero del León

Los insurrectos, que habían esperado que la muerte de Shirkuh desestabilizara Egipto, no tardaron en sufrir un desengaño. Pues tres días después del fallecimiento del viejo León, el califa al-Adid designó a un nuevo visir: Saladino. ¿Por qué esta elección, cuando el ejército de Shirkuh contaba con multitud de dignatarios más aptos para tomar el mando que el sobrino del general en jefe de Nur al-Din? Pues bien, precisamente porque de entre todos los pretendientes Saladino era el menos apto. Como sucede con frecuencia en estas situaciones, no son los mejores los que prevalecen, sino los más inofensivos, los que representan un peligro menor para el poder establecido.

Así, Saladino debía su puesto de visir a su aparente incompetencia y a que el califa había supuesto que no tendría ninguna dificultad en manipularlo. Era una equivocación de peso. Porque, por fortuna para el islam, la verdadera personalidad de Saladino floreció esplendorosamente, como si una de las mejores semillas depositadas por Alá en la tierra hubiera encontrado en el fango egipcio el más fértil de los terrenos. Apoyándose en su familia, los ayubíes, Saladino consolidó su posición comprando a los que estaban en venta y pasando al resto por el filo de la espada. Una vez en su puesto, renunció a los fastos del palacio del visir y tuvo buen cuidado de no mostrar más que desprecio por el lujo y las riquezas. Como Amaury, él no quería el dinero por el dinero, sino para hacer conquistas y consolidar su autoridad. Como le gustaba decir: «¡Quien se coloca por encima del dinero, se coloca por encima de los hombres!».

Finalmente, se ayudó de la religión.

Unos meses después de la muerte de Shirkuh, Saladino reservó el uso de los caballos exclusivamente a los musulmanes, mientras que los demás debían montar en burro o ir a pie. Un nuevo edicto obligó a los cristianos y a los judíos a llevar signos distintivos: cinturón amarillo para los judíos, blanco para los coptos y azul para los ofitas.

El momento de pasar a la segunda parte del plan de Amaury —organizar un importante levantamiento popular— había llegado. Gracias a cómplices introducidos en el interior del palacio califal, los rebeldes recibieron garantías de que podrían contar con el apoyo incondicional del califa al-Adid, que ya no sabía a qué santo encomendarse para que la situación no se le escapara definitivamente de las manos. Como Chawar ya no estaba allí para aconsejarle y Saladino había demostrado ser mejor político de lo previsto —y sobre todo menos manejable de lo esperado—, al-Adid había decidido arriesgar el todo por el todo y apoyarse en aquellos que desde siempre constituían la salvaguarda de Egipto: los coptos y la guardia negra.

Morgennes y Azim habían elegido la fecha de la sublevación: sería en los primeros días de primavera, en el mes de mayo. En este período, la crecida empujaría las aguas del Nilo hasta los muros de numerosos edificios levantados en sus orillas, lo que dificultaría los movimientos de los sunitas, menos acostumbrados que los egipcios a desenvolverse en un terreno inundado. Por otra parte, los rebeldes tenían intención de asociar los beneficios ligados a la próxima crecida del Nilo con el triunfo de su operación. Para los sunitas, las calles enlutadas de negro y el invierno; para los egipcios, la primavera y la resurrección de su patria —aunque estuviera de nuevo en manos de los francos—. En los jardines, la hierba volvería a crecer; en los árboles, los pájaros cantarían de nuevo, y por todas partes el suave olor del limón expulsaría la pestilencia damascena.

Amaury había puesto en guardia a los rebeldes: «El éxito táctico no garantiza nada. Evitad hacer uso de vuestras armas. Y sobre todo, actuemos de forma solidaria».

Todo estaba dispuesto. Ya solo quedaba informar al rey del día preciso de la revuelta; día en el que los francos debían acudir a El Cairo. Porque sin el apoyo de su caballería, los rebeldes no resistirían mucho tiempo frente a las tropas de Saladino.

Por desgracia, cuando un mensajero disfrazado de mendigo abandonó El Cairo para dirigirse a Jerusalén, el azar quiso que su camino se cruzara con el de Taqi ad-Din y el antiguo guardia de corps de Shirkuh, un mameluco llamado Tughril.

—Fíjate —dijo este último a Taqi—. ¿No te parece que este hombre lleva unas sandalias demasiado hermosas para ser un mendigo?

—Tienes razón —respondió Taqi.

—¡Eh, tú, acércate! —gritó Tughril al mensajero.

Este obedeció, temblando como un azogado. Había cometido un error. Aunque se había preocupado de vestirse con harapos, no había pensado que sus sandalias —totalmente nuevas— llamarían la atención. Y era precisamente allí donde se encontraba oculto el mensaje secreto.

El desgraciado fue conducido al palacio del visir, donde Saladino le ordenó que se descalzara.

—¿Ocultan algo que yo deba conocer? —le interrogó Saladino, sosteniendo las sandalias en la mano.

—No, mi señor —mintió el mensajero con tanto aplomo como pudo.

Saladino pidió a Taqi que le prestara su puñal y empezó a descoser la suela de las sandalias. Apareció un pergamino. Saladino lo leyó con evidente interés.

—¡A fe mía que Alá está con nosotros! ¡Porque este plan es excelente!

Se volvió hacia dos de sus guardias y les señaló al insurrecto:

—¡Que lo descuarticen!

El mensajero cayó de rodillas ante Saladino implorando piedad.

—Muy bien —declaró Saladino—. No salvarás la vida, porque has tratado de ocultarme la verdad, pero como soy bueno, no te impondré un sufrimiento excesivo.

—Gracias, mi señor —clamó el insurrecto besándole los pies.

—Que lo descuarticen con ocho caballos en lugar de con cuatro —ordenó Saladino.

—¡Piedad, esplendor del islam! ¡Tengo un hijo y una mujer!

—Y yo tenía un tío —replicó Saladino, que empezaba a sospechar que tal vez Shirkuh no había muerto de una indigestión—. ¡Lleváoslo de aquí!

Luego, llevándose aparte a Tughril y a Taqi, les dijo:

—¡Reunid a vuestros mejores hombres, id a bloquear las salidas de los cuarteles egipcios y prendedles fuego! Cuando los guardias negros sepan que los edificios donde viven sus familias están ardiendo, se apresurarán a acudir. ¡Entonces no tendréis más que cogerlos con nuestros arqueros! ¡Ejecución!

Tughril y Taqi hicieron una reverencia y salieron a preparar la contrainsurrección. Solo en la sala, Saladino pasó revista a los acontecimientos de los últimos meses. ¿El fallecimiento de Shirkuh...?

—Un envenenamiento, sin duda.

¿Y la muerte de la «mujer que no existe»? Se acarició la barbita de chivo que le crecía en el mentón y llamó:

—¡Guardias!

Dos soldados acudieron.

—Volved a traerme al mensajero. Tengo algunas preguntas que hacerle.

Mientras sometían a tortura al desgraciado copto, los hombres de Saladino incendiaron los cuarteles de las tropas que habían permanecido fieles a al-Adid. Estos cuarteles eran grandes edificaciones de adobe, que una antorcha y varias jarras de nafta convirtieron rápidamente en braseros ardientes. Una oleada de pánico cundió entre las filas de los guardias negros, que volvieron a sus viviendas a toda prisa. Creyendo primero que se trataba de un incendio accidental, no desconfiaron. Pero cuando una de sus cuadrillas cayó por las flechas de los soldados de Damasco, decidieron sublevarse sin esperar a los francos. Los coptos les imitaron. Y luego Morgennes, Galet el Calvo y Dodin el Salvaje.

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