Read La espada de San Jorge Online

Authors: David Camus

La espada de San Jorge (49 page)

BOOK: La espada de San Jorge
2.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

«¡No se respira aire, sino polvo! Tengo arena hasta en la nariz. ¡Y cuando inclino la cabeza de lado, me entra arena y más arena en las orejas!»

Saladino rezongó para sí: «¿Qué demonios estoy haciendo en este lugar?».

Shirkuh había prometido que le daría un feudo, tomado a los egipcios. Saladino nunca olvidaría lo que había respondido a su tío ese día: «¡Por Dios, aunque me dieran todo el reino de Egipto, no iría!».

Pero había cedido. No por él, sino por su padre. El anciano, por él que sentía un profundo amor, había soñado toda su vida con tener un hijo conquistador. Al aceptar seguir a su tío, Saladino contribuía en parte a hacer realidad las esperanzas frustradas de su padre. Pero ¡a qué precio! Porque nadie podía asegurar que los cuatro mil soldados que participaban en aquella expedición salieran con vida de esta empresa. En efecto, el desierto y el jamsin eran unos terribles adversarios; sus víctimas podían verse aquí y allá, tendidas sobre la arena. Animales de carga, cuyos huesos sin carne yacían esparcidos en una siembra estéril. Aves a las que un viento poderoso había aplastado de golpe contra el suelo, donde se habían partido las alas. Pedazos de armadura deslustrados que el jamsin paseaba de un extremo a otro de una duna, para divertirse.

Finalmente, justo en el momento en el que en el horizonte se dibujaba una línea de jinetes, el jamsin cobró fuerza. Gruñó, pareció tensar sus músculos, y encerró a cada uno de los miembros de la pequeña tropa de Shirkuh en un sarcófago de arena.

«Brillante sortilegio —gruñó Saladino para sí—. ¡Somos nosotros los aprisionados por el jamsin!»

Saladino lanzó un grito, llamó. Nadie respondió. Su yegua, espantada, giró súbitamente sobre sí misma, sin saber adónde ir. Entonces puso pie a tierra —era lo mejor que podía hacer— y anudó un paño de algodón en torno a los ojos de su montura para protegerla. «Es por tu bien», dijo a su caballo, acariciándole el cuello.

Mientras caminaba hacia el lugar donde creía que podía encontrarse el campamento, Saladino tropezó con una masa inerte tendida en la arena: un cuerpo. Registrando con las manos, palpando a ciegas, logró reconocer la forma abombada de una cantimplora medio vacía. ¡La del intrépido Taqi! El desgraciado había caído del caballo. Saladino se inclinó hacia su sobrino y lo cogió en brazos. Por suerte aún era un chiquillo todo nervio, que estaba muy lejos de alcanzar el peso de Shirkuh. Ató a su sobrino a la silla de su propia montura, lo sujetó con una cuerda y prosiguió su ruta, al azar. «¡Vamos —se dijo—, lo que estoy haciendo es estúpido! ¡No tengo ninguna posibilidad de éxito! Ni siquiera consigo orientarme. Reflexionemos...»

Se detuvo e hizo que su yegua se tendiera, después de haber soltado a Taqi. Saladino se acurrucó entre las patas de su montura y comprimió a Taqi contra el hueco del vientre del animal. Luego esperó. El viento seguía soplando, enterrándolos bajo la arena. Saladino, imperturbable, se balanceaba suavemente hacia delante y hacia atrás, recitando sus oraciones:

—En nombre de Dios, el Muy Misericordioso, el Misericordioso, el rey del Día y del Juicio. A Ti adoramos, a Ti imploramos socorro. Guíanos por la vía de la rectitud, la vía de aquellos a los que colmaste con tus dones, no la de los que osan desafiarte, ni la de los que se han extraviado...

Una lágrima cayó por su mejilla, pero cuando se llevó la mano al rostro para tocarla, solo encontró un poco de arena. Arena, arena, arena... ¿No había nada que no fuera arena?

«¡No! —se dijo Saladino—. Los ancianos contaban que en otro tiempo un inmenso océano cubría este desierto. Peces gigantes nadaban en él, así como todo tipo de criaturas hoy desaparecidas. Noé no había podido salvar a todos los animales de la creación. Algunos habían debido ser sacrificados. Había llovido, durante cuarenta días y cuarenta noches, y luego las aguas se habían retirado y el mar había muerto, aniquilado...»

Saladino dejó escapar un profundo suspiro. Curiosamente esto evocó en él la imagen de un dragón muy grande y muy poderoso a punto de expirar, mientras el mar donde vivía perecía. Un suspiro. Un mar. Un dragón. ¿Y si el jamsin fuera el postrer suspiro del último dragón de este desierto? ¿Un soplo tan poderoso que todavía recorría lo que en otro tiempo había sido su territorio?

—Tal vez consiga calmarle si le doy un poco de lo que perdió.

Saladino cogió la cantimplora de Taqi, la abrió y vertió el agua sobre la arena.

«¡Es una locura! Pero, al fin y al cabo, ya no tengo nada que perder, vale la pena probar.»

Curiosamente, el agua se dirigió hacia lo alto. Entonces Saladino levantó los ojos para ver cómo se elevaba hacia la tormenta, donde se abrió un camino hacia el cielo.

—Es un milagro —murmuró—. ¡Que Alá sea loado!

En efecto, poco a poco, el minúsculo cuadrado de cielo azul que el agua había hecho aparecer se hizo más grande, tanto que los vientos se calmaron y luego se desvanecieron por completo. Finalmente el sol volvió a brillar, como si nada hubiera ocurrido. Saladino se preguntó si no lo había soñado.

«¿Era posible que hubiera sido un espejismo?»

Se incorporó sobre sus piernas, se limpió de arena las mangas y la chaqueta y se desanudó el
keffieh
. Después de haberlo hecho chasquear en el aire varias veces, para eliminar el polvo que se había acumulado, se volvió hacia su yegua, que seguía medio cubierta de arena. Saladino tuvo una desagradable sorpresa cuando le pasó un paño por la cabeza: el jamsin la había mordido hasta el hueso, dejándola en carne viva, torturada. Estaba muerta. Saladino lanzó un aullido de dolor que arrancó a Taqi de su sopor.

—¿Dónde estoy? —preguntó el niño.

—Todo va bien —le respondió Saladino—. El jamsin tenía sed. Le he dado de beber y se ha ido.

Taqi se iba rehaciendo poco a poco, trataba de recuperar el dominio de sí mismo. Pronto, una línea de polvo empezó a formarse sobre el desierto, hacia oriente, y los estandartes del ejército de Shirkuh aparecieron en el horizonte, como velas de navíos que llegaban en su ayuda.

—¡Salvados! —dijo Taqi, agitando un extremo de su
keffieh
—. ¡Por aquí! ¡Por aquí!

Saladino, por su parte, cubría de arena a su yegua, mascullando en voz baja unas palabras ininteligibles.

—¿Qué dices? —le preguntó Taqi.

—Que lo que no se puede obtener por la fuerza, lo consigue un poco de agua.

Meditó sobre esta lección, prometiéndose que no la olvidaría nunca. En adelante, el jamsin sería para él, no un amigo, sino un ser que había aprendido a conocer y a no temer. ¿Un futuro aliado? Tal vez...

51

Siempre sucede así: el estiércol necesariamente debe apestar, 

los tábanos deben picar y los traidores, dañar y hacerse odiosos.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Ivain o El Caballero del León

—Hemos triunfado —exclamó Saladino dirigiéndose a su tío Shirkuh.

—No —replicó este último—. Son los francos los que han fracasado. Si se hubieran comportado con humanidad con los habitantes de Bilbais, sin duda se habrían apoderado enseguida de Fustat y de El Cairo.

—¡Entonces demos gracias a Alá por haberles inspirado tan erróneamente!

—Que Alá sea loado —dijo Shirkuh, malhumorado.

Aunque él jefe de los ejércitos de Nur al-Din tenía motivos para estar contento, no se sentía totalmente satisfecho. Cierto que habían escapado al jamsin. Cierto que los francos habían abandonado Egipto con el rabo entre las piernas sin siquiera tratar de interceptarlos a la salida del desierto.

Pero Shirkuh parecía preocupado.

Saladino se preguntaba: «¿Tal vez mi tío había esperado otra acogida por parte de los habitantes de El Cairo?».

Sin embargo, bastaba con mirar a Chawar y a su caravana de regalos, que subían al encuentro de «las espadas del islam», para comprender hasta qué punto los egipcios se sentían felices de que los francos ya solo fueran una lejana pesadilla.

Con todo, a pesar de que esta visión debería haber despertado su entusiasmo, aquel a quien llamaban el Voluntarioso, el Tuerto, o también el León, bostezaba hasta desencajársele la mandíbula.

Saladino y su tío permanecieron largo rato en silencio, contemplando El Cairo desde la cima de esa misma duna donde Amaury había tenido que renunciar a apoderarse de la ciudad. La población estaba sumergida en una espesa niebla, de la que sobresalían aquí y allá, como árboles en un extraño bosque, algunos campanarios y minaretes. Luego, cuando empezaban a preguntarse si el resto de la ciudad seguía ahí, se levantó viento del norte. Fue como si, con un toque de su varita mágica, el rey de los
djinns
hubiera anulado la maldición que había lanzado sobre El Cairo, que apareció en todo su esplendor, de mármol, oro y luz. Ante tanta belleza, y aunque Fustat permaneciera velada por nubes de humo, Saladino no pudo evitar lanzar un grito de admiración.

Shirkuh, por su parte, permanecía silencioso.

—Por Alá Todopoderoso, tío, ¿me diréis por fin qué os preocupa? ¿Acaso no os sonríe todo?

—Ahora que hemos vencido —dijo Shirkuh retorciendo su canoso bigote—, ya no puedo retroceder.

—Tío, no hemos vencido. Aún queda el último objetivo: ¡Jerusalén!

—Jerusalén, sí, desde luego. Hay que reconquistar Jerusalén, tienes razón.

Parecía que sus papeles se hubieran invertido. Saladino estaba impaciente por lanzarse a la batalla, mientras que Shirkuh parecía cansado. Sus ojos no brillaban cuando pronunciaba el nombre de la tercera ciudad santa del islam. Para él no era un combate importante. A decir verdad, ningún combate era importante, excepto el que consistía en encontrar...

—Mi hija —suspiró Shirkuh.

—¿Cómo? —dijo Saladino—. Pero si se ha quedado en Homs, en vuestro feudo.

—No, no me refiero a ella. Pensaba en mi otra gacela, esa a la que nunca he visto y que estoy ansioso por conocer. ¿Querrá aceptarme? ¿O me expulsará de su vida, como a un ser indigno y enojoso? ¿Tendrá los dulces ojos de su madre? ¿Sus andares de cierva?

Volvió la mirada hacia el gigantesco incendio que consumía Fustat desde hacía varias semanas y que duraría hasta el final del mes.

—¿Qué es esto? Se diría... ¡Pero es imposible! Los francos no pueden haber causado tantos destrozos. Por suerte, El Cairo parece indemne.

—Sí —dijo Saladino—. Solo la ciudad vieja ha sido alcanzada por las llamas.

En ese momento, Chawar y su cortejo de regalos llegaron hasta ellos. El visir lucía la mejor de sus sonrisas. Tenía una expresión alegre y jovial, y como una balanza, que siempre está encantada de inclinarse hacia un lado y luego hacia el otro, se frotaba las manos y se preguntaba qué provecho podría sacar de la situación. «Vamos —se decía—. Sobre todo no hay que tener miedo. No hay que temblar. Tienes frente a ti a tus nuevos amos. No les acaricies a contrapelo, susúrrales gentilezas, ¡y procura sacar de ellos el máximo beneficio!»

Cuando llegó cerca de Saladino y de Shirkuh, ronroneó con voz melosa:

—¡Que la salud os acompañe siempre, oh gloriosos protegidos de los cielos! ¡Oh príncipes de nuestros destinos, oh insignes defensores de la ortodoxia! ¡Oh amados de...!

—¡Ya basta! —escupió Shirkuh empuñando las riendas de su montura—. ¡No eres más que un miserable gusano modelado con la orina de tu padre! Guárdate tu miel corrompida y dime por qué Fustat está ardiendo.

—¡Fustat arde —silbó Chawar— para que, a cambio, El Cairo viva!

—¿Que viva? ¿Hasta tal punto estaba amenazada?

—¡Por las barbas del Profeta, no sabes hasta qué punto! Pero conseguí expulsar a los francos. Retrocedieron...

—Son hombres sabios. No son como tú, cerdo vil que no tiene más Dios que el dinero. Pero dime, a propósito de Fustat...

—Tesoro de Ala, sé lo que vais a preguntarme. Pero, por desgracia, oh sí, para mi gran desgracia, la respuesta es sí... ¡Para salvar a Egipto, tuve que sacrificarla!

—¡Carroña inmunda! ¿La has sacrificado? ¿Está muerta? Que la vergüenza caiga sobre ti —dijo Shirkuh llevándose la mano al sable.

—¿Muerta? Pero noble Shirkuh, ¿de qué estáis hablando?

—¡De mi hija, hijo de perra!

—¿Vuestra hija? ¡Yo creí que hablabais de nuestra flota de guerra! Ya debéis de saber que estaba fondeada en Fustat, y...

—Me importan un rábano tus barquitos. Te construiremos diez mil más. ¡Lo que me interesa es mi hija! ¿Debo recordarte que he venido únicamente por ella? ¿O tendré que arrojar a tus pies la cabeza de tu hijo para que recuperes la memoria?

Chawar palideció. No, no lo había olvidado. Evidentemente había tomado medidas y había enviado a varios de sus ofitas al Cofre para que sacaran de él a Guyana después deprender fuego a la ciudad. Por desgracia, le habían dicho que había perecido, quemada como su yegua.

—Señor —silbó Chawar—, no sabéis cómo lo lamento, pero ha muerto...

—¡Explícate!

—Algunos de mis hombres entraron en el Cofre, por el camino de la Serpiente, una ruta que solo nosotros conocemos y que está protegida por un dragón. Pero al entrar en el jardín donde vuestra hija estaba recluida, solo encontraron su cadáver, junto al de su yegua. ¡«La mujer que no existe» ya no está entre nosotros! Perdón.

Chawar alzó hacia Shirkuh una mirada implorante. A modo de respuesta, se escuchó un silbido metálico, y la cabeza del visir rodó por el suelo.

—Ahora estás perdonado —dijo Shirkuh devolviendo la espada a la vaina.

52

Toda la noche besa la cabellera, y cuando contempla el cabello

se cree el amo del mundo. Amor transforma al sabio en loco,

cuando alguien como Alejandro puede exultar por un cabello.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Cligès

Morgennes se tendió junto a Guyana y le acarició los cabellos.

—¿Cómo está? —preguntó a Azim.

—No sabría decirlo —respondió este—. Es un caso muy peculiar, que mi ciencia, por desgracia, es incapaz de resolver. Aparentemente no tiene ninguna herida, y sin embargo está sumergida en un profundo coma.

—Entonces, todo lo que queda por hacer es...

—Rezar.

Los dos hombres se arrodillaron junto al lecho donde reposaba la joven y rezaron al estilo copto, con las palmas vueltas hacia el cielo.

Se encontraban en la celda que ocupaba Azim en el monasterio de San Jorge. El edificio debía a su proximidad con el acueducto de Fustat el haber salido relativamente bien librado del terrible incendio que había asolado la ciudad vieja hasta ese mes de febrero de 1169. Durante este tiempo, los coptos de Fustat habían vivido replegados sobre sí mismos, consagrando sus días a la oración, al ayuno y a relevarse junto al acueducto para ir a llenar los cubos, que luego vaciaban sobre el incendio. Al final habían sobrevivido. Y muchos decían que había sido gracias a san Jorge:

BOOK: La espada de San Jorge
2.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Seven Ways to Kill a Cat by Matias Nespolo
Every Wickedness by Cathy Vasas-Brown
Blood Brotherhoods by Dickie, John
Ready and Willing by Cara McKenna
Vanished in the Dunes by Allan Retzky
Never Deal with Dragons by Christensen, Lorenda
INCEPTIO (Roma Nova) by Morton, Alison
Forest Born by Shannon Hale
Rodeo Queen by T. J. Kline