La espada de San Jorge (54 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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—No, sigo sin comprenderlo. Y yo también soy como tú. Necesito saber.

Dodin, con la cabeza rodeada de una nube de mosquitos, tenía los ojos rojos, bordeados por grandes cercos negros, y su camisa estaba empapada de sudor.

—Al igual que no maté a Galet —dijo Morgennes—, no te mataré a ti. Pero si se me presentara la oportunidad de salvarte, no lo haría. Tu Dios se encargará de eso.

—¡Estás loco! Creía que éramos amigos. ¿Aún me guardas rencor por la babucha que te cogí en el Krak de los Caballeros? ¡Creía que era una historia olvidada!

—¿Olvidada? Eso es fácil de decir. De todos modos no se trata de eso.

—Entonces, ¿de qué?

Mientras Dodin le escuchaba con los ojos muy abiertos, Morgennes se lo contó todo: su infancia, la llegada del invierno y de los cinco caballeros, la travesía del río helado, y luego la muerte de su padre y de su hermana. Al acabar el relato, estaba tan sudoroso como Dodin. Este último había escuchado con atención, y cuando Morgennes hubo acabado, exclamó:

—¡Hace tanto tiempo de esto! Casi lo había olvidado. Pero sí, es cierto. Estaba allí, lo confieso.

Parecía cansado, abatido, y ni siquiera trataba de espantar a los mosquitos que le atacaban.

—Queda tan lejos —continuó—. Hará unos treinta años. Hacia 1146. Mis camaradas y yo nos dirigíamos a Tierra Santa, para combatir al lado de Luis VII. Sagremor el Insumiso, Galet, Jaufré Rudel, Reinaldo de Châtillon y yo mismo.

—¿Sagremor el Insumiso, el Caballero Bermejo, estaba con vosotros?

Dodin inclinó la cabeza, mirándose los pies, ocultos por las altas hierbas.

—¿Y Jaufré Rudel, el trovador?

—Sí. Pero este último descubrió, una vez llegado a Tierra Santa, que estaba más dotado para rimar y amar que para combatir. Por eso lo recluíamos: ¡para que cantara nuestras alabanzas! Volvió rápidamente a Francia, donde, según me han dicho, se convirtió en trovador.

—En efecto —dijo Morgennes, que recordaba muy bien a Jaufré Rudel, con quien se había cruzado en Arras—. Pero ¿quién es Reinaldo de Chátillon?

—Era nuestro jefe. En esa época acababa de entrar en el Temple y llevaba su uniforme. Luego le expulsaron.

Comprendiendo que ese era el hombre a quien de niño había tomado por Dios, con su armadura resplandeciente y su capa adornada con una cruz, Morgennes preguntó:

—¿Dónde puedo encontrarle?

—Con los mahometanos. Le tienen prisionero desde hace casi veinte años, en sus calabozos de Alepo. No sé si le liberarán algún día. Lo detestan. Por otra parte, todo el mundo le odia. Con el tiempo, incluso Galet y yo acabamos por aborrecerle. Es un loco. Un fanático peligroso, ávido de gloria y de riquezas. Fue él quien tuvo la idea de aniquilar a los tuyos. ¡Compréndeme, tu padre vivía en el mayor de los pecados, con una judía! En la región era un hecho conocido. Antes de encontrarla, tu padre era famoso por su fe. Era un gran caballero. Tu madre debió de embrujarlo.

—¿De modo que era noble? —inquirió Morgennes.

—Sí. En fin, de la pequeña nobleza. Pero renunció a todo. A su nombre y su rango, a sus títulos, honores y riquezas, para comprometerse con esa mujer. ¡Era una bruja, te digo! Nos había humillado.

—Yo no veo las cosas de este modo —dijo Morgennes, aplastando algunos mosquitos contra su cara.

—No, yo ahora tampoco —dijo Dodin—. Ahora ya no. Pero entonces era joven. Acababa de ser armado caballero. La vida me abría los brazos, y creía que, purificando la Gaste Forêt de la única judía que vivía allí, hacía una buena obra. Perdón, Morgennes. Perdón. Todo lo que puedo decirte, si es que eso puede ayudarte, es que tu madre probablemente se encuentre todavía con vida.

—Dime lo que sabes.

—Reinaldo de Châtillon la secuestró y la llevó a la fuerza, con nosotros, a Tierra Santa. Supongo que seguirá allí, en alguna parte. Hace años que no he oído hablar de ella. Lo último que supe es que había vuelto con su familia.

—¿A Tierra Santa?

—No, no exactamente. A Arabia. Pues ella descendía de una antigua tribu judía establecida en las inmediaciones de Medina. Es todo lo que sé. Ahora, si quieres matarme, hazlo. No me defenderé.

—Te lo he dicho. No seré yo quien te mate.

Morgennes continuó su ruta, lanzando poderosos golpes con su espada para abrirse camino a través de la jungla, por donde había pasado lo que parecía ser un navío gigantesco. Aquí y allá aparecían árboles derribados, y aún podían verse restos de cordajes y de rodillos de madera, que probablemente habían servido para hacer avanzar el Arca. Pero el bosque ya lo había recubierto casi todo, y los rastros no habrían sido fáciles de seguir para alguien menos experimentado que Morgennes. «¡Qué proyecto de locos! —pensó—. Pero ¿qué buscaban en esta
terra incognita
? ¿El Paraíso?»

Un espeluznante gruñido se dejó oír, lejos ante ellos. Parecía que todos los leones de la tierra rugían juntos, como si quisieran impedir que se acercaran. Dodin alcanzó a Morgennes.

—¡Es aterrador! Pero al menos parece que ha espantado a los mosquitos. El aire es más fresco.

Efectivamente el aire no era tan pesado y finas gotas de agua habían reemplazado a los mosquitos. Las gotas se depositaban sobre los dos hombres, añadiéndose al sudor y esponjando sus ropas. Ambos se despojaron de sus cotas de malla, y con gran sorpresa por su parte, Morgennes oyó un tintineo metálico que respondía, como un eco, al que había emitido su yelmo al caer sobre la hierba.

Hurgando en la tierra con las manos, desenterró un esqueleto que aún iba equipado con una coraza y un viejo escudo, qué parecían datar de la época romana.

—Debe tratarse de uno de los soldados enviados por Nerón en busca de las fuentes del Nilo. Se dice que encontraron pantanos. Probablemente muy cerca de aquí.

—¡Morgennes! ¡Ven a ver!

Morgennes, que se había arrodillado para observar mejor al soldado romano, se levantó y miró en la dirección que le indicaba Dodin. Una capa de niebla ocultaba la visión, pero podía percibir, viniendo del otro lado, el fragor de un río cuyas aguas golpeaban contra las rocas.

—¡Debe de ser por ahí! ¡Adelante!

Los dos hombres se sumergieron en un muro de sombra y bruma, por el que avanzaron durante un buen rato. Finalmente se abrió ante ellos una visión que habría hecho llorar a los propios dioses: el Nilo caía desde unos inmensos acantilados semejantes a imponentes dragones de piedra. Las paredes eran tan altas que, a su lado, los árboles más grandes parecían frágiles arbustos.

—La primera de las seis —dijo Morgennes, que recordaba haber leído que una serie de seis cataratas, cada una más formidable que la anterior, separaban Cocodrilópolis de los pantanos del Lago Negro, donde se perdía la pista de las fuentes del Nilo.

—¡No me digas —bufó Dodin— que han conseguido pasar por aquí y hacer subir el Arca hasta lo alto!

—¡Vamos a ver! —dijo Morgennes jadeante.

—¡Cuidado! —gritó Dodin.

Un movimiento en el agua había atraído su atención. ¡Cocodrilos! Como inofensivos troncos de árbol, los reptiles dejaban que la deriva los llevara hacia la orilla, en dirección a los dos hombres. Sin embargo, restos de piernas, brazos y torsos, en una mezcla de carnes podridas y huesos medio triturados, hacían pensar que ya se habían dado un buen festín.

—¿Cuánto tiempo hace que están ahí? —preguntó Dodin, que no movía una ceja, siguiendo los consejos de Morgennes.

—Qué lugar más extraño —dijo Morgennes—. Se diría que aquí los tiempos se mezclan. Estos cuerpos tienen sin duda varios meses, pero se diría que son de hace solo una semana. En cuanto al bosque, es como si se hubiera repoblado en una noche. Mira, se diría que no ha sufrido por el paso del Arca...

—¡Es el bosque de los dioses! ¡Nos matarán!

—No; si quisieran hacerlo ya lo habrían hecho. En cambio, hay algo en lo que estoy de acuerdo contigo: también a mí me parece divino.

Por otra parte, este bosque le recordaba a otro, el que había visto en sus sueños en El Cairo. Un bosque que parecía un pantano, hormigueante de reptiles y de mariposas negras y blancas.

—¿Qué hacemos? —preguntó Dodin.

—No podemos retroceder sin tropezar con los hombres de Saladino. Creo que debemos continuar y encontrar a Gargano, Nicéforo, Filomena y los demás.

—A menos que estén ahí, bajo nuestros ojos.

Como para responder a sus preguntas, un cocodrilo salió del agua y abrió sus fauces ante ellos. Entre sus dientes, Morgennes distinguió un pedazo de madera dorado cubierto de tejido; era el brazo de uno de los muñecos fabricados por Filomena, el brazo del caballero san Jorge.

—Allí —dijo saliendo del fango con un ruido de succión—. Parece que hay una especie de chimenea excavada en la roca.

Condujo a Dodin al pie de la cascada y le mostró una falla abierta en la piedra, por donde se podía trepar. Dodin le gritó algo, pero el estruendo era tan ensordecedor que Morgennes no oyó nada. Los saltos de agua hacían un ruido espantoso y la bruma cegaba a los dos hombres. Caminando a tientas, con Dodin cogido a su cinturón, Morgennes llegó hasta las rocas. Una vez allí, buscó una hendidura donde apuntalar los pies y las manos, e inició la ascensión del imponente dragón de piedra.

Después de muchos esfuerzos y desolladuras, Morgennes y Dodin alcanzaron la cima. Los dos hombres se habían asegurado con ayuda de una cuerda, que Morgennes desató y enrolló alrededor de su torso.

—¡Increíble! —exclamó Dodin.

En efecto, la visión a la que tenían el privilegio de asistir era como uno de esos fabulosos cuadros de la naturaleza reservados a un puñado de elegidos. Un mar de árboles entrecortado por cataratas envueltas en vapores se elevaba gradualmente hasta el horizonte, culminando en una montaña con la cima nevada, tan resplandeciente que parecía un diamante. Sobre ella colgaba en equilibrio una luna rojiza y llena, que, por un curioso efecto óptico, amenazaba con caer rodando hasta el mar de verdor. En medio, a mitad de camino entre la primera catarata y la montaña, una gran mancha marrón se extendía como si fuera la lepra apoderándose del bosque.

—Los Pantanos del Olvido —murmuró Morgennes.

Por fin comprendía por qué nadie había encontrado nunca las fuentes del Nilo. No era por falta de medios, de voluntad, de suerte o de coraje. No. Era simplemente porque era imposible. Estaban defendidas por los dioses.

Pero lo más extraordinario, algo que nadie antes que ellos había contemplado, era la gran embarcación embarrancada en el corazón de los pantanos, volcada hacia un lado, como un navío caído del cielo.

—¿Dónde está la gente? —preguntó Morgennes—. ¿Dónde están los centenares de egipcios que ayudaron a transportarla hasta aquí, y dónde está la tripulación?

Dodin colocó la mano sobre los ojos y escrutó el bosque hasta el horizonte. Pero no vio a nadie. En el aire solo resonaban los gritos penetrantes de los pájaros y las bestias salvajes, que conseguían atravesar la densa tela del fragor de las aguas.

Capítulo VII

Los pantanos de la memoria

57

La visión de su espada quebrada le vuelve loco de rabia

y lanza el pedazo que conserva en el puño tan lejos

como puede.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Erec y Enid

—Pero ¿qué mierda de espada es esta? —se indignó Amaury.

El rey volvía de la refriega, en la que la hoja de
Crucífera
había volado en pedazos al chocar contra el escudo de un enemigo. Mientras se acercaba a Guillermo para mostrarle el muñón de espada que tenía en la mano, le dijo:

—¡Por mi vida te juro que si algún día vuelvo a encontrar a Palamedes, le retorceré el cuello con mis p-p-propias manos!

Dominado por la ira, Amaury lanzó lo que quedaba de
Crucífera
en dirección al campo de batalla y añadió:

—¡Esto no ha ocurrido nunca!

—¿Majestad?

—No quiero p-p-pasar por un rey ridículo.

—Pero, majestad, nada podría estar más lejos de mis intenciones.

—¡Es lo que soy!

—¡No, majestad! Han abusado de vuestra buena fe, y vos os habéis mostrado... crédulo.

—Qué importa eso. Tú p-p-prométeme que olvidarás esta escena.

Guillermo guardó silencio un instante, para dar tiempo a que Amaury se calmara. Luego, al ver que parecía haberse serenado, le dijo:

—Majestad, cuando me encargasteis que escribiera el relato de vuestra vida, me dejasteis bien claro que debía decir la verdad...

—De ningún modo —dijo Amaury—. ¡Solo te pedí que no mintieras! No es lo mismo. De manera que no estás obligado a contar que una vez más me he encontrado con una espada de p-p-pacotilla en la mano, enfangado en una expedición militar que se encamina a la derrota.

—Bien, majestad. Como queráis...

Guillermo bajó la cabeza. ¿Cómo quedaría su
Gesta Amauricii
si debía eliminar todos los acontecimientos que mostraran una imagen poco favorecedora del rey? ¿Cómo resultaría? Tampoco podía rebajarse a redactar uno de esos cuentos donde todo era invención. Una de esas sagas que entusiasmaban a los nórdicos.

Recordó las peripecias de esos últimos meses. Primero el fiasco de la anterior expedición de Amaury a Egipto. Su incapacidad para plantar cara a los pares del reino y a los hospitalarios. El pillaje de Bilbais. La llegada de Shirkuh y Saladino a El Cairo. El fracaso de la insurrección, la desaparición de Morgennes y de los conjurados. Y luego, para acabar, el inesperado regreso de ese pretendido embajador del Preste Juan y el fabuloso regalo que había ofrecido al rey:
Crucífera
. La antigua espada de san Jorge. Una hoja que mataba dragones.

Gracias a ella, Manuel Comneno había aceptado, muy oportunamente, enviar una poderosa flota para apoyar a las tropas de Amaury en su última tentativa de conquistar Egipto.


Crucífera
, la espada santa. Pero ¿cómo saber si efectivamente lo es? —había preguntado Amaury al recibir este presente de manos de Palamedes, en la sala del trono de su palacio, en Jerusalén.

—Miradla bien, majestad —había respondido Palamedes—. La hoja tiene forma de llama, escupida por un dragón cuyas fauces son el guardamano, y el cuerpo, la empuñadura de la espada.

—En fin —había dicho Amaury—, si vos lo decís... De t-t-todos modos, lo importante no es que yo os crea, sino que el emperador de los griegos lo crea.

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