—¿Qué hay? —exclamó William Guy.
—¡Corta, corta, contramaestre! —ordenó Jem West, o nos estrellaremos contra la roca…
Hurliguerly se lanza a la proa de la
Paracuta
para cortar la cuerda.
De pronto el cuchillo que tenía en la mano es arrancado; la cuerda se rompe, y el arpeo, como un proyectil, va en dirección del macizo. Y al mismo tiempo, todos los objetos de hierro depositados en nuestra embarcación, los utensilios de cocina, las armas, el hornillo de Endicott, nuestros cuchillos, arrancados de los bolsillos, toman el mismo camino, mientras la canoa va a chocar contra la playa.
Para explicar estas cosas inexplicables era preciso admitir que estábamos en las extrañas regiones que yo atribuía a las alucinaciones de Arthur Pym.
Pero no: acabábamos de ser testigos de hechos físicos, no de imaginarios fenómenos.
Aparte de esto, no tuvimos tiempo de reflexionar, pues desde que pusimos los pies en tierra, nuestra atención fue solicitada por una embarcación que yacía sobre la arena.
—¡La canoa de
1a Halbrane
! —exclamó Hurliguerly.
Sí, era la canoa robada por Heame. Yacía en la arena completamente destrozada. Restos informes…, lo que queda de una embarcación después de un golpe de mar que la arroja contra las rocas.
Lo primero que notamos fue que el herraje de la canoa había desaparecido por completo. Sí. Los clavos, las panetas de la quilla, las guarniciones de la roda y del colaste, los goznes del timón…
¿Qué significaba esto?
La voz de Jem West nos llamó a una pequeña playa, a la derecha de la embarcación.
Sobre el suelo había tres cadáveres: el de Heame, el del maestro velero Martín Holt y el de uno de los reclutados en las Falklands. De los 13 que acompañaban al
sealing–master
no quedaban más que aquellos tres cadáveres. Al parecer, lo eran desde algunos días antes.
¿Qué había sido de los que faltaban? ¿Habían sido arrastrados al largo? Practicáronse pesquisas por el litoral, en el fondo de las ensenadas, entre los escollos. No se halló nada, ni señales de campamento, ni aun vestigios de desembarco.
—Preciso es —dijo William Guy— que su canoa haya sido abordada en la mar por un
ice–berg
en deriva. La mayor parte de los compañeros de Heame se habrán ahogado, y estos tres cuerpos han venido a la costa privados de vida.
—Pero —preguntó el contramaestre ¿cómo explicar que la canoa se encuentre en tal estado?
—Y sobre todo —añadió Jem West—, ¿que la falte todo su herraje?
—Efectivamente —dije yo—, parece que ha sido arrancado violentamente.
Dejando a la
Paracuta
al cuidado de dos hombres, subimos al interior a fin de extender nuestras pesquisas. Nos aproximamos al macizo, ahora ya libre de brumas, y cuya forma se mostraba con mayor vigor. Era, lo he dicho, una especie de esfinge de color fuliginoso, como si la materia de que estaba compuesto hubiera sido oxidada por las largas intemperies del clima polar.
Y entonces… En mi cerebro surgió una hipótesis…, una hipótesis que explicaba aquellos asombrosos fenómenos.
—¡Ah! —exclamé—. ¡Un imán!… ¡Allí hay un imán dotado de una fuerza de atracción prodigiosa!
Fui comprendido, y en un instante la última catástrofe, de la que Hearne y sus cómplices habían sido víctimas, se iluminó con claridad terrible.
El macizo era un imán colosal. Bajo su influencia, las ligaduras de hierro de la canoa de la
Halbrane
habían sido arrancadas y proyectadas, como impelidas por el resorte de una catapulta.
El era el que había atraído con irresistible fuerza todos los objetos de la
Paracuta.
Y nuestra embarcación hubiera corrido la suerte de las otras si en su construcción se hubiera empleado un solo pedazo de aquel metal.
¿Era la proximidad del polo magnético lo que producía aquellos efectos?
Así lo pensamos al principio. Después de reflexionar, desechamos esta explicación.
Además, en el sitio en que se cruzan los meridianos magnéticos no se efectúa otro fenómeno que la posición vertical que toma la aguja imanada en dos puntos similares del globo terrestre.
Este fenómeno, ya experimentado en las regiones árticas, debe ser idéntico en las regiones de la Antártida.
Así, pues, existía un imán de intensidad prodigiosa, y habíamos entrado en su zona de atracción. Ante nuestros ojos se había efectuado uno de esos sorprendentes efectos que hasta entonces se habían considerado como fábulas. ¿Quién ha admitido nunca que los navíos puedan ser irresistiblemente atraídos por una fuerza magnética, y que sus herrajes se escapen, y sus canoas se abran, y la mar los trague por esta razón?… Y, sin embargo, así era…
He aquí, en suma, la explicación que, a mi juicio, podía darse al fenómeno.
Los vientos alisios llevan de un modo constante hacia las extremidades del eje terrestre nubes o brumas que contienen gran cantidad de electricidad, que las tempestades no han agotado por completo. De aquí formidable acumulación de este fluido en los polos, y que se desliza hacia la tierra de manera permanente.
Tal es la causa de las auroras boreales y australes, cuyas luminosas magnificencias irradian por encima del horizonte, sobre todo durante la larga noche polar, y que son visibles hasta en las zonas templadas cuando llegan a su máximo de culminación. Está, asimismo, admitido —aunque no es hecho comprobado— que en el momento en que una violenta descarga de electricidad positiva se efectúa en las regiones árticas, las antárticas están sometidas a las descargas de electricidad del nombre contrario.
Pues bien: esas corrientes continuas a los polos, que agitan las brújulas, deben poseer extraordinaria influencia, y bastaría que una masa de hierro fuera sometida a su acción para que se transformara en un imán de un poder proporcional a la intensidad de la corriente, al número de vueltas de la hélice eléctrica y a la raíz cuadrada del diámetro de la mole de hierro imanado, y precisamente se podía calcular en millares de metros cúbicos el volumen día esfinge que se erguía en aquel punto de las tierras australes.
¿Qué faltaba, pues, para que la corriente circulase en torno de ella y la convirtiese en un imán por inducción? Nada más que una veta metálica, cuyas innumerables espirales, culebreando por las entrañas del suelo, estuviesen subterráneamente unidas en la base del macizo.
Pensé también que éste debía de estar colocado en el eje magnético como una especie de calamita gigantesca, de donde brotaba el fluido imponderable, y del que las corrientes hacían poderoso acumulador, dirigido a los confines del mundo.
En cuanto a determinar si se encontraba precisamente en el polo magnético de las regiones australes, nuestra brújula no podía indicarlo, pues no estaba construida para ello. La aguja, agitada o inestable, no marcaba orientación alguna, cosa que, por lo demás, importaba poco para lo que se refería a la constitución de aquel imán artificial y a la manera como las nubes y la veta sostenían su fuerza atractiva.
De este plausible modo, y por instinto, me expliqué el fenómeno.
No era dudoso que estuviéramos cerca de un imán, cuyo poder producía aquellos efectos, tan terribles como naturales.
Comuniqué mi idea a mis compañeros, a quienes pareció que tal explicación se imponía en presencia de los hechos físicos que acabábamos de ser testigos.
—Supongo que no habrá peligro en llegar al pie del macizo —dijo el capitán Len Guy.
—Ninguno —respondí.
—¡Allí…! ¡Sí!… ¡Allí!
No sabría pintar la impresión que nos produjeron estas tres palabras, que fueron lanzadas como tres gritos salidos de las profundidades de ultratumba, que hubiera dicho Edgard Poe.
El que había hablado era Dirk Peters, y el cuerpo del mestizo estaba extendido hacia la esfinge, como si, convertido en hierro, fuera atraído por el imán…
Después se lanzó en aquella dirección, y sus compañeros lo siguieron por un suelo cubierto de piedras negruzcas y restos volcánicos de toda especie.
El monstruo crecía a medida que nos aproximábamos, sin perder nada de sus formas mitológicas. No sabría pintar el efecto que producía, solitario en la superficie de la planicie inmensa. Hay impresiones que se resisten a la palabra y a la pluma. Y… esto no debía de ser más que alucinación de nuestros sentidos; parecía que íbamos a él atraídos por su poder magnético.
Cuando llegamos a su base, encontramos los diversos objetos de hierro sobre los que había ejercitado su poder. Armas, utensilios, el arpeo de la
Paracuta,
se adherían a sus flancos. Allí se veían también los que provenían de la canoa de la
Halbrane,
y los clavos, las hebillas, las panetas de la quilla, los goznes del timón.
No había, pues, duda posible sobre la causa de la destrucción de la canoa en que iban Hearne y sus compañeros. Brutalmente abierta, habla ido a estrellarse contra las rocas, y tal hubiera sido la suerte de la
Paracuta
si, por su construcción, no hubiera escapado a aquella irresistible atracción magnética.
De tal modo estaban adheridos a los flancos aquellos utensilios de hierro, que preciso era renunciar a apoderarse de ellos nuevamente. Hurliguerly, furioso por no poder arrancar su cuchillo, sujeto a una altura de 50 pies, exclamó, mostrando el puño cerrado al impasible monstruo:
—¡Esfinge ladrón!
No extrañará que allí no hubiera más objetos que los que provenían de la
Paracuta
y de la canoa de la
Halbrane.
Seguramente ningún navío había jamás llegado a aquella latitud de la mar antártica. Heame y sus cómplices primero, el capitán Len Guy y sus compañeros después, éramos los únicos que habíamos puesto el pie en aquel punto del continente austral. Para concluir: todo barco que se hubiera aproximado al colosal imán hubiera corrido a su completa destrucción, y nuestra goleta hubiera sufrido la misma suerte que su canoa, de la que no quedaban más que informes restos.
Jem West nos recordó que era una imprudencia prolongar nuestra estancia en la Tierra día esfinge, nombre que debía conservar. El tiempo apremiaba, y un retraso de algunos días nos hubiera obligado a invernar al pie del banco de hielo.
Dióse, pues, la orden de volver a la ribera, cuando la voz del mestizo sonó aun, y estas tres palabras, gritos más bien, salieron de los labios de Dirk Peters:
—¡Allí! ¡Allí! ¡Allí!…
Después de haber dado la vuelta a la pata derecha del monstruo, vimos a Dirk Peters arrodillado, con las manos extendidas ante un cuerpo, o mejor un esqueleto revestido de piel, que el frío de aquellas regiones había conservado intacto y que conservaba rigidez cadavérica. Tenía la cabeza inclinada, barba blanca que le caía hasta la cintura, manos y pies con uñas largas como garras.
¿Por qué este cuerpo estaba adherido al flanco del macizo a dos toesas sobre el suelo?
Atravesado sobre la espalda, y sostenido por una correa, vimos el cañón de un fusil medio oxidado.
—¡Pym! ¡Mi pobre Pym! —repetía Dirk Peters con desgarradora voz.
Y procuró levantarse para aproximarse y besar los osificados restos de su pobre Pym…
Dobláronse sus rodillas… Un sollozo le oprimió la garganta…, un espasmo hizo estallar su corazón, y cayó de espaldas… muerto.
Resultaba, pues, que desde su separación, la canoa había arrastrado a Arthur Pym al través de las regiones de la Antártida.
¡Cómo nosotros, después de haber franqueado el polo austral, había caído en la zona de atracción del monstruo! Y allí, mientras su embarcación se alejaba con la corriente del Norte, apresado por el fluido magnético antes de haber podido desembarazarse del arma que llevaba en banderola, había sido arrojado contra el macizo.
Al presente, el fiel mestizo reposa en la Tierra día esfinge junto a Arthur Gordon Pym, el héroe cuyas extrañas aventuras encontraron en el gran poeta americano un no menos extraño narrador.
Aquel mismo día, por la tarde, la
Paracuta
abandonaba el litoral de la Tierra día esfinge, que habíamos tenido siempre al Oeste desde el 21 de Febrero.
Hasta el límite del círculo antártico teníamos que recorrer unas 400 millas. Llegados a aquellos parajes del Océano Pacífico, ¿tendríamos, lo repito, la feliz probabilidad de ser recogidos por un ballenero retrasado en los últimos días de la estación de pesca, o por algún navío de una expedición polar?
Esta segunda hipótesis tenía su razón de ser. En efecto: cuando la goleta se encontraba en escala en las Falkland y… ¿no se hablaba de la expedición del lugarteniente Wilkes, de la marina americana? La división, compuesta de cuatro barcos, el
Vincennes,
el
Peacock,
el
Porpoise,
el
Flying–Fish,
¿no había abandonado la Tierra de Fuego en Febrero de 1839, con varios barcos que le seguían en vista de una campaña al través de los mares australes?
Lo que desde entonces había sucedido, lo ignorábamos… Pero ¿por qué Wilkes, después de haber procurado remontar las longitudes occidentales, no había tenido la idea de buscar paso remontando las orientales?
En este caso hubiera sido posible que la
Paracuta
encontrase alguno de sus barcos.
En suma: lo más difícil era adelantarse al invierno y aprovechar la mar libre, donde toda navegación no tardaría en ser imposible.
La muerte de Dirk Peters había reducido a doce el número de los pasajeros de la
Paracuta.
Esto era lo que restaba de la doble tripulación de las dos goletas: la primera formada por treinta y ocho hombres, y la segunda por treinta y dos; total: ¡setenta!
Pero no se olvide que la expedición de la
Halbrane
había sido emprendida para cumplir un deber de humanidad, y que cuatro de los sobrevivientes de
la Jane
la debían su salvación.
Y ahora, abreviemos. No hay para que extenderse sobre el viaje de vuelta, favorecido por la circunstancia de las corrientes y de la brisa. Por lo demás, las notas que sirvieron para formar este relato no fueron encerradas en una botella arrojada a la mar, y recogida por casualidad en los mares de la Antártida. Las he traído yo mismo; y aunque la última parte del viaje no se haya efectuado sin grandes fatigas, trabajos y peligros, y, sobre todo, sin grandes inquietudes, esta campaña ha tenido nuestra salvación por desenlace.