—¡Bien, bien! ¡Hurra, Dirk, hurra! —gritó el contramaestre, incapaz de contenerse, y al que Endicott hacía formidable eco.
El mestizo había llegado a la canoa; su enorme mano se agarró a ella, y, a riesgo de que se fuera a pique, se izó por la banda, se montó en ésta, y se sentó para tomar aliento.
Casi en seguida un sonoro grito lanzado por el mestizo llegó hasta nosotros.
¿Qué había encontrado en el fondo de la canoa? Eran remos, pues la vimos que se instalaba en la proa y remaba en dirección de la ribera con nuevo vigor, a fin de salir de la corriente.
—¡Venid! —dijo el capitán Len Guy.
Cuando hubimos rodeado la base del peñón, corrimos hacia la orilla de la playa por entre las negruzcas piedras de que estaba cubierta.
A 300 o 400 toesas, el lugarteniente hizo que nos detuviéramos. La canoa había encontrado abrigo en una pequeña punta que se proyectaba en aquel sirio, y era evidente que allí aterraría.
No estaba más que a cinco o seis encabladuras, y el remolino se aproximaba, cuando Dirk Peters, dejando los remos, se inclinó a popa y se irguió después sosteniendo un cuerpo inerte.
¡Qué desgarrador grito se dejó oír!
—¡Mi hermano! ¡Mi hermano!
Len Guy acababa de reconocer a William Guy en el cuerpo que el mestizo sostenía.
—¡Vive! —gritó Dirk Peters.
Un instante después, la canoa había acostado, y el capitán Len Guy oprimía entre sus brazos a su hermano.
Tres de los compañeros de éste yacían inanimados en el fondo de la embarcación.
¡Y aquellos cuatro hombres era lo que restaba de la tripulación de
la Jane
!
El título dado a este capítulo indica que las aventuras de William Guy y de sus compañeros después de la destrucción de la goleta inglesa, los detalles de su existencia en la isla Tsalal desde la partida de Arthur Pym y de Dirk Peters, van a ser referidos sucintamente.
Transportados a la caverna William Guy y los tres marineros Trinkie, Roberts y Covin, habíase logrado que recobraran el sentido. En realidad, el hambre, sólo el hambre había puesto a aquellos infelices en un estado de debilidad próximo al de la muerte.
Algún alimento suministrado con moderación y algunas tazas de té caliente con whisky les volvieron casi en seguida las fuerzas.
No insisto en la conmovedora escena que nos enterneció hasta el fondo del alma, cuando William reconoció a su hermano. Las lágrimas inundaban nuestros ojos; las palabras de gratitud a la Providencia nos venían a los labios. Para nada pensábamos en lo que el porvenir nos reservaba, entregados a la alegría del presente… Y ¿quién sabía si nuestra situación iba a cambiar, merced a la llegada de aquella embarcación a
Halbrane–Land
?
William Guy, antes de relatar su historia, fue puesto al corriente de nuestras aventuras. En pocas palabras supo lo que había que saber de ellas: el encuentro con el cadáver de Patterson; el viaje de nuestra goleta hasta la isla de Tsalal; su partida para más altas latitudes; su naufragio al pie del
ice–berg,
y, en fin, la traición de una parte de la tripulación, que nos había abandonado en aquellos lugares.
Conoció igualmente lo que Dirk Peters sabía respecto a Arthur Pym, y también sobre que hipótesis, poco fundada, descansaba la esperanza del mestizo de encontrar a su compañero, cuya muerte no era más dudosa para William Guy que la de los otros marinos de
\a Jane,
aplastados bajo las colinas de Klock–Klock.
A esta relación respondió William con el resumen de lo ocurrido en los once años pasados en la isla Tsalal.
No se habrá olvidado que el 8 de Febrero de 1828 la tripulación de
la Jane,
no teniendo motivos para sospechar de la mala fe de la población de Tsalal y de su jefe Too–Witt, desembarcó, a fin de ir a la aldea de Klock–Klock, no sin haber puesto en estado de defensa la goleta; a bordo de la que quedaron seis hombres.
La tripulación, contando al capitán William Guy, al segundo Patterson, a Arthur Pym y a Dirk Peters, formaba un grupo de 32 hombres, armados de fusiles, pistolas y cuchillos. El perro
Tigre
les acompañaba.
Al llegar a la estrecha garganta que conducía a la aldea, precedida y seguida por los numerosos guerreros de Too–Witt, la pequeña tropa se dividió. Arthur Pym, Dirk Peters y el marinero Alien penetraron por una hendedura de la colina.
Desde aquel momento, sus compañeros no habían de volverlos a ver.
Efectivamente, al poco tiempo se dejó sentir una sacudida. La colina opuesta se desmoronaba, enterrando a William Guy y a sus 28 compañeros.
De estos desdichados, 22 fueron aplastados, y sus cadáveres no se hallaron jamás bajo la masa de tierra. Siete, milagrosamente a cubierto en una ancha gruta de la colina, habían sobrevivido. Eran William Guy, Patterson, Roberts, Covín y Trinkie, más Forbes y Lexton, que murieron después. Respecto a si
Tigre
había perecido en el derrumbamiento o había escapado, lo ignoraban.
William Guy y sus compañeros no podían permanecer en aquel sitio estrecho y obscuro, donde el aire respirable no tardaría en faltar. Así como Arthur Pym lo pensara al principio, se habían creído víctimas de un temblor de tierra; pero, como él, también iban a conocer que el terremoto había sido preparado artificialmente por Too–Witt y por los insulares de Tsalal. Como a Arthur Pym, les era preciso, y lo más pronto posible, escapar a aquellas tinieblas, a la falta de aire y a las exhalaciones sofocantes de la tierra húmeda, entonces que, para emplear las palabras de Arthur Pym—, «se encontraban desterrados en los más lejanos confines de la esperanza, y en la condición especial de muertos».
Lo mismo que en la colina de la izquierda existían laberintos en la de la derecha, y arrastrándose por los sombríos corredores, William Guy, Patterson y los demás, llegaron a una cavidad donde la luz y el aire penetraban en abundancia. También ellos vieron desde allí el ataque
a la Jane
por unas 60 piraguas, la defensa de los seis hombres que quedaron a bordo, los pedreros vomitando balas y metralla, la invasión de la goleta por los salvajes, y, en fin, la explosión final, que produjo la muerte de un millar de indígenas, al mismo tiempo que la destrucción completa del navío.
Too–Witt y los insulares quedaron al principio espantados de los efectos de aquella explosión, y quizá aun más, descorazonados. Los instintos de pillaje no podrían ser satisfechos, puesto que del casco, de la arboladura y del cargamento de la goleta no quedaban más que restos sin valor. Como debían suponer que la tripulación había igualmente perecido en el hundimiento de la colina, no pensaban que algunos habían sobrevivido; de donde resultó que Arthur Pym y Dirk Peters, por una parte, y William Guy y los suyos por otra, pudieron, sin ser inquietados, permanecer en el fondo de los laberintos de Klock–Klock, donde se alimentaron de la carne de las garzas, de las que era fácil apoderarse con la mano, y de los frutos de los numerosos avellanos que llenaban los flancos de la colina. El fuego se lo procuraron frotando pedazos de madera tierna contra pedazos de madera dura, de lo que tenían abundancia en derredor.
Al fin, después de siete días, si Arthur Pym y el mestizo lograron, como se sabe, abandonar su escondite, bajar a la ribera, apoderarse de una embarcación y abandonar a la isla Tsalal, William Guy y sus compañeros no habían encontrado hasta entonces ocasión de huir.
A los veintiún días, el capitán de la Jane y los suyos, encerrados en el laberinto, veían llegar el momento, en que les faltarían las aves, que constituían su alimento. Para escapar a los tormentos del hambre, ya que no a los de la sed, puesto que una fuente interior procuraba agua límpida, no había más que un medio: ganar el litoral y aventurarse mar adentro en una embarcación indígena. Verdad que ¿dónde irían los fugitivos, y qué sería de ellos careciendo de provisiones? Sin embargo, no hubieran dudado en intentar la aventura si hubieran podido aprovechar algunas horas de la noche. Pero en aquella época, el sol no se ponía aun tras el horizonte del paralelo 84.
Probable es que la muerte hubiera puesto término a tanta miseria, a no ser por las siguientes circunstancias.
Una mañana, el 22 de Febrero, William Guy y Patterson devorados por la inquietud, hablaban en el orificio de la cavidad que daba al campo. No sabían cómo subvenir a las necesidades de siete personas, reducidas ahora a alimentarse de avellanas únicamente, lo que les producía violentos dolores en la cabeza e intestinos. Veían gran número de tortugas arrastrándose por la ribera, pero no podían apresarlas, pues centenares de indígenas ocupaban las playas yendo, viniendo y lanzando su eterno grito
Tékéli–li.
De pronto, aquella turba pareció presa de extraordinaria agitación. Hombres, mujeres y niños se dispersaron por todas partes. Algunos salvajes se arrojaron en sus canoas como si un terrible peligro les amenazase.
¿Qué sucedía?
William Guy y sus compañeros tuvieron bien pronto la explicación del tumulto que se producía en aquella parte del litoral de la isla.
Un animal, un cuadrúpedo, acababa de aparecer, y precipitándose en medio de los insulares, se encarnizaba mordiéndoles, saltándoles al cuello, mientras su espumosa boca arrojaba roncos rugidos.
Y, sin embargo, era uno solo…, al que se podía derribar a pedradas o flechazos. ¿Por qué centenares de salvajes manifestaban semejante espanto, por qué huían, por qué no osaban defenderse del animal que se lanzaba contra ellos?
Era la bestia de piel blanca, y a su presencia se producía el fenómeno ya observado, el inexplicable horror por el color blanco, común a todos los indígenas de Tsalal… ¡No!… ¡Difícil fuera figurarse el espanto con que ellos lanzaban, con su
tékéli–li,
los gritos de
anamoo–moo y lama–lama
!
¡Y cuál no sería la sorpresa de William Guy y de sus compañeros cuando reconocieron al
Tigre
en el animal!
¡Sí! El
Tigre,
que se había salvado, y que, después de rodar por los alrededores de Klock–Klock durante algunos días, volvía, sembrando el terror entre los salvajes.
Se recordará que el pobre animal había ya manifestado síntomas de hidrofobia, en la cala del
Grampus.
Pues bien: aquella
vez
estaba rabioso…; Sí!, rabioso, y amenazaba con sus mordiscos a toda la alocada población.
He aquí la razón por la que la mayor parte de los indígenas habían apelado a la fuga, lo mismo que su jefe Too–Witt y los Wampos, que eran los principales personajes de la isla. En estas extraordinarias circunstancias abandonaron, no solamente el pueblo, sino la isla, donde ningún poder hubiera podido retenerlos y donde no habían de volver.
Sin embargo, aunque las canoas bastaron para transportar a la mayor parte a las islas vecinas, varios centenares de indígenas se vieron obligados a permanecer en Tsalal, faltos de medios para huir. Habiendo sido algunos mordidos por
Tigre se
declararon casos de rabia, tras corto período de incubación, y entonces —espectáculo imposible de describir en todo su horror— se habían precipitado los unos contra los otros, desgarrándose las carnes a dentelladas. ¡Y los esqueletos que habíamos encontrado en los alrededores de Klock–Klock eran los de aquellos salvajes!
En cuanto al desgraciado perro, fue a morir a un rincón del litoral, en el que Dirk Peters había encontrado su esqueleto, que mostraba aun el collar donde estaba grabado el nombre de Arthur Pym.
Así, pues, a aquella catástrofe —que el poder genial de un Edgard Poe era ciertamente capaz de imaginar— fue debido el abandono definitivo de Tsalal. Refugiados en el archipiélago del Suroeste, los indígenas habían abandonado para siempre aquella isla en la que el «animal blanco» acababa de sembrar el espanto y la muerte.
Después que aquellos que no habían podido huir perecieron en la epidemia de rabia, William. Guy, Patterson, Trinkie, Covin, Roberto, Forbes y Lexton se atrevieron a salir del laberinto donde habían estado expuestos a morir de hambre.
¿Cuál fue, durante los años que siguieron, la existencia de los siete sobrevivientes de aquella expedición?
En suma, fue menos penosa de lo que se podía creer. Su vida estuvo asegurada con las producciones naturales de un suelo extraordinariamente fértil y la presencia de algunos animales domésticos. No les faltaron más que los medios para abandonar a Tsalal, de volver hacia el banco de hielo, de franquear el círculo, antártico, cuyo paso había forzado la
Jane
a cambio de mil peligros, amenazada por la furia de las tempestades, el choque de los témpanos y los rafales de arena y nieve.
En cuanto a construir una canoa capaz de afrontar tan largo y peligroso viaje, ¿cómo hubieran podido lograrlo William Guy y sus compañeros, faltos de útiles necesarios, y que se veían reducidos a sus armas, fusiles, pistolas y machetes? Así, pues, no había más que preocuparse de la instalación en la isla del mejor modo posible, en espera de que llegase la ocasión de abandonarla. Y ¿cómo podía ésta presentarse si no era por efecto de uno de esos azares de que sólo la Providencia dispone?
En primer lugar, se resolvió establecer un campamento en la costa del Noroeste. Desde la aldea de Klock–Klock no se veía este mar, e importaba que se viera para el improbable caso de que algún barco apareciera en los parajes de Tsalal.
El capitán William Guy, Patterson y sus cinco compañeros descendieron, pues, al través de la quebrada, medio llena de los escombros de la colina, en medio de escorias, de bloques de granito negro, donde brillaban, puntos metálicos. Tal se había presentado a los ojos de Arthur Pym el aspecto de aquellas lúgubres regiones que, según dice él, «indicaban el sitio de las ruinas de Babilonia».
Antes de abandonar aquella garganta, William Guy tuvo el pensamiento de explorar el sitio en que Arthur Pym, Dirk Peters y Alien habían desaparecido. Estando la entrada obstruida, fue imposible penetrar en el interior del macizo. Así es que nunca conoció la existencia de aquel laberinto natural o artificial, semejante al que él acababa de abandonar, los que tal vez se comunicaban bajo el lecho seco del torrente.
Después de franquear aquella barrera caótica que interceptaba el camino del Norte, se dirigieron rápidamente hacia el Noroeste.
Allí, sobre el litoral, a unas tres millas de Klock–Klock, se procedió a una instalación definitiva en el fondo de una gruta semejante a la que ocupábamos actualmente sobre la costa de
Halbrane–Land.