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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

La esfinge de los hielos (39 page)

BOOK: La esfinge de los hielos
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Tal fue el asunto de nuestra conversación en la comida del mediodía. El capitán Len Guy y Jem West participaban de la opinión de que ninguna tentativa de rebelión sería efectuada por el
sealing–master y
los suyos en tanto que la masa flotante continuara andando… Sin embargo, convenía extremar la vigilancia. Heame inspiraba demasiada y justa desconfianza para que no le observase de continuo.

Por la tarde, durante la hora de descanso concedida a la tripulación, tuve nueva conversación con Dirk Peters.

Estaba yo en la cúspide del
ice–berg,
en tanto que el capitán Len Guy y el lugarteniente habían descendido a la base del mismo a fin de comprobar los puntos de flotación. Dos veces al día se debía examinar esos puntos, con el objeto de determinar si el calado de agua aumentaba o disminuía; es decir, si un cambio del centro de gravedad amenazaba provocar una nueva vuelta.

Hacía media hora que yo estaba sentado, cuando vi al mestizo que subía con paso rápido.

¿Iba él también a observar el horizonte con la esperanza de ver tierra? O, lo que parecía muy probable, ¿deseaba comunicarme algún proyecto relacionado con Arthur Pym?

Apenas habíamos cambiado tres o cuatro palabras desde que el
ice–berg
se había vuelto a poner en marcha.

Cuando el mestizo llegó junto a mí, se detuvo, paseó su mirada por la mar, y buscó lo que yo buscaba—, y lo que yo no encontraba aun; tampoco él lo encontró.

Dos o tres minutos transcurrieron antes de que me dirigiera la palabra, y era tal su preocupación que yo me pregunté si me había visto.

Al fin se apoyó sobre un bloque, y yo pensé que iba a hablarme de lo de siempre: no fue así.

—Señor Jeorling —me dijo— Recordará usted… que en su camarote de la
Halbrane…
yo le hablé de un asunto…, del asunto del
Grampus…

Si lo recordaba. Y nada de lo que me había contado de aquella espantosa escena, en que fue actor principal, había salido de mi memoria.

—Le dije a usted —añadió— que Parker no se llamaba Parker… Que se llamaba Holt… Que era el hermano de Martín Holt…

—Lo sé, Dirk Peters —respondí—. Mas ¿por qué volver sobre este triste asunto?…

—¿Por qué, señor Jeorling?… ¿No es verdad que usted no ha dicho nada a nadie?…

—¡A nadie! —afirmé—. ¿Cómo había yo de ser tan imprudente que revelase ese secreto…, que jamás debe salir de nuestros labios? ¿Un secreto que ha muerto entre nosotros?

—¡Muerto!… ¡Sí!… ¡Muerto! —murmuró el mestizo— Y sin embargo…, compréndame usted…, me parece… que en la tripulación se sabe…, se debe deber algo…

Al instante uní a esta afirmación lo que el contramaestre me había dicho sobre una conversación sorprendida por él, en la que Heame excitaba a Martín Holt a que preguntase al mestizo en qué condiciones había sucumbido su hermano a bordo.

¿Es que una parte del secreto era conocida, o esta aprensión sólo existía en la imaginación de Dirk Peters?

—Expliqúese usted… —le dije.

—Compréndame usted…, señor Jeorling…, yo no sé expresar… Sí… Ayer no he cesado de pensar en ello desde…

Ayer Martín Holt me ha llamado aparte…, lejos de los otros…, y me ha dicho que quería hablarme…

—¿Del
Grampus
?

—Del Grampus,
sí…, y de su hermano Ned Holt!… Por vez primera ha pronunciado este nombre delante de mí…; el nombre de aquel que…, y, sin embargo…, hace tres meses que navegamos juntos…

La voz del mestizo estaba tan alterada, que yo le oía apenas.

—Compréndame usted —añadió—; me ha parecido que en el alma de Martín Holt… ¡No!… ¡No me he engañado!… Había como sospechas…

—¡Pero acabe usted, Dirk Peters! —exclamé… —¿Qué le ha preguntado a usted Martín Holt?…

Comprendía yo que la pregunta de Martín Holt había sido inspirada por Heame.

Sin embargo, como había motivo para pensar que el mestizo no debía de saber nada de la inquietante o inexplicable intervención del
sealing–master,
decidí no revelárselo.

—¿Lo que me ha preguntado…, señor Jeorling ? —respondió—. Me ha preguntado si no me acordaba de Ned Holt, del
Grampus…;
si él había perecido en la lucha con los rebeldes… o en el naufragio…; si era uno de los que habían sido abandonados en la mar con el capitán Bamard…; en fin, si yo podía decirle cómo había muerto su hermano… ¡Ah!… ¡Cómo!… ¡Cómo!

¡Con que horror pronunció el mestizo estas palabras, que probaban tan profundo desprecio de sí mismo!…

—Y ¿qué ha respondido usted a Martín Holt, Dirk Peters?

—¡Nada!… ¡Nada!

—Era preciso afirmar que Ned Holt había perecido en el naufragio del brick…

—No he podido…, compréndame usted…, no he podido… ¡Se parecen tanto los dos hermanos!… ¡En Martín Holt he creído ver a Ned Holt!… ¡He tenido miedo… y me ha alejado!

Habíase el mestizo erguido con movimiento brusco, y yo, con la frente entre las manos, me puse a reflexionar. Las tardías preguntas de Martín Holt relativas a su hermano, fueron, sin duda, hechas por instigaciones de Hearne… ¿Era, pues, en las Falklands donde el
sealing–master
había sorprendido el secreto de Dirk Peters, del que yo a nadie había dicho palabra?

En resumen: ¿cuál era el intento de Hearne al impulsar a Martín Holt a que interrogase al mestizo? ¿Quería solamente satisfacer su odio contra Dirk Peters, único de los reclutados en las Falklands que se había alistado en el partido del capitán Len Guy y que había impedido que los otros se apoderasen de la canoa? ¿Esperaba que Martín Holt se uniera a ellos?

Realmente, cuando se tratara de dirigir la embarcación al través de aquellos parajes, ¿no tenía necesidad de Martín Holt, uno de los mejores marineros de la
Halbrane
? ¿Qué hubiera sido de Hearne y de los suyos, entregados a sí mismos, si naufragasen?

Se ve a qué encadenamiento de hipótesis se abandonaba mi espíritu, y qué complicaciones se añadían a una situación ya tan complicada.

Cuando alcé los ojos, Dirk Peters no estaba a mi lado. Había desaparecido, sin que yo me hubiera dado cuenta de la partida, después de haberme dicho lo que quería decirme y con la seguridad de que yo no había descubierto su secreto. El día avanzaba; arrojé una última mirada al horizonte, y bajé profundamente conmovido y, como siempre, devorado por la impaciencia de que llegase el día siguiente.

Por la noche se adoptaron las precauciones de costumbre, y a nadie se lo concedió permiso para permanecer fuera del campamento; a nadie, a excepción del mestizo, que quedó guardando la canoa.

Estaba yo tan fatigado moral y físicamente, que el sueño me invadía, y me dormí cerca del capitán Len Guy, mientras el lugarteniente vigilaba fuera, y después junto al lugarteniente, cuando éste fue reemplazado por el capitán.

Al siguiente, 31 de Enero…, salí de la tienda… ¡Qué desconsuelo! Por todas partes brumas, no de esas que disipan los primeros rayos solares y que desaparecen bajo la influencia de las corrientes atmosféricas. No. Era una niebla amarillenta que olía a humedad, como si aquel mes de Enero antártico hubiera sido el brumario del hemisferio septentrional. Además advertimos descenso notable de la temperatura, síntoma tal vez del invierno austral. Del caliginoso cielo brotaban espesos vapores, entre los que se perdía la cúspide de nuestra montaña de hielo. Era una nube que no se resolvía en lluvia, especie de algodón en rama aplicado sobre el horizonte.

—¡Fastidioso contratiempo! —me dijo el contramaestre—. ¡Pues si pasamos al largo de una tierra no la veremos!

—¿Y la derivación? —pregunté.

—Es mayor que ayer, señor Jeorling. El capitán ha hecho practicar un sondaje, y calcula la velocidad en tres o cuatro millas por lo menos.

—Y ¿qué deduce usted de eso, Hurliguerly?

—Deduzco que debemos de estar en una mar estrecha, puesto que la corriente adquiere aquí tanta fuerza. No me asombraría que tuviéramos tierra a estribor y a babor, a diez o quince millas.

—¿Será, pues, éste un estrecho que corta el continente antártico?

—Sí… Por lo menos ésa es la opinión de nuestro capitán.

—Y pensando así, ¿no intentará acostar en una u otra orilla de este estrecho?

—Y ¿cómo?

—Con la canoa.

—¡Arriesgar la canoa en medio de esas brumas! —exclamó el contramaestre, cruzándose de brazos—. ¿Lo piensa usted, señor Jeorling? ¿Es que podemos arrojar el ancla para tocarla? No… ¡Si tuviéramos
la Halbrane
!

Esto era lo malo; que no la teníamos. A despecho de las dificultades que presentaba la ascensión al través de aquellos vapores medio condensados, yo subí a la cima del
ice–berg
! Quién sabía si un momento de claridad no me permitiría ver tierra al Este o al Oeste!

Cuando estuve en la punta, en vano procuré agujerear con la mirada el impenetrable manto gris que cubría aquellos parajes.

Permanecí allí, sacudido por el viento del Nordeste, que tendía a refrescar, y que tal vez desgarraría las brumas.

Entretanto, nuevos vapores se acumulaban arrastrados por la enorme ventilación de la mar libre. Bajo la doble acción de las corrientes atmosféricas y marinas derivábamos, con velocidad cada
vez
mayor, y yo sentía como un estremecimiento del
ice–berg.

¿Acaso me encontraba bajo el imperio de una especie de alucinación, una de aquellas extrañas alucinaciones que habían debido turbar el alma de Arthur Pym? ¡Antojóseme que yo me hundía en su extraña personalidad!… ¡Creía ver al fin lo que él había visto! ¡Aquella espesa bruma era la cortina de vapores tendida sobre el horizonte ante sus ojos de loco!… Busqué allí aquellas luminosas líneas que rayaban el cielo de Levante a Poniente! ¡Busqué allí aquellas palpitaciones fotogénicas del espacio, al mismo tiempo que aquellas aguas alumbradas por las luces del fondo del Océano! ¡Busqué la catarata enorme, rodando en silencio desde lo alto de algún inmenso murallón, perdido en las profundidades del cénit! ¡Busqué las vastas hendeduras, tras las que se agitaba un caos de imágenes flotantes e indistintas bajo los poderosos soplos del aire!… ¡Busqué, en suma, el gigante blanco!… ¡El gigante del polo!

Al fin recobré la razón. La visión, llegaría hasta la extravagancia, se disipó poco a poco, y yo volví al campamento.

En estas condiciones transcurrió el día. ¡Ni una vez la cortina de bruma se abrió ante nuestros ojos, y jamás debíamos saber si el
ice–berg
que desde la víspera había recorrido unas 40 millas, había pasado por la extremidad del eje terrestre!…

XXVII
ENTRE LAS BRUMAS

—Y bien, señor Jeorling —me dijo el contramaestre, cuando al siguiente día nos encontramos—. ¡Es preciso despedirnos!

—¿Despedirnos de qué?

—Del polo Sur, del que no hemos visto la punta.

—Sí…, y que debe estar ahora algunas 20 millas atrás.

—¡Qué quiere usted! El viento ha soplado sobre esta lámpara austral, y ésta se ha extinguido en el momento en que hemos pasado…

—He aquí una ocasión que, no volveremos a encontrar… a lo que pienso…

—Como usted lo dice, señor Jeorling, y podemos renunciar a sentir la espita terrestre dar vueltas en nuestros dedos.

—Hace usted felices comparaciones, contramaestre.

—Y añado que nuestro vehículo de hielo nos arrastra como un diablo, y no precisamente en dirección al
Cormorán Verde…
Vamos… Campaña inútil, campaña sin éxito, que no recomenzará tan pronto. En todo caso, campaña que termina, y sin pasar el tiempo en el camino, pues el invierno no tardará en mostrar su nariz roja, sus labios hundidos y sus manos resquebradas por los sabañones. ¡Campaña durante la cual el capitán Len Guy no ha podido encontrar a su hermano, ni a nuestros compatriotas, ni Dirk Peters a su pobre Pym!…

Realmente éste era el resumen de nuestras fatigas, de nuestras decepciones. Sin hablar de la pérdida de la
Halbrane,
aquella expedición costaba ya nueve víctimas. De treinta y dos que habían embarcado en la goleta, habíamos quedado reducidos a veintitrés…, y ¿cuántos no sucumbirían aun?

En efecto: del polo austral al círculo antártico hay veinte grados, o sean mil doscientas millas marinas, y sería menester franquearlas en un mes o seis semanas a lo más, so pena de encontrar el banco de hielo cerrado de nuevo. Respecto a una invernada en aquella parte de la Antártida, nadie hubiera podido resistirla.

Por lo demás, habíamos perdido toda esperanza de recoger a los sobrevivientes de la
Jane;
la tripulación no tenía más que un deseo: atravesar lo más rápidamente posible aquellas espantosas soledades. Hasta el polo nuestra derivación había sido hacia el Sur; desde el polo hacia el Norte, y si persistía, tal vez seríamos más favorecidos de algunas buenas probabilidades que compensarían las malas. En todo caso, para emplear una locución familiar, «no había más que dejarse ir».

¿Qué importaba que aquellos mares, a los que nuestro
ice–berg
se dirigía, no fuesen los del Atlántico meridional, sino los del Océano Pacífico, ni que las tierras más próximas, en vez de las South–Orkneys, las Sandwich, las Falklands, las del cabo Horn o las Kerguelen, fueran las de Australia o las de la Nueva Zelanda?… ¡Por esto Hurliguerly tenía razón al decir —con gran disgusto suyo— que no sería con el compañero Atkins, ni en la sala baja del
Cormorán Verde,
donde iría a echar el trago de ginebra!

—Después de todo, señor Jeorling —me repetía—, también hay excelentes posadas en Melbourne, en Hobart–Town y en Dunedin… Lo importante es llegar a buen puerto.

No habiéndose levantado la bruma durante los días 2, 3 y 4 de Febrero, hubiera sido difícil calcular el desplazamiento de nuestro
ice–berg
desde que éste había pasado el polo. Sin embargo, el capitán Len Guy y Jem West creían poder estimarle en doscientas cincuenta millas.

Efectivamente, la corriente no parecía haber disminuido en velocidad ni cambiado de dirección. No era dudoso que hubiéramos entrado en un brazo de mar entre las dos murallas de un continente, la una al Este y la otra al Oeste, que forman el vasto dominio de la Antártida. Así es que yo encontraba muy sensible no poder hallar tierra a uno u otro lado del estrecho, cuya superficie no tardaría en quedar solidificada por los rigores del invierno.

Cuando hablé de esto con el capitán Len Guy, éste me dio la única respuesta lógica:

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