Interrumpiéndose, y lanzando colérico juramento, exclamó después:
—¡Y esa otra ballena!
—¿Esa que tiene una giba como un dromedario? —preguntó uno de los marineros.
—Sí… Es un
hump–backs—
respondió Hearne—. ¿Distingues su vientre con pliegues, y su ancha atleta dorsal? No es fácil pescarlas. Se hunden a grandes profundidades. ¡Verdaderamente, mereceríamos que nos enviase un coletazo en el flanco, puesto que no le enviamos un arponazo al suyo!
—¡Atención! ¡Atención! —gritó el contramaestre.
No era que hubiera temor de recibir el golpe de que Hearne hablaba.
No. Una enorme ballena acababa de acercarse a la goleta, y casi en seguida una tromba de agua infecta se escapó de ella con un ruido comparable a una lejana detonación de la artillería. Toda la proa quedó inundada.
—¡Está bien! —gruñó Heame, encogiéndose de hombros, mientras sus compañeros le sacudían maldiciendo al
Hump–backs.
Además de estas dos especies de cetáceos, se veían también ballenas, conocidas con el nombre de
ríght–whales,
que son las que más frecuentemente se encuentran en los mares australes. Desprovistas de aletas, llevan una espesa costra de grasa. Su persecución no ofrece grandes peligros.
También las ballenas francas son muy buscadas en las aguas antárticas, donde pululan por millares los pequeños crustáceos, a los que se llama la
comida de las ballenas
porque forman el único alimento de éstas.
Precisamente, a menos de tres encabladuras de la goleta, flotaba uno de esos
right–whales
de unos 60 pies de largo, o, lo que es lo mismo, capaz para llenar 100 barriles de aceite. Es tal el rendimiento de estos monstruosos animales, que tres de ellos bastan para completar el cargamento de un navío de regular tonelaje.
—¡Sí, es una ballena franca! exclamó Hearne. ¡Se la reconocería nada más que en su chorro corto y grueso!… Calla…; ¿Qué veis allá abajo, por babor? ¡Cómo una columna de humo!… ¡Eso viene de un
ríght–whale!…
Y todo esto se pierde ante nuestras narices… ¡Dioses, no llenar las cubas cuando se puede para vaciarlas por sacos de piastras!… ¡Maldito capitán, que deja perder está mercadería causando perjuicios a su tripulación!
—Heame —dijo una voz imperiosa…—¡Sube a las barras!… Allí estarás a tu gusto para poder contar las ballenas. Era la voz de Jem West.
—Lugarteniente…
—Nada de replicar, o te tendré allí hasta mañana. Andando.
Y como hubiera hecho mal en resistir, Hearne obedeció sin añadir palabra.
En suma: repito que la
Halbrane
no ha ido a aquellas altas latitudes para dedicarse a la pesca de mamíferos marinos, y que la gente no ha sido reclutada en las Falklands como pescadores. Se conoce el único objeto de nuestra campaña, y nada debía separarnos de él.
La goleta deslizábase entonces por la superficie de un agua rojiza coloreada por los bancos de crustáceos, esas especies de langostinos que pertenecen al género de los tisanópodos. Veíanse ballenas negligentemente acostadas sobre los flancos, recogiéndolos con sus barbas comeas, tendidas como una red entre sus mandíbulas, y trasladarlos por millares a su enorme estómago.
En total, puesto que en el mes de Noviembre, y en aquella parte del Atlántico meridional, había tal número de cetáceos de diversas especies, la estación era de una precocidad verdaderamente anormal.
Sin embargo, ni un solo ballenero aparecía en estos sitios de pesca.
Hagamos de paso la observación de que, desde la primera mitad de siglo, los pescadores de ballenas habían casi abandonado los mares del hemisferio boreal, donde no se encontraban más que raros ballenópteros a consecuencia de una destrucción inmoderada.
En la actualidad los parajes más buscados para esta pesca, que sólo con grandes fatigas puede hacerse por los franceses, los ingleses y los americanos, son los de la parte Sur del Atlántico y del Pacífico y es probable que esta industria, tan próspera otras veces, concluirá pronto.
He aquí lo que se podía deducir de aquel extraordinario conjunto de cetáceos.
Desde que el capitán Len Guy había tenido conmigo la conversación que se sabe con motivo de la novela de Edgard Poe, noté que era menos reservado. A menudo hablábamos de diferentes cosas, y aquel día me dijo:
—La presencia de estas ballenas indica generalmente que la costa se encuentra a poca distancia, por dos razones: la primera, porque los crustáceos que las sirven de alimento no se apartan mucho de tierra. La segunda, porque las hembras necesitan aguas poco profundas para depositar sus crías.
—Siendo así, capitán —respondí—, ¿cómo no encontramos ningún grupo de islas entre las New–South–Orkneys y el círculo polar?
—Justa es la observación —replicó el capitán Len Guy—, y para encontrar alguna costa sería preciso que nos apartáramos unos 15° al Oeste, donde están las New–South–Shetlands de Bellingshausen, las islas Alejandro y Pedro y, en fin, la Tierra de Graham, que fue descubierta por Biscoe.
—¿De modo —dije—que la presencia de las ballenas no indica necesariamente la proximidad de la tierra?
—No sé qué responderle a usted, señor Jeorling, y es posible que la observación de que lo he hablado a usted no sea fundada. Así es que lo más razonable es atribuir el número de esos animales a las condiciones climatológicas de este año.
—No veo otra explicación —respondí, y concuerda con nuestras observaciones.
—Pues bien; nosotros nos apresuraremos a aprovechar estas circunstancias —respondió el capitán Len Guy.
—Y sin preocupamos de las reclamaciones de una parte de la tripulación —añadí.
—¿Y de qué se quejarán esas gentes? —exclamó el capitán Len Guy—. No creo que los hayamos reclutado para la pesca. No ignoran el servicio para el que han sido embarcados, y Jem West ha obrado cuerdamente al cortar en corto esas malas disposiciones. ¡No son mis viejos compañeros los que se las habrán permitido! Es de lamentar que yo no haya podido contentarme con mis hombres. ¡Por desgracia, y teniendo en cuenta la población indígena de la isla Tsalal, la cosa no era posible!
Me apresuro a decir que, a excepción de la ballena, ninguna otra pesca estaba prohibida a bordo de la
Halbrane.
Dada la velocidad de ésta, hubiera sido difícil emplear el buitrón o el trasmallo. Pero el contramaestre había hecho poner sedales a popa, y con ello ganaba la cuotidiana comida, con gran satisfacción de los estómagos, algo fatigados por la carne medio salada. Nuestros sedales traían gobias, salmones, congrios, bacalaos, escombros, mugos, escaros… Los arpones se hundían, ya en los delfines, ya en los marsuinos de negruzca carne, la que no disgustaba a la tripulación, y de la que el filete y el hígado son excelentes manjares.
Respecto a los pájaros, siempre los mismos, que venían de todos los puntos del horizonte, petreles de distintas especies, blancos los unos, azules los otros, de notable elegancia de formas, martines pescadores, bañadores, por millares de millares.
Igualmente un petral gigante, cuyas dimensiones eran para producir algún asombro. Era uno de esos pájaros que los españoles llaman quebrantahuesos. Muy notable por el arqueo y esbeltez de sus anchas alas y sus dimensiones de trece a catorce pies, equivalente a la de los grandes albatros. Tampoco faltaban estos últimos, y entre ellos el albatros de fuliginoso plumaje, huésped de las frías latitudes que regresaba a la zona glacial.
Advirtamos que si Heame y los compatriotas de éste que teníamos entre los reclutados mostraban tanto interés y disgusto en presencia de aquellos rebaños de cetáceos, débese a que los americanos son los que más campañas hacen en los mares australes. Recuerdo que hacia 1827 una información ordenada por los Estados Unidos demostraba que el número de los navíos armados para la pesca de la ballena en estos mares se elevaba a 200, de un total de 50.000 toneladas, conduciendo cada uno 1700 barricas de aceite, que provenían del despedazamiento de 9.000 ballenas, sin contar otras 2000 perdidas. Hace cuatro años, una segunda información eleva aquel número a 460, y el tonelaje a 72.500, o sea la décima parte de toda la marina mercante de la Unión, valiendo cerca de 1.800.000 dollars, siendo 40.000.000 lo invertido en este negocio.
Se comprenderá que Heame y algunos otros se mostrasen apasionados por tan rudo y fructífero oficio… ¡Pero guárdense los americanos de entregarse a una destrucción exagerada! Poco a poco las ballenas se harán raras en estos mares del Sur… y será preciso perseguirlas más allá del banco de hielo.
A esta observación que hice al capitán Len Guy, respondióme éste que los ingleses se han mostrado siempre más parcos. Lo que merecería confirmación.
El 30 de Noviembre, al mediodía, se obtuvo la altura, según un ángulo horario tomado a las diez. Resultó que estábamos en los 66° 23'3" de latitud.
La
Halbrane
acababa, pues, de franquear el círculo polar que circunscribe la zona antártica.
FIN DEL CUADERNO PRIMERO.
Desde que la Halbrane pasó la imaginaria curva trazada a 23 grados y medio del polo, pareció que entraba en una región nueva: «la región de la Desolación y del Silencio, como dice Edgard Poe; aquella mágica prisión de esplendor y de gloria en la que el cantor de
Eleonora
buscaba estar encerrado como en la eternidad, aquel inmenso Océano de luz inefable»
En mi opinión, y dejando fantásticas hipótesis, la región de la Antártida, de una extensión superficial que pasa de cinco millones de millas cuadradas, ha permanecido como era nuestro esferoide durante el período glacial.
En el verano, la Antártida goza, como es sabido, de un día perpetuo, debido a los rayos que el astro radiante, en su espiral ascendente, proyecta sobre su horizonte. Después, cuando desaparece, comienza larga noche, a menudo iluminada por las irradiaciones de las auroras polares.
Nuestra goleta iba a reconocer aquellas temibles regiones en la época de la luz.
La claridad permanente no la faltaría hasta el yacimiento de la isla Tsalal, donde no dudábamos que encontraríamos a los tripulantes de la Jane.
Una imaginación más ardiente que la mía hubiera, sin duda, experimentado singulares sobrexcitaciones en las primeras horas pasadas en aquella zona nueva. Visiones, pesadillas, alucinaciones de somnámbulo.
Se hubiera sentido transportado a las regiones de lo sobrenatural.
Al acercarse a las comarcas antárticas, se hubiera preguntado lo que ocultaba el nebuloso velo que las envolvía. Descubriría allí elementos nuevos en el campo de los tres reinos, mineral, vegetal y animal; seres de una humanidad especial, tales como Arthur Pym afirma haberlos visto. ¿Qué le ofrecería este teatro de los meteoros, sobre el que se extiende aun el telón de brumas? Bajo la opresión de sus sueños, cuando pensara en el regreso, ¿no perdería toda esperanza? ¿No vería, al través de las estancias del más extraño de los poemas, al cuervo del poeta gritarle con su aguda voz?:
—Never more!…
¡Jamás!… ¡Jamás!
Verdad que este estado mental no era el mío; y aunque yo estuviera bastante excitado desde hacía algún tiempo, conseguía mantenerme dentro de los límites de la realidad. Sólo una cosa deseaba: que la mar y el viento permaneciesen tan propicios más allá del círculo antártico como hasta él se habían mostrado.
En lo que concierne al capitán Len Guy, al lugarteniente y a los antiguos marineros de la
Halbrane,
evidente satisfacción se retrató en sus rudos y curtidos rostros cuando vieron que la goleta acababa de pasar el paralelo 66.
Al siguiente día, Hurliguerly se me acercó con el semblante alegre.
—¡Eh, señor Jeorling! —exclamó—. ¡Ya dejamos atrás el famoso círculo!
—¡No bastante atrás, contramaestre, no bastante atrás!
—Todo llegará… Pero una cosa hay que me disgusta…
—¿Cuál?
—Que no hacemos lo que se hace a bordo de los navíos al pasar la línea.
—¿Eso lo disgusta a usted?
—Sin duda; y se hubiera debido efectuar la ceremonia de un bautizo austral.
—¿De un bautizo? Y ¿a quién hubiera usted bautizado, contramaestre, puesto que todos nuestros hombres han navegado más allá de este paralelo?
—¡Todos nosotros sí… pero usted no, señor Jeorling!… Y esta ceremonia ha podido efectuarse en honor de usted…
—Es verdad, contramaestre. En el curso de mis viajes, esta es la primera vez que he llegado a latitud tan alta.
—¡Lo qua merecía un bautismo, señor Jeorling! ¡Oh! Sin gran estrépito, sin tambores ni trompetas, y sin hacer intervenir al padre Antártico con su habitual mascarada… Si usted me permite que le bendiga…
—Sea…, Hurliguerly —respondí, llevándome la mano al bolsillo— Bendígame usted y bautíceme a su gusto… Ahí va una piastra para beber a mi salud en la próxima taberna.
—Entonces no será hasta que lleguemos al islote Bennet o a la isla Tsalal, si allí hay posadas, y si se han encontrado Atkins para establecerse en estas islas salvajes.
—Dígame usted, contramaestre… Volviendo a Hunt. ¿Parece tan satisfecho como los antiguos marineros de la Halbrane de haber pasado el círculo polar?
—¡Quién lo sabe! —respondió Hurliguerly—. Nada se puede sacar de él… Pero le repito a usted que creo que ya ha tocado los hielos y el banco.
—¿Qué se lo hace a usted pensar?
—Todo y nada, señor Jeorling. Estas cosas se comprenden por instinto. ¡Hunt es un viejo lobo del mar que ha arrastrado su saco por todos los rincones del mundo!
La opinión del contramaestre era la mía, y por no sé qué presentimiento, yo no dejaba de observar a Hunt, que ocupaba muy particularmente mi atención.
Durante los primeros días de Diciembre, del 1° al 4 después de alguna calma, el viento mostró tendencia a soplar al Noroeste. Nada bueno hay que esperar del Norte de estas altas regiones, como del Sur del hemisferio boreal. Lo más frecuente son tempestades y rafales.
No había, sin embargo, motivo para quejarse si el viento no caía hasta el Suroeste, caso en el que la goleta hubiese sido arrojada fuera de su camino, o por lo menos veíase precisada a gran lucha para mantenerse en él, y más valía no separarse del meridiano seguido desde nuestra partida de las New–South–Orkneys.
Esta modificación presumible del estado atmosférico no dejaba de producir inquietud al capitán Len Guy. Además, la velocidad de la
Halbrane
sufrió sensible disminución, pues la brisa comenzó a debilitarse durante el día 4, y en la noche del 4 al 5 se hizo nula.