—Lo sé, señor Jeorling —respondió el capitán Len Guy;—pero si ese continente existe, es preciso deducir que presenta una ancha abertura, por la que Weddell y mi hermano han podido penetrar con seis años de diferencia. Nuestro gran navegante no ha tenido la suerte de descubrir ese paso, puesto que se detuvo en el paralelo 74; pero otros lo han hecho después de él, y otros van a hacerlo.
—Y seremos nosotros, capitán.
—Sí, con la ayuda de Dios. Si Cook ha osado afirmar que nadie se atrevería a ir más lejos que él, y que las tierras, si existían, jamás serían reconocidas, el porvenir probará que se ha engañado. Ellos han llegado al 84° de latitud.
—Y ¡quién sabe si fue más allá ese extraordinario Arthur Pym!
—Tal vez, señor Jeorling; pero nosotros no tenemos que preocuparnos de Arthur Pym, puesto que él, por lo menos Dirk Peters, han vuelto a América.
—¿Y si no hubiera vuelto?
—Creo que no tenemos por que pensar en esa eventualidad —respondió simplemente el capitán Len Guy.
Seis días después de aparejar la goleta con el cabo al Suroeste, siempre favorecida por el viento, llegaba ante el grupo de las New–South–Orkneys.
Dos islas principales le componían: al Oeste la de más extensión, la isla Coronación, cuya gigante cima se eleva a una altura de 2500 pies; al Este la isla Laurie, terminada por el cabo Dundas, proyectado hacia el Poniente. En torno existen islas menores, Saddie, Poweil y numerosos islotes en forma de pilones de azúcar. En fin, al Oeste están la isla Inaccesible y la de la Desesperación, llamadas así sin duda porque un navegante no consiguió acostar en la una y se desesperó de haberlo hecho en la otra.
Este archipiélago fue descubierto por el americano Palmer y el inglés Botwell (1821–1822). Está atravesado por el paralelo 61 y comprendido entre el 44 y 47 meridiano.
Al aproximarse la
Halbrane
pudimos observar masas agitadas, límites abruptos, cuyas pendientes, sobre todo en la isla Coronación, se suavizan al descender hacia el litoral. Al pie se amontonan monstruosos témpanos formando formidables pilas, que, antes de dos meses, irían en derivación hacia las aguas templadas.
Sería entonces la época en que aparecerían los balleneros para dedicarse a la pesca, mientras que algunos de sus hombres permanecerían en las islas a fin de perseguir a las focas y elefantes de mar.
Deseoso de no internarse en el estrecho, lleno de islotes y témpanos, que separa el grupo en dos partes, el capitán ancló en la extremidad Sudeste de la isla Laurie, donde pasó el día 24; después de haber dado un rodeo por el cabo Dundas siguió la costa meridional de la isla Coronación, cerca de la cual la goleta se detuvo el 25. El resultado de nuestras pesquisas fue nulo en lo que concernía a los marinos de
la Jane.
Si en 1822, en el mes de Septiembre, Weddell, con la intención de procurarse pieles de foca en este grupo, perdió tiempo y trabajo, fue porque el invierno era aun demasiado riguroso. Esta vez la
Halbrane
hubiera podido hacer cargamento de estos anfibios.
Los volátiles ocupaban por millares las islas e islotes. Sobre las rocas, cubiertas de estiércol, había, además de los pingüinos, gran número de esas palomas blancas, de las que ya había visto algunas muestras. Son zancudas, no palmípedas, de pico cónico poco largo, párpados circundados de rojo, y se las caza sin gran fatiga.
El reino vegetal de las New–South–Orkneys, donde domina el cuarzo de origen volcánico, está únicamente representado por liqúenes grisáceos y algunos raros fucos de especie laminar. En cantidad abundante lepadas sobre la playa, y en las rocas almejas, de las que se hizo gran provisión.
Debo decir que el contramaestre y sus hombres no dejaron escapar esta ocasión de exterminar a bastonazos varias docenas de pingüinos. No obedecía esto a censurable instinto de destrucción, sino al legítimo deseo de procurarse alimento fresco.
—Esto vale tanto como un pollo, señor Jeorling —afirmó Hurligueriy—. ¿No los ha comido usted en las Kerguelen?
—Sí, contramaestre; pero los preparaba Atkins.
—Y bien: aquí los preparará Endicott, y no advertirá usted diferencia.
En efecto: el cocinero guisó los pingüinos admirablemente.
La
Halbrane
se puso a la vela el 26 de Noviembre a las seis de la mañana, dirigiéndose al Sur. Remontó el meridiano 43, que una buena observación hubiera permitido establecer exactamente. Era el que Weddell, y después William Guy, habían seguido, y si la goleta no se apartaba ni al Este ni al Oeste, caería inevitablemente sobre la isla Tsalal. Sin embargo, era preciso tener en cuenta las dificultades de la navegación.
Los vientos del Este, muy fijos, nos favorecían. La goleta llevaba todo su velamen, hasta las barrederas de gavia, el foque volante y las velas de estays, y en esta forma andaba con una velocidad de 11 a 12 millas. De continuar así, la travesía de las New–South–Orkneys al círculo polar sería corta.
Más allá —yo no lo ignoraba— se trataría de forzar la puerta del espeso banco, o, lo que es más práctico de descubrir una brecha en aquella muralla de hielo.
Hablando de esto el capitán Len Guy y yo, le dije:
—Hasta aquí la
Halbrane
ha sido farorecida por el viento, y por poco que esto dure tocaremos el banco antes del deshielo.
—Tal
vez sí,
tal vez no, señor Jeorling; pues la estación se ha adelantado mucho este año. He advertido en la isla Coronación que los bloques se separaban ya del litoral seis semanas más pronto que de costumbre.
—Circunstancia feliz, capitán: y es posible que nuestra goleta pueda franquear el banco en las primeras semanas de Diciembre, cuando la mayor parte de los navíos no pueden hacerlo antes del principio de Enero.
—En efecto; la suavidad del tiempo nos ayuda —respondió el capitán Len Guy.
—Añado —respondí— que en su segunda expedición, hasta mitad de Enero, no acertó Biscoe con la tierra que dominan el monte William y el monte Stowerby, sobre el 64° de longitud. Los libros de viajes que usted me ha prestado lo prueban.
—De un modo exacto, señor Jeorling.
—Entonces, antes de un mes, capitán…
—Antes de un mes espero, haber encontrado, más allá del banco, la mar libre, indicada con tanta insistencia por Wed —dell y Arthur Pym, y no tendremos más que navegar en condiciones ordinarias; primero hasta el islote Bennet, hasta la isla Tsalal después. En esta mar, ¿qué obstáculo podría detenernos, ni aun retrasamos?
—No preveo ninguno, capitán, en cuanto estemos al otro lado del banco; este paso es el difícil; esto es lo que debe ser objeto de nuestra preocupación constante; y a poco que los vientos del Este se mantengan…
—Se mantendrán, señor Jeorling. Todos los navegantes de los mares australes han podido observar, como yo mismo lo he hecho, la permanencia de estos vientos. Conozco que entre el paralelo 30 y el 60, los huracanes vienen generalmente de la parte Oeste. Pero más allá, por un cambio muy marcado, reinan los vientos opuestos.
—Es verdad; y lo celebro, capitán. Confieso además, y el hacerlo no me causa molestia, que comienzo a ser supersticioso.
—Y ¿por qué no serlo, señor Jeorling? ¿Qué falta de razón hay en admitir la intervención de un poder sobrenatural en las más ordinarias circunstancias de la vida? ¿Podemos dudar de él, nosotros los marineros de la
Halbrane
? Recuerde usted el encuentro del infortunado Patterson en el camino de nuestra goleta; aquel témpano arrastrado hasta los parajes que atravesamos y que se disuelve en seguida. Reflexione usted, señor Jeorling. ¿Es que esto no es providencial? Yo voy más lejos, y, afirmo que, después de tanto hecho para guiarnos adonde nuestros compatriotas de la
Jane
se encuentran. Dios no ha de abandonarnos.
—Pienso lo mismo, capitán. No se puede negar su intervención, y a mi juicio, no es cierto que el azar represente en la comedia humana el papel que espíritus superficiales le atribuyen. Todos los hechos están unidos por un lazo misterioso. Forman una cadena.
—Una cadena, señor Jeorling, y en la nuestra el primer eslabón es el témpano de Patterson, y el último será la isla Tsalal. ¡Ah, mi hermano, mi pobre hermano; abandonado allá lejos, con sus compañeros de miseria, sin conservar la esperanza de ser socorridos! Y Patterson arrastrado lejos de ellos… no sabemos por qué circunstancias, como ellos ignoran lo que ha sucedido… Cuando pienso en estás catástrofes, mi corazón se oprime; pero no desfallecerá señor Jeorling, si no es en el momento en que mi hermano se arroje en mis brazos.
El capitán Len Guy era víctima de tan intensa emoción, que mis ojos se humedecieron. No; no hubiera tenido ánimo suficiente para responderle que tal salvamento presentaba grandes dificultades. No era posible dudar que hacia seis meses que William Guy y cinco de los marineros de la
Jane
se encontraban aun en la isla Tsalal, puesto que así lo afirmaba el cuaderno de Patterson. Mas ¿cuál era su situación? ¿Estaban en poder de los insulares, cuyo número, según Arthur Pym, ascendía a varios miles, sin hablar de los habitantes de las islas situadas al Oeste? ¿No debíamos esperar del jefe de la isla Tsalal, de aquel salvaje Too–Witt, algún ataque, al que la
Halbrane
no resistiría, como no había resistido
la Jane
?
Sí. Lo mejor era confiar en la Providencia. Su intervención se había manifestado de clara manera, y haríamos todos los esfuerzos posibles para llevar a cabo la misión que Dios nos había confiado.
Debo confesar que los tripulantes de la goleta, animados de los mismos impulsos, participaban de las mismas esperanzas; me refiero a los antiguos, tan adictos al capitán. Respecto a los nuevos, era de presumir que el resultado de la campaña les fuera indiferente, puesto que, resultare lo que resultare, los beneficios asegurados serían los mismos.
Por lo menos ésta era la opinión del contramaestre, exceptuando a Hunt. No parecía que al alistarse este hombre hubiera obedecido al cebo de la ganancia… Lo cierto es que a nadie hablaba de esto… Verdad que de otra cosa tampoco hablaba.
—Yo creo que no piensa en ello —me dijo Hurligueriy—. No sé aun cómo suenan sus palabras. En lo que se refiere a hablar, no va más allá que un navío anclado.
—Si no habla con usted, a mí tampoco me habla.
—¿Sabe usted lo que pienso, señor Jeorling?… Que este hombre ha ido muy lejos, en los mares australes… Sí, muy lejos… Se calla porque le conviene… Mas si ese marsuino no ha franqueado el círculo antártico, y hasta el banco en más de diez grados…, que me lleve una ola.
—Y ¿qué motivo tiene usted para afirmar eso?
—¡Lo he leído en sus ojos, señor Jeorling, en sus ojos! En todo momento, diríjase la goleta a uno u otro lado, los ojos de ese hombre están siempre clavados en el Sur… como dos fuegos de posición.
Hurliguerly no exageraba, y yo lo había notado ya. Para emplear una expresión de Edgard Poe, Hunt tenía ojos de halcón.
—Cuando no está de bordada —añadió el contramaestre—, ese salvaje permanece de codos sobre la baranda, tan inmóvil como mudo. Realmente, su puesto sería a la punta de la roda, donde serviría de mascarón de proa de la
Halbrane…
¡Linda figura! Además, obsérvelo usted cuando está en el timón. ¡Sus enormes manos parecen clavadas en la rueda! Sus ojos miran la bitácora como si la brújula le atrajera… Me jacto de ser buen timonel…; pero no llego a Hunt. Por la noche, si la lámpara de la bitácora se extingue, seguro estoy que Hunt no tendrá necesidad de volverla a encender. Con el fuego de sus pupilas alumbrará el cuadrante y se mantendrá en buena dirección.
Decididamente, el contramaestre se consolaba conmigo de la poca atención que el capitán Len Guy y Jem West prestaban a sus habladurías.
Realmente, si Hurliguerly había formado de Hunt una opinión exagerada, preciso es confesar que la actitud de este le autorizaba a ello. Era permitido colocarle en la categoría de los seres semifantásticos. Y, para decirlo todo, de haberle conocido Edgard Poe, le hubiera podido tomar como tipo de uno de sus héroes más extraordinarios.
Durante varios días, sin un solo incidente, sin nada que rompiese la monotonía de nuestra navegación, ésta continuó en excelentes condiciones. Con el viento Este la goleta obtenía el máximo de su velocidad, lo que indicaba, la ancha estela, plana y regular.
Por otra parte, la primavera adelantaba. Las ballenas comenzaban a mostrarse en grupos. En aquellos parajes, hubiera bastado con una semana para que barcos de fuerte tonelaje llenaran sus cubas del preciado aceite. Así es que los nuevos tripulantes —os americanos sobre todo— no ocultaban su disgusto al ver la indiferencia del capitán en presencia de tantos animales que valían su peso en oro, y que eran más abundantes que los que jamás habían visto en aquella época del año.
De toda la tripulación, el que indicaba más descorazonamiento era Hearne, un pescador de oficio, al que sus compañeros escuchaban, con gran gusto. Con sus brutales maneras y su audacia feroz, que en todo él se revelaba, había sabido imponerse a los demás marineros. Su edad era de cuarenta años; su nacionalidad americana.
Erguido y vigoroso, yo me lo representaba en pie sobre su ballenero de doble punto, blandiendo el arpón y lanzándole al flanco de una ballena… ¡Debía de estar soberbio! Dada su violenta pasión por su oficio, no me extrañaría que su descontento se manifestase en cuanto hubiera ocasión.
Nuestra goleta no estaba armada para la pesca, y los instrumentos que este oficio requiere no se encontraban a bordo. Desde que navegaba en la
Halbrane,
el capitán Len Guy se había limitado a traficar entre las islas meridionales del Atlántico y del Pacífico.
Fuera lo que fuera, la cantidad de ballenas que veíamos en un radio de algunas encabladuras era extraordinaria.
Un día, a las tres de la tarde, estaba yo en la baranda de proa siguiendo con la vista las evoluciones de varias parejas de dichos animales. Heame los mostraba con la mano a sus compañeros, mientras de su boca se escapaban frases entrecortadas.
—Allí… allí… Es
un fin–back;
y ha aquí dos… tres…; con su atleta dorsal de cinco a seis pies… Miradles nadar entre dos aguas… tranquilamente… sin dar un salto… ¡Ah!… ¡Apuesto a que, si tuviera un arpón, se le hundía en una de las cuatro manchas amarillas de su cuerpo!… ¡Mas en esta caja de tráfico nada se puede hacer!… ¡Mil millones de demonios!… Cuando se navega por estos mares es para pescar y no para…