No insistí, y hablamos de varios asuntos. Ofrecióme organizar una excursión al interior de los espesos bosques que suben hasta la mitad de la falda del cono lateral.
Se lo agradecí, excusándome de aceptar su ofrecimiento. Emplearía las horas de la escala en estudios mineralógicos de la isla. Además, la
Halbrane
marcharía en cuanto hubiera hecho su provisión de víveres.
—Mucha prisa tiene el capitán —me dijo Glass.
—¿Usted cree?…
—Tanta, que su lugarteniente no habla ni aun de comprarme pieles o aceite.
—No tenemos necesidad más que de víveres frescos y de agua dulce, señor Glass.
—Bien, caballero —respondió el gobernador con algo de despecho—, lo que no se lleve la
Halbrane
se lo llevaran otros navíos. Y ¿dónde se dirige vuestra goleta?
—A las Falldands, sin duda, donde podrá repararse.
—Y usted, según supongo, ¿no es más que un pasajero a bordo?
—Nada más, señor Glass. Y tenía la intención de permanecer en Tristán de Acuhna durante algunas semanas; pero he tenido que modificar mi proyecto.
—Lo siento, caballero, lo siento —declaró el gobernador—. Hubiera sido una satisfacción para nosotros ofrecerle hospitalidad mientras esperaba la llegada de otro navío.
—Hospitalidad que me hubiera sido muy preciosa —respondí—. Desgraciadamente no la podré aprovechar.
Efectivamente: había tomado la resolución de no abandonar la goleta. Terminada la escala, ella pondría el cabo hacia las Falldands, donde se efectuarían los preparativos necesarios para una expedición por los mares antárticos. Iría, pues, hasta las Falklands, donde encontraría, sin sufrir gran retraso, navío en que embarcarme para América, y seguramente el capitán Len Guy no rehusaría conducirme allí.
El ex cabo me dijo entonces, manifestando alguna contrariedad:
—En fin, no he visto el color de los cabellos ni del rostro del capitán.
—No creo que tenga la intención de venir a tierra, señor Glass.
—¿Está enfermo?
—No, que yo sepa. Pero poco le importa a usted, pues su lugarteniente le reemplaza.
—¡Oh, poco hablador es! Dos palabras que se le arrancan de tarde en tarde. Por fortuna, las piastras salen más fácilmente de su bolsillo que las palabras de su boca.
—Eso es lo importante, señor Glass.
—¿Cómo se llama usted, caballero?
—Jeorling, del Connecticut.
—Bien. Ya sé su nombre de usted, mientras ignoro aun el del capitán de la
Halbrane.
—Se llama Guy. Len Guy.
—¿Inglés?
—Sí, inglés.
—Vamos; ya hubiera podido molestarse para visitar a un compatriota. Pero, espere usted, yo he tenido relaciones con un capitán de ese nombre. Guy… Guy…
—¿William Guy? —pregunté vivamente.
—Justo. William Guy.
—¿El que mandaba
la Jane
?
—En efecto;
la Jane.
—¿Una goleta inglesa que vino a hacer escala en Tristán de Acuhna hace once años?
—Once años, señor Jeorling. Hacía ya siete que yo estaba en la isla, donde me había encontrado al capitán Feffrey del
Benvick,
de Londres, en el año 1824. Recuerdo a William Guy como si le tuviera delante. Un valiente, de carácter franco, y al que entregué un cargamento de pieles de foca. Tenía aspecto de gentleman; un poco altivo, pero de buen natural.
—¿Y
la Jane?—
le pregunté.
—La veo ahora en el mismo sitio en que la
Halbrane
está anclada en el fondo de la bahía. Un lucido barco de 180 toneladas, con la proa afilada. Iba a Liverpool.
—Sí, esto es verdad. Todo esto es verdad —repetía yo.
—Y ¿continúa
la Jane
navegando, señor Jeorling?
—No, señor Glass.
—¿Es que ha perecido?
—Sí, señor; y la mayor parte de su tripulación ha desaparecido con ella.
—Y ¿cómo ha sucedido esa desgracia, señor Jeorling?
—Al salir de Tristán de Acuhna la
Jane
se dirigió a las islas Auroras, y otras que William Guy esperaba reconocer, según noticias.
—Que yo mismo le di, señor Jeorling —dijo el ex cabo—. Y ¿ha descubierto
la Jane
esas otras islas?
—No, —ni tampoco las Auroras, por más que William Guy permaneció durante varias semanas en aquellos parajes, corriendo de Este a Oeste y con un vigía a la punta del palo mayor.
—Preciso es, pues, que se haya equivocado; pues a creer a varios balleneros que no pueden ser considerados como sospechosos, esas islas existen, y hasta se trataba de darlas mi nombre.
—Lo que hubiera sido justo —respondí yo amablemente.
—Y será fastidioso si se llega a descubrirlas algún día —añadió el gobernador con tono que denotaba una buena dosis de vanidad.
—Entonces —continué— el capitán William Guy quiso realizar un proyecto madurado desde hacía largo tiempo, y al que le arrastraba cierto pasajero que iba a bordo de la goleta.
—Arthur Gordon Pym —exclamó Glass—. Y su compañero, un tal Dirk Peters, que habían sido recogidos en el mar por goleta.
—¿Los ha conocido usted, señor Glass? —pregunté vivamente.
—¡Sí los he conocido, señor Jeorling!… ¡Oh! Arthur Pym era un singular personaje, siempre ávido de lanzarse a aventuras. Un audaz americano capaz de partir para la luna. ¿No habrá ido a ella por casualidad?
—No, señor Glass; pero, según parece, y durante su viaje, la goleta de William. Guy ha franqueado el círculo polar, y ha avanzado más allá que ningún otro navío.
—¡He aquí una prodigiosa campaña! —exclamó Glass.
—Sí, pero desgraciadamente
la Jane
no ha vuelto.
—De modo, señor Jeorling, que Arthur Pym y Dirk Peters, una especie de mestizo indiano de tan terrible fuerza que seis hombres no le hubieran podido derribar, ¿habrán perecido?
—No, señor Glass. Arthur Pym y Dirk Peters han podido escapar a la catástrofe de que la
Jane
y la mayor parte de sus hombres fueron víctimas, y han vuelto a América. Ignoro de qué manera. Después de su regreso, Arthur Pym ha muerto en no sé qué circunstancias. En cuanto a Dirk Peters, después de retirarse al fondo de Illinois, ha partido un día sin prevenir a nadie y sin dejar rastro.
—¿Y William Guy? —preguntó Glass.
Referile cómo el cadáver de Patterson, el segundo de la
Jane,
acababa de ser recogido por nosotros sobre un témpano, y añadí que todo hacía creer que el capitán de la
Jane
y cinco de sus compañeros existían aun en una isla de las regiones australes a menos de siete grados del polo.
—¡Ah, señor Jeorling! —exclamó Glass—. ¡Permita Dios que algún día se pueda salvar a William Guy y sus compañeros, que me han parecido excelentes personas!
—Es lo que la
Halbrane
va a intentar en cuanto esté en situación de acometer la empresa, pues su capitán, Len Guy, ¡es el propio hermano de William Guy!
—¡Imposible, señor Jeorling! —exclamó Glass—. Aunque yo no conozco al capitán Len Guy, me atrevo a afirmar que no se parecen los dos hermanos…, al menos en la manera de portarse con el gobernador de Tristán de Acunha.
Vi que al ex cabo le mortificaba mucho la indiferencia de Len Guy, que no lo había visitado. ¡Calcúlese! ¡El soberano de aquella isla independiente, el dominio del cual se extendía hasta las dos islas vecinas. Inaccesible y Nightingale! Pero él se consolaba, sin duda, con la idea de vender su mercancía un 25 por 100 más cara de lo que valía.
Lo cierto es que el capitán Len Guy no manifestó en ningún instante deseo de desembarcar, cosa tanto más singular cuanto que no debía ignorar que la
Jane
había hecho escala en la parte Noroeste de Tristán de Acunha antes de partir hacia los mares australes, y parecía indicado que se pusiera en relaciones con el último europeo que había estrechado la mano de su hermano.
No obstante, Jem West y sus hombres fueron los únicos que bajaron a tierra, y con el mayor apresuramiento se ocuparon de descargar el mineral de estaño y de cobre que formaba el cargamento de la goleta, y en seguida de embarcar las provisiones, llenar las cajas de agua, etc., etc.
Durante, todo este tiempo el capitán Len Guy permaneció a bordo, sin subir al puente, y por el tragaluz vidriado de su camarote yo le veía inclinado constantemente sobre su mesa.
Sobre ésta había mapas desplegados y libros abiertos. No había que dudar que los primeros fuesen de las regiones australes, y los segundos narrasen los viajes de los precursores de la
Jane
en las misteriosas regiones de la Antártida.
Sobre la mesa había también un libro, cien veces leído, del que la mayor parte de las páginas estaban dobladas, y los márgenes llenas de múltiples notas, escritas con lápiz.
Y sobre la cubierta brillaba este título, como impreso con letras de fuego:
Aventuras de Arthur Gordon Pym.
El 8 de Septiembre, por la tarde, me despedí de su excelencia el gobernador general del archipiélago de Tristán de Acunha, tal era el título oficial que se le daba al ex cabo de la artillería británica. Al día siguiente, antes del alba, la
Halbrane
se puso a la vela.
No hay que decir que yo había obtenido permiso del capitán Len Guy para seguir a bordo hasta que llegásemos a las islas Falklands; tratábase de una travesía de 2000 millas que no exigiría más que una quincena de días por poco que el viento nos favoreciese, como había favorecido nuestra navegación entre las Kerguelen y Tristán de Acunha. No me pareció que mi petición sorprendiera al capitán Len Guy; hubiérase dicho que la esperaba. Lo que yo por mi parte esperaba era que volviese a hablarme de la cuestión de Arthur Pym, sobre la que guardaba silencio desde que el desdichado Patterson le había dado razón contra mí en lo concerniente al libro de Edgard Poe.
Sin embargo, aunque hasta entonces no lo hubiera hecho, tal vez se reservaba hacerlo en tiempo oportuno. Por lo demás, esto no podía influir de ninguna manera en su decisión de llevar la
Halbrane
a los lejanos parajes donde había perecido
la Jane.
Después de rodear Herald–Point, las pocas casucas de Ansiediung desaparecieron tras la extremidad de Falmouth–Bay. El cabo fue puesto al Suroeste, y una hermosa brisa del Este permitió entonces caminar perfectamente.
Durante la mañana dejamos atrás la bahía Elephanten, Hardy–Rock, West–Point, Cotton–Bay y el promontorio de Daley. Sin embargo, necesitamos todo el día para perder de vista el volcán de Tristán de Acunha, de una altura de 8.000 pies, y cuya nevada cumbre borraron al fin las sombras de la noche.
En el transcurso de esta semana la navegación efectuóse en muy buenas condiciones, y de seguir lo mismo, antes de terminar el mes de Septiembre veríamos las primeras alturas del grupo de las Falklands. Está travesía debía conducimos al Sur, teniendo que bajar del 38 paralelo al 55° de latitud.
Puesto que el capitán Len Guy tenía la intención de aventurarse en las profundidades antárticas, creo conveniente, hasta indispensable, recordar sumariamente las tentativas hechas para llegar al polo Sur, o por lo menos al vasto continente donde se puede suponer que esté el punto central. No es bien fácil hacer tal resumen, puesto que el capitán Len Guy puso a mi disposición los libros que tratan de tales explicaciones con gran abundancia de detalles, y también la obra entera de Edgard Poe, esas
Historias extraordinarias
que, bajo la influencia de los extraños sucesos que quedan referidos, yo releía con verdadera pasión.
Es de advertir que si Arthur Pym también ha creído deber citar los principales descubrimientos de los primeros navegantes, ha tenido que detenerse en los que eran posteriores al año 1825. Como yo escribo dos años después que él, me incumbe decir lo que habían hecho sus sucesores hasta el presente viaje de la
Halbrane,
1839–1840.
La zona que geográficamente puede ser comprendida bajo la denominación general de la Antártida parece estar circunscrita por el 60 paralelo austral.
En 1772, la
Resolución,
al mando del capitán Cook, y la
Aventura,
al del capitán Furneaux, encontraron los hielos en el 58° extendidos del Noroeste al Sudeste. Y deslizándose, no sin grandes peligros, al través de un laberinto de enormes bloques, los dos navíos tocaron en mediados de Diciembre el paralelo 64, franquearon el círculo polar en Enero y fueron detenidos por masas de ocho a veinte pies de espesor en el 67° 15' de latitud, que es, con diferencia de minutos, el límite del círculo antártico.
El año siguiente, en el mes de Noviembre, la tentativa fue repetida por el capitán Cook. Esta vez, aprovechando una fuerte corriente, desafiando las borrascas, los rafales y un frío muy riguroso aun, pasó medio grado cerca del 70 paralelo, y vio su camino definitivamente obstruido por infranqueables témpanos de 250 a 300 pies, que se tocaban por sus bordes y que dominaban en el cruce del 71° 10' de latitud y 106° 44' de longitud Oeste.
El atrevido capitán no debía ir más allá.
Treinta años después, en 1803, la expedición rusa de los capitanes Krusenstern y Usiansky, rechazada por los vientos del Sur, no pudo llegar más allá del 59° 52´ de latitud por 90° 15' de longitud Oeste, por más que el viaje se hubiera efectuado en Marzo y ningún témpano cerrase el paso.
En 1818, William Smith y después Barnesfield descubrieron las South–Shedands; Botweil, en 1830, reconoció las South Orkneys; Palmer y otros cazadores de focas vieron las tierras de la Trinidad, pero no se aventuraron más allá.
En 1819 el
Vostok
y el
Mimi,
de la marina rusa, a las órdenes del capitán Bellingshausen y del teniente Lazarew, después de haber visto la isla Georgia y rodeado la tierra Sandwich, avanzaron 600 millas al Sur hasta el paralelo 90. Una segunda tentativa al 160° de longitud Este no les permitió avanzar más cerca del polo. Sin embargo, llegaron a las islas de Pedro I y de Alejandro I, que reúnen, quizás, la tierra señalada por el americano Palmer.
En el año 1822 el capitán James Weddell, de la marina inglesa, tocó, si su relación no es exagerada, en el 74° 15' de latitud, una mar libre de hielos, lo que le ha hecho negar la existencia de un continente polar. Haré además notar que el camino seguido por este navegante es el que, seis años después, debía seguir
la Jane
de Arthur Pym.