—Espero, señor Jeorling, que nuestra artillería protegerá a la
Halbrane
mejor que a
la. Jane
la suya. Pero, a decir verdad, la tripulación actual no es suficiente para nuestra expedición. Así es que me ocupo en reclutar un suplemento de marineros.
—¿Será difícil?
—Sí y no, pues el Gobernador me ha hecho promesas de ayudarme.
—Supongo capitán, que los que acudan se harán pagar.
—Paga doble, señor Jeorling… El mismo aumento tendrá la actual tripulación.
—Ya sabe usted, capitán, que yo estoy dispuesto…, que deseo contribuir a los gastos de esta expedición… ¿Quiere usted considerarme como socio?
—Ya arreglaremos eso, señor Jeorling, y le quedo muy agradecido. Lo esencial es que nuestro armamento quede completo en un breve plazo. Es preciso que dentro de ocho días estemos en disposición de aparejar.
La noticia de que la goleta iba a aventurarse al través de los mares de la Antártida había producido cierta sensación en las Falklands, en Port–Egmont, como en los diversos puertos de la Soledad. En aquella época había gran número de marinos sin ocupación, de los que esperan a paso de los balleneros para ofrecer sus servicios, bien retribuidos generalmente.
A no tratarse más que de una campaña de pesca en los límites del círculo polar, entre las Sandwich y la Nueva Georgia, el capitán Len Guy no hubiera encontrado más dificultades que las de la elección. Pero ir a parajes tan lejanos, avanzar más que ningún navegante lo había hecho, aunque esto fuera con el objeto de ir en socorro de náufragos, era cosa para hacer pensar mucho y dudar a la mayor parte.
Preciso era ser antiguo marinero de la
Halbrane
para no preocuparse de los peligros de semejante navegación y consentir en seguir a su jefe hasta donde él quisiera.
En realidad, se trataba nada menos que de triplicar la tripulación de la goleta.
Contando al capitán, al lugarteniente, al contramaestre, un cocinero y a mí, éramos 13 a bordo, y se necesitarían de 32 a 34, pues no hay que olvidar que a bordo de
la Jane
eran 38.
El reclutamiento no dejó de presentar algunas dificultades, ¿Ofrecían los marineros de las Falklands a disposición de los balleneros en escala todas las garantías que fueran de desear? Si introducir cuatro o cinco hombres a bordo de un navío, el personal del cual ya es numeroso, no trae graves inconvenientes, no sucedía lo mismo tratándose de la goleta.
No obstante, el capitán Len Guy esperaba que no tendría por qué arrepentirse de la elección desde el momento en que las autoridades del archipiélago le prestaban su ayuda.
El Gobernador desplegó verdadero celo en este asunto, en el que de todo corazón se interesaba. Aparte de esto, gracias al elevado salario ofrecido, las demandas afluyeron.
Así es que la víspera de la partida, fijada para el 27 de Octubre, la tripulación estaba completa.
Inútil es decir el nombre de cada uno de los reclutados, ni sus cualidades. Ya se les juzgará después. Los había buenos y malos; pero, como después se verá, hubiera sido difícil encontrarlos mejores o menos malos.
Me limitaré, pues, a hacer notar que entre los alistados había seis hombres de origen inglés, entre ellos el contramaestre segundo Heame, de Glasgow; cinco eran americanos (de los Estados Unidos), y ocho de nacionalidad más dudosa, los unos pertenecientes a la población holandesa, los otros medio españoles y medio fueginos, de la Tierra del Fuego. El más joven tenía diez y nueve años, el más viejo cuarenta. La mayor parte no eran extraños al oficio de marineros, habiendo navegado ya en el comercio, ya en la pesca de ballenas, focas y otros anfibios de los parajes antárticos. El alistamiento de los que no eran gente del mar no había tenido otro objeto que acrecer el personal defensivo de la goleta.
Esto hacía un total de diez y nueve reclutados para la duración de la campaña, que no podía ser fijada de antemano, pero que no debía arrastrarles más allá de la isla Tsalal. Respecto al sueldo, era tal como ninguno lo había tenido, ni en la mitad, en el curso de su navegación anterior. Hecha la cuenta, sin hablar de mí, la tripulación, comprendiendo al capitán y al lugarteniente de la
Halbrane,
ascendía a 31 hombres…, más otro sobre el que conviene fijar especialmente la atención.
La víspera de la partida, y en un extremo del puente, acercóse al capitán un individuo seguramente marino, lo que se reconocía por su traje, su paso y su lenguaje. Este individuo, con
voz
ruda y poco comprensible, dijo:
—Capitán… Tengo que hacerle a usted una proposición.
—¿Cuál?
—Comprenda usted… ¿Hay aun una plaza a bordo?
—¿Para un marinero?
—Para un marinero.
—Sí y no… —respondió el capitán Len Guy.
—¿Y el sí?… —preguntó el hombre.
—El sí es para el caso que convenga el que se me proponga.
—¿Me quiere usted a mí?
—¿Eres marinero?
—He navegado durante veinticinco años.
—¿Dónde?
—En los mares del Sur.
—¿Lejos?
—¡Sí… comprenda usted… lejos!
—¿Tu edad?
—Cuarenta y cuatro años.
—¿Y estás en Port–Egmont?…
—Hará tras años en las próximas Navidades.
—¿Esperabas embarcarte a bordo de un ballenero?
—No.
—¿Qué hacías aquí entonces?
—Nada… No pensaba navegar más.
—Entonces, ¿por qué te presentas?
—Una idea… La noticia de la expedición de la goleta se ha extendido. Yo deseo…, sí…, deseo tomar parte en ella con licencia de usted, se entiende…
—¿Eres conocido en Port–Egmont?
—Conocido… y nadie me ha dirigido un reproche desde que estoy aquí.
—Bien —respondió el capitán—. Yo pediré noticias.
—Pregunte usted, capitán; y si dice usted que sí, está noche llevaré a bordo mi saco.
—¿Cómo te llamas?
—Hunt.
—¿Y eres?…
—Americano.
Este Hunt era hombre de baja estatura, rostro curtido, de color de ladrillo, amarillenta piel como la de un indiano, torso enorme, voluminoso, cabeza y piernas muy arqueadas. Sus miembros atestiguaban un vigor excepcional. Sobre todo los brazos, terminados en enormes manos. Su cabello, que emblanquecía, semejaba piel y estaba enmarañado. Lo que daba a la fisonomía de este individuo un carácter particular, que nada prevenía en su favor, era lo avieso de su mirada, su boca, casi sin labios, de oreja a oreja, en la que brillaban fuertes dientes de esmalte intacto, jamás atacados del escorbuto, con ser esta enfermedad frecuente entre los marineros de las altas latitudes.
Tres años hacía que Hunt habitaba en las Falklands, primero en uno de los puertos de la Soledad, en la bahía de los Franceses, después en Port–Egmont. Poco comunicativo, vivía sólo de una pensión de retiro, la razón de la cual se ignoraba. Ocupábase de la pesca, oficio que le hubiera bastado para asegurarle la existencia, ya alimentándose del producto de la misma, ya comerciando con ella.
Las noticias que adquirió el capitán Len Guy respecto a Hunt no podían menos de ser incompletas, salvo en lo que se refería a su conducta desde que él residía en Port–Egmont. El tal hombre no armaba pendencia, no bebía, y varias veces había dado pruebas de una fuerza hercúlea. Nada se sabía de su pasado, pero seguramente era el de un marino. Había dicho al capitán Len Guy más que nunca dijo a otro. De lo demás, silencio obstinado, tanto sobre su familia como sobre el lugar preciso de su nacimiento, cosa que por lo demás importaba poco si se podían obtener buenos servicios de él…
En resumen: de los informes recogidos no resultó nada en que basar una repulsa. A decir verdad, era de desear que los demás reclutados no mereciesen más reproches.
Hunt obtuvo, pues, favorable respuesta, y por la tarde se instaló a bordo.
Todo estaba dispuesto para la marcha. La
Halbrane
había embarcado víveres para dos años; carne salada, legumbres varias, y suficiente cantidad de apio y celeris para combatir el escorbuto. La cala encerraba aguardiente, whisky, cerveza, ginebra y vino para el consumo diario, y gran cantidad de harina y galleta, comprada en las tiendas del puerto.
Añadamos que en lo que a municiones se refiere, pólvora, balas de fusil y cañón y piedra, habían sido suministradas por el Gobernador.
El capitán Len Guy se había procurado las redes de abordaje de un navío que recientemente había naufragado sobre las rocas fuera de la bahía.
El 27 por la mañana, en presencia de las autoridades del archipiélago, termináronse los preparativos de aparejar con notoria celeridad. Cambiáronse las últimas despedidas, subió del fondo el ancla y la goleta se dio al mar.
Soplaba el viento del Noroeste, y bajo sus altas y bajas velas la
Halbrane
se dirigió a los pasos… Una vez en alta mar, pasó el cabo al Este a fin de doblar la punta de Tamar–Hart, en la extremidad del estrecho que separa las dos islas. Por la tarde Soledad fue rodeada y dejada a babor. Al llegar la noche, los cabos Dolphin y Pembroke desaparecieron tras las brumas del horizonte.
La campaña había comenzado. ¡Sólo Dios podía saber si el triunfo esperaba a aquellos animosos hombres, a los que un sentimiento de humanidad arrastraba a las más terribles regiones del Antártico!
Del grupo de las Falklands partieron el
Tuba
y el
Lively,
a las órdenes del capitán Biscoe, el 27 de Septiembre de 1830, haciendo escala en las Sandwich, cuya punta septentrional doblaron el 1° de Enero del siguiente año. Verdad que seis semanas después el
Lively se
perdía en las Falklands…, lo que no era de esperar sucediera a nuestra goleta.
El capitán Len Guy parda, pues, del mismo punto que Biscoe, el que empleó un mes en llegar a las Sandwich. Pero desde los primeros días, muy contrariado por los hielos, más allá del círculo polar, el navegante inglés tuvo que desviarse al Suroeste hasta el grado 45 de longitud oriental. A esta circunstancia se debió el descubrimiento de la Tierra Enderby.
Len Guy nos mostró sobre el mapa, a Jem West y a mí, el itinerario de Biscoe, añadiendo:
—No debemos seguir las huellas de Biscoe sino las de Weddell, que efectuó su viaje a la zona austral en 1832 con el Beaufby y la
Jane ¡La Jane!
¡Nombre predestinado, señor Jeorling! Pero
esta. Jane
fue más afortunada que la de mi hermano, y no se perdió.
—Adelante, capitán —respondí—. Si no seguimos a Biscoe, sigamos a Weddell. Simple pescador de focas, este hábil marino llegó en dirección al polo más allá de donde sus predecesores llegaron, y él nos indica la dirección que debemos tomar.
—Y nosotros la tomaremos, señor Jeorling. Pero si nos retrasáramos, si la
Halbrane
llegase al banco de hielo a mediados de Diciembre, ya sería tarde. Weddell tocó el paralelo 72 en los primeros días de Febrero, y entonces, como hace constar en su relación, ni una parcela de hielo era visible. Ningún navío ha ido más allá salvo la
Jane,
que no ha vuelto. Existe, pues, en esta parte de las tierras antárticas, una profunda incisura entre los meridianos 30 y 40, puesto que, después de Weddell, William Guy ha podido acercarse a menos de seis grados del polo austral.
Según su costumbre, Jem West escuchaba en silencio. Medía con la mirada los espacios que el capitán Len Guy encerraba entre las puntas de su compás. Siendo siempre el hombre que recibe una orden y la ejecuta sin discutirla jamás, iría donde el capitán quisiera ir.
—Capitán —pregunté—, ¿sin duda la intención de usted es seguir el itinerario de
La Jane
?
—Lo más exactamente que sea, posible.
—Pues bien: su hermano de usted se ha dirigido al Sur de Tristán de Acunha para buscar el yacimiento de las islas Auroras, que no ha encontrado, como tampoco el de las islas a las que el ex cabo gobernador Glass hubiera estado muy orgulloso de dar su nombre. Esto significa que él ha querido poner en ejecución el proyecto de que Arthur Pym le había frecuentemente hablado, y ha cortado el círculo polar, el 1° de Enero, entre el 41 ° y 42° de longitud.
—Ya lo sé —respondió el capitán Len Guy—, y esto es lo que hará la
Halbrane
a fin de tocar el islote Bennet, y después la isla Tsalal. ¡Y permita el cielo que, como la
Jane,
como leí; navíos de Weddell, encuentren delante de ella la mar libre!
—Si los hielos la cubren aun, no haremos más que esperar al largo.
—Eso haremos…, y es preferible adelantarse. El banco de hielo es una muralla en la que repentinamente se abre una puerta para cerrarse al momento. Es preciso estar allí para pasarla pronto, sin inquietarse por el regreso.
En el regreso nadie pensaba a bordo de la
Halbrane.
¡Adelante! hubiera sido el único grito que se escapase de todas las bocas.
Jem West emitió entonces la siguiente reflexión:
—Gracias a las indicaciones que Arthur Pym hace en su relación, no tendremos que lamentar la ausencia de su compañero Dirk Peters.
—Lo que es una suerte —respondió Len Guy—, puesto que no he podido ver al mestizo que había desaparecido de Illinois. Las indicaciones del diario de Arthur Pym sobre el yacimiento de la isla Tsalal deben bastarnos.
—A menos que no sea preciso llevar la exploración mas allá del grado 84 —observé yo.
—¿Y cómo había de ser preciso, señor Jeorling, desde el momento en que los náufragos no han abandonado la isla Tsalal? ¿Es que no lo dicen así bien claramente las notas de Patterson?
En fin; aunque Dirk Peters no estuviera a bordo, la
Halbrane
sabría conseguir su objeto. Pero que no se olvide de poner en práctica las tres virtudes teologales del marino: vigilancia, audacia, perseverancia. Heme aquí, pues, metido en una aventura que, según todas las probabilidades, pasará en lo imprevisto a mis anteriores viajes.
¿Quién pensara esto en mí? Pero yo estaba preso en un engranaje que me arrastraba a lo desconocido, a ese desconocido de las comarcas polares, cuyos secretos habían querido descubrir tantos audaces aventureros. ¡Quién sabe si está vez la esfinge de las regiones antárticas no hablaría por vez primera a los humanos!
Sin embargo, yo no olvidaba que únicamente se trataba de una obra de humanidad. El objeto que la
Halbrane
se proponía era recoger al capitán William Guy y a sus cinco compañeros. Para encontrarlos, nuestra goleta iba a seguir el itinerario de la
Jane;
hecho esto, bastaría con que volviera a ganar los mares del antiguo continente, puesto que no tenía que buscar ni a Arthur Pym ni a Dirk Peters, que habían vuelto, no se sabe cómo, de su extraordinario viaje.