En tal sitio, durante largos y desesperados años, vivieron los siete tripulantes de
la Jane,
como íbamos a hacer nosotros, verdad que en mejores condiciones, puesto que la fertilidad del suelo de Tsalal ofrecía recursos que faltaban en
Halbrane–Land
En realidad, si estábamos condenados a perecer cuando nuestras provisiones faltaran, ellos no lo estaban… Ellos podían esperar indefinidamente, y esperaron…
No dudaban que Arthur Pym, Dirk Peters y Alien habían perecido en la catástrofe —lo que, al menos tratándose del último, era cierto—. ¿Cómo imaginar que Arthur Pym y el mestizo, después de apoderarse de la canoa, se hubieran lanzado al mar?
William Guy nos dijo que ningún accidente rompió la monotonía de aquella existencia en el transcurso de once años; ninguno; ni aun la aparición de los insulares, a los que el espanto impedía acercarse a la isla Tsalal. Ningún peligro les había amenazado durante aquel período. A medida que la situación se prolongaba, perdían la esperanza de ser recogidos. Al principio, con la vuelta de la buena estación, cuando la mar quedaba libre, habían dicho que algún navío sería enviado en busca de la
Jane.
Pero cuando transcurrieron cuatro o cinco años, perdieron toda esperanza.
Al mismo tiempo que los productos del suelo —entre ellos esas preciosas plantas antiescorbúticas que abundaban en los alrededores de la caverna—, William Guy había llevado de la aldea cierta cantidad de aves, pollos y patos de especie excelente, y también numerosos cerdos negros, muy abundantes en la isla. Además, sin necesidad de recurrir a las armas de fuego, pudieron matar avestruces de plumaje negro como el azabache. A estos diversos recursos alimenticios conviene añadir, centenares de huevos de albatros y de tortugas–galápagos ocultos en la arena, y solamente con esas tortugas de dimensiones enormes, de carne sana y nutritiva hubiera bastado para la alimentación de los invernantes de la Antártida.
Quedaba aun lo que el mar suministraba, que era toda especie de pescados, salmones, bacalaos, rayas, plantijas, sargos, salmonetes, lenguados, escaros, y también, sin hablar de los moluscos, esos sabrosos escombros de mar de que la goleta inglesa pensaba tomar un cargamento para venderle en los mercados del Celeste Imperio.
No hay para qué extenderse sobre el período que comprende desde el año 1828 al 1839. Los inviernos fueron muy rigurosos; y aunque el verano hacía sentir generosamente su bienhechora influencia en las islas del grupo Tsalal, la mala estación, con su séquito de nieves, lluvias, rafales y tempestades, no economizaba sus rigores. Un frío terrible reinaba, como absoluto señor sobre todas las tierras antárticas. La mar, cubierta de témpanos flotantes, se solidificaba por seis o siete meses. Preciso era esperar la reaparición del sol para encontrar libres aquellas aguas, como Arthur Pym las había visto, y nosotros también, pasado el banco de hielo.
En suma: la existencia había sido relativamente fácil en la isla Tsalal. ¿Lo sería también sobre aquel litoral árido de
Halbrane–Land,
que ocupábamos? Por abundantes que fueran nuestras provisiones, se acabarían, y llegado el invierno, las tortugas ¿no volverían a más bajas latitudes?
Siete meses antes el capitán William Guy no había aun perdido uno solo de los que habían salido sanos y salvos de Klock–Klock, gracias a su robusta constitución, a su notable vigor, a su gran fuerza de carácter. Pero la desgracia iba bien pronto a cebarse en ellos.
Llegado el mes de Mayo —que en estas comarcas corresponde al de Noviembre del hemisferio septentrional—, ya comenzaban a derivar al largo de Tsalal los témpanos que la corriente arrastraba hacia el Norte.
Un día, uno de los siete hombres no volvió a la caverna. Se le llamó, se le esperó, se le buscó… Todo fue en vano.
Víctima de algún accidente, ahogado, sin duda, no reapareció, y no debía reaparecer.
Era Patterson, el segundo de la
Jane,
el fiel compañero de William Guy.
¡Qué dolor produjo a los demás la desaparición de uno de ellos, uno de los mejores! ¿Y no era presagio de próximas catástrofes?
Lo que William Guy ignoraba y lo que le hicimos saber era que Patterson —en qué forma no se sabría nunca— había sido arrastrado en la superficie de un témpano, sobre el que murió de hambre.
Sobre este témpano, que llegó a las alturas de las islas del Príncipe Eduardo, desgastado por aguas más templadas y próximo a disolverse, el contramaestre había descubierto el cadáver del segundo de
Jane.
Cuando el capitán Len Guy contó que, gracias a las notas encontradas en el bolsillo de su desventurado compañero, la
Halbrane
se había dirigido hacia los mares antárticos, su hermano William no pudo contener las lágrimas.
De los siete sobrevivientes de
la Jame
quedaron, pues, seis, y pronto no iban a ser más que cuatro, después de haberse visto obligados a buscar la salvación en la fuga.
En efecto: sólo habían pasado cinco meses desde la desaparición de Pattersson, cuando, a mediados de Octubre, un terremoto agitó a la isla Tsalal, al mismo tiempo que destruía casi por completo el grupo del Suroeste.
Imposible dar idea de la violencia del terremoto. Nosotros habíamos podido juzgar de ella cuando la canoa de nuestra goleta acostó al derrumbadero rocoso indicado por Arthur Pym. Seguramente William Guy y sus cinco compañeros no hubieran tardado en sucumbir, a no tener el medio de huir de aquella isla que ahora rehusaba alimentarles.
Dos días después, a algunos centenares de toesas de su caverna, la corriente llevó una canoa que había sido arrastrada a alta mar desde el archipiélago del Suroeste.
Sin esperar ni un día, William Guy, Roberts, Covin, Trinckie, Forbes y Lexton cargaron la embarcación con tantas provisiones como podía contener, y se embarcaron en ella, a fin de abandonar la isla, que ya era inhabitable.
Por desgracia soplaba entonces violenta brisa, debida a los fenómenos sísmicos que habían conmovido tanto las profundidades del suelo como las del cielo. No fue posible resistirla, y arrojó la embarcación hacia el Sur, entregada a la misma corriente a que nuestro
ice–berg
obedecía, cuando derivaba hasta el litoral de
Halbrane–Land.
Durante dos meses y medio, los desdichados fueron así al través de la mar libre, sin conseguir modificar su dirección.
El 2 de Enero del presente año de 1840 vieron una tierra: la que bañaba al Este
el Jane–Sund.
Como ya habíamos notado, esta tierra no distaba más que cincuenta millas de
Halbrane–Land.
Sí. ¡Esta era la distancia, relativamente pequeña, que nos separaba de aquellos a los que habíamos buscado tan lejos, al través de las regiones antárticas, y a los que habíamos perdido la esperanza de volver a ver!
La embarcación de William Guy habla tocado tierra más al Sudeste con relación a nosotros. Pero ¡qué diferencia con la isla Tsalal! o más bien, ¡qué semejanza con
Halbrane–Land
! Suelo impropio para el cultivo, nada más que arena y rocas, ni árboles, ni arbustos, ni plantas de ninguna especie; así es que, agotadas sus provisiones, William Guy y sus compañeros viéronse muy pronto reducidos a extrema miseria. Forbes y Lexton sucumbieron…
Los otros cuatro, William. Guy, Roberts, Covin y Trinkie no quisieron permanecer un día más en aquel sitio, donde estaban condenados a morir de hambre. Con los pocos víveres que les quedaban embarcáronse en la canoa y se entregaron por segunda vez a la corriente, sin poder, por falta de instrumentos, saber su posición.
Navegaron veinticinco días en tales condiciones; acabáronseles los recursos, y estaban próximos a sucumbir, después de cuarenta y ocho horas de ayuno, cuando la embarcación, en cuyo fondo yacían inanimados, apareció a la vista de
Halbrane–Land.
En tal momento fue cuando el contramaestre la vio, y Dirk Peters se había arrojado a la mar para llegar a ella, maniobrando después para conducirla a la ribera.
Cuando puso el pie en la canoa, el mestizo había reconocido al capitán de la
Jane
y a los marineros Roberts, Trinkie y Covin. Después de asegurarse de que aun respiraban, tomó los remos, navegó hacia tierra, y al estar a una encabladura de ésta, levantando la cabeza de William Guy, gritó con poderosa voz, que llegó hasta nosotros:
—¡Vive!… ¡Vive!…
Y ahora los dos hermanos estaban al fin reunidos en el perdido rincón de
Halbrane–Land.
Dos días después no quedaba ninguno de los sobrevivientes de las dos goletas en aquella parte del litoral antártico. El 21 de Febrero, a las seis de la mañana, la embarcación, en la que íbamos los trece, abandonó la ensenada y dobló la punta de
Halbrane–Land.
Desde la antevíspera habíamos discutido la cuestión de la partida.
De ser resuelta afirmativamente, no había día que perder. Durante un mes —como máximo— la navegación sería posible en aquella porción de la mar comprendida entre los paralelos 86 y 70, es decir, hasta las latitudes ordinariamente limitadas por el banco de hielo. Más allá, tal vez, tendríamos la probabilidad de encontrar algún ballenero acabando la tarea de la pesca, o ¿quién sabe? un barco inglés, francés o americano, terminando una campaña de exploración en los límites del Océano Austral. Terminada la primera quincena de Marzo, en aquellos parajes no había ni pescadores ni navegantes, y sería preciso abandonar toda esperanza de ser recogidos.
En primer lugar, nos preguntamos si no sería preferible invernar allí, como lo hubiéramos hecho a no llegar William Guy, instalándonos por los siete u ocho meses de invierno en aquella región, que no tardaría en ser invadida por espesas tinieblas y excesivos fríos; y al comenzar el verano, cuando la mar estuviera libre, la embarcación se dirigiría hacia el Océano Pacífico, y tendríamos tiempo de franquear las mil millas que de él nos separaba. ¿No era éste acto de prudencia y cordura?
Sin embargo, por mucha que nuestra resignación fuera, ¿cómo no espantarnos ante la idea de una invernada en aquella costa, aunque la caverna nos ofrecía suficiente abrigo, aunque la vida estuviera allí asegurada, por lo menos en lo que a la alimentación se refería? ¡Si!… Resignado está uno mientras las circunstancio lo obligan a la resignación. Pero, al presente, en que se ofrecía ocasión de partir, ¿cómo no intentar el último esfuerzo en vista de un próximo repatriamiento? ¿Cómo no intentar lo que habían intentado Hearne y sus camaradas, y esto en condiciones infinitamente más favorables?
El pro y el contra de la cuestión fueron detenidamente examinados. Después que cada uno emitió su opinión, se tuvo muy en cuenta que, en rigor, si algún obstáculo detenía la navegación, la embarcación podría siempre ganar aquella parte de la costa, cuyo yacimiento conocíamos con exactitud. El capitán de la
Jane
se mostró partidario de la partida inmediata, de la que Len Guy y Jem West no temían las consecuencias. Me uní a su opinión, de la que participaron nuestros compañeros.
Solamente Hurliguerly opuso alguna resistencia. Le parecía imprudente dejar lo cierto por lo dudoso. ¿Serían bastantes tres o cuatro semanas para franquear la distancia comprendida entre
Halbrane–Land
y el círculo antártico? ¿Y cómo, en caso de necesidad, volver contra la corriente que llevaba al Norte? En fin, el contramaestre hizo valer algunos argumentos que merecieron ser examinados. Sin embargo, únicamente Endicott participó de su opinión, por costumbre, sin duda, de considerar las cosas desde el mismo punto de vista que el contramaestre. Además, discutido, y bien discutido todo, Hurliguerly se declaró presto a partir, puesto que ésta era nuestra opinión.
Los preparativos quedaron terminados en seguida, y el 21, a las siete de la mañana, merced a la doble acción de la corriente y del viento, dejábamos atrás, a distancia de cinco millas, la punta de
Halbrane–Land.
Durante la tarde se borraron gradualmente las alturas que dominaban aquella parte del litoral, la más elevada de las cuales nos había permitido ver la tierra en la ribera Oeste
del Jane–Sund.
Nuestra canoa era una de esas embarcaciones que se usan en el Archipiélago de las Tsalal para la comunicación entre las islas.
Por el relato de Arthur Pym sabíamos que unas de estas canoas se asemejaba a jangadas o barcos planos, y las otras a piraguas de balancines —la mayor parte muy sólidas—. A las últimas de las mencionadas pertenecía la nuestra, de unos cuarenta pies de larga por seis de anchura, la proa y popa levantadas, lo que permitía evitar los virajes, y que se gobernaba con varios pares de remos.
Debo hacer notar que en la construcción de la canoa no había entrado ni un solo pedazo de hierro, ni un clavo, ni clavijas, ni panetas, pues dicho metal es absolutamente desconocido en las Tsalal. Ligaduras hechas con una especie de bejuco, con la resistencia de un hilo de cobre, aseguraban la unión de las tablas con gran solidez. La estopa estaba reemplazada por un musgo engomado que, al contacto del agua, tomaba dureza metálica.
La dimos el nombre da
Paracuta,
que es el de un pescado de aquellos parajes, groseramente esculpido en la embarcación.
La
Paracuta,
había sido cargada con tantos objetos como podía contener sin molestar mucho a los pasajeros: vestidos, mantas, camisas, blusas, pantalones de lana gruesa y capotes impermeables, algunas velas, berlingas, arpeos, remos, bicheros, los instrumentos para hacer el punto, y fúsiles, pistolas, carabinas, pólvora y balas. El cargamento se componía de varios barriles de agua dulce, de whisky y de ginebra, de cajas de harina, carne en conserva, legumbres secas y buena reserva de café y de té. Habíase añadido un hornillo y varios sacos de carbón para alimentarle durante algunas semanas. Verdad que si no conseguíamos pasar el banco de hielo, si era preciso invernar en los
ice–bergs,
como dichos recursos no tardarían en faltar, todos nuestros esfuerzos habían de tender a volver a
Halbrane–Land
donde el cargamento de la goleta debía asegurar nuestra existencia durante muchos meses aun.
Y bien: aunque no consiguiéramos lo que queríamos, ¿sería preciso renunciar por eso a toda esperanza? No, y propio es de la humana naturaleza unirse al más débil de sus resplandores. Recordaba lo que Edgard Poe dice del ángel del valiente…, ese genio que preside los acontecimientos de la vida, y cuya función consiste en preparar los accidentes que pueden asombrar, pero que son engendrados por la lógica de los hechos. ¿Por qué no habíamos de ver aparecer a este ángel en la hora suprema?