La emperatriz de los Etéreos (21 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil

BOOK: La emperatriz de los Etéreos
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—No sé por qué crees que... —empezó ella, pero no encontró las palabras para continuar.

Las acusaciones de Aer abrían una herida profunda en su corazón.

No obstante, la máscara siguió hablando. Ya no parecía de cristal; había adquirido fluidez y elasticidad, y por eso, su gesto desdeñoso y su sonrisa llena de ironía y desprecio eran todavía más apreciables que antes.

—Mírate. ¿Qué te hace pensar que te quiero a mi lado? ¿A una Opaca que es incapaz de comprender la grandeza de los
etéreo
s, la grandeza de la Emperatriz? ¿Qué te hace pensar que estás a mi altura?

Bipa parpadeó, luchando con furia para retener las lágrimas.

—Cállate... Oh, cállate, estúpido cabeza hueca...

—¿Hasta dónde vas a llegar en mi busca? ¿Qué te hace pensar que quiero que me sigas...
opaca
?

Su última palabra estaba cargada de desprecio.

—¡Cállate! —bramó Bipa, pero Aer se rió, se rió con fuerza y sin piedad... se rió de ella.

Y Bipa no tuvo más remedio que escuchar aquellas carcajadas, mientras el rostro de su padre repetía: «Vuelve a casa... vuelve a casa...». Y el de Nivea le recordaba: «Eres repugnante,
opaca
, un cúmulo de carne...».

—¡¡Callaos!! —gritó Bipa con todas sus fuerzas—. ¡Dejadme todos en paz!

Pero los rostros continuaban hablando todos a la vez y, por encima de aquellas voces, Aer seguía riéndose de ella...

Bipa sintió que se mareaba. El mundo empezó a girar vertiginosamente a su alrededor, tuvo la sensación de que caía... y perdió el conocimiento antes de tocar el suelo.

Cuando despertó, horas más tarde, no se oía absolutamente nada. Las voces habían callado, de forma inexplicable, y apenas quedaba un eco de ellas en algún rincón de su mente. Lenta, muy lentamente, Bipa abrió los ojos. Ya no estaba en el túnel de cristal. Las máscaras habían desaparecido. Ante ella se extendía una interminable estepa blanqueada por la nieve.

Se incorporó. Le dolía la cabeza, pero se esforzó por situarse. Miró a su alrededor y se encontró al pie de una alta cordillera formada por inmensos bloques de cuarzo translúcido. Junto a ella se abría la boca de una cueva de la que fluía un resplandor que no le era desconocido.

—El Túnel de las Mil Máscaras —murmuró; descubrió a Nevado a su lado, inmóvil como una estatua, alerta como un centinela—. ¿Me has sacado tú? —le preguntó, aunque ya conocía la respuesta.

El gólem no se inmutó. Tampoco lo hizo cuando Bipa lo abrazó en señal de agradecimiento.

La brisa le trajo un susurro siniestro. Parecía provenir del interior de la cueva.

—Vámonos de aquí —dijo, reprimiendo un estremecimiento.

Se levantó, aún temblorosa, y comenzó a caminar, contenta de volver a estar al aire libre y de poder alejarse de aquel lugar.

Recorrieron la llanura en silencio. La niebla allí era menos densa, pero la luz que clareaba el cielo no se parecía a la luz diurna que Bipa conocía. Era una luz azul, pálida, helada; teñía el ambiente con una extraña tonalidad que definía los contornos y espesaba el aire a la vez.

—Esta luz —comprendió la joven— no es de este mundo.

Se detuvo y alzó la cabeza. Y allí, suspendida en el cielo, entre la niebla, vio la
Estrella
, todavía lejana, pero mucho más grande y real de lo que jamás había imaginado.

—La
Estrella
que señala el lugar donde está el palacio de la Emperatriz— murmuró Bipa.

Estaban muy cerca.

Demasiado cerca.

Continuaron la marcha a través de aquella estepa vacía, anormalmente silenciosa.

Hasta que llegaron al Abismo.

Era una profunda garganta que abría la tierra y la partía en dos. Entre uno y otro lado de la brecha se extendía un precipicio tan hondo que no se veía el final; y tan amplio que apenas se distinguía el otro extremo entre la niebla.

Y no había nada para cruzarlo. Ni un puente, ni una escalera, ni una cuerda... Nada.

Le vinieron a la mente las palabras del Maestro Cristalero: «¿Acaso sabes volar?».

No obstante, y contra todo pronóstico, Bipa no se desanimó ni permitió que la acometiera la desesperación. Acogió la nueva situación con un cierto estado de resignación indiferente, o de indiferencia resignada.

—Muy bien —dijo solamente—. Este Abismo será muy grande, pero tiene que terminar en alguna parte.

De modo que se puso en marcha de nuevo, seguida por Nevado, a lo largo del precipicio. Caminaron hasta que se hizo de noche, una noche extraña, teñida por el resplandor azul de la
Estrella
. Entonces acamparon al borde del barranco. Y al día siguiente continuaron otra vez.

Llevaban medio día caminando cuando algo sacó a Bipa de su sopor.

Había una figura moviéndose por el precipicio. No por el borde, como hacían ellos, sino a través del precipicio. Bipa corrió, esperando ver un puente o algo similar, pero cuando estuvo lo bastante cerca se detuvo, con el corazón palpitante, sin poder creer lo que veía.

En primer lugar, no había ningún puente. La persona que cruzaba el Abismo lo hacía caminando en el aire, suspendida sobre un vacío tan profundo que a Bipa le daba vértigo sólo de imaginarlo. Aquel loco o valiente simplemente flotaba sin nada que lo sostuviese, volaba sin necesidad de alas.

Aquel loco o valiente era Aer.

Bipa reconoció su modo de andar, resuelto y desgarbado, incluso en el aire. Reconoció su figura aun en la distancia, aunque el cabello se le hubiese vuelto completamente blanco, y hubiese adelgazado tanto que más parecía un esqueleto que una persona.

—No puedo creerlo —murmuró, con los ojos anegados de lágrimas—. No puedo creerlo.

Lo había encontrado. Lo había alcanzado, por fin. Se secó los ojos con el dorso de la mano y gritó:

—¡¡Aer!!

El eco le devolvió su voz
(Aer... Aer... Aer...)
, pero el muchacho que caminaba suspendido en el vacío no pareció escucharla. Bipa lo intentó de nuevo:

—¡¡Aer!! ¡¡Soy yo, Bipa! ¡Espérame!

Espérame... espérame... espérame...

Nuevamente, no se produjo ninguna reacción en él. Bipa empezó a temer que se hubiese quedado sordo.

—¡Voy a buscarte! —le gritó—. ¡Enseguida voy!

Voy... voy... voy...

Bipa corrió a lo largo del precipicio hasta que llegó a la altura de Aer.

Ahí comprobó, con creciente angustia, que no había modo de cruzar. Era tal y como parecía: Aer caminaba en el aire, avanzaba hacia la otra orilla del Abismo, flotando con la ligereza despreocupada de una nube.

Otra vez oyó la voz de Lumen desde su recuerdo.

«Porque si cruza al otro lado, Bipa, ya no tendrás modo de llegar hasta él.»

El pánico se adueñó del corazón de la muchacha.

—¡¡Aer!! —lo llamó de nuevo—. ¡Aer, espera! ¡Vuelve! ¡Por favor, Aer, no sigas! ¡Vuelve!

Vuelve... vuelve... vuelve.

El joven seguía sin reaccionar. Impasible, continuaba avanzando a través del vacío. Bipa reía y lloraba, medio histérica.

—Esto no puede estar pasando... no puede ser real... —murmuraba, caminando arriba y abajo, al borde del precipicio, como una fiera enjaulada.

Trató de recordar todo lo que Lumen le había contado acerca de aquel lugar. Que para cruzar había que volar, había dicho. Bipa apenas había prestado atención, y ahora se arrepentía. En su momento lo había considerado un disparate. Y, sin embargo, Aer estaba volando... o flotando... o caminando en el aire... Y cada vez se alejaba más y más de ella.

No podía dejarlo marchar. No, después de todo lo que había sufrido para encontrarlo.

—¡¡Aer!! —gritó de nuevo.

Los Caminantes cruzaban al otro lado, recordó. Porque no tenían miedo a la muerte. Pero tanto ella como Lumen se aferraban demasiado a la vida. Demasiado como para atreverse a saltar.

¿Sería por el
Ópalo
que pendía de sus cuellos? ¿El
Ópalo
, regalo de la Diosa, dador de vida, que incluso era capaz de animar la materia inerte? Lumen había dicho algo acerca de que aquella gema detenía el proceso de
Cambio
, o como mínimo lo ralentizaba.

Bipa dudó un instante. Pero la figura de Aer era cada vez más pequeña. No tenía mucho tiempo.

Se quitó el
Ópalo
y lo depositó sobre la nieve. Después, lentamente, se acercó al borde del barranco. Tragó saliva y miró hacia abajo. Profundo vacío y negra oscuridad. Se mareó y tuvo que cerrar los ojos.

—No puedo —sollozó—. ¿Me oyes? —le gritó a Aer—. ¡No puedo! ¡Y tú no puedes hacerme esto! ¡No puedes obligarme a saltar para alcanzarte! ¡Eres... oh, maldita sea! —estalló.

Maldita sea... maldita sea... maldita sea..., coreó el eco.

Bipa volvió a ponerse el
Ópalo
, con dedos temblorosos.

—Tengo miedo —le confesó a Nevado—. No puedo ir tras él. Pero entonces... todo lo que he hecho... ¿no ha servido para nada?

La simple idea de volver con las manos vacías y desandar todo aquel camino la angustiaba. Pero no podía hacer otra cosa que quedarse allí, al borde del Abismo, mirando cómo Aer se iba para siempre.

—Estúpido... —masculló—. Cómo has podido ser tan tonto...

Cerró los ojos un momento, para no ver la silueta de Aer alejándose de ella. Se preguntó cómo había llegado hasta allí. Todo le parecía un mal sueño.

Recordó que tanto Maga como su padre la habían prevenido acerca de aquel viaje. Ella había respondido...

—Si el inútil de Aer ha sido capaz de sobrevivir ahí fuera, yo también podré hacerlo —murmuró, repitiendo aquellas palabras que ahora le parecían tan lejanas.

Inspiró hondo. Y una vocecilla susurró en su cabeza: «Bueno, Aer está volando, ¿no? ¿Por qué no podrías hacerlo tú?»

La respuesta le llegó del propio Aer, a través de su recuerdo: «¡Eres la más
opaca
de todos los
opacos
!».

Los
etéreo
s vuelan, comprendió. Los
etéreo
s han aprendido a no depender de las limitaciones de su cuerpo. No duermen, no comen, no sienten frío, no sufren... No caminan por el suelo.

¿Significaba eso que Aer era ya uno de ellos?

Con el corazón encogido, contempló la figura del joven suspendido sobre el Abismo. «Se ha lanzado a la sima», pensó.

—Puede que su cerebro sí se haya vuelto
etéreo
—comentó desdeñosamente—. Pero él todavía parece... corpóreo.

Tal vez fuese ya
translúcido
, como Lumen. Pero no podía haber
Cambiado
todavía. No con ese aspecto. «Y sin embargo, vuela. O flota. Si él puede hacerlo, tú también», insistió la vocecita.

Bipa tragó saliva. Avanzó un paso. Sintió el Abismo en la punta del pie, y retrocedió de nuevo.

—No puedo —murmuró—. No puedo.

Y entonces, la neblina borró el contorno de Aer y su figura se perdió en la lejanía.

—¡¡Aer... no!! —gritó Bipa, horrorizada.

No podía perderlo... no podía perderlo...

Eso fue lo último que pensó, lo único en que pensó, antes de arrojarse al vacío.

No tuvo tiempo de prepararse, de imaginar que volaba o de esforzarse por volverse más
etérea
. La caída contrajo su estómago y la inundó de una espantosa sensación de pánico.

Y, tras sólo unos segundos cayendo al vacío, el vacío acudió a su encuentro y la retuvo en el aire con un doloroso golpe. Bipa gritó al ver el Abismo a sus pies. Su horrorizada mente tardó un poco en asimilar que se apoyaba sobre algo sólido. Algo sólido, frío, pulido e invisible... O, mejor dicho, transparente.

Sus sospechas se vieron confirmadas cuando Nevado aterrizó junto a ella con cierta torpeza. Bipa rió entre lágrimas, dividida entre el nerviosismo y la alegría.

Después de todo, sí había un puente. Un puente de cristal.

—Sabía que Aer no es tan especial como pretendía hacerme creer —dijo, triunfal.

Se puso en pie con cuidado. Quiso echar a correr tras el joven, pero la prudencia se lo desaconsejó. Al fin y al cabo, no podía ver el puente y no sabía cuáles eran sus límites. Un paso en falso y acabaría cayendo al vacío de verdad.

De modo que Bipa reanudó la marcha, siempre seguida por Nevado, en pos de Aer, cruzando el Abismo.

La travesía se le hizo eterna. Tenía que caminar con cierta lentitud, pero hacía ya rato que había perdido de vista a Aer, y la exasperaba no poder correr tras él.

Cuando por fin, horas más tarde, puso los pies al otro lado, exhaló un suspiro de alivio.

La estepa continuaba sólo un poco más. Después, se convertía en una llanura de cristal, y más allá, el suelo se resquebrajaba en grandes placas flotantes que daban paso a un inmenso mar, liso como un espejo.

Bipa miró a su alrededor, buscando, desesperada, señales de Aer entre la niebla.

Pero no vio a nadie.

Pero no oyó a nadie.

Ni la más mínima brizna de brisa peinaba sus cabellos ni pellizcaba la superficie del mar. Bipa quiso gritar llamando a Aer, pero no se atrevió. Tenía la sensación, totalmente irracional, de que algo terrible sucedería si se atrevía a turbar el silencio sobrenatural de aquel lugar.

Parecía que la niebla se disipaba sobre el agua. A lo lejos, la
Estrella
lucía en el cielo, como un inmenso broche de hielo. Era mucho más grande, mucho más brillante y mucho más inquietante que la primera vez que la vio.

Y ejercía sobre ella una misteriosa fascinación.

Echó a andar sin dudarlo más. Tenía que ir al lugar que le señalaba la
Estrella
, se dijo. Era la única dirección que podía haber tomado Aer, aunque ello supusiera atravesar el mar. Pero —pensó, de una manera entre lógica y absurda—, si Aer había caminado suspendido en el aire, bien podría caminar sobre las aguas.

El mar resultó estar más lejos de lo que Bipa había calculado, pero ella no detuvo la marcha. La nieve fue desapareciendo del suelo, poco a poco, hasta que la muchacha se encontró caminando sobre un terreno que al principio tomó por hielo, pero que enseguida descubrió que era puro cristal. No se hizo preguntas ni se planteó qué haría cuando llegase a la orilla, ni por qué razón había perdido la pista de Aer otra vez.

El brillo azul de la
Estrella
parecía ser la única pregunta, y la única respuesta. No habría sabido decir cuánto tiempo permaneció caminando sobre aquella interminable estepa de cristal. Avanzaba como en trance, sin ser consciente del hambre y de la sed, ni tampoco del calor que le producía la ropa que llevaba, y que ahora resultaba excesiva para la temperatura del ambiente.

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