La dalia negra (32 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
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Con las pistas de la película y la carta de la muerta reducidas a polvo, pronto empezó a tener fuerza una segunda opinión: jamás pillaríamos al bastardo. Las apuestas a favor de «Sin resolver» se hicieron tan abundantes que pronto se pagaban a la par; Thad Green le dijo a Russ y al capitán Jack que Horrall iba a terminar con todo aquel embrollo de la
Dalia
el cinco de febrero, devolviendo un gran número de policías a sus trabajos de costumbre. Según los rumores, yo era uno de los que volverían, con Johnny Vogel como compañero. Me dolía lo de «Mal Aliento» Johnny pero el regreso a la Criminal sería como recobrar el paraíso. Entonces Betty Short existiría sólo en el único sitio donde yo deseaba que existiera... como el punto focal de mi imaginación.

20

«Los siguientes agentes de la Central y de Detectives asignados de forma temporal a la investigación sobre E. Short volverán a sus puestos normales, efectividad mañana, 6/2/47:

Sgt. T. Anders — reg. a la Central.

Det. J. Arcola — reg. a Central Atracos.

Sgt. R. Cavanaugh — reg. a Central Robos.

Det. G. Ellison reg. de Central Detectives.

Det. A. Grimes — reg. a Central Detectives.

Det. C. Ligget — reg. a Central Juvenil.

Det. R. Navarrete — reg. a Central.

Sgt. J. Pratt — reg. a Homicidios Central. (Ver a teniente Ruley para asignación de puesto.)

Det. J. Smith —reg. a Homicidios Central. (Ver teniente Ruley.)

Det. W. Smith — reg. a Central Detectives.

El jefe Horrall y su ayudante, el jefe Green, desean darles las gracias por su colaboración en este caso y, de forma muy especial, por las muchas horas que han invertido en él. A todos ustedes se les enviarán cartas personales de felicitación con una mención honorífica.

Con mi agradecimiento personal,

Capitán J. V. Tierney, jefe de la Central de Detectives.»

Entre el tablón de anuncios y la oficina de Millard habría unos nueve metros; los cubrí en aproximadamente una décima de segundo. Russ alzó la vista de su escritorio.

—Hola, Bucky. ¿Cómo andan tus trucos de chico genial?

—¿Por qué no figuro en esa lista de cambios?

—Le pedí a Jack que te mantuviera en el caso Short.

—¿Por qué?

—Porque vas a convertirte en un detective condenadamente bueno y Harry se retira en el cincuenta. ¿Quieres más?

Me preguntaba a mí mismo qué decir cuando el teléfono sonó. Russ cogió el auricular.

—Central Homicidios, Millard —respondió.

Luego permaneció a la escucha durante unos instantes y me señaló una extensión que había sobre el escritorio, delante de él. Levanté el auricular y oí a una ronca voz masculina que estaba a mitad de una frase:

—... de la unidad del DIC en Fuerte Dix. Ya sé que les han caído encima un montón de confesiones que no valían nada pero ésta me ha parecido bastante buena.

—Siga, mayor —dijo Russ.

—El nombre del soldado es Joseph Dulange. Se trata de un policía militar y sirve en la compañía del puesto de mando de aquí. Le hizo la confesión a su oficial superior después de una borrachera. Sus compañeros dicen que lleva cuchillo y que voló a Los Ángeles de permiso el ocho de enero. Además de eso, hemos hallado manchas de sangre en unos pantalones suyos... demasiado pequeñas para indicar el tipo. Personalmente, creo que es un mal bicho. Ha tenido un montón de peleas cuando servía fuera del país y su oficial superior dice que golpea a su mujer.

—Mayor, ¿tiene a Dulange por ahí cerca?

—Sí. Encerrado en una celda, al otro lado del pasillo.

—Haga algo por mí, se lo ruego. Pídale que le describa qué señales de nacimiento tenía Elizabeth Short. Si lo hace con precisión, mi compañero y yo estaremos en el próximo vuelo que salga del Campamento MacArthur.

—Sí, señor —dijo el mayor, y con ello terminó la charla por parte de Fuerte Dix.

—Harry está con gripe. ¿Tienes ganas de hacer un viaje a Nueva Jersey, chico listo? —preguntó Russ.

—¿Lo dices en serio?

—Si ese soldado habla de las pecas que Elizabeth tenía en el trasero, desde luego.

—Pregúntale por las cuchilladas, por lo que no salió en los periódicos.

Russ meneó la cabeza.

—No. Podría ponerle demasiado nervioso. Si esto es auténtico, iremos en avión hasta allí y enviaremos el informe desde Jersey. Si Jack o Ellis se enteran del asunto, mandarán a Fritzie, y mañana tendremos a ese soldado en la silla eléctrica, tanto si es culpable como si no.

La frase sobre este último me irritó.

—Fritzie no es tan malo. Y creo que Loew ya no piensa en eso de encontrar un culpable como sea.

—Entonces, resulta que eres un chico demasiado fácil de impresionar. Fritzie es de lo peor que hay, y Ellis...

El mayor habló de nuevo al otro lado de la línea.

—Señor, Dulange dice que la chica tenía tres pequeños lunares oscuros en la parte izquierda de su... ejem... su trasero.

—Podría haber dicho usted culo, mayor. Vamos para allá.

El cabo Joseph Dulange era un hombre alto y musculoso de veintinueve años, con el cabello oscuro y cara de caballo provista de un bigote tan delgado que parecía dibujado con un lápiz. Vestía su uniforme verde oliva y estaba sentado al otro lado de la mesa que ocupábamos en la oficina del jefe de la policía militar de Fuerte Dix, y parecía tan malo como el demonio. Junto a él había un capitán del cuerpo legal, quizá para asegurarse de que Russ y yo no probáramos a aplicarle el tercer grado como si fuera un civil. El trayecto de ocho horas en avión había sido algo agitado; a las cuatro de la madrugada yo seguía funcionando según el horario de Los Ángeles, agotado pero con todos los nervios tensos. Durante el viaje desde el aeropuerto, el mayor con el que habíamos hablado por teléfono nos dio informaciones sobre Dulange. Era un veterano de guerra, casado dos veces, amante de la bebida y temido en las peleas. Su declaración no era completa pero había dos hechos que la apoyaban bastante: había ido en avión a Los Ángeles el mes de enero y fue arrestado por ebriedad en la estación de Pennsylvania, Nueva York, el diecisiete de enero.

Russ empezó sin rodeos.

—Cabo, mi nombre es Millard y éste es el detective Bleichert. Pertenecemos al Departamento de Policía de Los Ángeles y si nos convence de que mató a Elizabeth Short lo arrestaremos y nos lo llevaremos con nosotros.

Dulange se removió en su silla.

—Yo la corté a pedazos —dijo con una voz aguda y nasal.

Russ suspiró.

—Hay un montón de gente que nos ha dicho eso.

—Además, me la tiré.

—¿De veras? ¿Engaña a su mujer?

—Soy francés.

—Yo soy alemán —dije adoptando mi papel de chico malo—, así que, ¿le importa eso una mierda a quien sea? ¿Qué tiene eso que ver con engañar a su mujer?

Dulange nos enseñó la lengua, metiéndola y sacándola tan aprisa como un reptil.

—Yo lo hago a la francesa. A mi mujer no le gusta eso.

Russ me dio un codazo.

—Cabo, ¿por qué pasó su permiso en Los Ángeles? ¿Qué le interesaba allí?

—Los coños. El Johnnie Walker Etiqueta Roja. La diversión.

—Podría haber encontrado eso al otro lado del río, en Manhattan.

—El sol. Las estrellas de cine. Las palmeras.

Russ se rió.

—En Los Ángeles tenía todo eso. Da la impresión de que su mujer le deja muy suelto, Joe. Ya sabe, pasar todo un permiso usted solito...

—Sabe que soy francés. Cuando estoy en casa, no se puede quejar. Estilo misionero, veinticinco centímetros. No tiene quejas, se lo hago bien.

—¿Y si se quejara, Joe? ¿Qué le haría usted?

—Una queja, uso los puños —repuso Dulange sin inmutarse—. Dos quejas, la parto por la mitad.

—¿Me está diciendo que voló casi cinco mil kilómetros para comerse un coño? —pregunté.

—Soy francés.

—A mí me parece más bien homosexual. Los tipos que se lanzan sobre la raja son unos reprimidos, eso es algo probado. ¿Tienes una respuesta a eso, tío mierda?

El abogado militar se puso en pie y murmuró algo al oído de Russ; éste me dio un rodillazo por debajo de la mesa. Dulange convirtió su inexpresividad en una gran sonrisa.

—La respuesta me cuelga entre las piernas, pies planos.

—Tendrá que excusar al detective Bleichert, Joe —dijo Russ—. No tiene mucho aguante.

—Lo que no tiene es mucha polla. Les pasa a todos los alemanes, Soy francés, por eso lo sé.

Russ lanzó una feroz carcajada, como si acabara de oír un chiste realmente soberbio en el Club de los Alces.

—Joe, usted es tremendo.

Dulange nos enseñó la lengua.

—Soy francés.

—Joe, usted es impulsivo y el mayor Carroll me ha dicho que golpea a su mujer. ¿Es cierto?

—¿Saben los negros bailar?

—Por supuesto que saben. ¿Le agrada golpear a las mujeres, Joe?

—Cuando lo piden.

—¿Con qué frecuencia lo pide su mujer?

—Pide el gran cañón cada noche.

—No, quiero decir que cuántas veces pide que la maltrate.

—Cada vez que he estado dándole al Johnnie Red y se hace la chica lista, entonces es cuando me lo pide.

—¿Se hacen mucha compañía usted y Johnnie?

—Es mi mejor amigo.

—¿Lo acompañó a Los Ángeles?

—Fue en mi bolsillo.

Hacer fintas con un psicópata alcoholizado comenzaba a desgastarme; pensé en Fritzie y en su estilo directo de enfocar el asunto.

—¿Tienes
delirium tremens
o qué, tío mierda? ¿Quieres que te dé unos masajes en la cabeza para aclararte las ideas?

—¡Bleichert, basta!

Me callé. El capitán me miraba con fijeza; Russ se enderezó el nudo de la corbata... era la señal de que mantuviera mi boca cerrada. Dulange hizo crujir uno a uno los nudillos de su mano derecha. Russ arrojó un paquete de cigarrillos sobre la mesa, el más viejo de todos los trucos «soy amigo tuyo» que hay en el libro.

—A Johnnie no le gusta que fume si no es cuando estoy con él —dijo el francés—. Si le traen aquí, fumaré. Además, confieso mejor en su compañía. Pregúntenle al capellán católico de North Post. Me ha contado que siempre huele a Johnnie cuando voy a confesar.

Yo empecé a barruntarme que el cabo Joseph Dulange babeaba por conseguir la atención de quien fuera.

—Joe, una confesión en estado de embriaguez no es válida ante un tribunal —dijo Russ—. Pero haremos un trato: convénzame de que mató a Betty Short y yo me aseguraré de que Johnnie nos acompañe en el viaje de vuelta a Los Ángeles. Un hermoso vuelo de ocho horas le dará mucho tiempo para trabar nuevas amistades con él. ¿Qué me dice?

—Digo que yo corté en rebanadas a la
Dalia
.

—Y yo digo que no. Yo digo que usted y Johnnie van a estar separados durante mucho tiempo.

—Yo lo hice.

—¿Cómo?

—Se lo hice en las tetitas, de oreja a oreja y por la cintura. Chop. Chop. Chop.

Russ suspiró.

—Volvamos atrás, Joe. Se salió en avión de aquí el miércoles ocho de enero y aterrizó en el Campamento MacArthur esa misma noche. Usted y Johnnie están en Los Ángeles, con muchas ganas de buscar jaleo. ¿Adónde van primero? ¿Hollywood Bulevar? ¿Sunset Strip? ¿La playa? ¿Dónde?

Dulange hizo crujir sus nudillos.

—Al Salón de Tatuajes de Nathan, en el 463 de Al-varado Norte.

—¿Qué hizo allí?

Joe «el loco» se subió la manga derecha, revelando la lengua bífida de una serpiente bajo la cual se leía la palabra «Franchute». Cuando flexionó el bíceps el tatuaje se movió.

—Soy francés —dijo Dulange.

Millard le soltó su réplica patentada.

—Yo soy policía y comienzo a aburrirme. Cuando eso ocurre, el detective Bleichert toma el mando. El detective Bleichert fue en el pasado el peso semipesado número diez de todo el mundo y no es una persona agradable. ¿Verdad que no, socio?

Apreté los puños.

—Soy alemán.

Dulange se rió.

—Lengua seca, no hay saliva. Si no hay Johnnie, no hay historia.

Estuve a punto de saltar por encima de la mesa para lanzarme sobre él. Russ me cogió del brazo y me retuvo con la fuerza de unas tenazas mientras intentaba convencer a Dulange.

—John, haré un trato con usted. Primero, convénzanos de que conocía a Betty Short. Dénos algunos datos. Nombres, fechas, descripciones... Haga eso y cuando nos tomemos el primer descanso, usted y Johnnie pueden volver a su celda y familiarizarse de nuevo el uno con el otro. ¿Qué me dice?

—¿Una pinta de Johnnie?

—No, su hermano mayor. Una botella entera.

El francés cogió el paquete de cigarrillos y lo sacudió para sacar uno; Russ ya tenía el mechero en la mano y lo alargaba hacia él. Dulange tragó una monumental bocanada de humo y luego lo soltó, dejando escapar un chorro de palabras con él.

—Después de los tatuajes, Johnnie y yo tomamos un taxi para ir a la parte baja de la ciudad y conseguir una habitación. Hotel Habana, Novena y Olive, un par cada noche, grandes cucarachas. Empezaron a hacer jaleo, así que puse unas cuantas trampas. Eso las mató. Yo y Johnnie dormimos y al día siguiente nos fuimos a cazar coños. No hubo suerte. Al día siguiente conseguía un coño filipino en la estación de autobuses. Me dice que necesita el precio del billete para San Francisco así que le ofrezco uno de cincuenta para que nos lleve a mí y a Johnnie. Dice que para dos tipos lo mínimo es el doble. Yo le digo que Johnnie es mejor que el Cristo, y que ella es quien debería pagar. Volvemos al hotel y todas las cucarachas se han escapado de las trampas. La presento a Johnnie y le digo que él va primero. Ella se asusta y dice: «¿Te crees que eres Fatty Arbuckle?»
[2]
. Le digo que soy un francés, que quién se piensa que es ella, ¿cree acaso que puede despreciar a Johnnie Red?

»Las cucarachas se ponen a chillar igual que negros apaleados. La filipina dice que no señor, que Johnnie tiene los dientes afilados. Sale corriendo a toda velocidad, yo y Johnnie nos quedamos encerrados hasta última hora del sábado. Queremos un coño, lo necesitamos. Vamos a esa tienda de ropa militar que hay en Broadway y me consigo unas cuantas insignias para mi chaqueta Ike. Cruz de Servicios Distinguidos con hojas de roble; estrella de plata; estrella de bronce y cintas por todas las campañas contra los japoneses. Parezco George S. Patton, sólo que la tengo más grande. Yo y Johnnie vamos a ese bar llamado el Búho Nocturno. La
Dalia
entra y Johnnie dice: "Sí, señor, ésa es mi chica, no, señor, nada de quizá; sí, señor, ésa es mi chica".»

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