La dalia negra (36 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
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Anexos a la sala había una cocina-comedor y un dormitorio. Apagué la luz y me moví en la oscuridad hacia la puerta de éste que estaba medio abierta. Tanteé la pared con la mano, en busca de un interruptor. Cuando lo encontré, encendí la luz.

Una cama por hacer, cuatro paredes repletas de banderas japonesas y una gran cómoda con cajones fueron reveladas por el resplandor. Abrí el primer cajón, allí había tres Luger alemanas, cargadores de repuesto y un montón de balas sueltas... Me reí al trabar conocimiento con «Eje» Johnny. Luego abrí el cajón del medio y todo mi cuerpo empezó a hormiguear.

Arneses de cuero negro, cadenas, látigos, collares de perro con remaches metálicos, y condones hechos en Tijuana que te daban quince centímetros extra y una punta como un garrote... Libritos con fotos de mujeres desnudas azotadas por otras mujeres mientras chupaban las grandes pollas de tipos ataviados con arneses de cuero. Primeros planos que capturaban la grasa, las marcas de la aguja, la laca mellada de las uñas y los ojos vidriados por la droga. Nada de Betty Short, ni de Lorna Martilkova, ni una señal del telón de fondo egipcio de
Esclavas del infierno
o una conexión con Duke Wellington pero el surtido de látigos —«ligeras marcas de látigo», según el forense— bastaba para convertir a Johnny Vogel en el sospechoso número uno del caso
Dalia
. Cerré los cajones y apagué la luz. Después caminé de puntillas hasta la sala y encendí la lámpara de pie, alargando luego la mano hacia la agenda. El número de «Papá & Mamá» era el Granite-9401. Si no obtenía respuesta, mi segundo delito de allanamiento de morada se encontraba a diez minutos en coche.

Marqué; el teléfono de Fritz Vogel sonó veinticinco veces. Apagué la luz y salí a toda velocidad.

Cuando detuve el coche ante la casita de madera de Vogel Senior, ésta se hallaba totalmente a oscuras. Permanecí sentado detrás del volante recordando el escenario de mi visita anterior, dos dormitorios al final de un largo pasillo, la cocina, un porche trasero y una puerta cerrada que había delante del cuarto de baño. Si Fritzie disponía de una madriguera privada, tenía que ser ésa.

Fui por el sendero hasta la parte trasera de la casa. La puerta de alambre que daba al porche se encontraba abierta; anduve de puntillas, y pasé junto a una lavadora para llegar a la barrera que protegía la casa propiamente dicha. Esa puerta era de madera sólida pero al tantear el quicio, descubrí que estaba unida a la pared sólo mediante un gancho y un aro metálico. Sacudí el pomo y noté que daba mucho juego; si podía hacer saltar la piececita metálica, me encontraría dentro.

Me puse de rodillas y busqué por el suelo, deteniéndome cuando mi mano encontró un pedazo alargado de metal. Le di vueltas entre mis dedos igual que un ciego. Me di cuenta de que había encontrado un alambre para medir el contenido de aceite. Sonreí ante mi suerte, me puse en pie y abrí la puerta.

Me concedí un máximo de quince minutos, y avancé por la cocina hasta el pasillo, que comencé a recorrer con las manos ante mí para detectar los obstáculos invisibles. Dentro del cuarto de baño brillaba una de esas lucecitas que se dejan encendidas por la noche... y que me indicó el camino hacia lo que yo esperaba fuera el escondite secreto de Fritzie. Giré el pomo... y la puerta se abrió.

La pequeña habitación estaba a oscuras. Avancé, siguiendo la pared, dándome contra los marcos. Sentí un pavor helado cuando mi pierna rozó un objeto alto y no muy grueso. Éste estuvo a punto de volcarse antes de que comprendiera que se trataba de una lámpara de pie y alargase la mano hacia lo alto, para encenderla.

Luz.

Los marcos eran fotos de Fritzie en uniforme, de paisano y en posición de firmes, con el resto de su clase de la academia en 1925. En la pared del fondo había un escritorio encarado hacia una ventana cubierta por una cortina de terciopelo, así como una silla giratoria y un archivador.

Abrí el primer cajón y mis dedos hurgaron por entre carpetas de papel manila con sellos que decían: «Archivo Dtos. — División Central» «Archivo Dto. — División Robos», «Archivo Dto. — División Atracos», todos ellos con los nombres de los individuos escritos a máquina en solapillas. Comprobé las primeras hojas de las tres carpetas situadas al principio pues quería encontrar alguna especie de denominador común... y descubrí que en cada una de ellas sólo había una copia hecha en papel carbón.

Pero aquellas hojas de papel bastaban.

Eran registros financieros, listas de balances bancarios y otras propiedades, datos económicos sobre conocidos criminales a los que el Departamento no podía tocar legalmente. Lo que había escrito en la cabecera de cada hoja lo dejaba bien claro; se trataba de los datos que el Departamento de Policía de Los Ángeles daba a los federales para que ellos pudieran iniciar investigaciones por evasión de impuestos. Había notas escritas a mano que llenaban los márgenes: números de teléfono, nombres y direcciones, y reconocí la letra de Fritzie Vogel.

Sentía mi aliento frío, que entraba y salía rápidamente de mis pulmones mientras pensaba: «Cálmate. O les está apretando los tornillos a esos delincuentes en base a los informes que hay en otros archivos o les da aviso de lo que les va a caer encima por parte de los federales».

Extorsión en primer grado.

Robo y posesión no autorizada de documentos oficiales de la policía de Los Ángeles.

Poner en peligro el avance de investigaciones federales.

Pero nada de Johnny Vogel, Charlie Issler o Betty Short.

Miré catorce carpetas más y encontré los mismos informes financieros sucintamente garabateados en todas ellas. Me aprendí de memoria los nombres de las solapillas y luego pasé al último cajón. En la primera carpeta que contenía vi «Archivo Delinc. Conocidos —División Antivicio»... y supe que había dado con el gran pastel.

La página uno detallaba los arrestos, las condenas y la carrera de confesiones de Charles Michael Issler, blanco, varón, nacido en Joplin, Missouri, en 1911; la página dos contenía la lista de sus «Relaciones Conocidas». Un «libro de putas» de junio de 1946, que había sido comprobado por el encargado de su libertad condicional, me dio seis nombres de chicas, seguidos por números de teléfono, las fechas de arresto y sus condenas por prostitución. Bajo el encabezamiento «?-Sin historial como prostitutas» había cuatro nombres femeninos más. El tercer nombre era «Liz Short — ¿De paso?».

Miré la página tres y fui leyendo la columna encabezada como «RC, cont.» y un nombre en ella me produjo el mismo efecto que si me hubieran clavado un lanzazo: «Sally Stinson». Se hallaba en el librito negro de Betty Short y ninguno de los cuatro equipos de interrogadores había sido capaz de localizarla. Junto a su nombre, entre paréntesis, algún poli de la Antivicio había anotado: «Trabaja el bar del Biltmore — tipos de las convenciones». La anotación estaba rodeada por circulitos hechos con la tinta de color que Fritzie usaba.

Me obligué a pensar como un detective, no como un niño encantado ante la perspectiva de una venganza. Aparte el asunto de la extorsión, lo cierto era que Charlie Issler conocía a Betty Short. Ésta a Sally Stinson, quien se prostituía en el Biltmore. Fritz Vogel no quería que nadie supiera eso. Era probable que hubiera preparado el circo del almacén para descubrir lo que Sally y/o sus otras chicas le habían contado a Issler sobre Betty y los hombres con los cuales había estado recientemente.

«He demostrado que no soy ningún marica. Los homosexuales no podrían hacer lo que yo hice. Ya me he estrenado, así que no me llames eso.»

Volví a ordenar las carpetas, cerré el cajón, apagué la luz y pasé de nuevo el gancho de la puerta trasera antes de salir por la principal, igual que si fuera el propietario de la casa. Me preguntaba si habría alguna conexión entre Sally Stinson y la letra S que faltaba en el archivo del hotel. Camino de mi coche me di cuenta de que era imposible que la hubiera... Fritzie no sabía nada sobre la existencia de la habitación del hotel El Nido. Y, entonces, se me ocurrió otra idea: si Issler hubiera empezado a hablar sobre «Liz» y sus trucos, yo podía haberme enterado de lo que dijera. Fritzie confiaba en su capacidad para mantenerme callado. Le haría pagar caro el que me hubiera subestimado.

Russ Millard me esperaba con dos palabras preparadas:

—Informe, agente.

Le conté la historia con todo detalle. Cuando hube terminado, él le hizo un saludo a la Elizabeth Short de la pared.

—Estamos progresando, querida —dijo, y extendió su mano hacia mí con un gesto teatral.

Nuestro apretón de manos fue parecido al de un padre y su hijo después del gran partido.

—¿Y ahora qué, padre?

—Ahora vuelves al trabajo como si nada de esto hubiera ocurrido. Harry y yo interrogaremos a Issler en la granja de los chiflados y asignaré unos cuantos hombres para que busquen a Sally Stinson en su zona.

Tragué saliva.

—¿Y Fritzie?

—Tendré que pensar en ello.

—Quiero verle crucificado.

—Ya lo sé. Pero debes pensar en esto: los hombres a quienes ha extorsionado son criminales que nunca prestarían testimonio contra él en los tribunales, y si se entera del registro y destruye sus copias de los informes, ni tan siquiera seremos capaces de hacerle cargar con una falta contra las normas del Departamento. Todo esto requiere ser corroborado, así que, por el momento, el asunto queda limitado a nosotros dos..Y lo mejor será que tú te calmes y controles tu temperamento hasta que haya terminado.

—Quiero ser yo quien le coja —dije.

Russ asintió.

—No dejaré que ocurra de otra forma.

Cuando iba hacia la puerta, saludó a Elizabeth con una leve inclinación del ala de su sombrero.

Volví a la ronda y seguí mi juego de blando; Russ puso hombres en la calle para que buscaran a Sally Stinson. Un día más tarde me llamó a casa con una dosis de malas noticias y otra de buenas.

Charles Issler había encontrado un abogado para que redactara una demanda de
habeas corpus
en su nombre; y lo habían liberado de la granja de Mira Loma hacía tres semanas. Su apartamento de Los Ángeles estaba limpio; resultaba de todo punto imposible encontrarle. Eso era igual que una patada en los huevos pero que confirmara el hecho de que Vogel se dedicaba a la extorsión casi lo compensaba.

Harry Sears comprobó el historial de arrestos hechos por Fritzie, desde el año 1934 hasta su posición actual en la Central de Detectives. En un momento u otro, Vogel había arrestado a cada uno de los nombres que figuraban en sus copias de informes del FBI y el Departamento de Policía de Los Ángeles. Y los federales no habían logrado condenar ni a uno solo de ellos.

Al día siguiente tenía el turno libre y lo pasé con el archivo del hotel, durante todo el tiempo no pensaba en otra cosa: corroboración. Russ llamó para decir que no había conseguido ninguna pista sobre el paradero de Issler, quien daba la impresión de haberse largado de la ciudad. Harry mantenía a Johnny Vogel bajo discreta vigilancia tanto dentro como fuera del trabajo; un tipo del
sheriff
metido en la Antivicio, en Hollywood Oeste, había estado hablando con él y le había dado unas cuantas direcciones de relaciones conocidas..., amistades de Sally Stinson. Russ me dijo media docena de veces que me lo tomara con calma y no hiciera ninguna locura. Sabía condenadamente bien que yo ya tenía metido
in mente
a Fritzie en la cárcel de Folsom y a Johnny en la Pequeña Habitación Verde.

Tenía que volver al trabajo el jueves y me levanté temprano para pasar una larga mañana con el archivo del hotel. Mi café se estaba haciendo cuando el teléfono sonó.

Cogí el auricular.

—¿Sí?

—Russ. Tenemos a Sally Stinson. Reúnete conmigo en el 1546 de Havenhurst Norte dentro de media hora.

—Voy para allá.

La dirección correspondía a un edificio de apartamentos construidos igual que un castillo español: cemento encalado al que le habían dado la forma de almenas ornamentales, con balcones coronados por zócalos gastados por el sol. Pequeños caminos ascendentes llevaban hasta las puertas de cada apartamento; Russ se encontraba ante una de ellas, a la derecha.

Dejé el coche en una zona roja y fui trotando hacia él. Un hombre vestido con un traje arrugado y un sombrero de papel de los que dan en las fiestas bajaba por el caminito, una estúpida sonrisa de felicidad alegraba su rostro.

—El siguiente, ¿eh? —dijo con voz pastosa—. ¡
Oh la la
, esta chica nunca para!

Russ me precedió por los escalones. Llamé a la puerta; una rubia que ya no era joven y llevaba el cabello revuelto y el maquillaje fuera de sitio la abrió con brusquedad.

—¿Qué te has olvidado ahora? —preguntó y luego añadió—: Oh, mierda.

Russ le enseñó su placa.

—Policía de Los Ángeles. ¿Es usted Sally Stinson?

—No, soy Eleanor Roosevelt. Oiga, últimamente he cumplido con el
sheriff
mucho más de lo que me tocaba cumplir, así que en cuanto a efectivo estoy a cero. ¿Quiere lo otro?

Di un paso hacia delante, y me dispuse a entrar sin demasiadas contemplaciones cuando Russ me cogió del brazo.

—Señorita Stinson, es sobre Liz Short y Charlie Issler y será aquí o en la cárcel de mujeres.

Sally Stinson agarró su albornoz con fuerza, para ceñírselo más al cuerpo.

—Oiga, ya le dije al otro tipo que...

Se calló y se rodeó el rostro con los brazos. Tenía el aspecto de la víctima atontada que se enfrenta al monstruo en las viejas películas de horror; yo sabía con toda exactitud quién era su monstruo.

—No trabajamos con él. Sólo queremos hablar de Betty Short.

Ella nos midió con la mirada.

—¿Y él no se va a enterar?

Russ le dedicó una veloz sonrisa de padre-confesor, y mintió.

—No, será algo estrictamente confidencial.

Sally se apartó del umbral. Russ y yo entramos en el vestíbulo de un picadero arquetípico: muebles baratos, paredes desnudas, las maletas alineadas en un rincón para una despedida rápida... Sally cerró la puerta y pasó el pestillo.

—¿Quién es el tipo del que hablamos, señorita Stinson?

Russ se arregló el nudo de la corbata; yo cerré el pico. Sally nos señaló el sofá con un dedo.

—Que sea rápido. Volver sobre las viejas penas va en contra de mi religión.

Me senté; a unos centímetros de mi rodilla se abrió un agujero por el que asomó algo de relleno y la punta de un muelle. Russ se instaló en una silla y sacó su cuaderno; Sally se acomodó encima de las maletas, con la espalda pegada a la pared y los ojos clavados en la puerta igual que si fuera una consumada artista de la fuga. Empezó con la frase de presentación más conocida en todo el repertorio del caso Short.

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