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Authors: James Ellroy

La dalia negra (37 page)

BOOK: La dalia negra
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—No sé quién la mató.

—Me parece bien, pero empecemos por el principio —dijo Russ—. ¿Cuándo conoció a Liz Short?

Sally se rascó el escote.

—El verano pasado. Junio, quizá.

—¿Dónde?

—En el bar del Yorkshire House Grill. Yo estaba algo bebida, esperaba a mi... esperaba a Charlie I. En esos momentos, Liz se trabajaba a un vejestorio con pinta de rico, pero se le estaba yendo la mano. Acabó asustándolo. Después, nos pusimos a conversar y entonces apareció Charlie.

—¿Y luego, qué? —pregunté.

—Bueno, descubrimos que los tres teníamos montones de cosas en común. Liz comentó que le hacía falta dinero, Charlie dijo: «Quieres ganar deprisa un par de billetes» y Liz respondió: «Claro». Charlie nos mandó a las dos a una convención de representantes del ramo textil en el Mayflower.

—¿Y?

—Y Liz era sobeeeerbia. Si quiere detalles, espere a que publique mis memorias. Pero voy a decirle algo: soy bastante buena cuando toca fingir que hacerlo me encanta pero Liz resultaba magnífica. Tenía la manía de no quitarse las medias pero era toda una virtuosa. Se merecía un Oscar de la Academia de Hollywood.

Pensé en la película... y en la extraña herida que había en el muslo izquierdo de Betty.

—¿Sabe si Liz apareció en alguna película pornográfica?

Sally meneó la cabeza.

—No, pero si lo hizo tenía que estar sobeeerbia.

—¿Conoce a un hombre llamado Walter «Duke» Wellington?

—No.

—¿Y a Linda Martin?

—Nanay.

Russ me relevó.

—¿Trabajó alguna otra vez con Liz?

—Cuatro o cinco veces durante el verano pasado —dijo Sally—. En los hoteles. Siempre con tipos de convenciones.

—¿Recuerda algunos nombres? ¿Sus organizaciones? ¿Aspectos?

Sally se rió y volvió a rascarse el escote.

—Señor Policía, mi primer mandamiento es mantener los ojos cerrados y tratar de olvidar. Soy muy buena en eso.

—¿Alguno de los trabajos los llevaron a cabo en el Biltmore?

—No. El Mayflower, el Casa Hacienda. Puede que el Rexford.

—¿Hubo algún hombre que reaccionara de forma extraña ante Liz? ¿Alguien que se pusiera duro con ella?

Sally lanzó una carcajada que pareció un rebuzno.

—La mayor parte estaban encantados de lo bien que sabía fingir.

Impaciente por llegar a Vogel, cambié de tema.

—Hábleme de usted y Charlie Issler. ¿Sabía que confesó haber matado a la
Dalia
?

—No, al principio no lo supe —repuso Sally—. Luego... bien, de todas formas no me sorprendió al enterarme. Charlie tiene lo que podría llamarse una compulsión de confesar. Si a una zorra la matan y la cosa sale en los periódicos, adiós a Charlie; ya puedes sacar la tintura de yodo en cuanto vuelva, porque siempre se asegura de que los chicos del tubo de goma le hayan trabajado bien.

—¿Por qué cree usted que lo hace? —preguntó Russ.

—¿Qué le parece lo de tener la conciencia culpable?

—¿Qué le parece esto? —dije yo—. Háblenos de dónde estuvo del diez al quince de enero y luego háblenos de ese tipo que no nos gusta a ninguno.

—Me parece que en realidad no tengo donde elegir.

—Oh, sí. Hable con nosotros aquí o con una matrona en otro sitio.

Russ tiró de su corbata... con fuerza.

—¿Recuerda dónde se encontraba en esas fechas, señorita Stinson?

Sally sacó cigarrillos de sus bolsillos y encendió uno.

—Todos los que conocieron a Liz recuerdan dónde estaban entonces. Ya sabe, es igual que cuando Roosevelt murió. Sigues deseando que te fuera posible volver al pasado y cambiar las cosas, ¿sabe?

Me dispuse a disculparme por mi táctica pero Russ se me adelantó.

—Mi compañero no tenía intención de ser desagradable, señorita Stinson. Para él este asunto es algo casi personal.

Era la frase perfecta. Sally Stinson tiró su cigarrillo al suelo, lo aplastó con el pie descalzo y luego le dio unas palmaditas a las maletas.

—Tan pronto como ustedes salgan por esa puerta yo le diré adiós a esto. Se lo contaré pero no se lo repetiré ante el fiscal del distrito, ni ante el Gran jurado ni ante otros polis. Hablo en serio. Cuando salgan por esa puerta, pueden despedirse de Sally.

—Trato hecho —dijo Russ—. El rostro femenino cobró un poco más de color; eso y la ira que había en sus ojos le quitaron diez años de encima por lo menos.

—El viernes diez, recibí una llamada en el hotel donde me alojaba. Un tipo me dice que es amigo de Charlie y que quiere contratarme para un chaval que no se ha estrenado. Una sesión de dos días en el Biltmore, uno de cien y la mitad de otro. Yo le advierto que no he visto a Charlie desde hace tiempo, ¿cómo ha conseguido mi número? El tipo dice: «No importa, reúnete conmigo y con el chico mañana al mediodía, delante del Biltmore».

»No tengo ni un centavo, así que digo de acuerdo y voy a verles. Duros por fuera y blandos por dentro, como una bolsa de guisantes, en seguida veo que son padre e hijo, y polis. El dinero cambia de manos. El chaval tiene halitosis pero he visto cosas peores. Me dice cuál es el nombre de su papaíto y yo me asusto un poco, pero papaíto se larga y el chaval resulta manso, tanto que puedo ocuparme de él sin problemas.

Sally encendió otro cigarrillo. Russ me pasó las fotos de los Vogel sacadas del Departamento de Personal; se las pasé a Sally.

—Blanco —dijo ella, y les quemó los rostros con la punta de su Chesterfield; luego, siguió hablando—: Vogel había alquilado una suite. Sonny y yo empezamos y él intentó que yo jugara con todos esos cachivaches raros que se había traído. «Nanay, nanay, nanay», le dije. Me prometió veinte más si le dejaba que me azotara un poquito, suave, sólo para divertirse. «Cuando se congele el infierno», le contesté. Entonces, él...

Interrumpí su relato.

—¿Habló de películas? ¿Cosas de lesbianas?

Sally bufó.

—Habló de béisbol y de su chisme. El Gran Schnitzel lo llamaba y, ¿sabe una cosa?, no lo era.

—Siga, señorita Stinson —dijo Russ.

—Bueno, estuvimos jodiendo toda la tarde y yo tuve que escuchar como el niño parloteaba sobre los Dodgers de Brooklyn y el Gran Schnitzel hasta que no pude aguantar más. Entonces le dije: «Vamos a cenar y a tomar un poco de aire fresco». Y bajamos al vestíbulo.

»Y allí está Liz, sentada y sola. Me dice que necesita dinero, y dado que observo la mirada del chaval y veo que ella le gusta, preparo un trabajito particular dentro del otro trabajito. Volvemos a la suite y yo me tomo un respiro mientras que ellos se lo hacen en el dormitorio. Ella sale a eso de las doce y media, y me susurra: «Pequeño Schnitzel». Nunca más volví a ver a Liz hasta que me encontré su foto en los periódicos.

Miré a Russ. Él articuló la palabra «Dulange». Asentí. Me imaginaba a Betty Short vagando por la ciudad hasta encontrar a Joe «el francés» la mañana del doce. Los días perdidos de la
Dalia
empezaban a quedar aclarados.

—¿Y después usted y John Vogel volvieron a lo de antes? —preguntó Russ.

Sally arrojó al suelo las fotos.

—Sí.

—¿Le habló de Liz Short?

—Dijo que a ella le había encantado el Gran Schnitzel.

—¿Habló de si habían hecho planes para volver a verse?

—No.

—¿Hizo mención de su padre y de Liz, fuera en el contexto que fuese?

—No.

—¿Qué comentó de Liz?

Sally se rodeó el cuerpo con los brazos.

—Dijo que le gustaba jugar a su misma clase de juegos. «¿Cuáles?», le pregunté. Sonny dijo: «Amo y Esclava» y «Poli y Puta».

—Acabe de contarlo. Por favor —le pedí.

Sally clavó los ojos en la puerta.

—Dos días después de que Liz saliera en todos los periódicos, Fritz Vogel fue a mi hotel y me dijo lo que el chaval le contó, que lo había hecho con ella. Me explicó que había sacado mi nombre de algún archivo policial y me interrogó sobre mis... empresarios. Mencioné a Charlie I. Al oír el nombre, Vogel se acordó de él y de los tiempos en que trabajaba con la Antivicio. Entonces se asustó, porque se acordó de que Charlie tenía ese problema con las confesiones. Llamó a un compañero suyo desde mi teléfono y le dijo que buscara no sé qué expediente de Charlie en la Antivicio, luego hizo otra llamada y se volvió loco porque la persona con la cual habló le dijo que Charlie ya estaba detenido, y que había confesado lo de Liz.

»Después, me pegó. Me hizo montones de preguntas, cosas como si Liz le hablaría a Charlie de que lo había hecho con el hijo de un poli. Yo le dije que Charlie y Liz no eran amigos, sólo conocidos, que él había encontrado trabajo para ella unas cuantas veces, hacía ya meses, pero Vogel no paraba de golpearme, dijera lo que dijese; al final, amenazó con matarme si le contaba a la policía lo de su hijo y la
Dalia
.

Me puse 'en pie para marcharme; Russ seguía sentado, sin moverse.

—Señorita Stinson, ha dicho que cuando John Vogel le mencionó el nombre de su padre usted se asustó. ¿Por qué?

—Una historia que había oído contar.

De repente, pareció algo más que desgastada por la vida..., pareció una antigüedad.

—¿Qué clase de historia?

El susurro de Sally se quebró.

—Cómo lo expulsaron de la Antivicio.

Recordé lo que Bill Koenig me había dicho... Fritzie había pillado la sífilis con alguna puta cuando trabajaba en la Antivicio y le hicieron tomar la cura del mercurio.

—Había pillado algo feo, ¿no?

Sally consiguió que su voz sonara normal.

—Oí contar que pilló la sífilis y que se volvió loco. Pensó que se la había pegado una chica de color, por lo que fue a ese burdel de Watts y obligó a todas las chicas a que se acostaran con él antes de someterse a la cura. Se la frotó a todas en la cara, en los ojos, y dos de las chicas se quedaron ciegas por ello.

Yo sentía las piernas más flojas que aquella noche del almacén.

—Gracias, Sally —dijo Russ.

—Vamos a por Johnny —le urgí yo.

Cogimos el coche para ir a la parte baja. Johnny había estado trabajando en el turno de día con algunas horas extra, por lo que yo sabía que a las once de la mañana teníamos una buena oportunidad de pillarle a solas.

Conduje con lentitud pues buscaba su familiar silueta envuelta en el uniforme de sarga azul. En el salpicadero Russ guardó una jeringuilla y una ampolla de Pentotal que había quedado de cuando interrogaron a Red Manley; incluso él sabía que para ese trabajo haría falta la fuerza bruta. Íbamos por el callejón que había detrás de la Misión Jesús Salva cuando lo localicé... Se encontraba solo, y le buscaba las cosquillas a un par de vagabundos que habían hurgado en un cubo de basura.

Salí del coche.

—¡Eh, Johnny! —grité.

Vogel Junior agitó un dedo ante las caras de los vagabundos y vino hacia mí, los pulgares metidos en su cinturón Sam Browne.

—¿Qué haces vestido de civil, Bleichert? —me dijo.

Le solté un gancho en la barriga. Se dobló limpiamente; entonces lo agarré por la cabeza y se la golpeé contra el techo del vehículo. Johnny se derrumbó, casi inconsciente. Lo sostuve para que Russ le subiera la manga izquierda y le metiera el jarabe de la estupidez en la vena del brazo.

Ahora estaba inconsciente por completo. Cogí la 38 de su funda, la tiré al asiento delantero y metí a Johnny en el posterior. Me puse a su lado y Russ se encargó del volante. Salimos quemando neumáticos por el callejón mientras que los vagabundos nos saludaban con la mano aún con restos de comida que habían encontrado en el cubo de la basura.

El trayecto hasta El Nido duró una media hora. Johnny se reía suavemente en el sopor producido por la droga y, en un par de ocasiones, estuvo a punto de recobrar el conocimiento; Russ conducía en silencio. Cuando llegamos al hotel, Russ echó un vistazo al vestíbulo, comprobó que estuviera vacío y desde la puerta me hizo una seña de que podía entrar. Me eché a Johnny sobre el hombro y lo llevé hasta la habitación 204... el minuto de trabajo más duro de toda mi vida.

La subida por la escalera lo animó bastante; cuando le dejé caer en una silla, los párpados se le movían y le esposé la muñeca izquierda a una tubería del radiador.

—El efecto del Pentotal durará unas cuantas horas más —dijo Russ— No puede mentirnos, es imposible.

Mojé una toalla en el lavabo y la puse sobre el rostro de Johnny. Él tosió y retiré la toalla.

Johnny se rió.

—Elizabeth Short —dije yo, y señalé las fotos de la pared.

—¿Qué pasa con ella? —murmuró Johnny, el rostro como de goma y la voz pastosa.

Le di una dosis de toalla, como si le estuviera limpiando las telarañas. Johnny farfulló algo; yo dejé caer la toalla húmeda sobre su regazo.

—¿Qué pasa con Liz Short? ¿La recuerdas?

Johnny se rió; Russ me hizo una seña para que me sentara junto a él sobre la barandilla de la cama.

—Esto tiene un método propio. Deja que yo le haga las preguntas. Limítate a contener tu mal genio.

Asentí. Ahora Johnny había logrado enfocamos a los dos pero sus pupilas eran como cabezas de alfiler y sus rasgos se habían aflojado en una expresión extraña.

—¿Cuál es tu nombre, hijo? —preguntó Russ.

—Ya lo conoces, capullo —repuso Johnny, su voz perdiendo la pastosidad.

—Dímelo de todos modos.

—Vogel, John Charles.

—¿Cuándo naciste?

—El seis de mayo de mil novecientos veintidós.

—¿Cuánto son dieciséis más cincuenta y seis?

Johnny estuvo pensando durante un instante y dijo:

—Setenta y dos —y luego clavó su mirada en mí.

—¿Por qué me has pegado, Bleichert? Nunca te he tratado mal.

Chico Gordo parecía auténticamente perplejo. Yo mantuve la boca cerrada.

—¿Cuál es el nombre de tu padre, hijo? —le preguntó Russ.

—Oh, claro..., como Liz. Betty, Beth,
Dalia
... montones de nombres.

—Piensa en este mes de enero, Johnny. Tu papá quería que te estrenaras, ¿verdad?

—¿Eh...?, sí.

—Te compró una mujer por dos días, ¿verdad?

—No era una mujer. No era una mujer auténtica. Una zorra. Una zoooooorra. —La palabra prolongada se convirtió en una carcajada; Johnny intentó aplaudir. Una mano golpeó su pecho; la otra osciló al extremo de la cadena metálica—. Esto no está bien —dijo—. Se lo contaré a papá.

—Sólo será durante un ratito —le respondió Russ tranquilamente—. Estuviste con la prostituta en el Biltmore, ¿no?

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