La dalia negra (27 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
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La pantalla se puso negra y, un instante después, Lorna estaba tendida en un diván con las piernas abiertas. Betty apareció en escena. Se arrodilló entre las piernas de Lorna, metió el consolador dentro de ella y fingió que lo usaba para el acto sexual. Lorna arqueó el cuerpo, hizo girar las caderas y la imagen se desenfocó, dando un salto para pasar luego a un primer plano: Lorna se retorcía en un falso éxtasis. Hasta un niño de dos años habría podido darse cuenta de que estaba retorciendo el rostro para contener los gritos. Betty volvió a entrar en cuadro, inclinada entre los muslos de Lorna.

Alzó los ojos hacia la cámara y su boca articuló las palabras: «No, por favor». Entonces alguien le bajó la cabeza de un empujón y Betty empezó a usar su lengua junto al consolador, en un plano tomado tan de cerca que cada uno de los feos detalles parecía ampliado diez millones de veces.

Quise cerrar los ojos pero no pude.

—Russ, ¿qué opinas? —dijo con voz tranquila el jefe Horrall, sentado junto a mí—. ¿Crees que esto tiene algo que ver con el asesinato de la chica?

Millard le respondió con voz ronca.

—Es difícil saberlo, jefe. La película fue hecha en noviembre y, por lo que dijo la Martilkova, el mexicano no se dedica a los asesinatos. Pero hay que comprobarlo. Quizá el mexicano le enseñó la película a otra persona y ésta enloqueció por Betty. Lo que yo...

Lee derribó su silla de una patada.

—¡Mierda! ¿A quién le importa si la mató él o no? —gritó—. ¡He mandado chicos de los exploradores a la habitación verde por menos de eso! ¡Y si nadie piensa actuar al respecto, yo sí lo haré!

Todo el mundo se quedó inmóvil, paralizado por la sorpresa. Lee estaba de pie ante la pantalla, y parpadeaba a causa del cálido chorro de luz blanca que le daba en los ojos. Giró en redondo y sus manos hicieron pedazos la obscenidad que estábamos viendo; la pantalla y el trípode cayeron ruidosamente al suelo. Betty y Lorna siguieron con su espectáculo sexual sobre una pizarra cubierta con garabatos de tiza; Lee echó a correr hacia delante. Oí el ruido del proyector que caía a mi espalda.

—¡Bleichert, detenle! —gritó Millard.

Me puse en pie, tropecé, recobré el equilibrio y salí a toda velocidad de la sala de informes, a tiempo de ver a Lee que entraba en el ascensor del final del pasillo. Cuando las puertas se cerraron y el ascensor empezó a bajar me dirigí a toda velocidad hacia la escalera, bajé a saltos las seis plantas, y entré en el aparcamiento con el tiempo justo de ver a Lee quemando neumáticos por Broadway, hacia el norte. En un lado del estacionamiento había una hilera de patrulleros sin señales de identificación; fui hacia ellos y metí la mano bajo el asiento del más próximo. Las llaves estaban ahí. Le di al encendido, apreté el acelerador y salí volando.

Gané terreno con rapidez; me pegué al Ford de Lee cuando él se metió por la calzada central de Sunset, hacia el oeste. Le solté tres breves bocinazos; él respondió haciendo sonar su claxon con el código de la policía de Los Ángeles que significaba «agente en persecución». Los coches se apartaban para darle paso: yo no podía hacer más que apretar mi claxon y mantenerme pegado a su cola.

Cruzamos Hollywood a toda velocidad por el paso Cahuenga hacia el Valle. Cuando nos metimos por el bulevar Ventura me asustó la proximidad del bloque donde estaban los bares de lesbianas. Lee detuvo su Ford con un chirrido justo en mitad del bloque y sentí que una oleada de pánico me asfixiaba, entonces pensé: «No puede saber nada de mi chica de la coraza, es imposible; la película de lesbianas tiene que haberle hecho pensar en esto». Lee saltó del coche y abrió la puerta del Escondite de La Verne de un empujón. Un pánico todavía peor me hizo pisar el freno con brusquedad y aproximar el coche entre eses a la acera; la idea de una acusación por haber suprimido pruebas y de Madeleine allí dentro hizo que me lanzara al bar detrás de mi compañero.

Lee se había plantado ante los reservados llenos de lesbianas duras y chicas suaves, gritando maldiciones. Busqué a Madeleine con la mirada y a la mujer del mostrador que yo había interrogado; al no verlas, me dispuse a calmar a mi mejor amigo.

—Pervertidas de mierda, ¿habéis visto una peliculita que se llama
Esclavas del infierno
? ¿Le compráis vuestra mierda a un mexicano gordo de unos cuarenta años? ¿Es que...?

Cogí a Lee por detrás con una doble llave nelson y le hice girar hacia la puerta. Tenía sus brazos bien cogidos y llevaba la espalda arqueada y luego nos derrumbamos sobre el pavimento en un confuso montón de brazos y piernas. Yo mantuve la presa con todas mis fuerzas y, cuando oí aproximarse una sirena pude darme cuenta de que Lee no se resistía...; lo único que hacía era yacer, inmóvil, mientras murmuraba «Socio» una y otra vez.

El gemido de la sirena se hizo más fuerte y luego se extinguió; oí el ruido de las portezuelas de un coche. Me aparté de Lee y le ayudé a levantarse como si fuera una fláccida muñeca de trapo. Ellis Loew se materializó ante nosotros. Llevaba las ansias de matar escritas en los ojos. Comprendí que la explosión de Lee procedía de su extraña castidad, de toda una semana de muerte, droga y ambiente pornográfico. Como suponía que a mí no podía reprocharme nada, pasé mi brazo por los hombros de mi compañero.

—Señor Loew, fue esa maldita película, nada más. Lee pensó que las lesbianas de aquí podrían darnos alguna pista sobre el mexicano...

—Cállate, Bleichert —siseó Loew. Después concentró toda su aterciopelada rabia sobre Lee—. Blanchard, te conseguí el puesto en la Criminal. Eres mi hombre y has logrado que yo parezca un imbécil ante las dos personas más poderosas del Departamento. Esto no es ningún crimen de lesbianas, las dos chicas estaban drogadas y la cosa no les hacía ninguna gracia. Te he tapado ante Horrall y Green pero no sé de qué te servirá eso a largo plazo. Si no fueras el señor Fuego, el Gran Lee Blanchard, ya te habrían suspendido del servicio. Te has involucrado personalmente en el caso Short y eso es una muestra de poca profesionalidad que no toleraré. Mañana por la mañana vuelves a la Criminal. Preséntate a mí a las ocho en punto y trae cartas de disculpa para el jefe Horrall y el jefe Green. Por el bien de tu pensión, te aconsejo que beses el suelo.

—Quiero ir a Tijuana para buscar al tipo de la película —repuso Lee, el cuerpo desmadejado.

Loew meneó la cabeza.

—Dadas las circunstancias, yo calificaría esta petición de ridícula. Vogel y Koenig irán a Tijuana, tú vuelves a la Criminal; y Bleichert, tú te quedas en el caso Short. Buenas noches, señores.

Loew regresó hecho una furia hacia su coche patrulla que trazó una curva en U para volver a meterse en el tráfico.

—Tengo que hablar con Kay —dijo Lee.

Yo asentí y un patrullero del
sheriff
pasó junto a nosotros, con el agente que no conducía soplándoles besos a las lesbianas congregadas en la puerta del local. Lee fue hacia su coche.

—Laurie. Laurie, oh, niña —murmuró.

13

A la mañana siguiente aparecí en la Central a las ocho. Quería ayudar un poco a Lee durante la ignominia de su regreso allí y compartir la dieta de sapos que, indudablemente, Ellis Loew le estaría dando. En nuestros escritorios había dos notas idénticas del jefe Green: «Presentarse en mi oficina mañana, 22/1/47, 6 p. m.». Las palabras, escritas a mano, me parecieron ominosas.

Lee no apareció a las ocho y yo me quedé sentado ante mi escritorio durante la hora siguiente. Me lo imaginaba nervioso y preocupado por la liberación de Bobby de Witt, cautivo de sus fantasmas; la persecución que le habría redimido de ellos se había esfumado ahora que ya no estaba en el caso de la
Dalia
. A través del panel que me separaba de la oficina del fiscal del distrito oí los ladridos y las súplicas de Loew por el teléfono, mientras hablaba con los editores del
Mirror
y el
Daily News
, periódicos republicanos de los que se rumoreaba simpatizaba con sus aspiraciones políticas. La sustancia de sus palabras era que les ayudaría a terminar con el
Times
y el
Herald
dándoles información sobre la
Dalia
desde dentro de la policía, siempre que ellos no hicieran mucho hincapié en sus titulares sobre lo ligera de cascos que era Betty Short y la retrataran como una chica buena que se había salido un poco del camino recto pero nada más.

Por la satisfacción que noté en sus palabras al colgar me di cuenta de que los tipos de la prensa habían quedado convencidos y se habían tragado la frase anterior de Loew: «Cuanta más simpatía atraigamos hacia la chica, más sacaremos cuando me encargue de acusar al asesino».

A la una, Lee seguía sin aparecer. Fui a la sala de informes y me leí el abultado expediente del caso E. Short, con el deseo de quedar satisfecho en cuanto a que el nombre de Madeleine no figuraba en él. Dos horas y doscientas páginas después estaba satisfecho: no se la mencionaba entre los centenares de personas interrogadas ni en ninguna de las llamadas o delaciones. La única referencia a lesbianas que había en el informe era obviamente cosa de chalados: tipos enloquecidos por la religión que habían llamado por teléfono para informar que una secta rival estaba compuesta de «monjas lesbianas que habían sacrificado la chica al papa Pío XII» y «lesbianas que celebraban rituales comunistas anti-Jesucristo».

Lee seguía sin aparecer. Llamé a la casa, a Universidad y al hotel El Nido, sin éxito. Como deseaba aparentar estar ocupado para que nadie me pusiera a trabajar en algo, me dediqué a recorrer los tablones y a leer los informes clavados en ellos.

Russ Millard había preparado un nuevo resumen antes de marcharse para San Diego y Tijuana la noche anterior. En su resumen decía que él y Harry Sears se encargarían de comprobar los archivos de la Antivicio en busca de convictos y sospechosos de traficar con pornografía y que buscarían el lugar donde se había rodado la película en Tijuana. Vogel y Koenig habían sido incapaces de localizar al mexicano de Lorna Martilkova en Gardena y también iban a Tijuana para ocuparse de la película. El día anterior el forense leyó su informe públicamente; la madre de Elizabeth Short estaba presente e identificó los restos. Marjorie Graham y Sheryl Saddon testificaron sobre la vida de Betty en Hollywood, «Red» Manley sobre cómo, había llevado a Betty en coche desde Dago y la había dejado ante el hotel Biltmore el diez de enero. Una intensa batida de la zona que rodeaba al Biltmore no había logrado dar, por el momento, con nadie que la hubiera visto; aún se estaban examinando los archivos de los maníacos y delincuentes sexuales condenados, los cuatro chalados que habían confesado seguían retenidos en la cárcel a la espera de que sus coartadas fueran comprobadas, que se les hicieran exámenes médicos y nuevos interrogatorios. El circo continuaba, las llamadas dando pistas afluían a las centralitas, y eso conducía a interrogatorios de tercera, cuarta y quinta mano..., agentes que hablaban con personas que conocían a personas que conocían a personas que habían conocido a la famosa Dalia. De momento la cosa seguía siendo tan difícil como encontrar una aguja en un pajar.

Los hombres que trabajaban en sus escritorios empezaban a mirarme mal, así que regresé a mi cubículo. Madeleine apareció de repente en mi mente: cogí el teléfono y la llamé.

Contestó al tercer timbrazo.

—Residencia Sprague.

—Soy yo. ¿Quieres que nos veamos?

—¿Cuándo?

—Ahora. Te recogeré en cuarenta y cinco minutos.

—No vengas aquí. Papá tiene una velada de negocios. ¿Nos vemos en el Flecha Roja?

Suspiré.

—Ya sabes que tengo un apartamento.

—Sólo lo hago en los moteles. Es uno de mis rasgos particulares de chica rica. ¿Habitación once en la Flecha dentro de cuarenta y cinco minutos?

—Allí estaré —dije, y colgué.

Ellis Loew dio unos golpecitos en el panel de separación.

—A trabajar, Bleichert. Llevas patinando por aquí toda la mañana y empiezas a ponerme nervioso. Y cuando veas a tu compañero fantasma le dices que su pequeña no-función le ha costado tres días de paga. Ahora, coge un coche con radio y lárgate.

Me largué directamente al motel Flecha Roja. El Packard de Madeleine se hallaba estacionado en el callejón que había detrás de las cabañas; la puerta de la habitación número once estaba abierta. Entré en ella, olí su perfume y me esforcé por ver algo en la oscuridad hasta ser recompensado con una risita. Mientras me desnudaba, mis ojos se acostumbraron a la falta de luz y vi a Madeleine..., un faro desnudo sobre una colcha mugrienta.

Nuestros cuerpos se unieron con tal fuerza que los resortes del colchón golpearon el suelo. Madeleine se abrió paso hasta mis piernas dándome besos, me puso a punto y luego dio la vuelta rápidamente sobre sí misma hasta quedar de espaldas. La penetré con el pensamiento puesto en Betty y en el consolador que parecía una serpiente; luego borré esa imagen para concentrarme en el roto papel de pared que tenía delante de los ojos. Yo quería ir despacio pero Madeleine, con un jadeo, dijo:

—No te contengas, estoy lista.

Empujé con fuerza, e hice chocar nuestros cuerpos, mis manos agarradas al barrote de la cabecera. Madeleine me pasó las piernas alrededor de la espalda, se cogió al barrote que había por encima de su cabeza y empezó a moverse junto a mí, entre vueltas y empujones. Nos corrimos con segundos de diferencia, en un violento y tenso contrapunto; cuando mi cabeza cayó sobre la almohada, la mordí para calmar mis temblores.

Madeleine se movió, y dejó de estar bajo mi cuerpo. —Cariño, ¿te encuentras bien?

Yo veía la serpiente de nuevo. Madeleine me hizo cosquillas; rodé sobre mi espalda y la miré para hacer que la imagen desapareciera.

—Sonríeme. Pon cara de ser buena y dulce.

Madeleine me obsequió con una mueca digna de Pollyanna. Su rojo lápiz de labios, todo corrido, me recordó la muerta sonrisa de la
Dalia
; cerré los ojos y la abracé con fuerza. Ella me acarició la espalda con suavidad.

—Bucky, ¿qué ocurre? —murmuró.

Clavé los ojos en las cortinas de la otra pared.

—Ayer cogimos a Linda Martin. Llevaba una copia de una película pomo en su bolso, con ella y Betty Short en un juego de lesbianismo. La rodaron en Tijuana y en la película había cosas bastante raras, cosas feas. Me asustó un poco y a mi compañero le puso enfermo.

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