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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, Relato

La cruz invertida (5 page)

BOOK: La cruz invertida
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Eurídice, además, tuvo que estudiar piano. La pobre no tenía oído, ni gusto, ni ganas. Golpeaba las teclas como si sus dedos calzaran guantes de boxeo. A pesar de los años que estudió, nunca pudo tocar nada audible. Mamá le compró una pieza de moda. Su descalabrado ritmo de vals me sonaba hasta en sueños. Mamá se lo hizo ejecutar delante de las visitas. Al principio Eurídice enrojeció, pero al cabo de varios meses ya se transformó en una acción automática, como dar la mano; se sentaba al instrumento, castigaba monótonamente durante cuatro minutos las teclas, se ponía de pie y bajaba la cabeza para recibir los aplausos. Mi madre gozaba el elogioso comentario de rigor, o si no surgía de ninguna boca, refería los comentarios que habían hecho las visitas anteriores.

Sin embargo, Eurídice fue la única persona que logró ejercer dominio sobre mamá porque ésta se identificaba y reflejaba en ella. Desde pequeña se acostumbró a gritarle por cualquier cosa y obtener la satisfacción de sus caprichos. Despertaba preguntando qué ropa se pondría y después que mamá le sugería una, empezaba a protestar. No entiendo cómo ese episodio podía repetirse durante todos los días. Eurídice preguntaba, mamá respondía, Eurídice gritaba, mamá salía a buscarle otra ropa. Era casi un rito, la oración matutina.

Cuando entró en la adolescencia fue preciso "presentarla en sociedad". Hicieron una fiesta en casa, invitaron a la "gente bien" del barrio (nuestro barrio era residencial y, consecuentemente, "bien" por antonomasia). Llegaron un montón de chicas y muchachos que conocía por primera vez. Mi madre invitó a sus presuntas "amigas". No entiendo cómo tantos copetudos se dignaron venir. Yo se lo dije: Papá, no te engañes: aprovechan la fiesta, pero no nos han aceptado. Saben que fuiste un vulgar miliciano y que mamá trabajó de sirvienta.


¡Tendrán que aceptarnos!

me contestó.

Entonces le tuve lástima al viejo, porque ni siquiera le quedaba la dignidad.

Me gustó una chiquilla y empecé a frecuentarla. Mis padres averiguaron pronto quién era y quiénes sus padres. Arribaron a la conclusión de que no me convenía. Pero se me había prendido su carita luminosa y no les hice caso. Arreciaron las tormentas, sermones, amenazas, profecías catastróficas, ejemplos apocalípticos. El aire se tornaba espeso. Una fuerza nueva crecía en mi interior ayudándome a enfrentarlos, como no me lo hubiera imaginado. Seguí visitando a la muchacha en forma disimulada y otras veces no tanto. Mis padres seguían mis rastros y cada vez que me encontraban con ella, armaban una escena Una vez respondí con violencia y mamá cayó postrada con una jaqueca terrible. El médico aconsejó reposo psicofísico. En el segundo ataque, después de conversar a solas con mamá, el médico pidió que por un tiempo abandonara a esa chica, si quería evitar una agravación. Asustado, accedí.

15

EPÍSTOLA

Querida hermana:

He reflexionado sobre tus palabras. He revisado cuidadosamente todos los factores. Los volví a analizar con tu hijo. Anoche él me dio a conocer su última palabra y yo alabé al Señor.

Cuando nació Carlos Samuel después de largos años de espera, tuve la impresión de vivir una página de la historia sagrada. Si te sugerí que le bautizaras "Samuel", es porque me recordabas a "Ana". Eres como Ana de la Biblia, a quien su amante esposo no podía alegrar ni con cariños ni atenciones porque se había cerrado su matriz. Te lamentabas igual que Ana y pretendías colmar al cielo con votos y plegarias. Te encontré una noche en la iglesia, sola, perdida en medio de la nave. Te habías abstraído de este mundo. No podías verme ni oírme. Parecías temulenta de santidad, como Ana en santuario de Silo. Y yo rogué al Señor. Sumé mis oraciones a las tuyas para que se produjera el milagro que tú clamabas desgarradoramente. Y el milagro se produjo. Nació tu hijo a quien, como Ana, prometiste para el servicio de Dios.

Ahora temes haberte excedido, haber enajenado su felicidad antes mismo de concebirlo. Sufres creyendo que has torcido su vocación y malogrado su personalidad. He pensado mucho en esto, hermana, y te comprendo. Pero Dios es justo, omnisciente y misericordioso: tu promesa fue formulada en instante de desesperación, de evidente desequilibrio emocional. Y Dios sabe cómo ahora tu corazón se agita en tumultuoso sentimiento de culpa.

Hablé con Carlos Samuel en este paraje serrano como si éste mera el desierto donde fluye más pródigamente la inspiración divina. Carlos Samuel preguntó mucho. Su curiosidad ya no se limita a los pájaros. Tiene una agudeza hirsuta que necesita ser pulida y brillará como el diamante. Escalamos collados, bordeamos arroyos, visitamos a sus amiguitos del otro viaje, interesándonos por sus vidas y problemas, asombrándonos por su resignación. Hablamos tanto, que se me secaba la garganta. Porque Carlos Samuel, querida hermana, tiene una vocación auténtica. Su amor se vuelca hacia Dios y sus criaturas como el agua de una cascada. Quiere ser sacerdote, está firmemente decidido.

¡No produzcas más lágrimas! ¡Que tu corazón se llene de gozo! Dios no podía haber sido más misericordioso contigo, pues allanó los caminos para que tu promesa se cumpliera en circunstancias dichosas. Tu hijo se sentirá realizado como sacerdote y tú no sólo tendrás alivio por haber cumplido con Dios, sino por haber conducido a tu hijo hacia su genuina felicidad.

En Latinoamérica ralean las vocaciones auténticas. Es una paradoja lamentable. Con su inmensa mayoría de católicos, aún se deben importar religiosos de Europa. Creo que tenemos buena parte de culpa. Pero esto es harina de otro costal. Lo cierto es que la decisión definitiva de Carlos Samuel, que él me transmitió anoche, casi con solemnidad, me ha inundado de júbilo.

16

DEUTERONOMIO

Carlos Samuel abrazó la almohada. Frotó su rostro sobre la tela ya húmeda y cuando el nudo de su garganta empezó a cerrarse de nuevo, la mordió con rabia. Su dormitorio era una caja de ladrillos delgados y sin techo, porque el techo, muy alto y común, servía para veinte de esas celdas.

Tenía una puerta con cerrojo externo. El prefecto pasaba a la noche y la cerraba. Era un prisionero de ese tabuco hasta la mañana siguiente, a menos que los deseos de ir al baño le impulsaran a dar golpes, hasta que el prefecto oyera, despertara y viniera. Su cabeza hacía un hueco en la lana y en él desagotó por sus dientes y por sus ojos la enorme desazón que lo acongojaba. Hacía tres meses que había ingresado en el Seminario. Sus pórticos se abrieron como las alas doradas de un ángel. Contempló los pabellones y los patios y esa cantidad de muchachos como si fueran un anticipo del Edén. Allí se encontraba la porción selecta del mundo —como le explicó su tío—: era un oasis de salvación. De allí saldría apto para el sacerdocio, para servir a Dios y a sus criaturas con fuerza, con conocimiento y con pasión eficaces. Se despidió de su madre y de su tío con los ojos llenos de luz. Con esos ojos felices siguió contemplando ese universo nuevo que había tratado de imaginarse muchas veces, sacando y añadiendo detalles que ahora resultaban fatuos. Porque la realidad siempre es distinta, por más que la pensemos anticipadamente de una forma u otra. En pocas horas se enteró que ese Edén difería del que conoció Adán, que llegar a ministro de Dios no era fácil ni grato.

Mordisqueando la almohada, recordó vagamente aquel primer día como si perteneciera a un pasado lejano. El pórtico del Seminario era hermético y oscuro. ¿Por qué le parecieron alas de un ángel?
Él
decidió ser cura: su vocación no fue impuesta sino, a lo sumo,
descubierta
por su tío. Con plena libertad vino al Seminario. Quería aprender y entrenarse. Tenía fuertes ansias de ser útil a Dios. ¿Por qué entonces eran tan severos los prefectos, tratándolo como a un sujeto extraño, peligroso, lleno de malas intenciones? ¿Por qué lo obligaban a mantenerse distante de sus condiscípulos prohibiéndosele consolar a los tristes?

¡Qué extraño era el camino que llevaba al servicio de Dios! Carlos Samuel empezó a temer que no llegaría a sacerdote. Que se iría transformando en una persona diferente, desconocida. Esto le preocupaba mucho, porque no podía formarse una idea clara sobre la situación que vivía. Pero no debía preguntar. Le regañaron duramente. ¡Las preguntas revelan dudas, espíritu débil! ¡Cada interrogante es una finta del diablo! ¡No hay que preguntar! ¡No hay que preguntar!

Carlos Samuel extrañaba mucho a su buen tío Fermín. Los estudiantes mayores podrían allanarle esas dificultades iniciales como seguramente lo hubiera hecho su tío. Pero estaba vedado conversar con los muchachos de otros cursos. En el patio, una tapia de ladrillos reforzaba las divisiones.

Temió que sonara el timbre. Sonaba de noche. Siempre igual, despiadadamente. Se encendían las luces y el demoníaco aparato eléctrico continuaba emitiendo sus taladrantes agujas de acero. Cuerpos, cobijas y almohadas se ponían en movimiento. Había que vestirse rápido, correr al baño medio dormido, abrirse paso entre una multitud temulenta. El agua estaba fría y cada vez se tornaba más fría. El grifo, con sólo ser tocado, lanzaba su máximo chorro, como si pretendiera borrar drásticamente los resabios del sueño. Los muchachos le temían a esos chorros feroces. Algunos sólo aproximaban dos deditos y se llevaban unas gotas a los párpados. Otros, más endurecidos, se lavaban los dientes con velocidad increíble, enjuagándose con fracciones de centímetro cúbico y escupiendo el agua como si pinchara las encías. El tiempo nunca alcanzaba. Tenían que avanzar hacia la capilla, disciplinadamente formados. Los seminaristas de todos los cursos penetraban en orden, ubicándose en las primeras filas los más pequeños, de once años, siguiéndoles las divisiones sucesivas, en progresión, hasta los mayores, los teólogos. Tampoco aquí, donde no había tapia, podían intercambiarse frases ni saludos entre estudiantes de distintos cursos, aunque fueran hermanos, bajo pena de expulsión.

Los seminaristas colmaban el templo. Era una caja de resonancia que vibraba sísmicamente. Algunos jóvenes aún no habían abierto bien sus ojos y de sus gargantas ya brotaban coléricos
mea culpa.
Las oraciones se memorizaban paulatinamente hasta la automatización. Nadie necesitaba más de un mes para recordarlas —sin entenderlas claramente— y repetirlas a gritos durante la noche como parte de sus pesadillas. Carlos Samuel apretó los extremos de su almohada contra las orejas para no oírlas, para ahogar su angustia, sus lágrimas y su perplejidad.

La prolongada genuflexión producía dolor. Ayudaba a despabilar en cierto modo. Un seminarista de los últimos cursos dirigía la meditación. Pero no se podía meditar con ese puñado de alfileres que se incrustaban en las rodillas. Había que apoyarse más sobre un lado para que descansara el otro. Eso imprimía un leve movimiento a todo el cuerpo. Y ese movimiento se transmitía como una onda caprichosa y zigzagueante. El seminarista proseguía su monótona melopeya, impasible, bajo la severa mirada de sus superiores y no terminaba nunca.

Por fin podían sentarse. ¡Ah!... ¡Qué alivio!... La relajación dormía a los más débiles, pero manteniendo la cabeza erecta, sacudiéndola bruscamente cuando se inclinaba hacia un lado.

La meditación terminaba con un propósito: generalmente privarse de la mitad de la comida. Carlos Samuel no entendía por qué la salud espiritual exigía enemistarse siempre con los alimentos.

La noche proseguía. Caminaban por un corredor iluminado artificialmente hasta el refectorio. Desayunaban. Allí, cada mesa, cubierta con un hule, estaba destinada a una división específica. A medida que avanzaban los cursos, la mesa de tornaba más pequeña; por las deserciones.

Aún continuaba oscuro. Se regresaba a los dormitorios para tender las camas. El timbre acechaba para comenzar a bailotear en su estridente caparazón de bronce apenas se insinuaba una pausa. ¡Empezar a estudiar! Había que estudiar o, por lo menos, inclinarse sobre los libros, abrir cuadernos y carpetas, escribir y calcular, borrar, memorizar. Sobre todo memorizar. Repetir una frase dos, tres, cinco veces. Repetirla una vez más. Estudiar la frase siguiente. Repetirla aún. Decir ahora la primera y segunda frase de corrido, como si fueran versos de un poema. El conocimiento crece como una casa—, ladrillos sobre ladrillos. Cada frase es un verso, un ladrillo, y cada lección una pared, un poema. Memorizar y recitar como un poema era la clave del éxito.

Las clases corrían de a dos seguidas, separadas por un recreo. Al finalizar, otra vez ir a la capilla, para contabilizar la mañana. El examen de conciencia era metódico. Un seminarista formulaba en voz alta la pregunta y seguía un silencio constrictor para reflexionar. Otra pregunta. Silencio, reflexión. Pregunta. Silencio. Pregunta. Silencio. Pecados, pecados, pecados. La mañana transcurría infectada de pecados que se metían en el cuerpo, flotaban en el aire; no había manera de librarse, aunque uno se lo propusiera con todas las fuerzas.

Luego iban al comedor. El mismo comedor, las mismas mesas, la misma separación de cursos. En la cabecera se sentaban los superiores. Esa cabecera estaba bien tendida, con mantel blanco y vajilla reluciente. No había que contemplarla con envidia porque eso era pecado. En el centro de la sala, sobre una modesta cátedra, un seminarista efectuaba la lectura. Sus palabras corrían monótonas e iguales como el chorro de una canilla, pero, aunque no se le prestase atención, servía para impedir la conversación. La comida era mala y escasa: garbanzos hervidos casi siempre. El hambre acepta cualquier cosa. Las religiosas cocinaban tras una puerta clausurada con cuatro cerrojos, uno debajo del otro. Se comunicaban con los empleados de este lado, a través de un giratorio opaco llamado "torno", acudiendo cada vez que se hacía sonar una pequeña campanilla. Estas monjas se esforzaban en aumentar la santidad de los seminaristas, castigando sin misericordia las apetencias animales de sus estómagos, manteniendo el régimen de garbanzos, sopas grasosas y carne muchas veces azulina y putrefacta.

Cediendo a la tentación, los seminaristas más jóvenes cometían el pecado de mirar con envidia las fuentes humeantes que llegaban a la mesa de los superiores. Carlos Samuel no le sacó sus ojos de encima al director espiritual que ordenó entregar las sobras de su plato a José Tardini, filósofo que ganó su benevolencia. Tardini agradeció con una reverencia y devoró el magnífico obsequio.

La almohada absorbió sus lágrimas como una esponja. Carlos Samuel quedó dormido de bruces, con los dientes y los ojos hundidos en esa blanda gelatina confidente.

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