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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, Relato

La cruz invertida (19 page)

BOOK: La cruz invertida
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—Merece una lección —repitió.

—Es un pobre hombre —Carlos Samuel trató de restarle importancia.

—A mí nadie me dice insolente y menos un viejo lleno de piojos.

—Se gana la vida como puede. ¿No lo viste parado frente al colegio en los días de lluvia? Te aseguro que me daba lástima, cubierto con una capota raída, aguardando durante horas para vender unos pocos caramelos.

—¡Eres un maricón! ¿Por qué no usas polleritas con flores?

—Hay mendigos más viejos y más sucios que no me conmueven —prosiguió Carlos Samuel—. Pero a ése, a veces le compro algo de pura compasión.

—¡Eres una mujer! ¡Tendremos que llevarte al baño y darte duro!... ¡Muchachos: tengo un plan para divertirnos a lo grande! Sentémonos ahí.

Carlos Samuel lo contempló con desconfianza.

—En este momento somos cinco. No hace falta más. Propongo darle una paliza ejemplarizadora a ese viejo de mierda. ¡El que no acepte es un maricón!

—¿Qué piensas hacer?

—Lo llevaremos engañado a un baldío, lo amordazaremos y ataremos. Lo demás corre por mi cuenta.

—No me gusta —se opuso Carlos Samuel.

—Aquí tenemos al primer maricón. Ya le daremos una lección a él también. Se arrepentirá de disfrazarse con pantalones. ¡Eres una hembra! —le espetó en el rostro.

—¡Tu plan es criminal!

—Pregunto, ¿qué otro maricón se opone? —Donato se dirigió a los demás.

Nadie replicó.

—Muy bien. Somos cuatro machos. Tú, mujercita, mejor que hagas desaparecer tu inmunda persona.

53

Carlos Samuel Torres se mordió los labios y no protestó. Fue uno de los primeros en hacerse anunciar, pero quedaba el último. Cada vez que se asomaba el ayudante del Coronel para llamar al siguiente, echaba una mirada consoladora. Estaba sorprendido por la actitud de su Jefe, que no prestaba atención a la investidura del sacerdote, ni al hecho de haber llegado antes que otros. Pero Torres se imaginaba la causa y por eso se mantuvo quieto, simulando calma e indiferencia.

El ayudante hizo pasar al penúltimo. En la sala sólo quedaba el sacerdote. Condolido, el pobre muchacho le alentó amablemente:

—Después le toca a usted, padre.

—Gracias.

Pero aún tuvo que esperar media hora.

Cuando le permitieron ingresar en el despacho del Coronel, le vio desde la puerta, sentado tras su escritorio en aparente abstracción sobre unos papeles.

—Permiso.

El Coronel movió apenas su cabeza, no contestó ni levantó sus ojos.

Torres avanzó hacia la mesa y se detuvo a poca distancia. Permaneció de pie hasta que le invitaran a sentarse en alguna de las sillas. Esa invitación no llegó.

—¿Qué desea? —preguntó por fin el Jefe de Policía, sin haber mirado a su interlocutor.

—Hablarle sobre los estudiantes presos.

El Coronel no se inmutó. Dio vuelta a la hoja del expediente y siguió leyendo.

—¡Hable entonces! —ordenó.

—Se trata de varias decenas de jóvenes que están bajo rejas hace muchos días, incomunicados y sin cargos concretos.

—¡Ahá!... ¿Y?

Carlos Samuel tomó una silla por el respaldo y la arrastró cerca del escritorio, haciendo el máximo ruido posible. Se sentó.

El coronel Pérez alzó la vista con un destello salvaje.

—¡Usted sabe quién soy! —dijo el cura—. Dialoguemos con franqueza.

—Lamentablemente —replicó el oficial—, sé quién es usted.

—Quitemos la solemnidad entonces. Hablemos como viejos condiscípulos.

—Cuando digo que sé quién es usted —replicó lentamente— no me refiero a mi época de escolar. Eso está muy lejos... y no tiene nada que ver con las acciones delictivas que se propician encubiertamente desde la iglesia de la Encarnación.

Torres se retorció las manos. Miró esa cabeza fuerte y hermosa que se empecinaba en examinar papeles en vez de escucharle. Tenía una frente amplia, surcada por una arruga vertical como un hachazo que la partía en dos mitades. Sus manos fuertes maltrataban los papeles, sacudiéndolos, doblándolos sonoramente, aplastándolos contra la mesa, como si le preocupara más domarlos que leerlos.

—¿Y? —se impacientó y miró su reloj—. Ya ha perdido treinta segundos.

El cura empujó la silla hacia atrás y se incorporó.

—Ahorremos los segundos restantes para otra oportunidad.

El Coronel levantó sus ojos, sorprendidos. Le había hecho esperar casi tres horas. Esbozó una sonrisa hipócrita.

—Como quiera —dijo—. Su presencia no me es grata. Recuérdelo cuando se le ocurra volver a molestarme.

—¿No le es grata porque represento a la Iglesia, porque vengo a interceder por los detenidos o porque le traigo malos recuerdos?

El Coronel apretó la mandíbula hipertrofiando sus músculos faciales como si triturara la respuesta. Ese pelafustán no respetaba su investidura.

—Además de ser un pollerudo, usted es un engreído —susurró Pérez, masticando cada sílaba.

—¿Me atribuye sus propios defectos?

El Jefe de Policía se levantó, oprimiendo el mazo de papeles con su puño y lentamente como un pesado tanque, avanzó hacia el cura, bordeando al escritorio.

Cuando estuvo pegado a él, extendió su índice hacia la puerta.

—¡¡¡Fuera!!! —rugió.

54

—Señor, señor.

—¿Qué, joven?

—¿Vio allí? Parece que hay alguien desmayado.

—¿Dónde?

—Allí detrás de ese matorral. ¿No ve?

—No... no.

—Venga, acompáñeme, por favor. Puede que necesite ayuda.

—Yo no veo nada —insistió el anciano, mientras era arrastrado de una mano por el muchacho y con la otra manejaba apuradamente su bastón.

—Me parece que es un chico.

—Sí, sí. Pero camina más despacio. Mis piernas no responden ya.

Se internaron en la maleza. Un joven yacía tendido de bruces.

—Acérquese. Tendremos que levantarlo.

El viejito dio unos pasos más. Aflojó la hebilla de la correa y se desprendió la caja con golosinas. Se inclinó dificultosamente para depositarla en el suelo.

—¡¡¡Ya!!! —gritó Donato y dos cuerpos se arrojaron sobre el anciano, derribándolo sin esfuerzo.

Parecía que hubiera muerto de espanto, con los ojos desorbitados y la piel marmorizada. Con destreza le amordazaron la boca y ataron pies y manos.

—Tranquilo, viejo, tranquilo —le palmeó Donato una vez que estuvo bien asegurado—. No te mueras tan rápido. Primero tienes que saldar ciertas deudas.

El anciano se sacudió con sus gastadas fuerzas, intentando en vano librarse. La transpiración le corría por la frente y el cuello.

—No te gastes, viejo. Es inútil.

—¿Lo azotamos? —preguntó Hormiguita.

—Después. El programa es largo. Antes tendrá que tragarse varias monedas de esas que me exigió el otro día como si yo fuera un rasposo, un cualquiera, como es él. ¡A ver su famosa caja de golosinas! La quiere más que a una hembra. No se desprende de ella ni siquiera cuando llueve. A ver, a ver su riqueza.

Donato metió las manos en el humilde cajoncito y revolvió su mísero contenido.

—¡Caramelos roñosos, llenos de mugre, por dentro y por fuera! ¡Puah! ¿Esto es lo que nos vendes? ¿Por esto exiges dinero, viejo de mierda? ¡Mira qué hago con tus riquezas!

Donato levanto el cajón y lanzó con fuerza su contenido a lo lejos, desparramándolo entre los arbustos. Luego lo apoyó en el suelo y saltó sobre él hasta quebrarlo.

—¡Ahí tienes a tu hembra! ¡Hecha trizas!

El anciano yacía inmóvil, agotado, con los ojos enrojecidos y el cuerpo empañado en sudor.

—¿Le hacemos tragar las monedas, jefe? —preguntó Hormiguita con impaciencia.

—Si le quitamos la mordaza es capaz de gritar. Le azotaremos con su propia correa.

—Sírvase, jefe —se la extendió Hormiguita.

—Primero una caricia suave por la cara, para que vaya tomándole el gustito. ¡Así! —Donato descargó la correa en pleno rostro. El anciano se encogió como un resorte—. Otra caricia menos suave por las piernas. ¡Así! Y ahora en el pecho. Y en el vientre. Y aquí. Así. Más. Más. ¡Más! ¡Más! ¡Para que revientes! ¡Para que sepas quién soy yo!

El aire silbaba en el cruce centellante de la correa que se aplastaba contra el cuerpo esmirriado del infeliz.

—Pare, jefe —le advirtió Hormiguita sujetándole el brazo—. Puede morirse. Es muy viejo.

—¡Mejor! —aulló Donato extasiado, fuera de si.

—Nos traerá complicaciones —Hormiguita no le soltaba el brazo.

—¡Apártate, idiota!

—Mejor nos vamos, jefe.

—¡Maricas! ¡Son todos unos maricas!

55

EPÍSTOLA

Querido tío:

He leído con atención y respeto tus cartas. Coincido en mucho. Pero nos enfrenta la interpretación que damos a este o aquel aspecto de la doctrina.

Un sector de nuestro clero se ha anquilosado y prefiere seguir el camino más fácil, el que se evade tras el gesto litúrgico. Esto es fariseísmo. Dios no quiere actos mecanizados ni objetos desprovistos de contenido. Dios busca la persona, que se expresa a través del culto. El culto que no se acompaña de una vida igualmente limpia, aunque encandile por su fasto, repugna. Es más importante una vida cristiana que esporádicos gestos cristianos; sólo con lo primero se puede dar al culto su excelso y profundo significado.

Jesús nos ordenó mezclarnos con la gente "como me envió mi Padre, así os envío a vosotros". Mas predicar no sólo significa aumentar el número de fieles que se habitúan a venir a la Iglesia, sino cristianizarlos, mejorarlos, enseñarles a hacer de sus vidas una auténtica imitación de Cristo.

Cristo, tío, no gastó muchas palabras ensalzando el derecho de propiedad. Como ejemplo. Él no fue propietario. Él, dueño del Universo, se presentó como el más pobre de los pobres. Su encarnación no vino envuelta en láminas de oro, sino en enfática complicidad con los oprimidos.

Creo que insistes demasiado en ese "derecho natural" que es la propiedad, postergando derechos naturales más importantes. Defender mucho la propiedad es defender algo a los ricos, ¿verdad? Sin embargo, Jesús dijo: "Bienaventurados los pobres, porque suyo es el reino de Dios" (Lucas, VI, 20).

Los bienaventurados no son los propietarios, ni los hartos, ni los felices, sino los hambrientos materialmente. Para los ricos tiene otras palabras, así como para los que les adulan y apoyan, simbolizados en los escribas "Guardaos de los escribas, que quieren andar con ropas largas y aman las salutaciones en las plazas y las primeras sillas en las sinagogas y los primeros asientos en las cenas" (Lucas, XX, 46). No se trata de que los ricos sigan siendo ricos y los pobres sigan siendo pobres porque Dios, desde la época de Babel, enseñó que no gusta de la uniformidad. Esto también es farisaico, tío.

Me aconsejas que no sueñe con enriquecer a los pobres, que sea solamente un pastor que cuide almas y las purifique con los instrumentos de la religión. Que no me adhiera a esas multitudes que por un plato de lentejas (o sea, la propiedad terrenal) venden al cielo. Pero, tío, nuestra vida en la tierra es muy importante. Es tan importante que de ese breve lapso que casi nunca pasa de cien años, depende toda la vida eterna. ¿No es hipocresía pensar que la vida eterna se logra con sólo cumplir algunos preceptos rituales? ¿Puede un sacerdote como tú tranquilizar a un pequeño sector de su feligresía que se revuelca en la abundancia de un oro bien o mal habido, mientras la mayoría de sus hermanos padecen hambre y frío, diciéndoles que si pagan el salario justo, asisten a Misa y se confiesan una vez al año, están en armonía con Dios? ¿Puedo yo enseñarle a un padre que no tiene con qué comprarle un medicamento a su hijo que no es lícito violar el derecho de propiedad? Durante mucho tiempo en la parroquia de San José les pedía que rezaran, que rezaran. Pero Cristo seguramente les habría dicho otra cosa...

Ni el derecho de propiedad, ni la legitimidad de las autoridades permiten a un cristiano aceptar las injusticias que le queman su conciencia. La propiedad desprovista de su significado social asquea al Señor. ¿No recuerdas las frases de los profetas? "Escuchad esto, vosotros que oprimís al pobre y decís: ¿cuándo pasará el mes y venderemos el trigo, y la semana y abriremos los alfolíes del pan, y achicaremos la medida y aumentaremos el precio y falsearemos el peso engañoso, para comprar a los pobres por dinero y a los necesitados por un par de zapatos?"

De la boca de los profetas salen llamaradas de fuego. Dios está indignado por los caminos torcidos de los hombres. Cumplen con los ritos y le exigen recompensas. Ayunan para obtener ganancias. "¿No es antes del ayuno que yo escogí, desatar las ligaduras de impiedad, deshacer los haces de opresión y dejar ir libres a los quebrantados y que rompáis todo yugo? ¿No es que partas tu pan con el hambriento y a los pobres errantes metas en casa, que cuando vieras al desnudo lo cubras y no te escondas de su carne?" La justicia social es la condición primera de un mundo auténticamente religioso.

Las autoridades no siempre merecen respeto y obediencia, aunque la Iglesia enseña que toda autoridad proviene de Dios. Esa autoridad la suelen ejercitar hombres que no responden a los santos mandamientos. Una autoridad imperial (Poncio Pilato) hizo ejecutar los deseos de una autoridad civil (Herodes) y una autoridad religiosa (Caifás). Esas tres autoridades "legítimas" para la cosmovisión de cierto cristianismo asesinaron a Cristo. Durante siglos la Iglesia respetó a los reyes y se comprometió con los príncipes. Por defender la autoridad terrenal de quienes no la tenían moralmente, disminuyó su propia autoridad. ¿No sugeriste que me bautizaran Samuel? Pues ¿debo reproducir lo que dijo Samuel de los reyes? "Tomará vuestros hijos y pondrálos en sus carros. Y se elegirá capitanes de mil y capitanes de cincuenta: pondrálos asimismo a que aren sus campos. Y sieguen sus mieses, y a que hagan sus armas de guerra y los pertrechos de sus carros. Tomará también vuestras hijas para que sean perfumadoras, cocineras y amasadoras. Asimismo tomará vuestras tierras, vuestros vinos y vuestros olivares y los dará a sus siervos" (I Samuel, VIII, 11–14).

56

Olga sigue entusiasmada
con la iglesia de la Encarnación. El Dr. Bello casi ni le habla, indignado. Confiaba que ingresaría en el Partido. A hora por el contrario, en el Partido tiene que defenderse de los reproches sobre la conducta de su hija.

Olga dedica varias horas por día a esta nueva actividad. Ha colaborado en la organización del censo estudiantil. Gracias a los datos que se obtuvieron, los curas han podido extender una notable red, manteniendo informado de sus actividades a casi todo el estudiantado. En verdad, dentro de esa iglesia se ha montado un formidable aparato de comunicación. En las habitaciones contiguas al templo las máquinas de escribir no cesan de teclear y un mimeógrafo imprime millares de hojas diarias. Las sesiones de catequesis universitaria congregan multitudes de jóvenes. La iglesia ya no parece iglesia, sino un abovedado salón de debates. Los temas son cada vez más audaces y la mayoría son propuestos en las mismas reuniones, por voces que parten desde cualquier punto de esa masa juvenil, sin ninguna clase de restricciones.

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