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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, Relato

La cruz invertida (15 page)

BOOK: La cruz invertida
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—¿No quieres oírme?

—¡Pero sí, Olga! Sólo que causa gracia tu adhesión.

—¡Entiende que están en una actitud radical, comprometida, que pisan en la tierra!

—¡Entonces son marxistas!

—No. Son cristianos que han recuperado el sentido de Cristo.

—Pero Olga... No me puedes venir ahora con eso. ¿Te has vuelto creyente?

—Es distinto, Néstor. Es distinto —movió las manos con gesto suplicante.

—Si hablas de Cristo, estás al borde de la conversión. No me digas que lo haces porque ha sido un revolucionario. Para ejemplo tenemos muchos bastante más eficaces que Él, o por lo menos que no fueron empleados como banderas de agresión. A Espartaco no lo pasean en procesiones ni en su nombre colonizaron nuevas tierras.

—Si no estás dispuesto a oírme, es mejor que hablemos de otra cosa.

—Estoy harto de iglesia, misas, obras de caridad y curas gordos, ¿entiendes? Estoy tan harto que no soporto ni a los curas flacos, ni a las iglesias sin misa ni las misas sin iglesia. No me importa la forma en que lo sirvan. Esa comida me produce vómitos.

—Está bien...

—Santos, vírgenes, limosnas, confesión, bautismo, sacramentos...

—No sigas.

—Extremaunción, orden sagrado, "Magníficat", adviento,
Et cum spíritu tuo
.

—¿Piensas recitarte el diccionario católico?

—Eso es lo que no quiero más.

—Muy bien.

Hicieron una pausa. Sus ojos vagaron en direcciones opuestas hasta que, voluntariamente, se enfrentaron.

—Y... ¿en qué se diferencian estos curas? —preguntó él.

Olga sonrió.

—En el aspecto exterior, como sabes, uno es gordo y otro flaco, uno viejo y el otro joven, uno viste sotana y el otro no.

—¿En lo interior?

—Lo captarás personalmente. Mañana iremos a misa.

—¿A qué?... No, gracias; ya mi madre me hizo tragar bastantes hostias. No me caen bien: constipan.

42

LEVÍTICO

Una multitud elegante, que exultaba perfumes y lucía ropas de fiesta, se aglomeraba frente a la iglesia de Cristo Rey, la única, además de la Catedral, a la que solíamos concurrir. Aparcamos el auto a una cuadra, en una playa de estacionamiento, y caminamos lentamente por esa vereda sombreada con tilos. A derecha e izquierda repartíamos saludos. A veces mis padres continuaban saludando en el interior de la nave, moviendo la cabeza, bajando los ojos o, si era alguien importante, agitando muy suave y elegantemente la mano para darle más acento al contacto.

Mamá abrió sobre mis rodillas el Misal bilingüe, con tapas plateadas y una cruz de oro, que me regaló en un cumpleaños.

Consiguió que me interesara más en el culto. Por ahí me perdía: es difícil seguir la lectura en latín. Pero los gestos del celebrante, las intervenciones del diácono, la lectura bíblica, el sermón, me servían de hitos. A veces el sermón se tornaba interesante, cuando aumentando el volumen de su voz, el sacerdote descargaba amenazas contra los pecadores. Eran estampidos que emitía desde el pulpito como un cañón, anunciando posibles castigos, mucho más dolorosos y sangrientos que los descritos en mis libros sobre pieles rojas y corsarios. Otras veces el sermón era muy complicado, lleno de citas que no tenían nada que ver con lo que deseaba explicar. Ese día habló sobre una higuera que se había secado y no daba más frutos. Que así había ocurrido con los judíos y todos aquellos que se mantienen alejados de la Iglesia. Que nadie podía salvarse sin Jesucristo y que sólo los cristianos que concurren a misa, que cumplen devotamente, puntualmente, con los preceptos de la religión, podían lavarse de los pecados que infectan al mundo y conseguir su acceso a la vida eterna.

La Misa prosiguió como de costumbre. Ya no tenía novedades para mí.

El sacerdote levantó la dorada patena sobre la cual, destacando su albura, yacía la Hostia.
Súscipe, sánete Páter, omnipotens aeterne Deus, hanc inmaculátum Hóstiam...

Mi Madre golpeó suavemente con el codo a papá. Él no se dio cuenta. Ella repitió los golpecitos y papá, vacilando, por fin la miró. Mi madre apuntó con el mentón hacia adelante, en diagonal. Miré también y sólo vi gente, mucha gente.

El sacerdote echó en el Cáliz un poco de vino con unas gotas de agua.


Deus
—se persignó—
qui humanae substantiae dignitátem mirabíliter condidiste...

—¿Qué?... —susurró papá.

—Mírala a ella —indicó cuchicheando.

Ofreció ahora el Cáliz.

Offérimus tibi, Dómine, cálicem salutaris deprecantes dementiam.

—¿Qué tiene? —preguntó papá.

—¡Sssiitt!...

Bajé los ojos al misal bilingüe.

"Recíbenos Señor, animados de un espíritu humilde y de un corazón arrepentido; y tal efecto produzca hoy nuestro sacrificio en tu presencia, que del todo te agrade, ¡oh Señor y Dios nuestro!"

El sacerdote, bendiciendo las ofrendas, continúo.

Veni sanctificátor omnípotents aeterne Deus et bene
—se santiguó—
dic hoc sacrifícium tuo sancto nómini praeparátum.

Bendijo al incienso.
Per intercessiónem beati Michaeli Archángeli...
y empezó a incensar las ofrendas
Incénsum ístud a te benedíctum...
y una nube olorosa se desplegó. Y luego incensó al Crucifijo y al altar.
Dirigátur, Dómine, oratio mea sicut incénsum...
y entregó el incensario al Diácono.
Accendat in nobis Dóminus ignem suis amoris...
y el diácono incensó al celebrante y a los ministros: sus ropajes vistosos apagaron el brillo tras la niebla. La niebla se amplió en gigantescos e incorpóreos lóbulos hasta el clero. Por último, con tres golpes, el turiferario incensó a la multitud, para que todos se adhieran entre sí, como partes de un solo cuerpo.

—¿No la reconoces?—insistió mamá.

El sacerdote besó el altar, se volvió hacia el pueblo y abriendo y cerrando los brazos, invitó a la oración
Orate fratres...

Mamá percibió que yo seguía sus gesticulaciones. Simulando indignación, me obligó a leer las palabras que brotaban desde todas partes, como el fragor de una catarata. Moví los labios diciendo sólo ¡aaahhh...! mientras leía en castellano: El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su nombre y para nuestro provecho y el de toda su Santa Iglesia, Amén.

—Estoy segura... Ese rosado que le brota de las mejillas... ¡Pobre hombre!

—Bueno, cállate. Hablaremos después —se fastidiaba papá.

El celebrante tomó la Hostia con ambas manos. Por la feligresía corrió una oleada de tensión: se llegaba al momento culminante.

Qui pridie quam paterétur.
Elevó la Hostia para adorarla él y ofrecerla a la adoración de todos los presentes. Un profundo y prolongado silencio tensó el aire. Después asió con ambas manos el Cáliz.
Símili modo postquam coenátum est...
para la adoración de todos y mis padres callaron, fijando sus miradas en el milagro inminente.

HIC EST ENIM CÁLIX SÁNGUINIS MEI, NOVI ET AETERNI TESTAMENTI.
Mystérium Fidei qui pro vobis et pro multis effundétur in remissiónem peccatórum.

Y mientras el sacrificio proseguía, ya en presencia viva y gloriosa de Cristo
Haec quotiescumque facéritis, in mei memóriam facietis.

—Fíjate cómo simula contrición.

Súpplice te rogamus, omnipotens Deus...

—No entiendo por qué él no reacciona.

"Por Él y con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en unión con el Espíritu Santo, se dirige todo honor y toda gloria."

"Por todos los siglos de los siglos. Amén."

—Lo tiene merecido —cuchicheaba mamá.

Corpus tuum, Dómine,
Tu Cuerpo, Señor, que he comido y tu sangre que he bebido, se adhieren a mis entrañas; y haz que ni mancha de pecado quede ya en mí después de haber sido alimentado con un santo y tan puro Sacramento: Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Así sea.

—Pero ella no tiene perdón. Es un escándalo de mujer.

Dóminus vobíscum.

Et cum spíritu tuo.

—¡ qué coraje: presentarse en Misa!

—¡Sssiitt!...

Dóminus vobíscum.

Et cum spíritu tuo.

Ite, missa est.

Deo gratias.

—Vamos a saludarlos.

—¿A hora?

—Sí, en el atrio.

Me tomaron de la mano, empujamos un poco. Las mujeres se besaron en las mejillas, los hombres estrecharon sus manos. Ella, con esa amable sonrisa que no le gustaba a mamá, revolvió con sus dedos mi cabellera.

43

AMOS

Busqué a Olga y fuimos a la iglesia de la Encarnación para conocer esa nueva forma de cristianismo. En el pórtico, rodeado por numerosos jóvenes, departía el padre Torres. Al ver a Olga, extendió su mano. Ella me presentó.

—Es un no creyente —le advirtió.

—¡Bien venido! —exclamó el cura—. Enseguida comenzará lo misa. Si prefiere, puede esperarme en el estudio hasta que termine; así charlamos.

—No —intervino Olga—. Viene a misa.

El sacerdote calló un instante, asociando ideas. Luego añadió
:

—Me halaga entonces.

Otros jóvenes interfirieron con preguntas. Torres miró su reloj
:

—Permiso —dijo—. Debo vestirme. Es hora.

Cerca de la salida estaba la pequeña sacristía. El cura se quitó el saco, acomodándolo en el respaldo de una silla. Tomó el amito y se cubrió los hombros y parte de la espalda. Luego plegó el alba, la pasó por su cabeza y extendió a lo largo de su cuerpo, hasta los pies. Con el cíngulo encordado ciñó el alba. Por último alzó la estola de seda y la calzó sobre la nuca, dejando caer su extremo hacia adelante. Mi madre no sólo me obligó a frecuentar las misas sino que contrató un sacerdote para que me catequizara. Tenía bastante bien memorizado el ajuar del celebrante para descubrir que Torres no usaba ciertas prendas ornamentales como el manípulo, que cuelga del brazo izquierdo, la casulla y el bonete.

La iglesia estaba llena. Muchos permanecían en pie detrás de los bancos. El padre Torres avanzó por el centro de la nave.

"En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo."

"Yo entraré al altar de Dios."

"Hasta Dios, que alegra mi juventud."

Las frases de siempre, la liturgia inconmovible, hipnotizante, que antes oía en latín sin entender, se celebraba en castellano, de frente a los fieles, sin monaguillo, sin abundancia de genuflexiones ni golpes en el pecho, ni olores de incienso.

"Purifica mi corazón y mis labios, oh Dios todopoderoso, Tú que purificaste con una brasa los labios del profeta Isaías, y dígnate por tu misericordia purificarme de tal modo que pueda anunciar dignamente tu santo Evangelio. Por Jesucristo Nuestro Señor, así sea."

Los fieles se pusieron de pie.

"Continuación del Santo Evangelio según San Mateo."

"Glorificado seas, oh Señor."

"Capítulo 6: Cuídate de hacer tu justicia delante de los hombres, Para ser visto por ellos: de lo contrario no tendrás merced de tu Padre que está en los cielos. Cuando haces limosna, no hagas tocar trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las plazas para ser estimado de los hombres, de cierto digo que ya tienen su recompensa. Mas cuando tú haces limosna, que no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre, que ve en secreto, te recompensará en público. Y cuando oras no seas como los hipócritas, porque ellos aman orar en las sinagogas y en los cantones de las calles en pie, para ser vistos por los hombres,— de cierto digo que ya tienen su pago. Mas tú, cuando oras, éntrate en tu cámara y, cerrada tu puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en secreto, te recompensará en público. Y orando, no seas hastiante como los gentiles que piensan que por su parlería serán oídos. No te hagas, pues, semejante a ellos porque vuestro Padre sabe de qué cosas tienes necesidad antes que pidas."

"Palabra del Señor."

Llegó el momento de escuchar al padre Torres. Era lo que realmente me interesaba.

—Cuando nos reunimos en el templo, no es sólo para orar al Señor —empezó comentando al Evangelio—. Para orar al Señor "éntrate en tu cámara y, cerrada tu puerta, ora al Padre, que está en secreto". Nos reunimos para que cada hijo de Dios esté junto a otro hijo de Dios, para solidarizarnos, unirnos y apoyarnos. Dios abomina la justicia estruendosa y la limosna pública porque esa justicia y esa limosna no está motivada por el afán de servicio, sino por la ambición, la vanidad y el egoísmo. ¿Qué sentido tendría aglomerarnos aquí y fijar nuestra mirada en el altar, ajenos al vecino como si estuviéramos en un cine? Para eso hubiéramos permanecido en nuestra cámara. Estamos aquí para recordar que somos iguales ante el Padre, que somos hermanos, que nos debemos mutuamente, que por cada uno que tenemos al lado Cristo derramó su sangre.

El sermón ya destilaba una fuerza genuina. Olga me contemplaba de soslayo para conocer mi impresión. Aún no quería expedirme.

—Dios abomina el boato —prosiguió Torres—. Muchos reyes hicieron labrar una cuna de oro para sus niños, pero el Rey del Universo hizo nacer a su hijo en un corral, proveyéndole de una calefacción a guano. Eligió para su Hijo un pueblo pequeño y oprimido, no una nación poderosa, de fuertes ejércitos e invencible armada. Su venida fue anunciada por profetas inconformistas y rebeldes, que condenaban la opulencia y exigían con voz ignívoma la justicia social. Allanó su camino un hombre que vestía harapos, que no respetaba la autoridad legítima de Herodes, que se llamó Juan Bautista porque lavaba con agua del río y despreciaba la majestuosidad del Templo y la pompa de sus sacerdotes.

Torres hizo una pausa. Sus labios esbozaron una sonrisa irónica.

—¿En qué familia hizo Dios ingresar a su Hijo? ¿Una familia adinerada que cultivaba relaciones ilustres, practicaba deportes selectos, organizaba magníficas veladas, asistía en dorados carruajes al Templo y era atendida por una legión de sirvientes? ¿Cuando mayor le eligieron amistades honorables, cultas y distinguidas?

No pude contener una velada exclamación.

—¿Cómo honró Cristo a sus apóstoles? ¿Los vistió con sedas, engalanó con púrpuras y dignificó con anillos de zafiro? ¿Cómo entró el Mesías a Jerusalén? ¿Sobre una silla gestatoria, cubierta la calle con alfombras y rodeado de guardias? ¿Qué previsiones adoptó para su muerte? ¿Compró un destacado panteón en la necrópolis y ordenó un entierro de primera clase?

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