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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, Relato

La cruz invertida (10 page)

BOOK: La cruz invertida
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La gritería se apagó. La mujer, semidesnuda, se agitaba en un incontrolable zollhipismo, como una criatura desamparada e indefensa, sujetando ahora ella, como a un madero de salvación, las manos sucias, abiertas y cansadas del sacerdote.

30

RUTH

Desde niña dirigió mis lecturas. Con aparente espontaneidad caían en mis manos revistas y libros de complejidad progresiva, siempre acordes con mi desarrollo intelectual, que no sólo ampliaban mis conocimientos, sino mi amor por el hombre, por la libertad y la ciencia purificada de mitos. Encendieron mi aversión por la injusticia y la esclavitud, especialmente la contemporánea, encubierta y eufémica. Avanzaba sobre una espiral, girando alrededor del mismo fundamento, aunque en niveles más altos e intrincados. El tío Tom y Espartara, el 1 de mayo y el 7 de noviembre actuaban como hontanares caudalosos. Papa me hablaba de los pobres como de la gente más limpia y sana, con quienes debíamos identificarnos porque su liberación nos liberaría a todos. En ellos estaba el futuro, en ellos se acumulaban las potencias de una sociedad superior. Los pobres adquirieron en mi imaginación el carácter de seres maravillosos, parecidos a los de los cuentos, como si fueran una versión colectiva de la Cenicienta. Trataba de identificarlos en las ilustraciones de mis libros, habitando en casitas de chocolate junto a hermosos bosques donde acechaban los ogros.

Mamá me empezó a llevar a ciertos mítines partidarios. Allí se comía y rifaban objetos para recaudar fondos. A veces papá presentaba a una descollante figura y otras veces la figura descollante era él. Yo oía con embeleso sus discursos y admiraba la temible fuerza que se proyectaba desde su puño enardecido.

Tanto insistí, que consintió en hacerme conocer las villas miserias. Allí nos sentamos en bancos destartalados y malolientes para conversar y compartir un poco de vino, algunas galletas e incluso una sopa espesa y asquerosa. Los pobres se alegraban con nuestra visita porque papá les demostraba que se sentía muy a gusto con ellos. Me atendían con esmero, formulándome preguntas, alabando mi dorada cabellera, celebrando cualquier frase de circunstancias que pronunciara. Yo era "la hija del Doctor". Papá era "el Doctor", infundía respeto, le oían mirándole a la boca, dispuestos a atrapar cada sonido como si fuera una joya. Resultaba una hermosa aventura pasarse dos o tres horas en esas chozas: era como jugar a los expedicionarios, arriesgarse a convivir un rato con caníbales amigos. Porque después volvíamos a nuestro departamento, como si pasáramos de un mundo a otro. Nos dábamos un copioso baño, vestíamos ropas limpias y fragantes y nos sentábamos a la mesa, bien decorada y bien servida.

Que nuestra conducta en las villas miserias era forzada y artificial resultaba evidente, aunque aún no hubiera adquirido conciencia de ello. No eran lo mismo, por cierto, las reuniones en esas chozas, con galletas de grasa y vino ordinario, que las veladas en nuestro departamento o en la regia mansión de don Joaquín Sáenz de la Mallorca. Aquí se recitaban los últimos poemas llegados de los países socialistas, se hablaba de política, se criticaba al Gobierno o se escuchaban las impresiones de viajes que traía algún camarada al regresar de una gira, en un ambiente confortable, bebiendo licores importados o saboreando délicatesses.

En ciertas ocasiones se reunían solamente los mayores, rodeándose del más enigmático hermetismo. Otras veces, cuando se trataba más bien de encuentros sociales, participábamos los chicos. Jugaba entonces con los hijos de ese afortunado industrial que era don Joaquín Sáenz de la Mallorca o con los hijos de otros distinguidos camaradas médicos, abogados o comerciantes. Todos ellos habían sido pobres en tiempo pasado, pero a diferencia de muchos —me explicaron—, continuaron fieles a sus ideales de juventud. Contribuían con el Partido, económica y personalmente, terminando incluso en la cárcel. Formaban un círculo íntimo y cómplice, no sólo de camaradas, sino de amigos. Solían concurrir juntos a las recepciones en las embajadas socialistas y las mujeres se consultaban sobre las ropas que debían vestir.

A medida que tomaba conciencia del ideal que impulsaba a mi padre y a medida que ese ideal iba haciéndose carne en mí, comencé a ser más exigente. La admiración y el amor que le profesaba, no me impidieron colocarlo en aprietos, ponerlo seriamente a prueba y disfrutar de sus vacilaciones.

Visitación, nuestra buena, gorda y renegrida cocinera, provenía de una villa miseria que solíamos visitar. Allí nos atendían con máxima cordialidad y afecto. Pregunté a papá qué diferencia había entre una sirvienta y los proletarios.

—Ninguna —respondió con extrañeza.

—Entonces ¿por qué Visitación no come en la misma mesa con nosotros?

Tuvo que pensar la respuesta y habló más de una hora para explicarse.

31

HECHOS

El padre Agustín Buenaventura aflojó sus músculos. Se sentía cansado y viejo, más viejo que su Obispo. Estiró pesadamente las piernas y dejó caer los brazos. La silla crujió: de ella colgaba su cuerpo, como una enorme y oscura marioneta abandonada. Cejijunto, se concentró en un grupo de manchas que se destacaban sobre el embaldosado. Repasaba los acontecimientos del día. "El Gran Día", como solía anunciarlo solemnemente monseñor Constanzo. Había llegado gracias a los mensajeros y mensajes que le enviaba con creciente insistencia. "La peregrinación está lista: apúrese." "He depositado en sus manos el santuario de la diócesis." "Van demasiado lentos, acelere, termine de una vez." El santuario de la diócesis... Su obra magna... La inolvidable peregrinación inaugural... Desde que llegó a la Villa del Milagro no le dejaron pensar en otra cosa.

Hasta allí deambuló un grupo de niños. Se los buscó infructuosamente durante angustiosas semanas. Seguro que los asesinaron los indios o devoraron las fieras. En el mejor de los casos murieron de hambre y sed. Una columna de exploradores, ya sin esperanzas, continuó avanzando hacia el oeste, impulsada por una extraña intuición. La tierra árida y el sol inclemente tornaron ilusorio un rescate. Pero la columna no se detuvo. La Virgen protegió a los niños: abrió un manantial entre las rocas y los alimentó. Fueron encontrados sanos y salvos. Sus familias dieron gracias al Cielo y construyeron una iglesia junto al prodigioso manantial. Las generaciones sucesivas veneraron los muros gruesos y añosos del santuario. Los remodelaron, mejoraron, fortificaron y ampliaron. A la vera del templo nació una población: Villa del Milagro. Los campos fueron arados. Estalló el júbilo del trigo y el maíz. Era una comarca bendita. Y los que hicieron fortuna emigraron a la capital, conservando las tierras por devoción.

El padre Buenaventura llegó a la Villa del Milagro para cumplir una tarea específica. Toda su vida fue un cura de campaña, medio indio y medio diablo, que sabía tratar con los salvajes y los blasfemos. Llevó el Evangelio hasta donde no se atrevían a penetrar los soldados. Enseñó y aprendió. Decía que, fundamentalmente, aprendió, porque lo que enseñaba no era suyo, sino de Cristo.

Su piel negra se tornó más negra. Los indígenas le aceptaron como uno de los suyos. Fue trasladado a diversas "zonas difíciles", sin que trascendiera demasiado su obra. Sólo Dios conoció sus sinsabores y sus llagas. Cuando recibía la orden de partir, alzaba sus escasas pertenencias y algunos recuerdos inútiles, montaba sus cien kilos en un caballo o una muía y partía otra vez.

Monseñor Constanzo, consciente del vigor espiritual y físico que se concentraba en Buenaventura, decidió confiarle la conclusión de la obra que coronaría su episcopado. En una breve entrevista le transmitió sus instrucciones. El curtido sacerdote, que pasó más de treinta años en zonas apartadas de la civilización, opinó humildemente que esa tarea desbordaba su capacidad. Rápidamente, le explicó que sabía tratar con analfabetos y delincuentes, pero no entendía una letra de arquitectura. El Obispo le tranquilizó y despachó.

En Villa del Milagro vivían 800 personas. Buenaventura caminó por sus cortas calles polvorientas. De las miserables chozas se asomaron niños semidesnudos y perros, alborotándose. A cada paso crecía la mole del templo. Ya se le veía desde todas partes, como un monstruo prediluviano que intentaba eclipsar al sol. La aparición del nuevo párroco sacudió a la aldea. Mujeres andrajosas y hombres con calzados rotos siguieron a los niños y a los huesudos cuzcos. Una espontánea procesión se organizó tras el sacerdote. Pronto fueron muchas docenas de personas las que se compactaron a sus espaldas, como una capa gigantesca y bulliciosa. El sacerdote se detuvo frente a la majestuosa escalinata. Elevó sus ojos lentamente, como acariciando el labrado pórtico de bronce, la imponente fachada y, más arriba, la efigie colosal de la Virgen. De ambos costados le llegaban exclamaciones sobre la belleza del templo. El pueblo estaba orgulloso de su joya y se la mostraba exaltado, a gritos. El cura asintió varias veces con la cabeza y empezó a subir la escalinata. El pueblo le siguió, silenciándose espontáneamente a medida que llegaba a la nave.

En el interior, varios hombres trepados en andamios reparaban altares, columnas e imágenes. La amplitud de la iglesia sobrecogía. Los obreros dejaron de trabajar. La multitud empujó a Buenaventura hacia el pulpito de madera, con incrustaciones de marfil y oro. Desde allí contempló la enorme cúpula, sostenida por sólidas columnas corintias que dividían ventanales desde donde se derramaba una lluvia de luz coloreada. La espaciosa nave era un juego exuberante de curvas, contracurvas y volados. Una profusión de mármol, madera y bronce enmarcaban gigantescos frescos que relataban los prodigios de la Virgen. Imágenes, capillas, guirnaldas de plata, estucados y mosaicos mezclaban sus estilos para lograr una abigarrada y densa atmósfera de poder y riqueza.

Buenaventura se sentía contraído por esa grandeza palaciega. Bajo su piel temblaban finamente los músculos. Miró al pueblo concentrado respetuosamente y le pareció reencontrarse con sus antiguos feligreses, en alejados valles. Eran tan pobres y desmedrados como aquéllos. Y también muy niños, con esas miradas párvulas y sin malicia. Entonces empezó a hablarles. Les dijo que venía como un simple amigo, para ayudarles. Que Dios desea la felicidad de sus criaturas, como un padre la felicidad de sus hijos.

Las manchas del embaldosado parecían adquirir la forma de un yelmo. Extraño yelmo con plumas en su parte posterior, como los que había en el santuario. Junto a lanzas, espadas y arcabuces del tiempo de la colonia.

Le molestaron esos artículos de guerras en la casa del Señor, mandó a ponerlos en un carro y los vendió. Con esos fondos decidió construir un dispensario. Ésa era su primera obra entre los indios. Y se había automatizado. Como no le alcanzaba, utilizó parte del dinero que le enviaba el Obispo para la iglesia. Aumentó los salarios. Contrató a casi toda la aldea en las obras de ampliación y remodelación. Los ingenieros se disgustaron, los capataces perdían el control. Llamó entonces a los arquitectos y les exigió cambiar ciertos detalles. Se negaron a tocar una línea sin orden escrita del Obispo. Los despidió y llamó a otros por su cuenta y riesgo. El Obispo mandó un observador. Buenaventura era medio diablo y el observador regresó tranquilo. Pero, en realidad, Buenaventura se había encendido como sus antepasados salvajes ante el llamado de la Divinidad. Sobre los planos tachó, volvió a dibujar, borró, corrigió. Sus propios arquitectos hicieron lo que él quería: una iglesia sin paganismo. No en balde se pasó treinta años entre los infieles, evangelizándolos. Odiaba a los ángeles gorditos que se reían de sus niños macilentos. Odiaba a ese Júpiter con corona y cetro que representaba al Padre. Vendió el oro, los marfiles, las imágenes, los cuadros, las túnicas regias. La casa del Señor debía ser tan humilde como la de sus hijos. Pintó las paredes de blanco, de un blanco reluciente. La atención de los fieles ya no se extraviaría en la contemplación de riquezas vanas, sino en un Cristo crucificado, desnudo y doliente, como los habitantes de Villa del Milagro.

Paradójicamente, esos aldeanos se resistían a entender la higiene del templo. Tuvo que explicarles en sermones, personalmente, una, diez y cien veces. Buenaventura tropezó con prejuicios inconmovibles, con supersticiones pétreas. Le resultaba más duro evangelizar a estos bautizados que a los indios. Enronquecía insistiendo que Dios no se ve, no se palpa, que no necesita casa donde guarecerse de la lluvia ni ser comprado con oro para arrojar su bendición.

Monseñor Constanzo, viejo y enfermo, se impacientaba. Quería ver concluida la obra y conducir personalmente la peregrinación. El gran santuario de su diócesis; el sueño de sus últimos años, el magno homenaje a la Virgen.

Llegó el Gran Día. Desde la capital partió la gigantesca caravana.

El Obispo oía las clarinadas de gloria. Centenares de fieles, algunos con los zapatos en la mano, marcharon jubilosamente para rendir culto a la Madre de Dios. En Villa del Milagro, contemplando la iglesia luminosa y limpia, Buenaventura creyó que arribaba al fin de otra batalla. Con la conciencia en paz, confiado, esperó.

Las manchas del embaldosado se metamorfoseaban. Moviendo algo los ojos se les podía imprimir otro sentido, formar otra imagen. Entre los que engrosaban la godible peregrinación se contaban decenas de ex habitantes del villorrio que se radicaron en la capital y solían volver periódicamente en automóvil para visitar sus tierras cultivadas, pagar los salarios, controlar el trabajo y comerciar las cosechas. Las manchas formaban una nube oscura, como la que se cruzó por los ojos de monseñor Constanzo. Fue un momento terrible. Su cuerpo quedó paralizado súbitamente, en medio de un peldaño, apenas pudo observar a través del pórtico el interior del santuario. Porque no quedaba ornamentación alguna; las paredes parecían rasuradas. Buscó con sus ojos al padre Buenaventura: emitía rayos de indignación como el cielo tumefacto de las tempestades.

Buenaventura sabía que eso iba a ocurrir y miró hacia el crucifijo. El Obispo era el Obispo, pero Dios era Dios. El Obispo vivía en su palacio episcopal y no conocía la huerta del Señor. El Obispo practicaba el turrieburnismo y él la caridad. La caridad no es quitar el pan de los pobres para comprarle esmeraldas a la Virgen. La caridad es demoler el Templo, porque en tres días será construido en Cristo, en el hombre, en los hombres. Todos los obispos tendrían que pasarse varios años con los miserables para comprender que un santuario con oro y marfiles es una bofetada al Evangelio.

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