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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (24 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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Urdin extrajo dos candiles de su fardel y alumbró uno, que tendió al caballero.

—No lo necesito, quédatelo. Veo con más nitidez en la oscuridad. Es más, la luz me hace daño.

—Igual que a mi Claire.

—Aunque no por los mismos motivos.

Avanzaron por un alargado pasillo en pendiente, lo suficientemente ancho para que pasara una barrica, y desembocaron en una amplia habitación donde la temperatura reinante era más benigna. Docenas de toneles en hileras recubrían los muros.

—Ya estamos en los subterráneos. Los calabozos tienen que quedar arriba o abajo.

El hombre lobo descubrió una puerta baja, atrancada solo con un madero; la abrió. Un sofocante olor a humedad le oprimió la garganta. Sintiendo una repentina desconfianza, preguntó:

—¿Lo que me habéis contado no será una engañifa, no? Este tipo es un mal bicho, una basura, ¿no? Igual que la mujer, la Anne esa.

—De una execrable maldad, como os comenté. Nunca cometo perjurio. No dudó en entregar la vida de un joven adolescente, su hijo espiritual. Un inocente que jamás hizo mal a nadie. La mujer, sin embargo, es mucho peor, más poderosa. Mucho más.

—¿Por vuestra alma?

—¡Si en verdad tuviera una que mereciera la pena empeñar! Mejor por mi honor, saldrás mejor parado.

—¿Por vuestro honor, entonces?

—¡Por mi honor!

Urdin lo precedía por la escalera de caracol. Una capa de moho resbaladizo tapizaba los peldaños de piedra, prueba de que el lugar no era muy frecuentado.

El caballero murmuró:

—¿Sabes si mi viejo enemigo, el señor de Villanueva, está todavía aquí? Me inclino a pensar que así es: huelo su presencia.

Urdin susurró con indiferencia:

—Ni idea. Lo que sí sé es que vi las huellas de un caballo en la nieve, en una sola dirección, la que lleva a Dame-Marie.

Solo tenía el cerrojo echado una de las puertas claveteadas que se alineaban a lo largo del pasillo. Urdin la abrió sin dificultad.

El hermano Henri se incorporó de un respingo en el jergón. Miró a ojos cegarritas, intentando identificar las dos siluetas que se aproximaban. Una sonrisilla de satisfacción estiró sus labios consumidos; sus mofletes flácidos vibraron complacientes. No lo había dudado ni por un segundo. El caballero negro no podía dejarlo en manos de la Inquisición. Precisaba sus conocimientos.

—Monseñor, qué grata y previsible visita —ironizó Henri—. Estad seguro de que no he revelado nada sobre vuestra existencia a mis interrogadores.

—Mientes, monje —replicó Arnau Amalric con suavidad—. Estoy convencido de que te has creído en la obligación de traicionarme para descargarte, a un bajo precio, de tus pecados. No importa. ¿Previsible, decías?

—En efecto. Nunca la encontraréis sin mi ayuda. A ella, que tanto tiempo lleváis buscando. Pero yo sé dónde se halla… lo que codiciáis.

—Jamás codicio nada. Lo tomo a voluntad.

—Lo cierto es que, sin mí, no podréis tomar nada —le contrarió el monje quien, súbitamente envanecido por su baza, intentó sacar tajada declarando en el tono categórico empleado con un inferior—: Quiero lo que me prometisteis: mi mano y la eternidad. Si no, nunca la obtendréis —amenazó Henri siguiendo con la mirada los gestos de Urdin, que parecía aburrirse con aquella conversación.

El hombre lobo había sacado un lienzo mugroso de su fardel y lo había estrujado entre sus manos hasta formar un gurruño.

—Pobre infeliz —comentó Arnau Amalric agachando la cabeza con tristeza—. Urdin, haz tu trabajo. Un día, muy lejano ya, juré no volver a torturar. Lo juré sobre el objeto que busco. Esa es tu misión: evitarme el último perjurio.

Al saberse vencido e imaginar el horror que se avecinaba, Henri abrió la boca aterrorizado. Urdin se tiró sobre él como un relámpago y le embutió la improvisada mordaza en la boca antes de empujarlo con un violento rodillazo y atarle las manos a la espalda. Acto seguido, el hombre lobo se desvistió con parsimonia mientras explicaba a su presa y a su ordenante:

—Es por las salpicaduras. No puedo regresar a Clairets pringado de sangre de los pies a la cabeza.

—Sabia precaución —aprobó Arnau Amalric antes de salir de la celda cerrando la puerta tras de sí.

Preso del espanto, Henri abrió desmesuradamente los ojos al descubrir el torso, las piernas y los brazos recubiertos de un pelo de más de una pulgada
[*]
de largo. Trató de ponerse en pie, mas una patada fue a dar contra su rodilla haciendo que se desplomara pesadamente sobre la tierra fangosa. Urdin se inclinó y acercó la larga hoja dentada de su cuchillo al rostro rechoncho, desencajado de pánico.

—He desollado a un montón de bestias, que no me habían hecho ningún mal, para hacerme con su carne o su piel. Pero antes de eso las mataba. Eres el primer cerdo al que despellejo vivo. Tenías un trato con él. Yo también. Tú eres mi trato. Cuando hayas tenido bastante y estés listo para desembuchar lo que quiere saber, menea la cabeza.

Urdin colocó a Henri bocabajo de otra patada. Se arrodilló a su lado, asiendo entre sus dos palmas la mano derecha del monje deformada por la artrosis, y la estrujó sin piedad. A pesar de la mordaza, lanzó un alarido amortiguado que murió en llanto.

En el subterráneo, respaldado contra el muro frente a las celdas, Arnau aguardaba. Urdin aún no había recurrido al cuchillo. Aún no se había derramado sangre. La hubiera olido. El olor de la sangre siempre lo acompañaba. No había perfume lo suficientemente fino o incienso lo bastante exótico que lograra ahuyentar ese olor.

«El calor sofocante de aquella mañana. Los contornos difuminados del mundo real. Solo podía percibir una especie de algarabía, horadada a veces por un estridente alarido. La perturbadora sensación de haberse despojado de su envoltura carnal. ¿Dónde estaban las moscas? También habían olido la sangre, allí, unos pasos más adelante. Allí, de donde provenía la algarabía horadada por alaridos. Una mujer gritaba dando sollozos, levantando al pequeño que llevaba en brazos, suplicándole que les perdonase la vida. La sangre, regueros de sangre que alimentaban las cunetas. Un río púrpura».

Detrás de la puerta recomenzaron los alaridos. Arnau lo olió, el olor que desde hacía una eternidad era el suyo: el de la sangre.

¿Cuánto tiempo había fluido, cuánta sangre? ¿Qué importaba? El seboso Henri que nunca quiso a nadie más que a sí mismo no resistiría mucho.

Con el rostro y las manos bermejas, Urdin salió a avisar a su comitente. Del filo de su hoja resbalaban perezosas gotas ensombrecidas por la penumbra del pasillo.

—Le ha dado un soponcio. Le he arreado dos mamporros, pero como si nada.

—Despiértalo. Prosigue, el tiempo apremia. Tiene que confesar. Hemos de marcharnos antes de vigilias.

Urdin obedeció. Arnau Amalric pensó que a su comisionado no parecía afectarle aquel horripilante encargo. Con todo, él mismo nunca cerró los ojos ante los repulsivos cuerpos sometidos a suplicio. En el pasado; eso fue en el pasado, hacía un siglo. A veces el amor se torna brutal. El amor ciego que el hombre lobo profesaba a su Claire anulaba toda repugnancia, todo remordimiento. En su fuero interno, Arnau lo envidiaba.

Otras dos bofetadas pusieron fin al desvanecimiento del iluminador. Su faz estaba bañada en lágrimas y sudor, maculada de sangre. Vio la hoja escarlata aproximarse a sus ojos.

—¿Cuál de los dos te ensarto? —preguntó Urdin.

Con la mirada desquiciada, Henri cabeceó en todas direcciones.

—Mira por donde, ya empezamos a entrar en razón. Te voy a sacar la mordaza. Como te dé por gritar pidiendo socorro te destripo antes de que puedas decir esta boca es mía, ¿te enteras?

Fray Henri meneó de nuevo la cabeza, vigilando el cuchillo a media pulgada de su rostro.

Sin apartar la vista de su víctima, Urdin pasó un brazo por el resquicio de la puerta para indicar a Arnau Amalric que entrara enseguida. El hombre lobo advirtió la curiosa intensidad de la mirada profunda e impenetrable que se posó sobre el obeso pelele ensangrentado que daba vagidos en el suelo. Una intensidad febril, delirante.

—Quiere largar.

—Escuchémoslo pues. Monje, no incurras en el fatal error de mentirme. Mi represalia superará todo lo que acabas de sufrir. Con creces.

Urdin le arrancó la mordaza. El iluminador inspiró entrecortadamente, ávido de aire. Sollozando por el miedo y el dolor, se incorporó como pudo extendiendo las manos atadas por delante, la izquierda con dos dedos amputados. La túnica acuchillada, empapada en sangre, se le adhería al vientre fofo.

—Seréis… maldecidos, por siempre —gimoteó.

—Ese ya es mi caso —sonrió el hombre de negro—. En cuanto al lobo, lo dudo. Su fin es demasiado puro, su víctima demasiado inmunda. ¿Dónde?

—En una de las obras en restauración, en el
scriptorium
. La solución está escrita en clave, solo los iniciados pueden descifrarla.

—¿Qué obra?


De contemptu mundi
, de Bernardus Morlacensis
[106]
.

—Mírame, monje. Tus ojos me desvelarán cualquier argucia al instante.

—Os juro sobre los Evangelios que…

—¡Calla! No empeores más tu situación.

La endrina e inescrutable mirada penetró en la del iluminador.

—¡Ah, monje!, eso no está bien —murmuró Arnau Amalric apesadumbrado—. Te estás callando algo. Yo lo veo todo. ¿Sabes que a veces la muerte puede parecer dulce, como un regalo? Urdin, continúa hasta que este patético gordinflón revele lo que hemos venido a averiguar —ordenó antes de volver a salir de la celda.

El hombre lobo, sin levantar la vista del pelele espantado, amasó serenamente la toalla entre sus manos y se lamentó:

—Te estás equivocando, amigo mío. ¡A mí también me estás sacando de mis casillas! Bueno, después de estos juegos de niños, vamos a ponernos serios —anunció con sorna.

Urdin se arrodilló y le intimó:

—Abre la boca. De todos modos acabarás abriéndola.

—¡No, por el amor de Dios…! ¡Basta! —imploró el monje hipando.

—¿Y dónde estaba tu amor por Dios cuando sacrificaste a tu joven hermano? —soltó el hombre lobo con desprecio.

—Llamadlo de nuevo —suplicó fray Henri—. Lo contaré todo, lo juro por mi alma.

—¡Ah, por fin soltaste el dichoso juramento! —Alzando la voz, Urdin anunció—: Monseñor, ha consentido en cantar para vos.

Arnau Amalric reapareció y espetó:

—Mi paciencia se está agotando. Habla, y no vuelvas a guardarte nada. Habla ya.

Con un hilo de voz casi inaudible, el hermano Henri admitió:

—Cuando… cuando interpreté el verdadero significado del texto, cometí el sacrilegio de arrancar las dos páginas que lo contenían. Las inserté en medio del
Ludus super anticlaudianum
[107]
de Adam de la Bassée, que se encontraba en el
scriptorium
para restaurarle la cubierta, corroída por la humedad. Poco seguro de mi escondrijo, al final arranqué una baldosa, bajo una de las ventanas, y cavé un hoyo donde ocultar las páginas de los ojos de todos.

Urdin dio un paso adelante.

—¡Es la verdad! —exclamó Henri despavorido—. ¡Toda la verdad! ¡Dadme lo que prometisteis!

—Cierto —asintió Arnau Amalric—, lo leo en tu mirada. Tienes razón. Ahora todo será más rápido. Amordázalo otra vez, Urdin.

El hombre lobo se lanzó sobre el monje, que se resistía como gato panza arriba, tratando de propinar torpes patadas a su adversario.

Urdin se irguió, esperando órdenes. La recibida apenas le cogió por sorpresa.

—Sal y aguarda en la primera habitación. No me demoraré. Nos iremos dentro de poco y volverás con tu Claire. —Sonrió e hizo un ademán inclinando la cabeza hacia un lado—. Las historias de amor verdadero me apaciguan. Son tan raras y preciosas.

Un joven monje, pálido cual luna invernal, entró como una exhalación, resbalándose y farfullando, casi desplomándose sobre el alto pupitre de lectura.

—¡Ah, maese doctor, maese doctor…! ¡Qué desgracia! Por favor, por favor… el padre Jacques requiere vuestra presencia de inmediato. ¡Ah, Santo Dios…! ¡Aquí…! ¡Imagínese! ¡En este lugar!

Se apresuró a seguir al joven, intentando igualarle el paso a riesgo de resbalarse en la nieve y romperse alguna articulación. Debía apresurarse.

El novicio lo introdujo deprisa y corriendo en el despacho del abad. El padre Jacques de Liège estaba de pie detrás del escritorio, con las manos cruzadas a la espalda y la mirada perdida. Al ver su rostro hundido, Arnaldo de Villanueva lo supo, antes siquiera de que el abad hiciera el amago de hablar.

—Está muerto, ¿verdad? —inquirió.

El padre Jacques asintió con la cabeza.

—¿Un suicidio, por remordimiento, por deshonor?

—Nada de eso, maese doctor. Un vil asesinato. Un asesinato execrable.

—¡Demonios! —profirió el señor de Villanueva entre dientes—. ¿Cómo no he notado su presencia? ¿Cómo ha logrado llegar hasta fray Henri?

—Lo ignoro, aunque en todo caso lo ha hecho sirviéndose de medios bien humanos. La puerta de la celda estaba abierta de par en par. Las llaves, empero, no se han movido del cinto del carcelero. Todo esto me lleva a pensar que cuenta con un cómplice entre nosotros. Una idea insoportable.

—¿Me permitís…?

—Os lo ruego, necesitamos vuestra sapiencia para dilucidar este misterio. He dado orden de que nadie toque el cuerpo antes de vuestro reconocimiento.

—Sabia precaución.

—Si bien sois médico, preparaos para contemplar un espectáculo abominable. Dudo que pueda sobreponerme algún día. Yo… no tengo palabras para describirlo.

Arnaldo de Villanueva dio la callada por respuesta. Había presenciado horrores cuya mera existencia escapaba a la imaginación de aquel pobre monje. Cuando se trataba de infligir penas y sufrimiento, la inventiva de los hombres no tenía límites. En lugar de eso, le aconsejó:

—Padre, os recomiendo que enviéis al exterior a algunos sirvientes laicos armados de antorchas. Que bordeen la muralla del recinto en busca de huellas de pisadas o de cascos. De ese modo quizás averigüemos su número y, sobre todo, si ya se han marchado.

—Gracias, Dios mío. No es el diablo. Todavía no. Solo los humanos se vengan. El diablo castiga. Infúndeme fuerzas para evitar que culmine su metamorfosis.

Tal y como lo mencionara el padre Jacques, el asesino había accedido a la celda de un modo bien humano. ¿Se trataría de Arnau Amalric o de un esbirro? El médico aún lo desconocía. Fuere como fuere, estaba claro que había amputado dos dedos al hermano Henri para hacerle confesar algo, la ubicación oculta de aquello que Arnau Amalric buscaba con vehemencia desde hacía lustros: la cruz de Béziers. Luego, lo había rematado para llevar a cabo su revancha e impedir que el monje revelara el escondite a otros. Los poderes de su adversario eran pues bastante limitados, contrariamente a lo que sus hermanos de lucha y él mismo tanto habían temido. A la luz de los testimonios recabados con los años, Arnaldo de Villanueva creyó estar enfrentándose a un ángel caído, de implacables poderes y fuerza e inteligencia portentosas. Sin embargo, todo aquello era tan monstruosamente humano, tan ordinario.

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