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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (26 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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Un leve suspiro de alivio le confirmó que había dado en el clavo. Prosiguió:

—Os confieso que no me acabo de creer a pie juntillas la… dulzura angelical de la hermana Cerfaux. Una serie de detalles, de incoherencias, me desconciertan.

Henriette apretó los labios como si intentara contener las palabras. Mary insistió:

—No os oculto que me seríais de gran ayuda si nos revelarais todo lo que sabéis al respecto. Mirad, sabemos con certeza que Rolande Bonnel era un ser bondadoso. Aquel o aquella que la haya asesinado merece ser castigado. —Marcó una breve pausa y añadió en un susurro—: Blanche ya no os puede hacer daño. Ese es vuestro temor, ¿me equivoco?

Henriette asintió. Inspiró profundamente y comenzó a hablar con voz temblorosa:

—Su verdadero nombre no era Blanche de Cerfaux. O en cualquier caso, Blanche no era su nombre de pila…

Mary de Baskerville aguardó con la mirada perdida en los esqueletos vegetales ennegrecidos por el invierno.

—Yo había ingresado ya en Clairets cuando ella llegó. Un día, cuando pretendía alcanzarla, la llamé en voz alta por su nombre; varias veces. Hasta la tercera no reaccionó. Por aquel entonces la consideraba mi amiga. Así pues, lo achaqué a un despiste o un ensimismamiento. Había otras dos novicias que se llamaban Anne. Una de ellas, insegura de su vocación, decidió regresar al siglo. Cada vez que alguien llamaba a alguna de las dos, Blanche levantaba la cabeza buscando en derredor. Fui tan tonta que se me ocurrió comentárselo. El cambio que se produjo en su mirada, en tan solo unos segundos, me dejó atónita. Enseguida volvió en sí y se apresuró a darme una explicación (muy poco convincente) según la cual su adorada hermana, fallecida de manera prematura, se llamaba igual.

—¿Qué visteis en sus ojos?

—Un odio furibundo. Una implacable mirada de serpiente.

—Os lo ruego, continuad, me estáis ayudando enormemente. Llegué a sentirme ruin por obstinarme en enturbiar su recuerdo.

—Por mi figura rechoncha y la redondez de mi cara se piensan que soy boba, señora. Se equivocan. Soy discreta y tan silenciosa que percibo multitud de cosas que las demás no notan… Y soy perseverante.

—Entonces seréis una excelente apoticaria —bromeó la señora de Baskerville, evitando la mirada de la novicia para no intimidarla.

Comenzó a experimentar una ternura inesperada por aquella muchacha que, pese a su enfermiza timidez, mostraba empeño, resistencia y valentía.

—Viniendo de vos, lo tomo como un valioso cumplido, o mejor aún, como un acicate.

—No era un cumplido, sino una constatación. —Mary de Baskerville se arrepintió al instante de sus palabras, que podían interpretarse como un desaire. Así pues, rectificó—: ¡Ah, tan torpe como de costumbre! Carezco por completo de tacto. He de decir en mi descargo que el francés no es mi lengua materna, pues apenas conocí a mi madre. En fin, dejémoslo.

«¡Basta! Para ya. No pienses en ella; te lo prohíbo. Vuelve a lo tuyo». Mary tuvo que hacer un esfuerzo para retomar el hilo:

—Así dichas, mis palabras han sonado a elogio contradictorio, Henriette. Que no os confundan: no creo necesario dedicaros cumplidos, puesto que estoy convencida de que poseéis un talento a la espera de florecer.

—Oh, ya me había dado cuenta, señora. Aunque vuestro tono sea brusco, no importa, ya que vuestra sinceridad es evidente…

A la señora de Baskerville le asaltó una idea descabellada que la dejó perpleja. En el fondo, pese a la disparidad entre sus fisionomías y temperamentos, aquella muchacha hubiera podido ser su hija carnal; al igual que Hermione de Gonvray habría podido ser su hermana de sangre, o su hermano.

—Los tonos pueden resultar sumamente engañosos cuando alguien sabe manejarlos con destreza —continuó diciendo la novicia—. Blanche era una experta en poner tonos, caras, sonrisas y candidez en sus palabras. Las embaucó a todas. Hasta a mí, pero durante menos tiempo, mucho menos. Me percataba a veces del trabajo que le costaba disimular su furia, su ira hacia las demás. ¿Sabéis lo que me abrió los ojos por completo, señora?

—Por favor, contádmelo.

—Fue en noviembre. Nos habían designado a ambas suplentes del establo y de la portería. Aquel día estaban sacrificando a los cerdos para el resto del año. El carnicero y el salchichero estaban ya manos a la obra. Veréis, Dios ha puesto los animales a nuestra disposición para que los utilicemos de manera benévola. También son criaturas divinas. Los criamos y cazamos para alimentarnos y usar su piel. La naturaleza es así. En cambio, maltratarlos por crueldad o incluso indiferencia equivale a desobedecer a Dios.

—Como vos, estoy profundamente convencida de ello —aprobó la apoticaria—. Ellos nos sirven, trabajan para nosotros y nosotros nos nutrimos gracias a ellos. Así y todo, hemos de mostrar nuestro agradecimiento a Dios por ofrecernos Sus criaturas sacrificándolas con la mayor rapidez y causándoles el menor dolor posible.

Henriette hizo un gesto tan espontáneo y desconcertante que a la señora de Baskerville ni siquiera se le ocurrió repelerlo. La muchacha agarró con sus dedos helados la mano de la espigada mujer. Reanudó su relato con un hilo de voz:

—El carnicero había afilado el cuchillo. El puerco estaba tumbado en el suelo, con las patas atadas. Blanche y yo debíamos sostener unas vasijas para recoger la sangre. Empezaron a degollarlo. Señora, sus chillidos eran como los de un niño. Se me hizo eterno. Cerré los ojos, a punto de desmayarme. Cuando los abrí de nuevo, advertí el éxtasis y un inefable placer en el rostro de Blanche. Parecía en trance. Se acercó aún más al animal, salpicándose con su sangre. Fue a propósito. Por favor, creedme. Sus hombros temblaban de avidez, de malsana felicidad. Yo… Dios mío, pensaréis que estoy loca, pero os juro por mi alma que lo que me dispongo a contaros no es fruto ni de mi imaginación ni de una visión distorsionada. Blanche se levantó con el pretexto de vaciar la palangana llena de sangre en el depósito y se santiguó, ¡al revés! —casi gritó la novicia.

Por primera vez desde el inicio de la confesión, la señora de Baskerville hundió su desapacible mirada en los ojos de la chica.

—¿Estáis segura de ello, al cien por cien?

—Que me lleve Dios ahora mismo si es mentira o me equivoco.

—Santo cielo… Es infinitamente peor de lo que suponía. Puesto que vos me habéis ofrecido vuestra confianza, veo justo corresponderos revelándoos lo siguiente: en un principio pensé que el grotesco y monstruoso escenario de la muerte de Blanche no era más que una puesta en escena del asesino, que pretendía despistarnos con pistas falsas, como la de la brujería. Lo que habéis desvelado sobre Blanche demuestra que estaba del todo confundida.

Henriette Masson bajó la vista, y sin tan siquiera advertirlo, estrechó la mano de la apoticaria con gesto atemorizado.

—¿Qué os sucede, querida?

—Yo… eh… nada.

—Os lo ruego, decidme qué es lo que tanto os asusta. Ella ya no puede causaros ningún mal.

—¿Me lo garantizáis? —imploró con voz trémula—. Es que… me lanzó unas horribles amenazas… ¿Y si desde el más allá…?

—Me han amenazado en incontables ocasiones con terribles represalias, tanto sobrenaturales como ocultas, y jamás les he dado la menor importancia. Mi fe se encuentra en otra parte, por lo que soy inmune a las amenazas. Al igual que yo, vos pertenecéis a Dios, solo a Él. ¿Con qué otra impenetrable coraza podríais soñar? —explicó la señora de Baskerville, con una voz tan tranquila y confiada que Henriette recuperó la sonrisa.

—Ella se volvió hacia mí, con los ojos de una lunática en delirio. Se percató de que yo acababa de descubrir su secreto y me hizo una señal con la cabeza de manera irónica. Dos días más tarde, cuando me hallaba en el borde del pozo para sacar agua, me empujó violentamente por la espalda y en el último momento me sujetó de la manga. De no haber sido por eso, me habría precipitado dentro. Como una demente, canturreó mofándose de mí: «Si no te callas, borrega mojigata, te esperan los peores sufrimientos. Si abres el maldito pico, te lo cerraré para siempre. Y ni tus ridículas plegarias ni tus estúpidas genuflexiones podrán evitarlo».

—¿Veis, qué os he dicho? —Mary de Baskerville aprovechó la ocasión para acabar de calmar a la joven—. Si hubiera sido tan poderosa, habría actuado al momento, ¡sin poneros sobre aviso ni intentar amedrentaros! A semejanza de sus congéneres, Blanche se servía del miedo que inspiraba a sus víctimas.

—Me necesitaba —anunció Henriette sin gran convicción.

—¿A qué os referís?

—Ella dormía en la última cama del dormitorio, pegada contra la pared, y yo en la de al lado. Me ordenó que, en caso de que preguntaran, debía asegurar que dormía como un tronco cuando en realidad desaparecía a veces por las noches. —Su pequeño mentón redondo temblequeó y Henriette confesó—: Mentí a nuestra maestra cuando afirmé que Blanche nunca se había ausentado. Ella me aterraba.

Presa de una infinita tristeza, la señora de Baskerville sintió las lágrimas asomando a sus ojos. Fingió interesarse por un punto a lo lejos para disimularlas. Se recobró al momento y declaró con voz firme y dulce:

—Pobre niña, todos mentimos por miedo. —Bajó la voz como si fuera a confiarle un importante secreto—: El método infalible consiste en librarse de él de una vez por todas.

—¿Es realmente posible, señora?

—Por supuesto. Soy la prueba viviente de ello. —Se dio cuenta de que era la primera vez que compartía esa confidencia con alguien—. Os certifico que es una tarea saludable, aunque lenta y laboriosa. No obstante, se logra con una buena dosis de perseverancia y voluntad.

—Oh, señora, vuestra presencia y nuestra conversación me quitan un gran peso de encima. ¡Siempre os estaré agradecida! —exclamó la muchacha.

—¿Qué era ese líquido que vertisteis sobre la frente de Blanche mientras intentabais separar sus manos en posición de rezo? Por lo que tengo entendido, en lugar de orar por ella, le escupisteis en la cara.

—¿Cómo… cómo lo sabéis? —preguntó Henriette alarmada.

La señora de Baskerville murmuró con una sonrisa:

—Las noticias vuelan. ¿Qué me contestáis?

—Era agua bendita mezclada con angélica, para que ese demonio no pudiera regresar. Mi prima, la buena de Adèle Grosparmi, la secretaria de la abadesa, me la proporcionó. La angélica es una planta sagrada. Quería cerciorarme, ¿comprendéis? En cuanto a las manos juntas como si rezara, era inapropiado para un ser tan perverso.

—Estoy de acuerdo con vos. ¿Me habéis contado todo, querida Henriette?

—Hasta el mínimo detalle, señora. No me he guardado nada y me siento reconfortada por ello.

—Cuando la señora de Gonvray y yo misma hayamos esclarecido este misterio y expulsado el terror de estos muros (lo cual no tardará en suceder), sugeriré con todos mis respetos a nuestra madre que me confíe vuestro aprendizaje para iniciaros en la magnífica ciencia de las plantas medicinales y las pociones.

Una carita embargada de emoción se alzó hacia la talluda mujer de tez pálida.

—¡Seré la alumna más aplicada, constante y esmerada que hayáis soñado nunca, os lo prometo!

—No esperaba menos de vos, querida. Más aún: confío en que además seáis una alumna con talento —declaró la señora de Baskerville con expresión solemne—. Ahora regresad. Vuestra maestra debe de estar preocupada por vuestra ausencia; nuestro paseo se ha prolongado más de lo previsto. Por favor, ofrecedle mis excusas. ¡Ah!, y Henriette, no sabéis lo agradecida que os estoy.

—Señora… gracias a vuestra clarividencia y conocimiento de la vida al fin podré dormir de nuevo tranquila. Por otro lado, la ayuda que os he procurado al desvelaros lo que no habría debido callarme por cobardía no es nada comparada con la que acabáis de brindarme. Mi alma queda libre de los horribles tormentos que la mortificaban y además, con el permiso de nuestra gentil madre, podré acceder al universo de las ciencias. Por tanto, soy yo la que os está inmensamente agradecida.

La chica hizo una reverencia y se alejó a saltitos. A la señora de Baskerville le recordó a una niña con zapatos nuevos.

Intentó ahuyentar de su memoria aquella desproporcionada nariz, la frente estrecha de la que nacían unos cabellos rubios y estropajosos, los ojillos redondos y juntos, y la eterna mueca reprobadora y de acusación. Se afanó por espantar el recuerdo de las insidiosas palabras pensadas para engañar, humillar, asesinar; los gimoteos y las lágrimas cuyo único objetivo era subyugar cuando todo lo demás había fallado. Su madre. Isabeau. Mary solo había heredado el azul de los ojos de aquella mujer desprovista de corazón e inteligencia, aunque llena de mediocres convicciones. Dios la había salvado del resto. ¿Y él? Su padre había sucumbido a aquellas interminables cascadas de sollozos, y caía en la trampa fingiendo no darse cuenta. En ocasiones elevaba el tono de voz para hacer creer que aún era dueño de sí mismo; sin embargo, se fue transformando poco a poco en su siervo, doblando el espinazo con total servilismo. Ciertamente, ella era rica y él no, aunque él procedía de un noble linaje. La generosa suma de la dote le había hecho olvidar la fealdad, la perpetua acritud, el carácter taimado y la profunda estupidez de su esposa. Al igual que sus celos enfermizos. En ellos no había amor alguno, ninguna pasión que pudiera explicar y perdonar las pérfidas estratagemas de su madre. Una extraña alquimia de hiel y envidia. Un odio contra todas las que poseían de lo que ella carecía y ansiaba para sí, solo para sí; pues el mundo circundante únicamente existía mientras ella fuera su eje.

Mary de Baskerville buscó una palabra que pudiera resumir a aquella mujer de cuyas entrañas había salido. «Nociva». Suspiró aliviada. Era exactamente eso: un veneno para el alma y la mente. Reprimió una vaga risa de aflicción. ¡Había logrado resistir! Sin duda gracias al terrible ejemplo de aquellos que viera marchitarse y consumirse por el contacto con ella, hasta devenir solo sombras que poco a poco se extraviaban en la oscuridad interior que Isabeau había tejido para ellos. Mortífera. Ávida devoradora de vida y luz. Mary optó por la única escapatoria posible: fingir su misticismo, ingresar en un convento, permanecer con vida; pues los demás perecieron por haber sido privados de vida. Su padre, su hermano, su hermana menor, sin olvidar ese perrillo que su madre arrastraba tras de sí. Ni siquiera él consiguió sobrevivir al hundimiento lento y tenaz que ella urdió.

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