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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (27 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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Un día… Un día se enfrentaría a ella; Mary se lo prometió a sí misma. Un día, con la inclemencia de un juez, enumeraría todos y cada uno de los crímenes que su madre había cometido. Mary la acorralaría, la obligaría a abrir los ojos, a confesar. Un día, cuando las cicatrices de sus innumerables heridas ya no siguieran atormentándola. ¿Llegaría alguna vez ese día? No podía decirlo con seguridad.

Casa solariega de Saint-Aubin-des-Grois,
Perche,
febrero de 1308,
ese mismo día

A
l fin llegaba la noche, la diligente cómplice que nunca lo abandonaba. La noche era serena y templada, el día cruel y colérico. Por el día, los hombres matan. De noche, son incapaces de reconocer al enemigo acérrimo al que hubieran destripado horas antes. Los contornos del día son tan nítidos e imperiosos… No se puede discutir con el día. Os impone sus propias visiones, colores y formas. Os inflige el sufrimiento de la sangre, la vista de esa marea roja que crece en las cunetas de una ciudad abrasada por el sol. Por la noche, la sangre no se distingue; uno casi podría convencerse de que jamás fluyó de cuerpos acuchillados.

Jeanne dormía, al igual que Aude. Bienaventurado sueño el de los bienaventurados. Él, Arnau, a veces sucumbía a una breve inconsciencia que le infundía la esperanza de que, al fin, la muerte no le guardaba rencor. Despertaba sin poder recordar uno solo de sus sueños, aunque con la certeza de que fueron horribles.

¿Qué veía Jeanne?, ¿qué sentía?, ¿qué comprendía? Seguramente no mucho, por deseo propio. Jeanne y su singular belleza: una extraordinaria envoltura sin contenido. Eso no era del todo cierto. Una envoltura ocupada exclusivamente por su hija y la supervivencia de esta. Se había equivocado. Y sin embargo, cuando Jeanne vino a él, implorándole que salvara a Aude, prometiéndole lo inconcebible a cambio, él creyó haber encontrado a la compañera que buscaba desde hacía un siglo. Ella no faltó a su palabra, no vulneró sus compromisos; mas no tenía deseo alguno de suplir el espantoso vacío que él albergaba en su interior. Durante sus cortos periodos de vigilia, ella vagaba con una sonrisa en los labios, respondiendo a las preguntas de Arnau con escuetas frases intercambiables. Tan solo una cosa la fascinaba, la colmaba de dicha, solo una: escuchar la apacible respiración de su hija dormida. Podía pasarse horas enteras a los pies de la cama de Aude, con la cabeza inclinada hacia un lado y los párpados cerrados, deleitada. Aude espiraba, Aude inspiraba. Aude ya no daba gritos. Aude vivía en una plácida noche, con una sonrisa en los labios. Cuando la niña se despertaba, la madre se apresuraba a degustar cada segundo de consciencia de su hija. La abrazaba casi llorando de felicidad, la acunaba como a una recién nacida, le susurraba cariñosos mimos sin cesar. Hasta que Aude volvía a caer en los brazos del sueño.

Arnau Amalric se levantó del sitial esculpido y se acercó al fuego moribundo de la chimenea. Con toda probabilidad, un frío impenetrable reinaba en la enorme sala de estar, tan alargada que los candelabros y los hacheros no lograban disipar las sombras que teñían el fondo de la habitación. Él no lo sentía. Los umbríos muros de piedra estaban decorados con fastuosos retratos. De él mismo. A caballo, frente a la ciudad de Béziers o en España. Todos rasgados. Los jirones de lienzo pendían cual imborrable reproche. Le gustaba haberse desfigurado así, fue uno de los escasos momentos felices de su espera: la hoja de la daga cuarteando su rostro, el recordatorio al óleo de sus pecados, de su exicial arrogancia.

No podía curar a Aude, no más que a aquella Claire a la que el hombre lobo adoraba. En cambio, sí podía adormecerlas y calmar sus sufrimientos. Levantó la tapa del baúl aparador y extrajo del fondo un joyero de plata labrada. Contó con el dedo índice las bolitas de pasta marrón verdoso que quedaban en el interior. Era el opio que compraba a precio de oro. Después de todo, era inmensamente rico, merced al dinero que había hurtado o conseguido con sus enredos. Así, se había hecho con toda la fortuna de Jeanne, aunque esta lo ignoraba. Necesitaba todas esas riquezas mucho más que aquellos a los que había desvalijado. Cuando tuviera entre sus manos lo que tanto tiempo llevaba buscando, la cruz de la eternidad, ofrecería a todos, a modo de resarcimiento, la vida eterna o, al menos, la no muerte, la paz carnal, el fin de la decadencia del cuerpo.

Mañana. Mañana recuperaría el manuscrito donde se escondía el camino que conducía a su fin último.

Por supuesto, Jeanne y Aude deberían partir una vez curara definitivamente a la niña. Seguro que ellas no tendrían ningún inconveniente.

En cuanto a él, liberado de su búsqueda, habiendo logrado su objetivo, procuraría encontrar a su alma gemela, aquella por la que suspiraba desde hacía tanto.

Cerró los ojos y alzó el rostro hacia el techo. ¿A quién se parecería? No, no debía imaginarla. Lo había hecho tantas veces, y tantas veces había fallado… Sin duda, Jeanne sería siempre su desacierto más hermoso. Si bien, no se lo recriminaba a ella. La culpa era de él, de su precipitación y falta de criterio. Su peor error, en cambio, tenía las horas contadas. Anne. Una víbora inmunda, retorcida, podrida hasta la médula. Tan bella, tan perfecta, tan implacable.

—¿Arnau?

Él se giró y sonrió:

—¿Tesoro?

—Aude duerme apaciblemente. ¡Dios! ¡Qué guapa y graciosa está con las manitas cerradas bajo la barbilla! ¡Parece un angelito! Dudo que nada iguale su hermosura. Amigo mío, sé que me repito, pero jamás sabré cómo transmitiros mi infinita gratitud.

—Jeanne, amada mía, tened la seguridad de que el poder veros contenta y henchida de júbilo cuando contempláis a vuestra hija es la única recompensa que deseo.

Ella aún no había atisbado movimiento alguno por parte de su amante cuando él ya le rodeaba la cintura con el brazo. Otra mujer. La única. Más adelante, para toda la eternidad.

Abadía de mujeres de Clairets,
Perche,
febrero de 1308,
al día siguiente

D
esde hacía rato, Plaisance de Champlois observaba en silencio a sus dos hijas apoticarias. La información que le acababa de soltar a quemarropa la hermana Baskerville en relación con el supuesto pasado maléfico de Blanche de Cerfaux, o para ser exactos, de una tal Anne, la había dejado petrificada.

—¿Cómo es posible —murmuró al fin— que alguien consiga engañar a todos de tal forma?

—La única destreza de esos perversos seres es el engaño —replicó Mary con tranquilidad.

—Pero… vos, Hermione… ¿alguna vez sospechasteis el espantoso secreto que tan bien ocultaba?

—Apenas la conocí, madre. Era una novicia y gozaba de buena salud; por tanto, ni siquiera traté con ella para dispensarle mis cuidados. Sea como fuere, aún tenemos una dolorosa espina clavada en el costado.

—¿Solo una? No parece que os preocupe mucho —recalcó la abadesa crispada.

—Si logramos extraerla, las otras caerán por sí solas —insistió Hermione de Gonvray sin perder la compostura—. La mejor estrategia para identificar al o a la asesina sería remontarse al pasado de Blanche… Anne, o quien quiera que fuera. Pongamos que nuestras suposiciones son fundadas y recapitulemos… con vuestro permiso —añadió la antigua apoticaria lanzando una mirada a Mary de Baskerville.

Esta inclinó la cabeza para animarla a seguir.

—Por favor, proceded, estimada hermana y colega.

—Pues bien —retomó Hermione con su voz lenta y grave—, ahora estamos casi seguras de que, de una forma u otra, el asesinato de Blanche fue una venganza. La brutalidad del crimen hace pensar que la falta cometida por la novicia debió de haber sido extremadamente grave, a juicio del o de la asesina. —Hermione marcó una breve pausa. No estaba acostumbrada a hablar tanto tiempo—. El género del asesino aún está por determinar: un solo hombre bien fornido o varias mujeres. Gracias a las revelaciones de la joven Henriette Masson (pues la señora de Baskerville confía en su sinceridad y buen criterio), sabemos que Blanche-Anne no era precisamente el ángel al que todas alababan con fervor. Todo apunta a que era versada en la práctica de la brujería, o al menos de la magia negra.

—Querida Mary, os pregunto de nuevo: ¿no albergáis dudas sobre las confidencias de esa muchacha? —interrumpió Plaisance de Champlois.

—No, madre. Dijo la verdad, y no exageraba.

—Me dan escalofríos solo de pensar que acogimos a semejante reptil en nuestro seno —musitó la abadesa—. Proseguid, Hermione.

—¿Por qué una mujer así, bastante agraciada además, ingresaría en el claustro?

—Para arrepentirse y pedir perdón por sus pecados —probó a decir Plaisance sin convicción.

—¿Mientras seguía santiguándose al revés y manifestando una malsana alegría por el sacrificio de un animal? —inquirió la señora de Baskerville con calma.

—En mi opinión —continuó Hermione—, la señora de Cerfaux se escondía bajo un nombre falso. Ahora bien, ¿pertenecían sus… perseguidores, o enemigos (cualquiera sabe), al siglo o a la Iglesia? Habida cuenta del lugar donde eligió ocultarse, optaría por lo segundo.

—¿La Inquisición?

—Es también una de las dos hipótesis a las que he llegado —aprobó Mary de Baskerville.

—¿Y cuál es la segunda? —preguntó apremiante la abadesa.

—Buscaba algo entre estos muros.

—¿El qué?

—No tengo la menor idea. Es solo una intuición.

Hermione reanudó su discurso:

—La manera de verificar nuestra primera conjetura, la Inquisición, sería por tanto consultar el registro de procesos en curso o de arrestos previstos por el tribunal local del Santo Oficio de Alençon o Angers. Por lo visto, Blanche se hacía llamar Anne. Tomando como punto de partida la fecha en que ingresó en Clairets, estoy convencida de que podríamos dar con ella.

—Salvo que no hallemos pruebas de que alguno de los dos tribunales haya sido requerido para esclarecer su caso. También es posible que Blanche-Anne hubiese recorrido un largo periplo para asegurarse de poner distancia entre ella y sus enemigos. A esto hemos de añadir que, con esta nevada inusualmente pertinaz, ningún mensajero se atrevería a recorrer ni una legua. No todos poseen la determinación del señor de Villanueva para desafiar la tempestad que nos mantiene aisladas del mundo. A propósito, ¿seguimos sin tener noticias de él? —preguntó la anglosajona.

—Me temo que sí —informó la abadesa—. Lo aguardo a pie firme. Esperemos que no haya muerto de frío o lo haya atacado una bestia hambrienta. Según nuestro cazador, se han avistado lobos en los aledaños de las poblaciones vecinas. El venado escasea, por lo que buscan comida desesperadamente.

—Esperemos que así sea —convino Mary con un tono de cortés indiferencia que le valió la mirada reprobadora de Plaisance de Champlois. La personalidad de la nueva apoticaria seguía desconcertándola.

Hermione de Gonvray, a la que la salud de Arnaldo de Villanueva tampoco parecía preocupar en demasía, retomó la conversación dirigiéndose a su colega:

—Vuestras objeciones están justificadas, querida. Por el momento, no disponemos de ningún medio que nos permita seguir la pista del asesino sirviéndonos del pasado de la supuesta Blanche de Cerfaux.

—¿A alguien se le ha ocurrido registrar los efectos personales que dejó antes de tomar el hábito de novicia? —preguntó Plaisance.

Las dos apoticarias se consultaron con ojos interrogantes, con la misma expresión de consternación en el rostro.

—¡Pero seré estúpida! —exclamó la hermana Baskerville con rabia—. ¿Cómo he podido pasarlo por alto?

—Pero seremos estúpidas —rectificó Hermione de Gonvray, que tampoco había caído en la cuenta.

Ambas mujeres se levantaron al unísono. Con repentina urgencia, Hermione anunció:

—Con vuestro permiso, madre, vamos a enmendar esta metedura de pata sin más tardar.

Lanzó una última mirada de soslayo a Éloi y Urdin, que estaban ocupados cortando leños. En cuanto a ese Évrard, de esa monstruosidad con apariencia humana solo distinguía una silueta afanada en cargar la madera. No se le escaparía ni una. Decidió volver sobre sus pasos y retomar la vigilancia un poco más tarde. Iba a tener que valerse de mayor astucia; el tiempo apremiaba.

Sidonie, escondida tras la hilera de castaños que ocultaba el muladar, siguió con la mirada a la portera mientras esta se marchaba. Dividida entre el temor y la rabia, no se reunió con los demás hasta que no la vio bordear la pared de la despensa.

—¡Menudo grano en el culo es esa! —exclamó.

—Qué vamos a hacerle. A esa mala bicha le sale la bilis por las orejas —comentó su hermano.

—¿Pero por qué nos tiene tanta ojeriza?

—Porque es un grano en el culo, por eso. Seguro que para ella es mucho más fácil odiar a todo el mundo que mirarse en el espejo. Se llevaría una sorpresa horripilante al verse el careto asqueroso ese que tiene, ¿te lo imaginas? —soltó el enano.

—No tengo ninguna gana de reír —protestó la joven—. ¿Y si nos pesca cuando vayamos a ver a Claire? No tengo tanto miedo por los que pasamos por el tragaluz, sino por Urdin, que tiene que salir y luego entrar por la portería.

—No te preocupes, Sidonie —la tranquilizó este último—. Desconfío hasta de mi propia sombra y solo visito a Claire por las noches, mientras esa ronca como un cerdo en su dormitorio.

—¿Tú crees que tiene sueños cochinos? —bromeó Éloi.

—No lo sé. De todas formas, no me gustaría estar en el pellejo del pobre tipo, ¡ni en sueños!

—Pero qué bobos sois —dijo Sidonie irritada—. En serio, ¡estoy intranquila!

Évrard, que se había acercado y escuchaba sin decir palabra desde hacía un rato, apostilló:

—Sidonie está en lo cierto. Hemos de evitar por todos los medios que descubran que hemos instalado a Claire en la abadía. Nos pondrían de patitas en la calle, o algo peor. ¿Qué haríamos con la princesa, que no tolera el más mínimo rayo de sol? Sabéis muy bien que cualquier exposición a la luz, por breve que fuese, podría matarla. La abadía y esa habitación subterránea son el lugar perfecto. Hemos de permanecer aquí a toda costa. Tenemos como plazo la llegada del buen tiempo. Hasta entonces, hagamos todo lo posible para volvernos indispensables; comportémonos como mansos corderitos. Estoy convencido de que la abadesa logrará influir en la decisión del capítulo para que este vote a nuestro favor.

—Es verdad, Évrard tiene razón —reflexionó Urdin.

Le ponía enfermo la idea de volver a ver la frente y las mejillas de su princesa plagadas de ampollas purulentas e irritaciones. Asimismo, en caso de verse obligados a partir, ¿quién le aseguraba que no los separarían? Unos podían acabar en manos de otro dueño de circo; otros, pudriéndose en una mazmorra, acusados de haber robado una hogaza de pan o un trozo de queso. La cohesión de su grupo de desheredados, unidos por una amistad auténtica, aunque también por la certeza de que es más fácil sobrevivir cuando se forma una piña, tranquilizaba a Urdin. Si algo malo le ocurriera a él, si ya no pudiera ocuparse de Claire, los otros tres tomarían el relevo sin dudarlo. La niña jamás quedaría abandonada a su suerte, y eso era lo único que le importaba. De lo contrario, Claire no podría resistir más que unos pocos días. Además, debían permanecer allí hasta que el hombre de negro encontrara lo que buscaba con ahínco. Después, Claire estaría curada. Ya no moriría. Jamás. Lo demás sería irrelevante.

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