Read La costa más lejana del mundo Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

La costa más lejana del mundo (46 page)

BOOK: La costa más lejana del mundo
7.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La
Surprise
, navegando a una velocidad apenas suficiente para maniobrar, bordeó cautelosamente el arrecife, acercándosele mucho, pero por aguas tan profundas que el sondador, desde el pescante, gritaba constantemente: «¡El cabo no llega al fondo!».

Aunque la marejada todavía era fuerte, el viento tenía muy poca intensidad y era casi silencioso, por lo que a ellos les parecía que estaban en un sueño. El arrecife tenía islotes con cocoteros en algunos puntos y en otros aberturas, y al otro lado de él estaban la tranquila laguna y la brillante playa, en la que había una fila de palmeras y detrás una espesa vegetación que el viento azotaba y que sólo podía verse con el telescopio. En la playa, los hombres corrían de un lado para otro y señalaban la fragata. Estaban a menos de una milla de distancia de la fragata, pero el inestable viento que soplaba en aquella parte de la isla no permitía que se oyera todo lo que decían sino solamente el grito «¡Un barco!» y frases ininteligibles.

Creo que ahí hay una abertura, señor —dijo Mowett, señalando un punto del ancho arrecife.

Justo detrás de un islote donde había seis palmeras, tres de ellas truncadas, había un canal que permitía la entrada en la laguna.

Virar con cuidado —ordenó Jack, observando atentamente la abertura, y cuando la
Surprise
se acercó a ella, oyó en la playa algunos gritos que sin duda eran una advertencia, ya que había un barco hundido un poco más adelante en el canal. Pero la advertencia era innecesaria, pues la marea era baja y las aguas transparentes, y podía verse que la roda estaba justo por debajo de la superficie, encajada en el arrecife de coral de un islote, y que la popa estaba metida entre unas rocas en el lado opuesto. Los mástiles y el bauprés se habían caído por la borda, el timón estaba roto, las portas del combés destrozadas y había un enorme agujero desde el pescante de estribor hasta la galería por donde pasaban tiburones de color gris claro. Aunque la embarcación no podía verse claramente debido al oleaje, todos se dieron cuenta de que era la
Norfolk
, e inmediatamente Jack ordenó:

¡Izar el gallardete y la bandera!

Aparentemente eso provocó consternación en la playa. La mayoría de los hombres corrieron hacia el norte, aunque unos cuantos se quedaron de pie mirando la fragata, y ninguno hizo ningún gesto más. Jack regresó al alcázar y la fragata siguió avanzando lentamente, bordeando el arrecife. En la costa había una hendidura que formaba una cala donde estaban colocadas varias tiendas y cobertizos y a la cual llegaba un riachuelo desde el bosque. Allí había más hombres, pero estaban más distantes porque en ese lugar la laguna era más ancha, y apenas se les oía. Pero en ese momento, seguramente cumpliendo una orden, todos señalaron con la mano derecha hacia el norte, hacia el lugar donde el riachuelo corría por un sinuoso canal en el arrecife, a media milla de distancia.

En aquella parte de la costa no había mucho oleaje porque estaba resguardada, pero, a pesar de eso, grandes olas chocaban contra el brillante arrecife coralino y se deshacían en espuma haciendo un fuerte sonido sibilante.

No me atrevo a hacer pasar la fragata por ahí con la bajamar sin sondar —dijo Jack, mirando las verdes aguas del canal, y luego ordenó bajar una lancha al agua.

Cuando Honey regresó, dijo que la fragata podía pasar, pero antes de que cambiara la marea. Añadió que a ambos lados las rocas coralinas eran puntiagudas y que ahora la corriente no era muy fuerte, pero que seguramente aumentaba cuando subía la marea, porque el fondo estaba muy limpio, aunque eso también podía ser un efecto de la fuerte tormenta. Luego advirtió que sería mejor poner una o dos balizas en los peores lugares.

No —dijo Jack—. No hace falta. Aquí las aguas tienen una profundidad de cuarenta brazas y el fondo está limpio. Podríamos anclar si quisiéramos. Señor Mowett, mientras la fragata avanza, suba a bordo de mi falúa con un grupo de infantes de marina, vaya hasta la costa con nuestra bandera y una bandera blanca, presente mis respetos al capitán de la
Norfolk
y dígale que venga inmediatamente a rendirse.

La falúa no había sido pintada desde que estaban cerca del río de la Plata; los tripulantes no habían tenido tiempo para hacer nuevos sombreros de paja; los uniformes del primer oficial, el guardiamarina y los infantes de marina no estaban en tan buen estado como antes de estar sometidos al frío del Antártico y el calor del ecuador; sin embargo, todos se sentían orgullosos del aspecto que tenían después de pasar tanto tiempo fuera de Inglaterra y de soportar una tormenta fuera de lo común. Los tripulantes de la
Surprise
observaron cómo la fragata atravesaba el canal y la amplia laguna, y mientras tanto muchos se pasaron unos a otros un telescopio para ver si había mujeres en la costa, pues a pesar de la desagradable experiencia que habían tenido en el
pahi
, todavía deseaban encontrar mujeres, y lo deseaban ansiosamente. A los que habían navegado por el Pacífico Sur anteriormente, los demás les escuchaban en silencio y con mucha atención.

Era una mujer fácil —dijo Hogg, al referirse a la primera que conoció en la isla de Oahua—. Y las demás también. Hubo que atar a algunos marineros y llevarles a bordo colgados de un palo, porque si no, no habrían subido al barco otra vez, a pesar de que les correspondían cuarenta o cincuenta libras por una parte del cargamento.

No hay mujeres ni hombres —dijo Plaice a un joven gaviero después de estar un rato observando la costa—. Es una isla desierta. Los únicos que están en ella son esos tipos de Boston que van de un lado para otro. Y creo que aquel árbol que da sombra a la gran tienda que está junto al riachuelo es un árbol del pan.

Puedes meterte el árbol del pan por donde te quepa —dijo el gaviero en tono malhumorado.

Esa no es manera de hablarle a un hombre que puede ser tu padre, Ned Harris —dijo el encargado del castillo.

Eres un maldito tonto —dijeron otros dos.

Bromeaba —declaró Harris, enrojeciendo—. Hablaba por hablar.

Te mereces una patada en el trasero —dijo el encargado de las señales.

Hay un montón de tiburones alrededor —dijo Harris para cambiar de tema—. Son muy grandes y grises.

No importa que sean grises o rosados con rayas de color naranja —dijo el marinero encargado del castillo—. Lo que tienes que hacer es hablar bien, Ned Harris.

Ya viene la falúa con el capitán norteamericano, señor —dijo Killick en la cabina.

Quita el cordón de este maldito ojete, Killick —dijo Jack, tratando de ponerse el uniforme—. Debo de haber engordado.

Fue a la cabina-comedor, donde había servida comida fría para obsequiar al capitán de la
Norfolk
, comió una galleta salada y después se abrochó el cinto con el sable. No iba a esperar la llegada del prisionero caminando de un lado a otro del alcázar porque no quería parecer ansioso, y sabía por experiencia que era muy desagradable tener que rendirse, aunque el enemigo no fuera arrogante; sin embargo, tampoco quería parecer indiferente, como si no diera importancia a la rendición de un capitán de navío.

Esperó hasta que le pareció que había llegado el momento oportuno, se puso el sombrero de dos picos y subió a la cubierta. Echó un vistazo a su alrededor y vio que Honey tenía todo preparado: los guardiamarinas presentaban un aspecto respetable, los grumetes (que ya eran jóvenes corpulentos y con mucho vello) estaban limpios y llevaban guantes blancos, los infantes de marina estaban en fila, y la fragata, que había estado avanzando despacio, se había detenido para recibir a la falúa y apenas se movía con la marea.

Jack empezó a dar su habitual paseo, pero cuando giró la tercera vez y vio a un hombre bajo sentado entre Calamy y Mowett en la popa, volvió a mirar con más atención. Era demasiado tarde para mirarle con un telescopio, pero notó algo raro en su uniforme, pues sabía cómo eran los uniformes de los oficiales de marina norteamericanos porque los había visto cuando estuvo prisionero en Boston. Cuando la falúa se acercó un poco más, se volvió hacia el infante de marina que estaba de centinela y ordenó:

Trollope, pregunte qué barco es.

El infante de marina estaba a punto de decir: «Pero si es nuestra falúa, señor», pero al ver que el capitán le miraba fijamente, cerró la boca, inspiró y gritó:

¿Qué barco va?

No, no —respondió Bonden en voz muy alta, lo que significaba que no iba ningún oficial de alto rango a la
Surprise.

Adelante, señor Honey —dijo Jack, acercándose al coronamiento.

Los grumetes se guardaron los guantes blancos en el bolsillo, los guardiamarinas cambiaron su expresión grave por otra más distendida y Howard mandó a sus hombres a romper filas. La falúa enganchó el bichero y Mowett subió por el costado. Tenía una expresión de asombro cuando se acercó a Jack.

Lo siento mucho, señor, pero la guerra terminó —dijo.

Le seguía un hombre bajo, de cabeza redonda y expresión alegre con un sencillo uniforme, quien pasó rápidamente por el lado de Honey, se acercó a Jack sonriendo y le tendió la mano.

Estimado capitán Aubrey, felicidades porque se ha firmado la paz —dijo—. Me alegro de verle otra vez. ¿Cómo está su brazo? Veo que muy bien, y del mismo tamaño que el otro, como predije. Tal vez no se acuerde usted de mí, señor, pero, sin ánimo de alardear, conserva su brazo derecho gracias a mí. El señor Evans ya estaba afilando la sierra cuando dije: «No, espere un día más». Soy Butcher, el antiguo ayudante de cirujano de la
Constitution
y ahora cirujano de la
Norfolk.

¡Por supuesto que me acuerdo de usted, señor Butcher! —exclamó Jack, recordando aquel desagradable viaje a Boston en que estaba herido y era prisionero de los norteamericanos, cuando la
Constitution
apresó la fragata británica
Java—
. Pero, ¿dónde está el capitán Palmer? ¿Sobrevivió al naufragio de la
Norfolk
?

Sí, sí. Recibió muchos golpes, pero no se ahogó. No perdimos a muchos tripulantes, si tenemos en cuenta que era probable que perecieran muchos más. Perdimos toda nuestra ropa. Yo soy el único que tiene un uniforme presentable, y por eso me mandaron aquí. El capitán Palmer no soportaba la idea de subir a bordo de un barco de guerra británico con una camisa rota y sin sombrero. Dijo que tuvo el placer de conocerle en Boston con el capitán Lawrence y me pidió que le presentara sus respetos. Ofrecerá una comida con lo que pueda encontrarse en la isla a usted y a sus oficiales mañana a las tres.

¿Dijo usted que se ha firmado la paz, señor Butcher?

Sí, y el capitán podrá darle más detalles que yo sobre eso. Primero nos dio la noticia un ballenero británico, y nos quedamos perplejos, porque era una espléndida presa y tuvimos que dejar que se marchara. Luego nos la dio un barco cerca de Nantucket. Pero, dígame, ¿es cierto que quiere abrir la cabeza al doctor Maturin?

Sufrió una caída, y el pastor, que tiene conocimientos de medicina, piensa que eso podría salvarle.

Si hay que hacer una trepanación, soy el hombre indicado. He realizado esa operación docenas, no, cientos de veces, sin que ningún paciente muriera, excepto algunos que tenían caquexia a los que operé solamente por complacer a sus familiares. Trepané el cráneo de la señora Butcher porque tenía migraña, y nunca se ha vuelto a quejar. Tengo mucha fe en esa operación, porque ha reanimado a muchos hombres que estaban al borde de la tumba, y no sólo en casos en que tenían fractura. ¿Puedo ver al paciente? Este instrumento es realmente extraordinario —dijo Butcher a Martin, dando vueltas al trépano en las manos—. Tiene mejoras que desconocía. Creo que es francés. Recuerdo que nuestro amigo ha estudiado en Francia —dijo, señalando a Maturin con la cabeza—. ¿Quiere un poco de rapé, señor?

Gracias, pero no me gusta.

Es mi único vicio —dijo Butcher—. Este instrumento es extraordinario, pero no me extraña que vacilara en usarlo. Yo también habría vacilado con la marejada que usted dice que había. Vamos a bajarle a tierra enseguida. No debe soportar esta presión una noche más, porque si no, no estoy seguro del resultado que obtendré.

¿Puede moverse sin sufrir daños?

¡Por supuesto! Hay que envolverlo en mantas, atarlo a una plancha de seis por dos con tiras de cuero y colocar una tabla horizontal para sujetar sus pies y bajarlo verticalmente con estrelleras. Así no sufrirá ningún daño. Y si el capitán Aubrey pudiera enviar al carpintero a hacer una cabaña, lo pondríamos allí en vez de en una tienda, que es menos fuerte, y estaría tan bien como en un hospital.

Señor Mowett —dijo Jack—. Voy a bajar a tierra con el doctor. Cuando suba la marea estará demasiado oscuro para que la fragata pase por el canal, así que es mejor que eche el ancla y use cadenas de veinte brazas. Es probable que vuelva cuando todo se haya solucionado, pero si no he regresado mañana por la tarde, lleve la fragata hasta la costa. No se olvide de reforzar las cadenas, Mowett.

Stephen tenía un aspecto aún más parecido al de un cadáver cuando le dio el sol en la cara, y los marineros le bajaron poco a poco hasta la lancha (que era más espaciosa que la falúa). Inmediatamente zarpó la lancha, cargada con provisiones que, en opinión de Jack, necesitarían los náufragos, y, además, con los tripulantes, el carpintero y sus ayudantes a bordo.

El capitán Palmer fue a recibir a Jack al lugar donde iba a desembarcar, una zona rocosa cerca de la margen izquierda del riachuelo, a bastante distancia de las tiendas. Hizo cuanto pudo para mejorar su apariencia, pero era un hombre muy peludo y con su barba entrecana, sus harapos y sus pies descalzos parecía un vagabundo. Además, aún tenía muchos cardenales y arañazos que se había hecho en el naufragio y tenía emplastos en muchas partes del cuerpo y vendas donde el puntiagudo arrecife de coral le había hecho heridas profundas hasta el hueso. La barba y los emplastos hacían difícil distinguir qué expresión tenía, pero habló amablemente.

Espero que venga a comer y beber lo que puedo ofrecerle mientras todo se soluciona, señor —dijo—. Según tengo entendido, el caballero que está en el tablón debajo del toldo es su cirujano y le han bajado a tierra para que el señor Butcher le opere.

Así es. El señor Butcher ha tenido la amabilidad de ofrecernos sus servicios. Discúlpeme, señor, pero debo ocuparme de que hagan una especie de refugio mientras sea de día. No se moleste —dijo al ver que Palmer hacía ademán de acompañarle—. Cuando me acercaba a la costa vi un lugar que me pareció apropiado.

BOOK: La costa más lejana del mundo
7.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Daisies In The Wind by Jill Gregory
The Wedding Deal by Marie Kelly
A Wicked Pursuit by Isabella Bradford
What Lies Between by Miller, Charlena
Billy the Kid by Theodore Taylor
Trapped by Chris Jordan
Companions in Courage by Pat LaFontaine, Ernie Valutis, Chas Griffin, Larry Weisman
Darke Mission by Scott Caladon