—Les di todas las oportunidades para irse. Hasta les ofrecí mi cayuco —aplastó un mosquito y me enseñó la mancha negra del dedo, como había hecho antes—. No compadezcas a los mosquitos. Esa sangre es
mía
.
Asentí con un movimiento de cabeza. Me asustaba el posible sonido de mi voz.
—Pero se negaron. Ya les oíste. Pretenden agarrarse a nosotros como se agarraron a aquellos indios. ¿Recuerdas esos hombres patéticos, en cuclillas sobre el polvo y con cara de locos? Charlie, eran los indios quienes estaban prisioneros.
—Parecían asustados.
—¿De veras? —Padre bajó la cabeza—. No me equivoco a menudo, pero, cuando lo hago, la meto hasta el fondo.
Era una confesión. No se me ocurrió nada que decir para hacérsela más fácil.
—No suelo cometer errores. Tú lo sabes. Pero éste ha sido de cuidado.
Tenía los ojos fijos en «Niño Gordo». Encorvó los hombros y, con la voz rasposa y burlona que siempre había utilizado para ponerme a prueba, dijo:
—¿Puedes subir por esa escalera y meter esta viga por las agarraderas de la escotilla sin hacer el menor ruido?
—Supongo que sí.
—Más vale que estés bien seguro, Charlie, porque, si les despiertas, esos tipejos van a empezar a disparar.
Me entregó la viga. Era pesada, pero despedía un olor dulce, un aroma de nuez asada. Estaba recién aserrada.
—Y podrían matarnos a todos —dijo.
Me entraron ganas de tirar la viga y salir corriendo.
—Arriba.
Gateamos hasta la escalera y la sujetó. Cuando pasé a su lado, recibí una ola de calor de su cuerpo, el calor enrojecido de su inquietud, como un vapor de sangre en el aire. Después, me enfrió la ligera brisa del sector central de la escalera. Me alegré de que estuviera oscuro; no veía el suelo con claridad, sólo los reflejos blancos de la luna, como palomas picoteando la hierba, y puntos de color de masilla en los árboles. Los dedos de mi mano libre estaban pálidos. Temblaban en los escalones.
Cuando me acercaba a la escotilla, imaginé oír a los hombres roncando justo en el interior de «Niño Gordo», en la plataforma superior, entre la maraña de tuberías. Meses antes había visto aquellas espirales y me pareció haber tenido una fugaz visión de la mente de Padre. No podía separarlos, y ahora parecía horrible que aquellos intrusos estuvieran allí, esperando, apestosos y dispuestos a no marcharse. Unos hombres que él odiaba habían penetrado en aquel lugar íntimo.
Había agarraderas de hierro fijadas a la jamba. Padre las debía haber clavado esa misma tarde. Era la primara vez que las veía. En Jerónimo no había cerraduras. Aquélla era la primera.
Levanté la viga de madera, la apoyé en la puerta encima de las agarraderas y la deslicé hacia abajo. Ajustaba perfectamente. Pero tan pronto lo hube hecho, me di cuenta de lo definitivo de mi acción. Había sellado la puerta, una barricada, como diría Padre. Sentí que mis piernas se debilitaban y empezaban a temblar. Bajé la escalera rápidamente, esperando oír en cualquier momento un choque y el estampido de las armas de fuego.
—Apártate.
Padre apartó la escalera de «Niño Gordo» y la tumbó cuidadosamente en la hierba. Me acercó la boca a una oreja.
—Tú no has subido por esa escalera.
Su aliento me abrasaba la oreja.
—Tú no has atrancado esa puerta.
Me cogió por un brazo y apretó.
—En Jerónimo, no tenemos cerraduras.
Me aferraba el brazo con tal fuerza que creí que me iba a romper el hueso. Me llevaba hacia el fogón. No teníamos sombra.
—Te quería aquí para poner tus ojos a prueba. Supongo que son tan buenos como los míos. Apuesto a que puedes ver las mismas cosas que yo veo. Mira esto.
Sin soltarme el brazo, con su mano izquierda, señaló con la otra.
Más allá de la punta roma del muñón estaba el fogón.
—Alguien se ha dejado el fuego encendido —dijo.
Pero no había fuego.
—No veo nada —dije.
La mano se me durmió. Me estaba apretando fuerte.
—Mira —dijo, mientras encendía una cerilla y la acercaba a unas ramitas ya preparadas. Todo estaba listo: ramitas, palos, ramas pequeñas, ramas grandes y troncos cortados y partidos por la mitad encima de todo—. Alguien ha encendido un fuego aquí y les dije que no lo hicieran.
—Sí.
Me soltó el brazo, pero no sentí la mano. Era como si me la hubiera robado la oscuridad.
—Dije que no hicieran fuego —la expresión de su rostro era salvaje.
La madera para encender debía estar empapada en petróleo, porque sonó
wishhh
al estallar en llamas y encendió inmediatamente los palos y los troncos partidos, crepitando más alto que el susurro de Padre. Rugió contra los ladrillos, y, cuando Padre cerró la puerta del fogón, la oí en la chimenea, así como los casi ridículos
glups
del líquido agitándose en las tuberías de «Niño Gordo», tragos y eructos, tan tristes en aquella noche.
—No hay más remedio que dejarlo arder. Está repleto de troncos.
No podemos hacer nada para pararlo.
Su voz era más débil que el rumor que nos circundaba.
—Algún demonio ha hecho esto.
—Los hombres... —pero ¿qué podía decirle que él no supiera ya?
Sabía que los hombres de dentro se iban a congelar como un bloque de hielo. Pero quería decir algo, porque los veía claramente, yacentes y grises, el rostro cubierto de escarcha.
—Empieza a contar, Charlie. Cuando llegues a trescientos, ahí dentro ya no habrá ningún hombre.
No dijo más. Me condujo hasta la casa en silencio. Tragaba hondo, como si también él estuviera contando. El crepitar del fuego, la dilatación de las tuberías de «Niño Gordo», el crujido de las juntas, todo era como el
tic-tac
acelerado del tiempo medido.
Antes de que llegáramos a la casa, oímos un golpeteo, un martilleo dentro de «Niño Gordo»... culatas de armas contra las paredes. Padre siguió tragando saliva y miró fijamente a «Niño Gordo».
—Si se tumban, estarán bien.
El martilleo se hizo desesperado.
—Tratan de romperlo —Padre no estaba alarmado.
Lo había construido él mismo con tablones de caoba sobre una estructura asegurada con pernos. Sabía lo fuerte que era «Niño Gordo».
Se oyó el ruido de cuatro disparos en su interior, después más. Pero las dobles paredes los apagaban tanto que ni siquiera estuve seguro de que eran tiros hasta que Padre dijo que los hombres estaban disparando sus armas.
—¿Estás bien, Allie?
Era Madre, de pie en la Galería, con su bata blanca.
Padre respondió, pero un ruido muy fuerte procedente del interior de «Niño Gordo» ahogó sus palabras. Era como barriles cayendo por una escalera una y otra vez. Los hombres atrapados trataban de forzar una salida golpeando la puerta. Disparaban sus armas, y el metal cantaba cuando las balas pegaban en las tuberías, mientras el ruido de barriles seguía retumbando en las gruesas paredes.
—Sigue contando, Charlie.
Clover, April y Jerry se unieron a Madre en la Galería. April lloraba y los demás decían «¿dónde está Papá?» y «¿qué le ha pasado a Charlie?».
—¿Qué tanta marioneta ruidosa? —Mr. Haddy estaba detrás de nosotros con su ropa de dormir, camiseta y pantalones cortos a rayas. Danzaba de un lado a otro, atemorizado.
—Váyase a dormir, Meloncete. Todo irá bien. Unos minutos más...
—¿Qué cruje?
—Grillos.
Pero el ruido crecía y se oía un eco de chillidos, como de hombres enterrados vivos gritando en la tierra. Eso y el repicar de las tuberías. Yo conocía esas tuberías. Si las tocabas, el frío te arrancaba la piel de los dedos. Todo el edifico se estremecía. El techo de latón traqueteaba. El ruido en la oscuridad hacía que «Niño Gordo» pareciera más grande que nunca. Los ecos estrangulados del frenético martilleo horadaban el aire como los disparos. El combate era infernal, como en un inmenso ataúd donde hubieran encerrado a personas medio vivas.
—Lo están estropeando —dijo Padre. No estaba asustado, sino dolido y furioso—. No se quieren tumbar. Le van a hacer un agujero.
Hablaba como si algo se estuviera rompiendo en su cabeza.
Los niños estaban llorando, y Mr. Haddy aún danzaba en sus pantalones a rayas.
—¡No! —gritó Padre y corrió hacia adelante.
Entonces sobrevino la explosión. Llenó el claro de una luz que me abrasó la cara. Tiñó de color todas las hojas, no verde, sino dorado rojizo, e iluminó las edificaciones cercanas —el almacén refrigerado, la incubadora, la bodega de vegetales—, cubriéndolas con una llama pálida y harinosa para después tirarlas como si fueran de papel. Levantó a «Niño Gordo» del suelo, lo rompió y lo soltó, reventando sus tablones como pétalos, a medida que la bola de fuego del gas inflamado ascendía como un globo.
Padre se había puesto de espaldas a la explosión. Un lado de su cara era ardiente, el otro negro. Tenía un ojo rojo. Estaba fijo en mí, y brillaba tanto que parecía a punto de reventar en un chorro de sangre. Tenía la boca abierta. Tal vez gritaba, pero el otro ruido era más fuerte.
Aunque el estallido había pasado, su poder aún hacía a los árboles oscilar como azotados por una tormenta, agitando las ramas. Los pájaros se despertaron y maullaron. Los tablones desprendidos de las paredes se habían prendido, y el fuego se adhería a las tuberías, que soltaban chorros de llama azul como un quemador de gas y, desde dentro, un siseo de grasa de plancha y un asfixiante hedor de amoniaco de urinario que me atenazaba la nariz y me picaba en los ojos.
Padre se lanzó hacia las llamas, y después se cubrió la cara con las manos y corrió de nuevo hasta nosotros. Tenía la boca negra. Ahora le oía.
—¡Seguidme!
Se quedó rígido. No movió un solo músculo.
—¡Seguidme! —chilló.
Madre y los niños le agarraban y le abrazaban y le suplicaban. Creí que le iban a tirar. «¡Papá!, ¡Allie!», gritaban. Sollozaban y trataban de obligarle a moverse, y todos nos ahogábamos en las emanaciones de amoniaco.
—Morimos todos —gimió Mr. Haddy.
—Vamos a huir de este veneno —dijo Padre, pero siguió sin moverse.
Me pregunté si estaría herido. Tenía la cara rayada y sucia.
—Hay más hidrógeno en los depósitos, el amoniaco nos va a inundar. ¡Cubrios la cara!
Al otro lado del claro, iluminando lo que quedaba de Jerónimo, ardía «Niño Gordo». Nunca me hubiera imaginado que un fuego tan brillante pudiera ser tan silencioso. Las casas ardían como cestos, pero eran los pájaros los que hacían casi todo el ruido. El fuego prendió en los bordes y en los árboles del mismo claro. El fuego se extendía rápidamente. El olor a cloaca del amoniaco, no las llamas, ni la luz, daban a todo un aspecto de fin del mundo. Otro depósito de gas estalló, creando un poderoso viento de calor y veneno.
Graznando espantosamente, Padre se frotó los ojos y nos suplicó que le siguiéramos. Pero no se movió. Al verle así, con los ojos tan rojos, me eché a llorar.
—Conozco un lugar... —dije.
Me puse en marcha. Me siguieron, y al punto estaban todos detrás de mí, empujándome en el fresco sendero.
Todo ocurrió en menos de cinco minutos... aún no había terminado de contar.
Y entonces se oyeron varios golpes en la oscuridad, como de puertas golpeando en una noche ventosa de verano.
L
A LAGUNA DE
B
REWER
A lo largo de la noche, el fuego de «Niño Gordo» se asomó por encima de las cimas de los árboles como un sombrero de luz. También nos llegaba el olor a orina del amoniaco caliente. Las llamas acortaban la distancia que nos separaba de Jerónimo. Las chispas se elevaban apagando estrellas y sustituyéndolas por pajas en llamas, y el humo ascendente velaba el cielo.
Yo estaba sentado en nuestro oscuro campamento, El Acre, torturado por los mosquitos. No podía encontrar las moras que de día utilizábamos para ahuyentar a los insectos. El humo de Jerónimo estaba demasiado lejos para espantarlos, y hacer un fuego tan cerca del que había destruido nuestro hogar me parecía ominoso. El incendio seguía devorándolo todo con la violenta gula con que las llamas se alimentan de la madera seca, escupiéndola hacia el cielo transformada en ceniza. Los niños se habían metido bajo un colgadizo, donde se escondieron y durmieron. Las lamentaciones de Mr. Haddy sobre su barca se habían convertido en perezosos ronquidos. Estaba borracho y atontado de sueño. Padre se buscó un rincón del campamento y bajó la cabeza. Se durmió como los demás. No había pronunciado una sola palabra.
—Duérmete un rato, Charlie —dijo Madre.
Bostezó. No tardó en dormirse. Sólo yo velaba. Rodeado del general ronroneo, descubrí cuán largas eran las noches de Padre. Generalmente era él quien veía pasar la noche. En la oscuridad se oía un traqueteo, la caída de ramas y el breve galope de los árboles derrumbándose. Los murciélagos chillaban y algunos pájaros, asustados por el fuego, aún maullaban, mientras otros silbaban como clarinetes. Aquellos sonidos —sobre todo los de los pájaros— no eran propios de la jungla. Eran demasiado ásperos, importunos e irritantes entre los suaves árboles negros que nos rodeaban.
El desorden era allí un ruido, más fuerte de noche, más penetrante en los lugares más oscuros. Parte del ruido consistía en una especie de borbotones de manguera rota. Oí cómo la jungla se desgarraba. Aquellas criaturas ocultas, e incluso algunos árboles, tenían voces. Proclamaban su temor, ruidoso y desvelado, por todos los ámbitos de la noche, agitados por el fuego que agitaba el cielo entero. Estaba ciego, y el mundo se derrumbaba como gotas de rocío a mi alrededor. No parecía tener remedio, no se podía atascar ni calmar ni adormilan Todo me rugía. Entonces me abandonó la esperanza y empecé a inquietarme, completamente despierto. Aquello no era soledad, sino más bien una pesadilla de destrucción, una rueda de hierro que giraba y giraba, con monótono estruendo, en la oscuridad intemporal, esparciendo plumas y garras.
Pero Padre conocía el secreto de aquellos sonidos abrumadores. Otras noches como aquélla que tanto me inquietaba habían llenado su cabeza de proyectos. Por consiguiente, cuando llegó al alba, le conocía mejor y le temía más que cuando presenciamos la devastadora ruina de Jerónimo.
—Déjale dormir —dijo Madre.
Me asombró ver que seguía dormido. Nunca le había visto dormir tan profundamente. Estaba tumbado sobre un costado, como un erizo, tapándose el rostro con los brazos, las piernas flexionadas: un faro de opacos ronquidos. Estaba tan quieto que las moscas se habían instalado en su camisa y rascaban tranquilas los pliegues, como si estuvieran jugando. Nadie abrió la boca, nadie quería oír lo que tuviera que decir cuando despertara.