La Costa de los Mosquitos (50 page)

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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Jerry se tapó la nariz y se tiró por la borda como un saco.

—Os he estado entrenando para esto —dijo Padre—. Es una forma de preparación para la supervivencia. —Sacó un clavo del bolsillo—. Esto hará las veces de pasador. Pero necesitamos la hélice. —Cogió el clavo entre dos dedos—. Siempre es algo pequeño lo que te protege del salvajismo. Como esas bujías. Como la hélice. Como esto. El pasador sustentaba toda nuestra civilización. No hay mejor ejemplo del delicado equilibrio que reina entre... —miró río arriba a los piececitos blancos de Jerry— ...¿cómo le va?

Jerry sacó la cabeza y escupió agua, pero antes de poder tomar nuevo impulso la corriente le arrastró. Se agarró a la barca.

—No veo nada. El agua está demasiado sucia.

—Prueba otra vez.

—Está cansado, Allie.

—Ya descansará cuando encuentre nuestra hélice.

—Déjame a mí —dijo Madre.

—¿Y si te ahogas? —dijo Padre.

—¿Y si se ahoga Jerry?

Lo dijo lentamente, la voz sofocada.

Padre se rascó la barba con los nudillos.

—Te necesito aquí, Madre —dijo.

Jerry lo intentó cuatro veces. Una tras otra, la corriente le arrastró hasta nosotros con las manos vacías. Al final estaba tan cansado que no podía levantar los brazos, y Padre tuvo que tirar del cabo para evitar que la corriente le llevara río abajo.

Me tocaba a mí. Nadé hasta la orilla y me zambullí hasta el fondo en el lugar que había indicado Padre. Metí las manos en el barro y las moví como un rastrillo. El barro me pasaba entre los dedos. El río, agitado era como una sopa de verduras donde el sol incidía dibujando sombras alargadas que yo tomaba por caimanes. Al terminárseme el aire subí a la superficie y vi que estaba a punto de llegar a la barca.

—Estás de broma —dijo Padre. Me hizo nadar otra vez hasta la orilla.

El lodo y las algas del lecho del río me daban asco. La oscura corriente me succionaba las piernas. El barro flotante se me pegaba a la cara. Pero lo peor era que sujeto al cabo de Padre me sentía como un perro con correa. Mientras estuviera sujeto, estaba en su poder. Pero si me soltaba el río me arrastraría hasta ahogarme.

Era una vida de perro. Me alegré de que Jerry hubiera dicho las cosas que dijo. ¿Por qué no le había dicho yo a Padre lo que pensaba de él? Una vida de perro... porque no nos tenía en cuenta, porque él siempre tenía razón, siempre lo explicaba todo, y sobre todo porque nos obligaba a hacer cosas tan difíciles. No quería que lo lográramos, quería reírse de nuestro fracaso. Y ni un perro de caza podía encontrar una pequeña hélice en el fondo de aquel río.

Le dije que había tragado agua, que me encontraba mal y no podía bajar otra vez.

Soltó una risita —yo sabía que lo haría— y dijo:

—Los niños no sirven de nada en una situación crítica. Lo que tiene gracia, porque suelen ser la causa de la mayoría de las crisis. ¡Lo que quiero decir es que yo sé cuidarme de mí mismo! No necesito comida, no necesito dormir... no sufro. ¡Soy feliz!

—Papá ¿esto es una crisis? —dijo April.

—Muchos lo dirían. Tenemos un motor que no podemos usar. Tenemos una barca que no puede avanzar. Tenemos dos inválidos que no puede encontrar la hélice. Si el ancla o ese cabo se sueltan nos iremos por el desagüe. Y empieza a oscurecer. Y estamos en la jungla. Bollito —dijo— mucha gente lo consideraría una crisis.

—Quiero probar, Allie —dijo Madre.

Pero Padre ya se estaba ciñendo el arnés a la cintura. Aseguró el extremo libre en la barandilla. Dijo que sólo se fiaba de sus propios nudos para sujetar su cabo salvavidas.

Se tiró ruidosamente por la borda. Le vimos zambullirse, seguros de que encontraría la hélice al primer intento. Emergió... no levantó las manos. Se metió otra vez. Era lo bastante buen nadador como para mantenerse contra la corriente, pero tras meterse por tercera vez no volvió a salir.

Esperamos. Miramos los círculos del agua sobre el punto donde entró.

—¿Dónde está? —dijo Clover.

—A lo mejor lo ha visto —dijo Madre.

Una ruidosa red de mosquitos vino y se alejó.

—Lleva mucho tiempo dentro —dijo April.

—Ahí abajo está oscuro —dijo Jerry.

Dejamos de retener el aliento.

Pasaron más y más minutos. No podría decir cuántos. El tiempo no transcurría regularmente allí. El día era claro, la noche oscura. .. el tiempo era un borrón. Todas las horas calientes eran iguales, silenciosas y ciegas. Podía llevar una hora debajo.

Madre fue a la barandilla y tiró del cabo. Lo recogió sin esfuerzo y lo arrastró a bordo, enrollándolo, hasta sacarlo entero del agua. La punta donde antes había un nudo estaba enroscada como una cola de perrito.

—¡Ha desaparecido! —chilló Clover. Se puso rígida. Lloró tan copiosamente que le dieron arcadas y después lloró más porque se ahogaba.

—No le veo —dijo Jerry.

Pero Jerry ya no estaba mirando. Me miraba a mí, fijamente. Tenía el rostro relajado... muy blanco y esperanzado, como quien se sienta en la cama al despertar.

Madre movió de un lado a otro la cabeza. Miró sin enfocar los ojos al torrente de agua que se deslizaba río abajo. No dijo una sola palabra.

Yo me sentí repentinamente fuerte. Un momento antes caía la noche, pero de pronto se veía mejor. El cielo estaba claro. Unos insectos diminutos revoloteaban sobre la superficie del río. Una sensación de quietud descendió sobre el agua como el rumor de los jejenes, tiñendo la corriente de plata y puliéndola como una tumba nueva. El silencio la selló.

—¡Está por algún lado! ¡Está por algún lado! —Pero la voz de April no perturbó al río ni a los árboles. Se mesó el cabello. Abrazó a Clover y sollozaron juntas hasta que les vinieron las arcadas.

—Podemos bajar a la deriva —dijo Jerry—. Amarrar esta noche y mañana bajar el río. Será fácil.

—¿Y si Papá tenía razón? —dije.

—No os asustéis —dijo Madre.

—¡No estamos asustados! —dijo Jerry.

—No puedo pensar —dijo Madre—. Su rostro expectante era hermoso. No reaccionaba a ningún sonido. No oyó a April decir que íbamos a morir, ni a Clover llamar a Padre, ni a Jerry describir nuestro fácil descenso hasta la costa.

El pequeño Jerry, liberado, correteaba por cubierta.

—Escuchad —dijo Madre.

El goteo plateado del agua, el acecho de la jungla... era un reino de insectos, de leves silbidos, un mundo de grillos.

Pasó un zambu en su cayuco. El transcurso de su aparición y desaparición puso el tiempo en movimiento. Allí no había más tiempo que el movimiento de un hombre. Aquel zambu estaba vivo.

—No moriremos —dije.

Madre no me oyó, pero yo hablaba en serio. Nuestra barca era pequeña y pendía precariamente de un cabo en mitad del río... como si estuviera en el aire. Pero nunca me había sentido tan seguro. Padre había desaparecido. ¡Cuán fuerte era el silencio que nos rodeaba! La duda, la muerte, la aflicción... habían pasado como la sombra de las alas de un pájaro, rozándonos. Ahora —¿después de cuánto tiempo?— habíamos olvidado esa sombra. Éramos libres.

—En un par de días estaremos en la costa —dijo Jerry.

—¡Vamos a morir aquí! —dijo Clover.

Era lo que siempre decía Padre. Yo pensaba que le creía. Pero se había ido, llevándose el miedo consigo. Me oí decir:

—Podemos desprendernos del fueraborda. Construiremos un timón. La corriente nos llevará.

Jerry intentaba acallar el llanto de las gemelas.

—¿No queréis volver a casa? —decía.

¿Fue esa palabra prohibida la que obró el milagro?

Se oyó un chapoteo... un estallido en aquel mundo de silbidos. Vimos la mano empapada de Padre, su barba rozando la barandilla, el golpe de la hélice en los tablones, y su alarido.

—¡Traidores!

Y se hizo la noche.

27

Durante tres días, como castigo, Jerry y yo fuimos a remolque de la barca, metidos en la piragua. Comimos y dormimos en ella. Coleaba y daba tumbos como un corcho en el extremo de un sedal. Apenas había lugar para echarse. El barril estaba entre nosotros, y el olor a fruta agria de las emanaciones de gasolina se mezclaba con el hedor a ropa quemada del escape del fueraborda, produciéndome un punzante dolor de cabeza. Permanecíamos de rodillas en el agua que se filtraba por las grietas del tronco ahuecado y matábamos el tiempo arrastrando un anzuelo a popa, con la esperanza de atrapar un bagre.

Padre estaba sentado al otro extremo del cabo, de treinta pies de largo, en la barandilla de popa de la cabaña-casa, dándonos la espalda. Yo detestaba sus hombros, su pelo grasiento, la curva de su columna. Me imaginaba cómo sería clavar allí un puñal, justo debajo del harapiento cuello de su camisa. A veces me veía haciéndolo. En mi imagen no había sangre... ni un grito, ni lucha. Sólo un gruñido de aire liberado cuando la hoja penetraba y la empuñadura se aplastaba en la carne. Después desaparecía, como una cámara de neumático rasgada. Lo veía tan claramente que me dolía el brazo, como si ya lo hubiera hecho... pincharlo.

Escuché, pensando que él sabía lo que me pasaba por la cabeza y sintiéndome culpable. Pero sólo oí las airadas protestas de Madre tratando de convencerle de que nos dejara subir a bordo. No quería ni oír hablar de ello. Decía que nos merecíamos algo peor. Era difícil oírle por encima del rugido del motor. El se jactaba de no habernos dado nunca una azotaina, de no habernos puesto jamás la mano encima en un acceso de cólera. Pero para nosotros habría sido mejor que nos hubiera pegado la víspera. La piragua y los bichos y el calor dolían más que una paliza.

—Cortemos la cuerda —decía Jerry—. ¡Verá lo que es bueno!

Jerry quería que nos quedásemos a la deriva. Quizá Padre nos estaba probando para ver si teníamos arrestos para hacerlo. Pero no permití que Jerry tocara el cabo. Temía que se rompiera él solo, o que Padre lo cortara. A menudo, durante esos días, caí dormido y me desperté aterrado, pensando que bajábamos veloces el Patuca en la frágil piragua.

—Si tocas esa cuerda, Jerry —le dije—, saltaré al agua y nadaré hasta la orilla. Te quedarás solo, Jerry. Morirás.

Durante el corto período de la desaparición de Padre, cuando creía que se había ahogado tratando de recuperar la hélice, no había tenido miedo. Teníamos la barca, nuestras hamacas y a Madre. Pero cuando él subió a bordo trajo consigo todo el antiguo temor. Me vi obligado como por encanto a creer de nuevo que la tempestad había desvastado el mundo entero y que la muerte acechaba en la costa.

—Yo no me creo esa mierda —dijo Jerry cuando se lo conté.

Jerry estaba más violento en la piragua de lo que jamás había estado en la barca o en cualquier otra parte. Remolcado, al extremo de un cabo, decía cosas prohibidas. Hablaba continuamente de escaparse y volver a casa. Sus propósitos me daban pesadillas, porque ponía en palabras mis peores presagios. Yo pensaba que merecíamos estar castigados en la piragua. Era nuestro sitio.

—Le odio —decía Jerry—. Está loco.

Le dije a Jerry que sin mi ayuda jamás llegaría a la costa.

—No llegaremos al nacimiento del río —dijo—. Es imposible.

—¿Cómo lo sabes?

Dio dos patadas al barril de gasolina, dos golpes que sonaron a hueco como redoble de un timbal.

—Está casi vacío. Papá no puede hacer funcionar su fueraborda sin gasolina.

—Remará.

—¡Irá para atrás!

Jerry se rió solo de pensarlo. Dijo que se alegraba de que me preocupara.

—Voy a decirle que se está quedando sin gasolina. Verás cómo se pone.

—Cállate —dije.

—Le tienes miedo, Charlie. Eres mayor que yo y tienes miedo. Yo no tengo miedo.

Pero su voz no era firme al decirlo, y tuvo que tragar saliva dos veces para poder terminar sus palabras. Sufría con el castigo de la piragua. Apenas había dormido, y parecía enfermo. Cuando no estaba quejándose de Padre tartamudeaba sollozando como un niño de pecho. Sonaba muy joven cuando lloraba. Rompía a hacerlo en sus manos, con la cabeza baja, para que Padre no le viera.

Una noche, oyendo la risa de Padre en el Camarote Principal, Jerry dijo:

—Me gustaría matarle.

Su voz salió de la oscuridad. Jadeaba, como si hubiera realizado un gran esfuerzo para decirlo.

—No sería difícil matarle. —Jerry jadeaba—. Podríamos acercarnos sin que nos viera. Pegarle con un martillo. En los sesos...

—No digas eso, Jerry.

—Tienes miedo.

Sí, porque estás diciendo las cosas terribles que hay en mi mente, pensaba yo. Podía sentir el fresco mango del martillo. Podía oírlo caer con un crujido sobre su cráneo, y ver el cráneo abrirse como un coco... rezumando un agua blanca.

—No —dije.

—Ojalá se hubiera muerto —dijo Jerry. Se echó otra vez a llorar. Sus lágrimas me consolaban. Lloraba por mí.

Una mañana dijo que había visto un avión, un pequeño avión gris, de un solo motor, pasar por encima nuestro. Yo no lo vi. Le dije que estaba soñando. Era un gallinazo o una garza... o un loro. Allí cualquier pájaro en pleno vuelo tenía el mismo aspecto que una Cessna o una Piper Cub. Jerry lloró porque no quise creerle. Me ponía igual que Padre, dijo. Peor que Padre.

—Mr. Haddy te dio las bujías y la gasolina. ¡Y Padre se atribuyó todo el mérito! ¿Quién pescaba en la laguna? ¡Sólo nosotros! Él nos trataba como esclavos, pero ¿qué pasó con su huerto y todos esos inventos estúpidos? Se los llevó el agua. ¡Le salvamos la vida!

Una vez más, expresaba mis pensamientos y me daba miedo.

—Si le cuentas lo de Mr. Haddy —dije—, yo le contaré lo que me has dicho... que quieres matarle.

Jerry fue presa de pánico. Sabía que había ido demasiado lejos.

—De todas formas —dije yo—, él lo negaría.

—Porque es un mentiroso. Se equivoca en todo.

—Tú no lo sabes. No hay ninguna prueba. Probablemente tiene razón... ¡Mr. Haddy estaba de acuerdo! Tienes doce años y la cara sucia. Cuando la semana pasada Papá te soltó en esta piragua casi se te salen los ojos de tanto llorar. Te alegraste de que te recogiera.

—Me engañó. Ahora ya no lloraría. Me iría.

Pero tenía los ojos rojos y costrosos como heridas.

Padre miró hacia atrás, y al ver que discutíamos (el ruido del motor fueraborda no le permitía oír lo que decíamos), movió la cabeza de arriba abajo y sonrió como diciendo «Estáis en vuestro sitio, basura».

Madre había dicho que si tenía razón éramos la gente más afortunada del mundo. Si se equivocaba, estábamos cometiendo un espantoso error. Pero le obedecía. También ella tenía miedo.

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