La Costa de los Mosquitos (52 page)

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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Entonces Padre miró hacia el Patuca y dijo:

—Es hora de moverse.

Querían que nos quedáramos. Disfrutaban con el Up Jenkins y los golpecitos amistosos del dedo de Padre. Pero Padre dijo que no quería abusar de ellos. Cuando bajaron en grupo hasta el río para despedirse, pensé que la pavorosa predicción de Padre se había cumplido. Eran miskitos, pero se parecían a nosotros. Estaban cubiertos de picaduras y de barro, y sus harapos no eran distintos de los nuestros. Ese era el futuro que nos había prometido, y en ese futuro éramos salvajes.

—¿Va río arriba en la barca?

Padre dijo que sí.

—¿Mobilgasna?

—¿Cómo de lejos está Mobilgasna?

—Cuatro horas.

—Vamos más arriba.

—¿Wumpu?

—¿Cómo de lejos?

—Dos días.

—Entonces voy a subir un mes o un año. Voy a seguir hasta que se me gaste el río. No pienso parar hasta mi destino.

Una vez en el barco, Padre dijo:

—¿Han dicho Wumpu?

—Algo así —dijo Madre.

—Wumpu me suena. Significa algo. ¿Qué será?

Madre dijo que no lo sabía. Pero Padre tenía razón. Wumpu me sonaba a mí también.

Esa noche, tras atracar por debajo de Mobilgasna (el terreno era más escarpado, las márgenes tapizadas de pinos y rocas), tumbados en nuestras hamacas, oímos a Padre decirle presuntuosamente a Madre:

—Acabas de ver el futuro. No es tan malo. Sólo
parece
sucio...

En ese instante estuve a punto de caerme de la hamaca. Wumpu...
Guampu...
recordé lo que significaba.

28

Sólo yo recordaba Guampu, ese nombre, pero tenía mis razones. Me las guardé para mí, saboreando el secreto como si fuera un caramelo. Nadie volvió a mencionarlo. Los demás estaban tranquilos, o quizá tan deprimidos por el poblado de los Thurtle que habían abandonado toda esperanza.

En los días que pasamos rodeados del olor a barro de las tranquilas extensiones del alto río se figuraron que habíamos llegado al final de nuestros viajes. Aquello y solo aquello, por lo que nos quedaba de vida, como Padre gustaba de decir. Pero yo quería continuar, seguir a flote, debido a Guampu.

Vimos más poblados chapuceros, huecos socavados por la gente en la jungla para construir sus chozas. Vimos gente escardando arroz, sembrando a voleo, tirando de torpes carretas y serrando madera para tablones. Aparecieron las montañas, cordilleras de cimas amarillas al este y al oeste por donde se deslizaban las nubes como pelucas caídas de los picos. Entre poblado y poblado había millas de jungla. Padre se congratulaba de habernos embarcado hacia el futuro. Teníamos suerte, decía. Estábamos a salvo, éramos libres, gozábamos de la mayor comodidad. Comida abundante y un motor caliente a la espalda... quizá el último motor de la tierra. ¡Viajábamos por las soledades con gran lujo! Eso decía.

Pero el aceite de los miskitos era malo. Le había entrado agua y estropeó las válvulas. Tras pasarse un día maldiciéndolo y halagándolo, Padre tiró el motor al río.

—¡No lo quiero! ¡Ya no lo necesito! Me da dolor de cabeza... ¡un entierro decente!

Se hundió entre las algas sangrando arcoiris.

Comenzamos a propulsar nuestra embarcación con largas pértigas de bambú, apoyándonos en ella a proa y caminando hasta popa. De esta forma progresábamos tranquilamente por el cenagoso borde del río sin olas.

La corriente era más lenta y el sol brillaba todo el día, dando al agua un aspecto cálido y mantecoso. Los árboles de la elevada selva estaban cubiertos de trepadoras y llenos del clic-clac de los monos y los hervores de fritura de los grillos. De algunas enredaderas pendían flores como abigarrados manojos de harapos o inflorescencias como volantes. Había claros y playas arropadas en los recodos. Padre dijo que cualquiera de esos sitios serviría. Podíamos detenernos donde deseáramos y considerarlo nuestro hogar.

—¿Por qué no lo hacemos? —dijo Madre.

—Por mí encantado —dijo Padre—. ¿Qué os parece aquí? ¿Nos paramos?

Madre dijo que sí, las gemelas asintieron, y hasta Jerry se mostró conciliador de una forma estúpida y enfurruñada. Todos estaban aplanados por Padre y por el calor... los cerebros escalfados por el sol y el vapor del río como escamas de pescado en una cacerola.

—No —dije yo—. Sigamos.

Hundí la pértiga de bambú en el agua y fingí sentirme pictórico de energía.

Padre se quedó encantado. Le serví de pretexto para seguir avanzando. Hundió su pértiga y dijo:

—Si no fuera por ti, Charlie, habría montado el campamento ahí atrás. Buen drenaje y una orilla pedregosa. Me asombras... creo que finalmente he tenido éxito contigo. Catorce años, y al fin das alguna muestra de firmeza.

Pero yo quería llegar a Guampu. ¿Cómo había olvidado Padre ese nombre? Quizá porque detestaba pensar en el pasado, los errores y los fracasos. Da media vuelta y aléjate rápido... ese era su lema. Inventar cualquier excusa para irse. Simplemente largarse. Eso había hecho de él lo que era... era su genio.
No mires atrás
. Sin embargo, para mí el pasado era lo único real, mi esperanza... la sola palabra «futuro» me asustaba. El futuro convocaba a Padre, pero para mí era silencioso y ciego y oscuro. Guampu era parte del pasado, y con ese nombre en la cabeza insistí e insistí en seguir avanzando río arriba.

Padre creía que nos movíamos hacia el futuro. Yo sentía lo contrario... como si fuera posible echar un fugaz vistazo al pasado. En cualquier caso no era lejos, y aunque me equivocara quería darme la satisfacción de saber si la memoria me había jugado una mala pasada.

Cinco días después de salir del poblado de los Thurtle, a eso de mediodía, oímos un avión. Su zumbido-rugido venía de cerca. Aunque no pudimos verlo, me trajo una sensación familiar. Un avión sobrevolando era como un corte de pelo. Me agaché al oírlo, y sentí la vibración de sus dientes en la nuca. Padre negó que fuera un avión. Vientos cruzados, dijo. Pero se quedó callado. Por la expresión de su rostro se habría dicho que acababa de sentarse en algo como hierba mojada o excrementos de vaca. Mis esperanzas de encontrar algo en Guampu crecieron.

Me ponía en proa y observaba el río. Había terrones de petróleo solidificado, pequeños moratones rayados y peludos extendiéndose por el río. Detecté una botella verde en el fondo de grava, una lata de Pepsi Dieta flotando erguida, y una especie de resto de jabón, como la espuma del jabón en polvo. Vi una hoja de papel sumergida rizándose en su camino río abajo, y otras más, y pensé en casa, porque todo objeto desechado formaba parte del pasado. Eran los desperdicios de aquel otro mundo. Se me antojaban maravillosos.

Ese mismo día oí voces cantando... música amortiguada por los árboles. El agua la recogía, y también la luz, el calor, los cambios del cielo. Esperé a que hablara otro.

—Allie—. Madre escuchaba. Lo había oído.

—Pájaros.

No eran pájaros. Era música de iglesia.

—¿Quién está cantando? —dijo Jerry.

—Salvajes —dijo Padre.

—A lo mejor es Guampu —dije yo.

Doblamos un recodo. La jungla se hizo a un lado, el sol cayó de plano sobre la orilla. A cierta distancia del río había unos bungalows con techos nuevos de hierro ondulado que reflejaba el sol, deslumbrándonos. En el centro del amplio claro se veía una iglesia de estructura de madera blanca, con techo inclinado y campanario. Todo estaba reluciente, ordenado y limpio; un puerto blanco entre los árboles retorcidos y las enredaderas silvestres, bien erguido en el sinuoso río.

El rostro de Padre se cubrió de una sombra negra. Su piel pelada había reventado en su nariz y las mejillas, dibujando remiendos calientes. Había visto los bungalows, la iglesia, los parterres. Bajó la cabeza como si le hubieran traicionado, mientras por su cuello resbalaban gruesas gotas de sudor.

—Debe ser una misión —dijo Madre. Pero al sentir la cólera de Padre —el olor que despedía cuando estaba furioso— se quedó callada.

Delante nuestro había un amarradero. Era un pequeño muelle de tablones fijado a una hilera de barriles de petróleo. Había un
Boston Whaler
y otras embarcaciones auxiliares más pequeñas amarradas.

—¿Dónde estamos, Papá? —dijo Clover.

Padre apretaba con fuerza los labios, pero en sus ojos había fuego, esa energía que él llamaba hambre. Se mesó el largo cabello y hundió la pértiga en el agua, acercándonos al lugar, a los cánticos, y a otro sonido... un generador petardeando en un cobertizo situado a la orilla del río. Era la parte trasera de la misión. Vimos una tubería de alcantarillado desaguando en el río y una montañita de botellas, latas y papeles de colores... más esperanza.

El cántico terminó. Sólo quedaba el generador.

Nos aproximamos al muelle. Nuestra cabaña-barca parecía torpe y oscura junto al estilizado casco del
Boston Whaler
. ¿Qué era nuestra barca sino un pecio alquitranado y flotante de madera carroñeada? Allí parecía totalmente ridícula, y Padre un loco.

—Ya veremos. —La voz de Padre era como arena en un cubo oxidado.

En ese momento, Madre perdió su aplomo.

—Sigamos —dijo—. Dejémoslo. No tiene nada que ver con nosotros. ¡Allie, no!

—Tienen casas de verdad —dijo April.

—Mirad, hay un tablero —dijo Jerry—. Juegan al baloncesto.

Saqué fuerzas de flaqueza y dije:

—Son los Spellgood.

—¡Pamplinas!

—Dime qué sabes, Charlie —dijo Madre.

—Los Spellgood... ¿no os acordáis? Dijeron que vivían en Guampu. Lo dijo Emily. Aquel predicador, con su familia, en el...

—¿Quién es Emily?

—Una de las niñas. Estaba en el
Unicorn
. La gente que rezaba.

—Ya me figuraba que eran salvajes —dijo Padre.

—Allie, quizá puedan ayudarnos.

—¡No necesitamos ayuda!

—Estamos asquerosos. Fíjate en nosotros.

—Esos depravados morales —dijo Padre— se han escondido aquí, polucionando este lugar. Parece mentira que tengan tan poco sentido común. ¡Ya no queda mundo!

Le seguimos —perseguimos— escaleras arriba hasta unos senderos marcados con piedras encaladas. No había más de diez bungalows, pero eran pulcros, tenían parterres delante de los porches y emanaban una vaporosa nube de calor por sus techos metálicos. Más allá había una pista de aterrizaje de césped bien cortado que terminaba en la jungla Pero no había ningún avión, y nadie salió a recibirnos. No se veía a nadie.

Pero las persianas de la iglesia estaban abiertas, y oímos algo que con seguridad era la voz del Reverendo Spellgood.

—Jee-sús —decía lentamente.

—Le voy a partir la cabeza —dijo Padre.

—¿También esto es el futuro? —dijo Jerry.

—¡Me acordaré de eso, hijito! —Padre se lió a puntapiés con las piedras encaladas—. Seguidme.

—Volvamos a la barca, Allie. Vámonos de aquí.

—Tiene miedo —dijo Padre.

—Nunca te he visto tan furioso.

—Muy bien —dijo Padre—. Déjame mal delante de los críos.

Spellgood predicaba en voz aguda de loro, citando las Escrituras.

—Samuel, dijo, y algo sobre diez quesos y el filisteo de Gath.

—Va a lamentar no estar en Gath.

Miramos por la ventana abierta. Yo esperaba oír un alarido de Padre. No llegó... sólo un siseo de asco que ascendió desde lo más profundo de su garganta, como gas venenoso escapando de una tubería, como «Niño Gordo» hirviendo.

La iglesia era sombría, pero en su parte anterior, sobre una mesa, y acaparando la atención de toda una congregación de indios con camisas y vestidos blancos, había un televisor.

El televisor tenía una pantalla grande, del tamaño de una puerta de coche, y en la pantalla se veía el rostro parloteante de Spellgood. Era en color, pero se le veía amarillo verdoso. Tenía una honda en la mano y relataba una historia. A su lado había un hombre gigantesco, verde, con cara de gorila y aspecto de estar hecho de plástico. Tenía grandes colmillos y llevaba un casco. Spellgood, sin interrumpir su prédica, puso una piedra en la honda y se preparó a dispararla contra el muñeco gigante que tenía al lado.

—Tienen tele —dijo Jerry.

Los indios estaban tan asombrados con el programa que no nos vieron. Para ellos era un milagro... y también lo era para mí.

—Ese programa tiene que venir de algún lado —dije—. A lo mejor se retransmite por satélite desde los Estados Unidos.

—Imposible —dijo Padre. Su voz era lacrimosa y casi imperceptible, como el día que había llorado tras el incendio de Jerónimo—. Norteamérica ha sido destruida.

—¿De dónde viene el programa?

—De dentro de esa caja. Es un videocassette. Una cinta, un truco, la vieja tecnología. Los indios creen que es magia. ¡Patético! Entró corriendo en la iglesia, recorrió el pasillo y desenchufó el aparato. Inició un sermón, se paró y dijo «¡Esperen!», porque los indios se levantaron en cuanto la imagen tembló y se desvaneció. Salieron en fila de la iglesia. Cuando Padre cortó el programa no se sorprendieron, aunque les entró el aburrimiento y empezaron a charlotear. Al poco rato, la iglesia estaba vacía y los indios, con sus vestidos de algodón blanco, se dirigían hacia la jungla.

No se veía a los Spellgood por ningún lado.

—Volvamos a la barca —dijo Padre.

—¿No podemos echar un vistazo? —dijo Clover.

—¡Este sitio no existe!

Ni siquiera nos permitió sentarnos en cubierta para mirar los bungalows y disfrutar de aquella visión del pasado. Nos hizo entrar en el camarote —a los cuatro niños— y atrancó la puerta con un tablón. Nos sentamos, preguntándonos qué ocurriría ahora.

—Me parece que nos estamos moviendo —dijo Jerry.

Nos movíamos.

—Nos saca de aquí —dije.

Pero diez minutos después, el camarote se inmovilizó de nuevo. Oímos el chapoteo del ancla en el agua y a Padre manejando cabos. Hablaba en murmullos con Madre, pero sus palabras no se distinguían.

Cuando el sol empezaba a desvanecerse en las grietas del camarote y el aire se refrescaba, oímos un avión sobre nuestras cabezas. Venía bajo, ruidoso como una maquinilla de cortar el pelo. Pronto se hizo el silencio.

Clover me preguntó por qué Papá se comportaba de una manera tan rara, y April dijo que quería beber algo. Me agobiaron a preguntas hasta quedarse dormidas. También yo me dormí, pero desperté en la oscuridad. ¿Por qué no bajar a tierra en la piragua?

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