La Costa de los Mosquitos (42 page)

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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Oímos el rumor de alguien batiendo. Era la mujer del miskito, golpeando tallos de arroz contra un marco y dejando caer los granos sobre una estera de piel de vaca. Se detuvo cuando el miskito la llamó y nos sirvió wabul y plátanos fritos y mazorcas de maíz tostadas. Y desplumó el pavo silvestre de Mr. Haddy, poniéndolo sobre el fuego en un espetón.

Padre no quiso comer nada.

—No se lo tome como algo personal —dijo, rechazando el wabul.

—Es su costumbre. Tú lo sabes —dijo Madre.

—Y mis costumbres, ¿qué? —dijo Padre.

Sentí que no había cambiado en absoluto, pues siempre decía lo mismo en Jerónimo.

Sonrió al miskito.

—Me estoy reservando para más tarde —dijo—. El hambre es buena. Te hace decidido. La comida te da enseguida sueño. Eso que tiene ahí en la mano —el miskito tenía el pavo, quemado y grasiento—, eso es un somnífero. Claro, ya lo sabía, ¿verdad? No estoy hablando de inanición, sino de hambre. Es el origen de la naturaleza. Una especie de fuerza.

Nos sonrió. Estábamos en el suelo, royendo los huesos, acompañados por el cerdo del miskito, llamado Ed.

—Sólo hay una cosa que de verdad añoro y ansío —dijo Padre—. ¿No me podrá organizar un baño?

Hablando despacio y con lenguaje de signos y ruidos, explicó que quería un sitio discreto y agua caliente y un cesto. El miskito le dio lo que quería. Entonces, Padre colgó el cesto de un árbol e hizo que el miskito lo llenara de agua para que cayera como una ducha. El ritual tuvo lugar detrás de la cabaña del miskito. Oímos a Padre animar al miskito y escupir agua y restregarse.

—¡Padre tiene costumbres, eso seguro! —dijo Mr. Haddy.

El miskito estaba muy sorprendido por todo aquello y por el parloteo de Padre. Deseoso de complacerle, envió a su mujer al huerto a coger verduras, cuatro hermosas medidas en bonitos cestos. Como regalo final entregó a Padre la pértiga de su pipanto. Padre cumplió el rito de rechazar los regalos, pero los aceptó cuando el miskito metió los cestos en el pipanto y esperó al lado, sugiriéndole con pequeños gritos que montara.

—Dice
lukpara
, no preocuparse —dijo Mr. Haddy.

Padre montó y dijo:

—Me lo llevo prestado, hermano. Se lo devolveré cuando usted quiera.

Así que ese mismo día nos encontramos flotando Río Sico abajo. Padre manejaba la pértiga, y Mr. Haddy se asomaba a proa al acecho de posibles obstáculos. «¡Rocapiedra!», gritaba cuando veía alguno. Sólo había cinco pulgadas de obra muerta, pero el río estaba como un plato. Había cuarenta millas hasta la costa, y Padre calculó que el río bajaba a cuatro millas por hora.

—¿Así que no va muy aprisa? —dijo.

En cuanto doblamos el primer recodo y se perdió de vista la cabaña del miskito, Padre arrimó el pipanto a la orilla. Nos buscó unos pedazos sueltos de madera para usar como asientos y los fijó en mitad de la embarcación. Se quitó la camisa y aparejó un toldo, embutiendo las colas en la borda de estribor y tensándola con ramas curvadas. La aseguró por las mangas.

—¡Parece una tienda de oxígeno! Eso es para que no cojáis una insolación —cogió un montón de ramitas—. Y esto, para darnos un poco de velocidad. ¡Una verdadera escoba de bruja!

Sujetó las ramitas al extremo de la pértiga, atándolas con enredaderas, para convertirla en una especie de remo-escoba con la que podía cinglar desde popa con una sola mano.

Después, fabricó un recipiente fumigador para ahuyentar a los insistentes jejenes. Zarpamos echando humo. Nos prometió que llegaríamos a la costa al caer la noche.

—¿Alguien se ha fijado en la cabaña de ese miskito? —preguntó.

—Son todas iguales —dijo Mr. Haddy.

—Eso no las hace mejores, Meloncete. Esa miniatura desaliñada se irá abajo con las primeras lluvias. Era un hombre generoso y tenía un huerto espectacular, gracias a mí, pero la cabaña era una birria.

Pasamos cerca de otras cabañas ribereñas, más miskitos, cerdos y perros.

—Patético —decía Padre.

—Te brillan los ojos, Allie.

—Porque acabo de determinar qué tipo de cabaña es el adecuado para este terreno.

—Dijiste que estabas harto de inventos.

—No he venido aquí a vivir en una choza de hierba —dijo—. Yo no soy Robinson Crusoe. Ten un poco de confianza, ¿no? ¡Eh, no toquéis esos cestos!

Jerry había cogido un tomate y le estaba sacando brillo en la rodilla. Padre le ordenó que lo dejara donde lo había cogido.

—Si tenéis hambre, ya pararemos a buscar comida de monos, pero no os comáis esas verduras. Son híbridos. Comedias, y estaréis viviendo de nuestro capital. Cuando lleguemos a nuestro punto de destino las abriremos y usaremos las semillas.

—Eso no es justo —dijo Madre.

—Eso es propagación.

—No has cambiado nada.

Padre iba moviendo su escoba hacia adelante y hacia atrás.

—Mi forma de pensar ha cambiado por completo —dijo—. No más productos químicos, no más hielo, no más artificios. Jerónimo fue un error. Tuve que contaminar todo un río para darme cuenta.

—¡Jerry sólo quiere un piojoso tomate! —dijo Madre.

—Ese tomate representa toda una hilera de tomateras. Contiene un huerto, Madre. Usa tu imaginación.

—Por favor, no os peleéis —dijo Clover.

—Padre tiene otra speriencia —dijo Mr. Haddy.

—Todo el mundo a callarse —dijo Padre—. ¿He oído mencionar daños cerebrales? —añadió.

Padre siguió cinglando río abajo con su escoba, gritando sin parar. Y predijo que, antes de caer la noche, estaríamos en Paplaya, en la costa, a un tiro de piedra de la Laguna de Brewer. Mr. Haddy se volvió y sacó los dientes al oírla mencionar.

—Si quisiéramos, podríamos llegar hasta Panamá bajando por esa playa —dijo Padre.

—Podríamos subir por ella hasta Cape Cod —dijo Madre.

Padre soltó una carcajada.

—Cape Cod ha saltado por los aires. Nos fuimos justo a tiempo. No queda nada... absolutamente nada. Ha desaparecido, ¿es que no lo comprendes?

—¿De qué estás hablando? —dijo Madre.

—El fin del mundo —Padre señaló el norte con el mango de su escoba—. De ese mundo. Todo achicharrado.

—Jerónimo está ahí detrás —dijo Madre.

—Lo de Jerónimo no ha sido nada comparado con la destrucción de los Estados Unidos. No es sólo los edificios incendiados y el pánico. Piensa en la gente. ¿Te acuerdas del pavo de Meloncete... cómo, al asarlo, la carne se separaba de los huesos? Eso les ha ocurrido a millones de norteamericanos. La carne arrancada de los huesos. Después llegaron los carroñeros. Hatfield se ha convertido en cenizas.

Las gemelas se echaron a llorar.

Madre trató de consolarlas.

—Mira lo que has conseguido —dijo a Padre.

—Lo único que he conseguido es rescatarnos a todos.

—¿De verdad no queda nada? —dijo Jerry.

—Nada que tú quisieras ver —dijo Padre—. ¿Te parece mal este río? Pues esto es una vacación comparado con la guerra en los Estados Unidos.

—¿Habido guerra ahí arriba? —preguntó Mr. Haddy.

—Espantosa —dijo Padre.

—Estás tratando de asustarnos —dijo Madre—. Deja de hablar así, Allie. Es una crueldad. Tú no sabes lo que ha pasado en los Estados Unidos.

—Sé lo que he visto. Conozco los ejércitos, los soldados... todos los incendios y las muertes —golpeaba el río con su escoba— ellos sabían dónde estaba yo.

Madre abrazó a las gemelas. Estaban sentadas bajo la tienda que Padre había montado con su camisa.

—Es broma, niñas. No le hagáis caso —dijo Madre.

—Menuda broma —dijo Padre.

Me miró y me guiñó un ojo.

—Pero ahora estamos a salvo. Esta barca, este río... pensáis que son precarios, pero yo os digo que da gusto vernos. Estamos vivos. No puedo decir lo mismo de otros.

Estábamos en junio. Hacía un año que nos fuimos de Hatfield. Hacía dos noches que habíamos contemplado la destrucción de Jerónimo. En la cabeza de Padre, los Estados Unidos habían sido arrasados igual que Jerónimo... pasto del fuego, y todo cuanto quedaba era humo y una tempestad de veneno amarillo. Eso decía.

—Andaban detrás de mí. Escapamos justo a tiempo.

Yo quería que se callara.

—Este río es hermoso —dije.

—¡Así se habla, Charlie! ¿Has oído, Madre? Dice que este río es hermoso. Podéis apostar la cabeza a que lo es.

No volvió a hablar de la guerra en Norteamérica o la pérdida de Jerónimo, que para él era lo mismo. Habló serenamente de cómo empezar de nuevo. Dijo que el hecho de haber escapado por los pelos le había aguzado el ingenio.

Aquello era la prueba. Estábamos en un pipanto de catorce pies, bajando velozmente hacia la costa. No era más que una piragua, pero teníamos sombra y asientos y un fumigador. Padre la había convertido en algo cómodo y rápido. Hablaba a lo loco, pero su parloteo era como la creación, y no paró un instante en todo el viaje río abajo. Yo había estado preocupado. La víspera le había visto llorar, hoy proclamaba a gritos su experiencia y el fin del mundo. Estaba muy inquieto y parecía hambriento, y era más difícil que nunca predecir su actitud. Pero no había en la tierra hombre más ingenioso.

23

Jerry se mecía en el asiento cruzado fabricado por Padre.

—Papá se cree un tío grande —dijo, y me miró ceñudo.

Clover bajó la cabeza.

—Es un tío grande.

—En el mundo hay montones de inventores. No es el único.

—Él no es como los otros —dije.

—De todas formas, el mundo ha sido destruido —dijo April—. Lo dice Papá.

—¿Y cómo sabes que no es como los otros? —dijo Jerry.

—Tiene otras razones —dije.

—¿Como cuáles?

Miré hacia popa... los ojos bien abiertos de Padre me retaban a hablar.

En esa pausa, Jerry susurró secamente:

—No tienes ni idea.

Pero sí que la tenía. Padre era ingenioso porque necesitaba comodidad. El nunca lo confesaba, pero yo lo sabía por Jerónimo y por el pipanto mejorado. No había cambiado, seguía siendo inventivo, seguía necesitando comodidad... más que nosotros. Yo no podía decírselo a Jerry mientras Padre escuchaba. ¡Inventaba por su propio bien! Era inventor porque detestaba las camas duras y la mala comida y las barcas lentas y las chozas frágiles y la mugre. Y el desperdicio... se quejaba del precio de las cosas, pero no era por el dinero. Era porque a poco de comprarlas se debilitaban y se rompían. ¡Pensaba en sí mismo antes que en cualquier otra cosa!

Por eso había inventado la silla hidráulica y el masajeador de pies de Hatfield. Eso explicaba su falta de interés por sus inventos industriales... los que llamaba «ganapanes». Y también explicaba su manía por el hielo. Por eso lloró cuando se destruyó Jerónimo. No quería vivir, para decirlo con sus propias palabras, como un mono.

También sus movimientos, sus viajes, eran inventos. Cuando le pareció que Norteamérica estaba condenada, inventó una salida. La salida del país en el barco bananero fue uno de sus proyectos más ingeniosos. Y Jerónimo estaba lleno de ejemplos de su ingenio, dispositivos que fabricaba para hacer la vida —su vida— más fácil. Sus proyectos y sus tácticas eran su respuesta a la imperfección del mundo. Pero yo a veces le compadecía. La comodidad y la insatisfacción le trastornaban.

—Es un perfeccionista —había dicho Madre un momento antes, al oír los susurros de Jerry.

—No te pongas amarga —dijo Padre.

Madre miraba a la jungla que cubría las orillas.

—Qué buen sitio para un perfeccionista —dijo.

Todo el mundo le creía capaz de adaptarse a cualquier cosa. Pero yo no me llamaba a engaño. ¡Era lo más opuesto a un excursionista! Cultivaba vegetales de primera porque no soportaba el sabor de los plátanos y el wabul. Detestaba dormir al aire libre. «Dormir en el suelo es una salvajada antinatural.» Siempre hablaba con ternura de su cama. «¡Hasta los animales hacen camas!» Su respuesta al trópico era un suministro interminable de hielo gratuito, su respuesta a la estación seca un complicado sistema de bombas. Le gustaba la acumulación de dificultades. Decía que le ayudaba a pensar. Pero, aun siendo ambicioso en lo tocante a su propia comodidad, jamás intentaba sacar provecho a sus inventos, sólo vivir una vida que quizá otros querían imitar. Llamaba «dinero tonto» al que obtenía de sus patentes. «Quizá sea egoísta», decía, «pero no soy codicioso».

El egoísmo le había hecho listo. Quería las cosas a su manera... su cama y su comida y también el mundo. Sus explicaciones de los acontecimientos eran tan ingeniosas como sus inventos. ¿Había explotado la guerra en los Estados Unidos? ¿Le perseguía la gente, como él decía? ¿Era cierto que le acosaban porque «siempre matan primero a los más listos»? No lo sabíamos. Uno no notaba el calor ni los insectos ni la oscuridad que le abrumaba por la noche. El parloteo de Padre te anulaba el olfato. Después de oírle hablar de Norteamérica, era un consuelo pensar que uno estaba tan lejos, en la Costa de los Mosquitos. ¡También era un consuelo para él!

Ahí estaba, contándonos sus planes a voz en grito y sonriendo al ver nuestro asombro. Podían ser proyectos simples, como la mejora de la pértiga del pipanto o la construcción de un fumigador con un coco partido, o la descripción de la casa a prueba de todo que pensaba construir. O podían ser locuras.

—¡Qué rematadamente mal hizo Dios este mundo!

Yo nunca había oído a nadie criticar a Dios. Pero Padre hablaba de Dios como hablaba de los fontaneros o los electricistas. Describía a Dios como «el difunto niño con un tornillo suelto en la cabeza. Y la cabeza está a punto de desprenderse. ¿Veis cómo baila?».

Rara vez se callaba. Formaba parte del estruendo de la jungla desde que escapamos de Jerónimo. Como los pájaros pava y los grillos y el armadillo nocturno, Río Sico abajo y cuando entramos en el Río Negro, camino de Paplaya. Pero de todos los ruidos selváticos que yo oí, y el rumor podía ser muy sorprendente, el más claro y más repetido fue la voz de Padre pidiendo a gritos comodidad.

Para llegar a la Laguna de Brewer tuvimos que «costear» —según expresión de Padre— varios días. Después de tanto hablar y arrastrar la barca y sentir la brisa caliente y salina, yo me esperaba algo azul... arena, espuma, palmeras, una playa. Pero la Laguna de Brewer era una hondonada interior, tapada por un istmo de tierra alta que ocultaba el océano, bloqueando el agradable rumor de las olas que lavaban la arena y removían los guijarros.

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