—He oído decir —proseguí— que sois un hombre de carácter violento. Os he visto tratar de una forma muy bárbara a vuestro sirviente. Tenéis fama de ser desagradable con los indigentes y los necesitados. Ahora veo que también lo sois con las bestias y quizá esto sea peor, pues ellas no tienen la posibilidad de decidir su camino. Se puede mirar a un mendigo y preguntarse hasta qué punto es responsable de no tener una vida más productiva, pero ¿qué ha hecho ese pobre pájaro para acabar de esa forma?
—Nadie me había hablado así jamás —me dijo Dogmill en un susurro ronco.
—No soy responsable de lo que otros han hecho o dejado de hacer —dije muy tranquilo—. Solo respondo por mí mismo, y me avergonzaría llamarme tory e inglés si tuviera que retener mi lengua ante un comportamiento semejante.
El rostro de Dogmill adoptó unos matices de rojo desconocidos hasta entonces. Apretó los puños y golpeó el suelo con los pies. A nuestro alrededor se había congregado un grupo de gente, como si estuviéramos boxeando, que seguramente es como íbamos a acabar.
—¿Quién os ha dicho que vinierais? —me preguntó al fin—. ¿Por invitación de quién venís a interrumpir nuestros entretenimientos? ¿Os ha preguntado alguien vuestra opinión sobre el trato a los pájaros? Jamás me había encontrado con alguien tan grosero, y solo puedo pensar que es vuestra incultura e ignorancia la que os ha hecho hablar así. Si un hombre se atreviera a hablarme así cuando no estoy representando a alguien en una importante campaña electoral, no dudaría en tratarlo como se merece, pero ya sé qué pretendéis, señor. Habéis venido a provocarme para que los periódicos tories tengan algo que decir. No pienso darles esa satisfacción.
Miré al señor Dogmill, luego a la multitud, y otra vez a Dogmill.
—Os veo muy acalorado —dije muy tranquilo—. Pensaba que solo estábamos conversando, y ahora resulta que me insultáis de una forma muy grosera. Es fácil decir lo que uno haría o dejaría de hacer, pero quizá es menos fácil hacerlo. Decís que me retaríais si pudierais, y yo digo que me retaríais si fuerais un hombre. Si queréis disculparos, señor, podéis mandar a buscarme en mi alojamiento en Vine Street. Hasta entonces, os deseo un buen día, y espero que aprendáis mejores modales.
No me volví para presenciar su turbación, pero imagino que debió de manifestarse de alguna forma extrema, pues oí a la mujer de los cabellos dorados lanzar una exclamación de asombro, o acaso de terror.
Tras tener el placer de progresar en los intereses del señor Evans, pensé que era hora de que Benjamin Weaver se implicara en el asunto de su propia ruina. En la relativa seguridad de una taberna, la idea de Elias de que me dejara ver en las zonas menos atractivas de la ciudad me había parecido bien. Sin embargo, mientras avanzaba con dificultad por las calles de Wapping, me pregunté si no habría sido un necio al emprender una empresa tan arriesgada. Cualquier pandilla de villanos podía atacarme y llevarme a rastras ante el magistrado más próximo, aunque para ello primero tenían que conocerme. Esperaba que la oscuridad de las calles y una gorra bien calada me protegieran, al menos hasta que estuviera listo para dejarme ver.
Además, ¿podía elegir? Tenía que hacer cosas que un individuo como Matthew Evans jamás haría. Así que caminé con decisión hasta la casa de la persona a quien quería visitar, llamé a la puerta y pregunté por la señora Yate. Mantuve la vista gacha cuando hablé con la casera, pero aquella criatura consumida, que no tendría fuerzas ni para girar el pomo de la puerta, apenas se fijó. No preguntó por mi nombre, ni por el asunto que me llevaba allí, se limitó a indicarme el piso de arriba cuando pregunté. Me dio la impresión de que estaba acostumbrada a enviar hombres a aquella habitación. Quizá, a falta del sueldo de un marido, la señora Yate se había visto obligada a darse a la prostitución. ¿Cómo reaccionaría al verme? Si podía hacerle mis preguntas y marcharme, sin duda la historia de mi visita se difundiría por todas partes y el plan de Elias podría cumplirse sin necesidad de arriesgar mi vida.
La escalera del inmueble estaba rota y era traicionera; los escalones que aún estaban enteros con frecuencia estaban cubiertos de ropas viejas, montones de periódicos o barriles vacíos de cerveza. No quisiera tener que huir precipitadamente de un lugar semejante.
La puerta que buscaba estaba en el tercer rellano. Cuando llamé, una mujer turbadoramente hermosa, de escasa estatura pero bonita figura, abrió sin vacilar. Llevaba puesto un vestido muy holgado que apenas ocultaba los tesoros de sus formas. Sus cabellos, que sobresalían por debajo de su toca, de tan claros casi eran blancos, y el rostro era redondo y delicado. Parecía más una muñeca que una mujer.
—¿Os conozco? —me preguntó. Su voz era dulce y serena, pero vacilaba. Los ojos, de un gris tan oscuro que rozaban casi el negro, no se fijaban en nada en particular, como si tuviera miedo de mirarme demasiado a la cara.
—Os lo ruego, dejadme entrar y hablaremos —contesté. Esperaba que me pidiera más aclaraciones, pero, para mi sorpresa, se apartó y me dejó pasar.
Solo había una lámpara encendida, y la habitación estaba a oscuras, pero había suficiente luz para que viera que estaba desordenada y sucia. Olía a cerveza, a vino rancio y a ropa sucia. Me acerqué a trompicones a una silla, cuyas patas originales habían sido reemplazadas por trozos de madera, y me senté respondiendo a un ademán desganado de la mano de la mujer.
—¿No me reconocéis? —le pregunté, acercándome a la llama de la única luz que había. Ella me miró, al tiempo que se sentaba sobre un viejo barril que había reconvertido en silla.
—Os reconozco. Ahora os reconozco, y no me sorprende veros, porque estaba convencida de que vendríais.
—Yo no maté a vuestro marido —dije, levantando las palmas en un gesto de… no sé de qué. De algo benevolente, supongo—. No lo conocía, y no tenía ningún motivo para querer hacerle daño.
—Lo sé —dijo ella con voz queda. Miró al suelo—. Nunca he creído que lo hicierais. Estuve en el juicio y lo oí todo.
—Me alegra que digáis eso, pues me dolería pensar que me consideráis culpable. Debéis saber que tenemos un mismo objetivo. Los dos queremos justicia para vuestro esposo.
Ella negó con la cabeza.
—No puede haber justicia. El mundo no está bien, señor Weaver. Ahora lo sé. En otro tiempo pensaba que sí, pero era una simpleza. Una mujer como yo no tiene ninguna posibilidad, y Walter tampoco la tuvo. Pensaba que sí. Pensaba que el juez Rowley era un hombre justo cuando le hizo a Walter ese favor, pero veo que no es menos malvado que los otros.
Me incliné hacia delante.
—No os entiendo, señora. ¿Qué favor puede haberle hecho el juez Rowley a vuestro marido?
—¿Qué favor? Bueno, lo salvó de la horca, eso. No hará ni año y medio, señor, cuando Walter tuvo que presentarse ante Rowley por birlar tabaco. Ese Dogmill dijo que Walter había cogido dos chelines de tabaco, aunque él no hizo más que los otros que trabajaban en los barcos: cogía el oro dorado, que es como le dicen a las hojas sueltas que caen de los fardos. Y puede que de vez en cuando cogiera un puñado, pero ¿y qué? Siempre se ha hecho así…, desde tiempo inmemorial, como decía él. Pero entonces Dogmill hizo que arrestaran a Walter y un mes después estaba ante el juez. Querían ahorcarlo por arañar dos chelines de tabaco de la cubierta de un barco.
Pestañeé enérgicamente, tratando de disipar la confusión.
—Pero ¿Rowley se puso de parte del señor Yate?
—Lo hizo, señor. Dogmill envió a mil testigos que mentían; dijeron que Walter era un mal hombre que quería robar para no tener que trabajar, pero Rowley cuidó de Walter, como tenía que hacer con usted… pero no lo hizo.
Parece que en otro tiempo Rowley se tomaba sus responsabilidades como juez más en serio que en mi juicio, lo cual no dejaba de sorprender porque, en el caso de Walter Yate, se puso en contra de un whig como Dogmill y, en cambio, en el mío pareció que se ponía en mi contra a causa de Dogmill. ¿Es posible que en aquel entonces le importara menos la política o que la inminencia de las elecciones hubiera hecho que sus obligaciones para con su partido fueran más importantes que sus obligaciones para con la ley?
—¿Tenéis idea de por qué el juez actuó conmigo como lo hizo?
—No tengo ideas. Ya no. Cuando el juez dejó libre a Walter, pensé que todo estaba bien en el mundo. Entonces teníamos dos pequeños, y mi marido estaba libre y limpio ante la ley, pero no duró. Ahora los dos niños están muertos y nuestro hijo recién nacido ya no tiene padre, porque han matado a Walter y a nadie le importa quién lo ha hecho.
—A mí me importa —le prometí.
—Solo porque queréis salvar el pellejo. No, no protestéis. No hay nada malo en eso. En vida, Walter no tenía nada que ver con vos. No hay razón para que os preocupéis por su muerte, aunque su muerte os ha traído muchos problemas.
Miré a sus ojos de color gris carbón.
—Walter Yate me salvó. De no haber demostrado tanto valor en sus últimos momentos de vida, quizá yo también estaría muerto. Para mí encontrar al hombre que lo mató es más importante que mi propia seguridad.
Ella asintió muy despacio, como si la noticia de que su marido me salvó la vida fuera algo que oía continuamente.
Por la expresión vacía de su rostro, deduje que podía seguir con mis preguntas.
—¿Dijo alguna vez el señor Yate por qué creía que Dogmill había decidido acusarlo por el asunto del tabaco? Como decís, es algo que hacen todos los estibadores.
Ella rió.
—Era evidente, ¿no? Walter quería organizar a los hombres para que Dogmill no siguiera aprovechándose. Quería hacer las paces con Greenbill Billy y tratar de que subieran los salarios, pero Dogmill no pensaba aceptar algo así. Le dije que se preocupara por su familia y no por los estibadores, pero él dijo que tenía que cumplir con su deber, así que los puso antes que nosotros y acabó como yo sabía que acabaría. Hay cosas que están hechas para los grandes hombres, y los hombres pequeños no tendrían que meterse.
—¿Cosas como las agrupaciones de trabajadores?
Ella asintió.
—¿Se metió en más cosas hechas para los grandes hombres? Por ejemplo, ¿demostró alguna vez vuestro marido interés por la política?
—Una vez dijo que le hubiera gustado juntar dinero para pagar el impuesto que se paga para poder votar.
—Pero ¿estaba implicado de alguna forma en las elecciones que acaban de empezar?
Bajó la mirada, así que no pude verle la cara.
—Que yo sepa no.
Me tomé un momento para ordenar mis ideas.
—¿Sabéis qué ha sido de su banda de estibadores desde su muerte? ¿Se han unido sus hombres a Greenbill o han buscado a otro líder?
La señora Yate levantó la vista una vez más e incluso bajo aquella tenue luz vi que la sangre le subía al rostro. Abrió la boca pero no fue capaz de hablar.
—Nunca se unirán a Greenbill —dijo un hombre contestando por ella—, ahora tienen un nuevo líder.
Casi me caí de la silla. En la oscuridad del umbral había una figura muy alta, de constitución fuerte, recortada por el sebo barato que ardía detrás. Solo tardé un momento en reconocerlo: era John Littleton, con un aire mucho más seguro que en la cocina de Ufford.
Me incorporé a medias e hice una reverencia.
Él asintió con la cabeza.
—Estad tranquilo —dijo desenfadadamente—, los chicos de Yate le plantarán cara a Greenbill Billy… y a Dogmill.
—¿Y de quién son chicos ahora?
Él rió con seguridad.
—Bueno, ahora son los chicos de Littleton. Y hay una o dos cosillas que eran de Yate y que ahora también son de Littleton. Hacemos lo que podemos para honrarlo. —Me guiñó un ojo con evidente buen humor. Fuera lo que fuese que le había convertido en líder de la banda, lo había transformado.
Por un momento, los ojos de la señora Yate se cruzaron con los míos; suplicándome en silencio que comprendiera. Intenté que mi expresión mostrara compasión, aunque me temo que solo mostré indiferencia.
—Vete a la otra habitación, mujer —le dijo Littleton a la viuda—. El bebé se está moviendo y quiere a su madre.
Ella se levantó, se retiró y cerró la puerta suavemente tras ella.
—Me alegra veros tan sano —me dijo Littleton al tomar asiento. Detrás había unas jaulas de mimbre y, al fijarme bien en la oscuridad, vi que contenían ratas. Recordé que Littleton había mencionado que ganaba unas monedas cazando ratas. Supe entonces que utilizaba el viejo truco de soltar sus propias ratas para que le encargaran atraparlas, cosa que un ratero hábil podría hacer con un simple silbido. Estos hombres podían ganar un buen dinero atrapando las mismas ratas docenas de veces.
—Me gusta ver que prosperáis —dije secamente.
—Sí —contestó él—. Algunos me dirán que soy un insensible al ocupar el lugar de Yate entre los hombres, ocupar su casa con su bonita mujer… pero alguien tenía que hacerlo. No podía dejar que Greenbill Billy se saliera con la suya con los chicos. ¿Hubiera querido eso Yate? No lo creo. Y no podía dejar que algún cruel bastardo se quedara con Anne.
—Qué generoso —dije secamente.
—Sé perfectamente qué está pasando detrás de esos taimados ojos de judío, Weaver. Pensáis que a lo mejor ayudé a que se deshicieran de Yate para poder quedarme con su mujer y su sitio… que soy un aprovechado sin entrañas que haría lo que fuera para conseguir lo que no es suyo. Bueno, pues el señor estaba allí y sabe que no es verdad. Yo no tenía nada contra Yate, solo que su mujer me parecía guapa, y nunca se me había ocurrido ser el cabecilla de los chicos hasta que ellos me lo pidieron. Fue conmovedor. Nos sentamos en una taberna en los muelles y hablamos de lo que íbamos a hacer. Uno se levantó y dijo que nos juntáramos con Greenbill, pero le contestaron con un montón de golpes en la cara, os lo juro. Entonces se levantó otro y dijo que los dirigiera yo, que de todos los que estábamos allí solo John Littleton sabía de grupos de trabajadores. De verdad, Weaver, hasta se me saltaron las lágrimas.
—Suena conmovedor.
—Oh, podéis burlaros si queréis, pero fue conmovedor. ¿Creéis que fue fácil para mí? En otro tiempo casi me matan por estar a la cabeza de un grupo de trabajadores, y juré que no volvería a hacerlo. Lo único que quería era ganarme mis chelines para poder comerme mi cena y beber mi jarra de cerveza. Pero esto me sobrepasa. Esta vez dejaré que me maten a golpes si hace falta. Es lo que he decidido, así que no me vengáis con sospechas.