La conjura (29 page)

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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La conjura
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Tendría que esperar para saberlo. Cuando se acercaba la hora, me despojé de mi atuendo de Matthew Evans y salí al callejón por la ventana. Hubiera sido mucho más fácil y más seguro ir hasta allí ataviado como un caballero, sobre todo porque en los periódicos se comentaba que Weaver había sido visto en algunos de los lugares más peligrosos de la ciudad. Pero, aunque Mendes había demostrado ser un aliado valioso, jamás se me hubiera ocurrido confiarle todos mis secretos.

Di gracias por haber sido cauto, pues no tardé en descubrir que quizá había confiado en Mendes más de lo debido. Cuando entré en la habitación que había reservado, lo encontré esperándome, pero no estaba solo.

Jonathan Wild estaba con él.

Hasta el día en que encontró su destino en el otro extremo de la soga de un verdugo, no creo que Wild hubiera estado nunca tan cerca de la muerte como en aquel momento… incluido el famoso incidente en que Moretón Blake le apuñaló en el cuello. En un visto y no visto, cerré la puerta de una patada y saqué una pistola del bolsillo. A punto estuve de descargarla contra su cabeza.

Pero me contuve. Creo que fue por la actitud de Wild. Una de dos: o no había venido para hacerme daño o estaba tan bien preparado que no tenía nada que temer. Fuera como fuese, no deseaba añadir otra acusación de asesinato a mis problemas, y es por ello que vacilé.

—Aparta eso —me dijo, y bebió de su jarra de cerveza—. Si quisiera que te atraparan, ya estarías preso. Pero lo cierto es que me eres mucho más útil libre que encadenado. Y estás tristemente equivocado si crees que ciento cincuenta libras son suficientes para hacerme cambiar de opinión.

Bajé la pistola y me acerqué a la mesa. Mendes ya me había servido una cerveza.

—No tienes nada que temer —me dijo.

—Entonces, ¿por qué no me dijiste que vendría contigo? —le pregunté, sin querer sentarme todavía.

Mendes permaneció impasible. Ahora que Wild estaba allí, ya no era el mismo, era el títere del cazador de ladrones. No conseguiría nada de él.

—No te lo dijo —me dijo Wild— porque no hubieras venido. Evidentemente, tenía razón, pero a mi entender eso no disculpaba el engaño. Y aun así, solo podía culparme a mí mismo. Por mucho que quisiera confiar en Mendes, seguía siendo el hombre de Wild, y no debía sorprenderme si traía a su amo a la reunión. Lo único que quedaba por saber era por qué.

Wild se comportaba de una forma tan tranquila que cualquier hombre que se mostrara nervioso en su presencia debía de sentirse lastimoso. Este gran ladrón tenía la extraña capacidad de hacer que todo el mundo creyera en su corrupta autoridad y descubrí que, aun sabiendo quién era, yo mismo acabaría confiando en él si no iba con cuidado. Así que tensé cada músculo de mi cuerpo, decidido a resistirme a sus encantos.

—Bueno, dejémonos de tonterías. —Me mantuve muy derecho para dar yo también una imagen de autoridad, aunque la débil sonrisa que vi en los labios del cazador de ladrones me dijo que no lo había logrado—. Me inquieta la relación que puedas tener con mis problemas desde que apareciste en mi juicio.

—¿Ah, sí? —preguntó. Sus rasgos eran tan afilados y angulosos que parecía que iban a partirse por la presión de su sonrisa—. ¿Te sentirías más tranquilo si hubiera hablado mal de ti, como sin duda esperabas?

—Me hubiera sorprendido menos, desde luego.

—Siento haberte sorprendido, pero pensaba que estarías más agradecido. Dejé a un lado nuestras posibles diferencias para hacerte un favor. Tú y yo estamos acostumbrados a pelearnos por el mismo premio… o peor, a estar enfrentados. Pero en este asunto soy tu mejor amigo.

—No creo ni por un momento que lo hayas hecho por otro motivo que no sea para ayudarte a ti mismo. El señor Mendes me ha informado del poco aprecio que le tienes a Dennis Dogmill, y confías en que yo lo perjudique.

—Cierto. Sospeché de su implicación en cuanto supe que Yate había muerto. Y me ha dicho Mendes que no conoces a la mujer que te pasó las herramientas para robar casas. ¿Es eso cierto?

—Sigo creyendo que fue cosa tuya —dije, aunque no estaba tan seguro como antes.

Él rió.

—Cree lo que quieras. Aunque supongo que te enfurece pensar que tuve algo que ver en tu rescate. Sin embargo, ese pequeño truco no fue cosa mía.

Meneé la cabeza.

—Entonces, ¿qué quieres? ¿Para qué has venido?

—Para ofrecerte mi ayuda, nada más. A fe mía, no soy amigo de los tories, todo el mundo lo sabe, pero ese Dogmill y su perro faldero, Hertcomb, son un inconveniente para mi negocio. Apoyaría al mismísimo cardenal Wolsey si se opusiera a Hertcomb y convirtiera a Dogmill en su enemigo. Estaba convencido de que esta competición sería coser y cantar para esos villanos, pero entonces apareciste tú y ahora todo es mucho más interesante. Mientras sigas cargándote rufianes por la ciudad y tratando de descubrir la verdad, mejor para mí. Por eso estoy contento de poder ayudarte. Escupí una amarga risa.

—Si fracaso, ahí te pudras. Y si tengo éxito, según tú estaré en deuda contigo.

Wild ladeó un poco la cabeza y asintió discretamente.

—Siempre has sido un hombre razonable, Weaver. No me cabe duda de que un favor ahora podría dar su fruto en el futuro. Así que he venido para saber qué puedo hacer por ti. ¿Dinero, quizá?

Fruncí el ceño con desprecio. No pensaba aceptar que Wild me ofreciera dinero como un tío generoso.

—No necesito tu dinero.

—Pues se gasta como el de cualquier otro, te lo aseguro. Aunque parece que tu sistema para atracar jueces te va muy bien. Sin embargo, debo decir que Rowley siempre ha sido un hombre muy dócil. Lamento que le hayas obligado a retirarse.

—Yo también lo tuve siempre por un hombre de fiar. ¿Por qué me atacó de esa forma?

—Estamos en época de elecciones —dijo muy complaciente—. Ya había peligro cuando las elecciones se celebraban cada tres años. Ahora que tienen lugar cada siete, el premio es mucho más valioso y todos llegarán mucho más lejos para apoyar a su partido, o sus intereses. Rowley solo hizo lo que Dogmill le pidió. Nada más.

—No sé.

Wild se volvió hacia Mendes.

—Me parece que nuestro amigo se ha trastocado por sus encuentros con los hombres de la South Sea y ahora siempre ve segundas intenciones en todo. Nunca limpiarás tu nombre si andas buscando intrigas y tramas ocultas. La respuesta está en la superficie, créeme. Solo se trata de la codicia de Dogmill.

—¿Y qué puedo hacer? Dogmill tiene influencia sobre todos los jueces de Westminster.

—No lo sé —respondió él con una sonrisa maliciosa—. ¿Qué estás haciendo ahora? —Al ver que no contestaba, añadió—: Aparte de matar a tipos como Groston, claro.

Me agité nervioso en mi asiento.

—Por eso quería ver a Mendes. Yo no maté a Groston.

—Nunca le has puesto las manos encima, por supuesto.

—Le di su merecido, nada más. Pero estoy seguro de que la persona que está detrás de su muerte irá a por los otros dos que testificaron en mi contra en el juicio.

Él asintió.

—Mendes los encontrará sin problemas. ¿Quieres hablar con ellos cuando los encontremos?

Asentí.

—Sí. No dejaré que maten a esos dos para que mis enemigos puedan cargarme más muertos. Y siempre cabe la posibilidad de que tengan alguna información útil.

—Entonces los buscaremos enseguida —me aseguró Wild, y quedamos de acuerdo sobre la forma en que podrían localizarme—. ¿Podemos ayudarte en alguna otra cosa?

Me arrepentía de haber confiado tantas cosas a aquellos dos hombres, pero corrían tiempos difíciles, ya me ocuparía de eso más adelante.

—No —dije—. Con eso será suficiente.

16

Tal como Elias había prometido, en la
London Gazette
y otros periódicos importantes apareció la supuesta llegada de Matthew Evans, así que, mientras los periódicos de los whigs acusaban a Benjamin Weaver de asesino y los de los tories lo convertían en una víctima, el comerciante de tabaco tory hacía su debut triunfal. Mientras algún villano asesinaba en mi nombre, yo seguía siendo un fugitivo, y casi me pareció una frivolidad tener que cumplir con las obligaciones que me imponía aquella payasada.

Sin embargo, era el camino que había elegido y no tenía más remedio que seguir adelante. Aquella noche llegué a la asamblea de Hampstead puntualmente a las diez. Era un poco pronto, pero pensé que sería lo mejor.

La sala era deslumbrante, un enorme salón abovedado lleno de arañas doradas centelleantes, mobiliario rojo y llamativo, mesas llenas de comida y un reluciente suelo de baldosas blancas. En el lugar había ya la suficiente gente para que mi presencia no llamara la atención. Cerca de un extremo, los músicos tocaban y los asistentes bailaban alegremente. Una multitud de personas se había congregado en torno a la mesa del bufet, donde se había dispuesto con gran esmero un pastel de pasas, rodajas de pera, camarones con ciruelas pasas y otros bocados exquisitos. Alrededor de otra mesa, los hombres se arracimaban para servirse ponche para ellos y sus damas. En el otro extremo de la sala estaba la entrada a la sala de cartas, donde se solazaban las mujeres de edad que harían de carabina mientras sus hijas o sus pupilos hacían travesuras. Los hombres de edad no necesitaban enclaustrarse, pues ellos ponían tanto empeño en buscar a alguien con quien casarse como los jóvenes, o al menos lo fingían.

Yo ya había dado dos vueltas a la sala cuando oí que alguien me llamaba… por mi falso nombre. No contesté hasta la segunda o tercera vez, pues aún no estaba acostumbrado a que me llamaran así, y me sorprendió. Después de todo, ¿quién me conocía en mi nueva faceta? Cuando me volví, vi que era Griffin Melbury, acompañado por un pequeño grupo de personas.

—Ah, señor Evans —dijo Melbury cogiendo mi mano con gesto cordial. Seguía manifestando esa reserva patricia que noté en nuestro encuentro anterior, pero me pareció que me había ganado su confianza con mi pequeño ardid. Le devolví el saludo y me obligué a ponerme una máscara de placer.

Y tuve que obligarme, ciertamente. El contacto con su mano fría y húmeda me produjo repugnancia. Ahí tenía la mano que tocaba a Miriam… que la tocaba como solo un marido podía hacerlo. Por un momento, pensé en estrujarle la carne, en golpearle, pero sabía que aquel impulso era irracional y muy poco político. Así que seguí sonriendo, aunque la falsedad de mi gesto hizo que sintiera mi piel tensa y pastosa.

—Me alegra volver a veros, señor Melbury.

—Me preguntaba si vendríais. Sé que sois nuevo en la ciudad, así que he pensado que podía presentaros a algunas personas. —Entonces inició una vertiginosa sucesión de presentaciones: curas, miembros de antiguas familias, hijos de condes y duques. Me hubiera sido muy difícil repetir sus nombres cuando acababan de presentármelos, cuánto más ahora que han pasado muchos años. Pero algunas de aquellas personas me parecieron destacables.

En primer lugar, me llevó hasta un extremo y me presentó a un hombre a quien ya conocía.

—Este —me dijo Melbury— es Albert Hertcomb.

Estreché la mano de Hertcomb, y él me sonrió con afabilidad.

—El señor Evans y yo ya nos conocemos. No debéis sorprenderos —me dijo—. El señor Melbury y yo no tenemos por qué mostrarnos incívicos solo porque competimos por el mismo escaño en el Parlamento. Después de todo, podemos ser amigos aunque estemos en partidos distintos.

—Reconozco que el partido no tiene por qué regir la vida de la persona, pero me sorprende veros en términos tan amistosos.

Melbury se rió.

—Me congratula que la situación no sea tan desesperada como para tener que odiar a otro hombre solo porque compite por el mismo premio que yo.

—A fe mía —dijo Hertcomb—, jamás he sentido animosidad por ningún hombre, ni siquiera si es lo que se denomina un enemigo político. En mi opinión, un enemigo es alguien que se opone a mí, nada más.

—¿Y cómo definiría esa palabra otra persona? —pregunté.

—Oh, con mucha mayor dureza, sin duda. Pero yo no me preocupo por esas cosas. Después de todo, el político no es un doctor en retórica.

—Pero sin duda debéis pronunciar discursos.

—Por supuesto. Los discursos son la esencia de la Cámara de los Comunes, pero no son solo palabras. Detrás de las palabras hay ideas. Eso es lo que importa.

—Un buen consejo —dijo Melbury—. Me aseguraré de recordarlo cuando ocupe mi escaño. Ja, ja.

Entonces Melbury nos disculpó, tiró de mí un poco demasiado fuerte y nos apartamos.

—Qué necio —me dijo en un susurro cuando nos alejábamos—. No he conocido nunca a mayor necio que este. Hay que ser muy idiota para tener a Dogmill de patrocinador.

—Pues a él le habéis dicho palabras muy distintas —dije, un tanto complacido ante la oportunidad de poder reprocharle su hipocresía.

—En verdad, siento cierto aprecio por el señor Hertcomb. Es un hombre sencillo, y seguramente no quiere hacer ningún mal. Quien no me gusta es el señor Dogmill, su agente.

No hubiera podido pedir mejor introducción a un tema de tal importancia.

—Tengo la impresión de que a él tampoco le gusta Dogmill.

—No me sorprende. Jamás he conocido a un hombre menos digno de aprecio. Os lo aseguro, no lo soporto. Deseo servir en los Comunes de Westminster, no lo niego. Soy un patriota, señor Evans, en el verdadero sentido de la palabra. Solo quiero hacer lo mejor para mi reino y mi Iglesia. Solo quiero que los hombres cuyas familias han levantado esta isla —familias antiguas como la nuestra, cuyos padres han derramado su sangre en defensa del reino— conserven el lugar que les corresponde. No me gusta ver que un puñado de judíos, agiotistas y ateos despojan a los verdaderos ingleses de su influencia. Cuando ocupe mi escaño, disfrutaré mucho más porque sabré que habré privado a Dogmill de su poder. Quiero destruirlo, machacarlo y convertirlo en polvo.

No disimulé la sorpresa.

—Os honra vuestro espíritu competitivo, pero ¿no exceden esos sentimientos las relaciones normales de la política?

—Tal vez. Confieso que soy rencoroso. No odio a muchos hombres en este mundo, pero cuando odio a alguien lo hago con toda mi alma… y reconozco que no siempre es por una buena razón. Pero Dogmill… es único. Perdí cierto dinero en el escándalo de la South Sea Company; muchos perdimos dinero, por supuesto. Pero había algunos amigos de la familia de Dogmill en el consejo, y él indicó a Hertcomb que los protegiera, que utilizara su influencia en los Comunes para proteger a esos criminales. Y yo os pregunto, señor, ¿no es despreciable que un hombre utilice el poder del gobierno para proteger los negocios de sus amigos?

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